Capítulo diecisiete
El castillo de Rasal era un imponente edificio de piedra que se elevaba muy por encima del paisaje circundante, una fortaleza que no ocultaba su dominio. Aunque caía la noche, su silueta descollaba, sombría, por encima de ellos, tapando el cielo nocturno y las estrellas.
Luke le pasó su tarjeta al criado que abrió la puerta. Isabel había escrito algo en el dorso. Por lo general prefería viajar en calidad de «señor y señora Ripton»; era más prudente no comunicar a la gente que se era rico, pero en aquel caso sacó a relucir su título. El criado cogió la tarjeta, les pidió que esperaran y desapareció sin hacer ruido.
Aquello no era como el antiguo hogar de Isabel; el castillo de Rasal era antiguo, pero nada desvencijado. Todo relucía; la entrada estaba iluminada con llameantes antorchas, cuya luz iluminaba los lujosos tapices y los metales preciosos, y oscilaba en los marcos dorados que rodeaban las brillantes obras de arte. Generaciones de riqueza estaban representadas allí.
No tuvieron que esperar mucho. El marqués en persona acudió a recibirlos, diciendo:
—Isabel, mi queridísima niña, qué sorpresa tan encantadora. Creíamos que te habíamos perdido para siempre. Y ahora, fíjate: ya hecha una mujer y la viva imagen de tu querida madre.
El marqués tenía más de sesenta años; era un hombre alto, enjuto y bien parecido, de oscuro cabello que empezaba a encanecer, nariz aguileña y una pequeña perilla. Abrazó a Isabel, besándola en las dos mejillas y dándole un cordial achuchón, antes de volverse para saludar a Luke.
—¿El marido de Isabel? Cuánto me alegro de conocerlo a usted, querido señor. —Le dirigió a Luke una penetrante mirada—. Tiene usted un tesoro, lord Ripton, espero que lo sepa.
—Lo sé, señor.
Luke le lanzó una mirada a Isabel, que estaba arrebolada, feliz y hermosa, completamente radiante.
El marqués sorprendió el intercambio de miradas y sonrió. Luego le dio una palmada a Luke en la espalda
—Estupendo, estupendo, me alegro de oírlo. Pasad, pasad, la cena va a retrasarse media hora... no, no, no por vosotros. Mi esposa ha estado fuera todo el día y acaba de volver ahora mismo.
—¿Tu esposa, tío Raúl? —exclamó Isabel.
Él sonrió.
—Sí, querida, volví a casarme hace varios años. Un viejo tonto, dirás tal vez, pero espera a conocerla. Acaba de subir a cambiarse y nunca es rápida en estos asuntos, así que tenéis tiempo de sobra para asearos y prepararos. Y no es preciso que os pongáis elegantes para cenar. Será una cena muy informal esta noche, en famille. —Mientras decía estas palabras, hacía caso omiso del hecho de que él mismo vistiera calzones de satén de etiqueta hasta la rodilla, medias de seda y una casaca de hermoso corte—. Y ahora, hala, idos con Pedro, él os acompañará a vuestras habitaciones y se ocupará de todas vuestras necesidades. —Sonrió satisfecho—. La pequeña Isabel, ya casada y adulta... Qué alegría, querida.
Solos en la suntuosa alcoba que les habían asignado, se quitaron la ropa de montar. De lo más deliciosa con camisola, corsé y medias, aunque ajena por completo al efecto que producía en él, Isabel se cepilló el pelo mientras Luke se afeitaba en ropa interior. Le habían dado a Pedro el vestido rojo y el mantón de seda, y también la casaca y la camisa de Luke para que los plancharan.
Luke deseó que hubieran dispuesto de una hora antes de la cena. Pero ¿qué tenía aquel corsé?
—Me pregunto con quién se habrá casado el tío Raúl. Era viudo desde que tengo memoria.
Luke se limpió el último resto de espuma de la mejilla y se secó la cara. Estaba muy poco interesado en la nueva marquesa.
Isabel empezó a trenzarse de nuevo el cabello en su diadema habitual. Le enmarcaba el rostro perfectamente.
—Combatió contra Napoleón, ¿sabes? Cuando papá murió, el marqués asumió el mando de sus guerrilleros.
Luke se quedó sorprendido.
—Esos guerrilleros llevaban una vida dura. No debió de ser fácil para...
—No te atrevas a decir «un anciano». —Bela se echó a reír—. Él no te lo perdonaría jamás. En particular ahora que tiene una nueva esposa que, seguramente, será bastante más joven que él.
Les devolvieron la ropa perfectamente planchada e impecable, y se apresuraron a vestirse y a bajar.
—Pasad, pasad —los saludó el marqués—. Mi esposa envía recado de que se retrasará un poco y que debemos empezar sin ella. —Alzó las manos en una masculina expresión de impotencia—. Las mujeres, nunca puntuales. Vamos a entrar.
Los hizo pasar a un gran comedor cuyas paredes estaban repletas de cuadros de lúgubres antepasados. Se sirvió el primer plato: una docena de fuentes distintas, todas con un aspecto y un aroma delicioso.
—Comed, comed —los animó—. Tendréis hambre después de vuestro largo viaje.
Luke y Bela no necesitaron que se lo dijera dos veces.
—Tengo entendido que viajáis a caballo. De pequeña eras una intrépida amazona, pero ahora...
El marqués se calló con delicadeza. Luke se dijo que no acababa de decidirse: ¿el esposo de Isabel era un desconsiderado bruto o es que, sencillamente, andaba escaso de dinero?
—Tenemos prisa —le contestó Isabel—. Mi marido tiene un compromiso importante en Inglaterra, y es más rápido viajar a caballo que en coche. Además —se apresuró a lanzarle al marqués una rápida sonrisa—, a mí me gusta. Me he pasado demasiados años encerrada en un convento y la única vez que mi marido me hizo viajar en coche me aburrí mucho. No sabes qué deleite es galopar por las montañas al aire libre.
Y el frío, y el viento, y la lluvia, pensó Luke. Sin quejarse.
El anciano caballero se echó a reír.
—No has cambiado, querida niña. Ahora decidme, ¿cómo os conocisteis? No puedo decir que me guste que un inglés se lleve de España a mi pequeña Isabel.
Isabel se quedó inmóvil, con la cara súbitamente pálida. ¿De veras creía que Luke iba a contarle a su querido marqués las terribles circunstancias que los habían reunido?
—Fue un encuentro casual —respondió Luke en tono relajado—. De esas cosas que pasan. Un solo encuentro y ya está: se decidió mi suerte.
En cuanto las palabras salieron de su boca cayó en la cuenta de cómo se las tomaría ella. No tenía esa intención, en absoluto. Sólo pretendía que sonara romántico.
El marqués hizo un gesto afirmativo.
—Con la marquesa y conmigo fue así también. Nos conocimos hace un año, en Madrid. Ella había pasado una guerra horrible, pobrecilla. Había perdido a toda su familia, como tantos de nosotros. —Con la mirada abrazó a Isabel, reconociendo su pérdida. Luego alzó su copa de vino—. Pero debemos reconstruir nuestra vida, ¿verdad? Por España, y por las reconstrucciones.
Los tres brindaron.
—¿Brindáis por mí? Qué amables —ronroneó una voz sensual.
Una mujer de unos treinta y cinco años entró con paso majestuoso. Llevaba un vestido rojo oscuro, escotado para enmarcar un espléndido seno, bien ceñido a una estrecha cintura y elegante sobre unas voluptuosas caderas. El cabello, negro azabache, lo llevaba retirado hacia atrás en un refinado peinado que ponía de relieve una piel impecable, unos delicados pómulos y unos carnosos labios pintados con carmín.
No era preciso adivinar por qué el marqués se había casado con ella.
Un perfume a rosas emanaba de su cuerpo perfecto.
A Luke se le revolvió el estómago.
—Ah, querida...
El marqués se levantó para recibir a su esposa, y Luke se levantó bruscamente con él; echó atrás la silla de un empujón tan fuerte que ésta estuvo a punto de caerse. Un criado la sujetó.
El marqués llevó a cabo las presentaciones. Luke apenas oyó una palabra.
No podía pensar. La piel se le había puesto fría y húmeda. Desde el otro lado de la mesa oyó que Isabel soltaba una elocuente tos. Ni siquiera la miró.
—Encantada de conocerlo, lord Ripton.
La marquesa le tendió la mano. Luke no hizo el menor ademán de ir a cogerla. Clavó la mirada en la elegante y extendida mano como si fuera una cobra.
Los brillantes ojos oscuros se abrieron mucho y luego se entornaron. Su mirada le acarició la cara, bajó sin prisas por su cuerpo y subió de nuevo, hasta acabar posándose justo debajo del hombro derecho. Los labios pintados de carmín se curvaron en una minúscula sonrisa. Por último la marquesa se echó a reír, con una sonora, aunque sofocada, risa de contralto.
—Qué encantador que aún produzca este efecto en un joven.
Luke se puso tenso. Estaba jugando con él. Increíble. No le preocupaba en absoluto que la denunciara.
Lo cual quería decir que el marqués sabía quién era su esposa en realidad.
—Isabel, nos marchamos —dijo Luke en tono brusco.
—¿Cómo? Pero Luke...
—¡Inmediatamente!
—No. Esto es el colmo de la descortesía...
En inglés él dijo:
—Es ella, la persona de la que te hablé.
—¿Qué persona? ¿A qué te refieres?
—La que hizo esto. —Se tocó el hombro.
Bela abrió mucho los ojos.
—¿«Cuch...»?
—No lo digas. —Él la interrumpió bruscamente, al tiempo que echaba una recelosa ojeada al marqués y a su esposa—. No digas el nombre —repitió, aún hablando en inglés—. Hay peligro aquí, y debes escapar.
Ella tardó un momento en asimilar lo que estaba diciéndole.
—¿Fue una mujer la que te hizo esa cosa terrible? No puedo creerlo. —Pero aunque se mostraba incrédula, Luke vio que lo creía. Horrorizada, Bela miró fijamente a la marquesa—. Pero debemos contarle al marq...
—¡No! Él lo sabe. Ahora haz lo que te digo, levántate y deja la mesa, discretamente y deprisa.
Ella negó con la cabeza.
—Te equivocas. Lo conozco de toda la vida y es hombre de honor. No es posible que se haya casado a sabiendas con «Cuchillo».
¡Maldición! Lo había dicho. Ahora sí que se iba a armar.
—¿«Cuchillo»? —exclamó el marqués—. ¿Qué pasa con «Cuchillo»?
Se puso en pie con el ceño fruncido de confusión. O de aparente confusión, pensó Luke. De dos zancadas, Luke se plantó junto a su esposa. La levantó de un tirón y la empujó hasta ponerla tras él.
—Nosotros nos marchamos ya —le dijo al marqués—. No intente detenernos.
—Ni pensarlo, mi querido amigo —contestó el marqués, levantando las manos pacíficamente—, pero no tengo ni idea de lo que habla. ¿Qué es todo esto de «Cuchillo»?
Luke desplazó la mirada del hombre hasta su esposa y luego volvió a mirarlo a él. ¿Era aquello un cándido intento por inspirarle una sensación de seguridad? ¿De veras aquel hombre no lo sabía? No; un patriota español que había mandado una partida de guerrilleros sin duda conocería a «Cuchillo». Y, siendo así, tendría motivo para para matar a todo el que lo supiera.
—Ven, Isabel —dijo; la tomó del brazo y se mantuvo entre ella y el marqués.
Pero Isabel no quería saber nada de su protección. Dio un paso hacia adelante y le dijo al marqués:
—Mi marido ha reconocido a tu esposa, tío Raúl. La marquesa fue en tiempos una agente francesa conocida como «Cuchillo». Torturaba a los jóvenes por gusto.
El marqués se la quedó mirando fijamente, y luego meneó la cabeza.
—No, no, querida, eso no es así. «Cuchillo» murió hace varios años.
—¿Murió?
—Unos patriotas la capturaron y la ahorcaron. Una muerte bien merecida para una bruja y una traidora.
—Pues ahorcaron a la que no era —afirmó Luke muy serio—. Porque la «Cuchillo» de verdad está sentada ahí, a su lado.
El marqués miró a su esposa.
Ella le lanzó una mirada de vago desconcierto.
—Este pobre y joven caballero se confunde desde luego, querido. Quizá sus terribles experiencias de la guerra lo hayan dejado... confuso. O quizá me haya confundido con otra mujer.
Aliviado, el marqués asintió.
—Sí, eso debe de ser.
—Él no está confundido —insistió Isabel—. Si dice que es usted «Cuchillo», lo es.
—¡Isabel! —exclamó el marqués—. Es absolutamente imposible que mi esposa sea...
—Lo es —lo interrumpió Luke—. Torturó y mató a docenas de hombres.
—Eso lo hizo «Cuchillo», sí —convino el marqués—. Pero no mi esposa. Esa mujer actuaba en el norte, y la veían cruzar de un lado a otro de la frontera, pero yo conocí a mi esposa en Madrid. La primera vez que estuvo en el norte fue cuando vino aquí, en nuestra luna de miel.
—Eso es lo que dijo ella —repuso Luke.
El marqués se irguió.
—Señor, me ofende usted. Un caso de identificación errónea es perdonable, pero insultar a mi esposa, en mi propia casa...
—Éste no es un caso de identificación errónea, tío Raúl —intervino Isabel con vehemencia—. «Cuchillo» torturó a mi propio marido. ¿Crees que él la confundiría con otra mujer?
Las oscuras cejas del marqués se fruncieron rápidamente.
—¿A usted, señor?
—Sí —contestó Luke con frialdad. Le costó reconocerlo.
—Y, sin embargo, sobrevivió usted —dijo la marquesa con dulzura—. Un extraño tipo de asesina.
Luke clavó la mirada en ella. ¿Debía estarle agradecido porque le hubiera perdonado la vida?
Isabel le lanzó una ojeada de odio.
—Enséñasela, Luke.
Luke trató de hacerla callar con una mirada, pero Bela no hizo caso de él y le abrió de un tirón el cuello de la camisa.
—Ahí está —dijo, al tiempo que dejaba al descubierto la tallada rosa.
Se oyó el siseo de una respiración contenida cuando el marqués vio el dibujo. Luego miró a su esposa con gesto de preocupación.
—¿Rosa?
—Déjeme ver.
La marquesa se acercó a Luke con aire despreocupado y alargó la mano para cogerle la camisa con una pulida uña.
Él retrocedió, rígido de odio.
—Vuelve a tocarme, so bruja, y te mato.
Ella dio media vuelta para mirar a su marido y dio un femenino suspiro de impotencia.
—No sé de qué habla, querido, y si ni siquiera desea mostrarme ese bonito grabado...
—¿Bonito grabado? ¡Usted sabe perfectamente de lo que él habla! ¡Usted talló esa infamia en la carne de mi marido! —dijo Isabel con furia—. Usted cree que puede escurrir el bulto porque tío Raúl y mi marido son demasiado caballerosos como para poner a prueba a una mujer. ¡Pero yo no soy ningún caballero!
Y, al tiempo que agarraba rápidamente un trinchante de la mesa, cogió a la marquesa por el cuello y le puso la hoja en la mejilla.
—¡Isabel! —exclamaron Luke y el marqués al unísono.
—Suelta ese cuchillo.
—Isabel, hija, esto es una locura. ¡Rosa es mi mujer!
—¡Raúl, ayúdame! ¡Está loca!
Isabel no hizo caso a ninguno.
—Y ahora, marquesa... díganos la verdad o le tallaré yo un bonito dibujo en la mejilla. Claro que no soy una artista como usted, pero tal vez consiga poner una B de «bruja», o una A de «asesina»...
Apretó el frío filo del cuchillo contra la tersa mejilla de damasco.
La mujer dio un chillido.
El marqués hizo un tibio intento por ayudarla, pero Luke le agarró el brazo y murmuró:
—No lo haga. Isabel no le hará daño, pero si se entromete usted, alguien saldrá herido de verdad.
Y ese alguien tal vez fuese Isabel.
El marqués lo escuchó y no hizo más movimientos.
La marquesa lo escuchó también y se preparó para luchar.
—No cometa un error —le dijo Isabel al oído—. Con mucho gusto le trincharé la mejilla hasta convertirla en carne picada.
Los labios pintados de carmín se curvaron en una mueca de desprecio.
—Te faltan agallas, pequeña aristócrata.
—¿Ah, sí? —respondió Isabel con mucha suavidad—. Tal vez no sea vieja como usted, pero también viví una guerra... y maté a tres hombres. Sé que eso no es nada comparado con usted, y además todos eran viles cerdos que atacaban un convento, pero créame: no me costaría ningún trabajo matar a una loba despiadada que torturó a mi marido y le dejó secuelas hasta hoy, que asesinó a su amigo y... —Le lanzó una mirada al marqués—. Y que engañó a un patriota bueno y noble que se merecía algo mejor. ¿Por qué no iba yo a marcarle a usted mis iniciales en la cara? —Apretó la hoja contra la suave mejilla—. Ahora, hable.
La marquesa no dijo nada.
—Esa pobre mujer a la que ahorcaron en lugar de usted, ¿fue un afortunado caso de identificación errónea?
En los ojos de la mujer brilló un breve parpadeo de desprecio. Tanto Luke como el marqués lo vieron.
—Ah —continuó Isabel—. Así que organizó que ella muriese en lugar de usted. Muy hábil.
—Rosa...
Había un inmenso horror en la voz del marqués.
—¿Ve?, él lo sabe ya, así que más vale que lo reconozca: usted es «Cuchillo».
Se produjo un largo silencio. Isabel apretó más el trinchante y, en tono crispado, la mujer susurró:
—Sí, sí, de acuerdo, sí. Pero eso fue hace mucho tiempo.
El marqués dejó escapar de golpe la respiración que había estado reteniendo. Luke lo soltó y el marqués se derrumbó en una silla; parecía haber envejecido de repente.
—Raúl —dijo la marquesa en tono de súplica—. Esto no cambia nada entre nosotros. Todos hicimos cosas en la guerra que queremos olvidar. ¡Raúl!
Él la miró fijamente un buen rato. Luego, con voz vieja y muy cansada, dijo:
—Me he casado con «Cuchillo».
Y hundió la cabeza entre las manos.
—Raúl, por favor...
Él se quedó inmóvil, y ella supo que lo había perdido. Que lo había perdido todo. Isabel movió el cuchillo. Unas gotas de sangre, de vivo color, brotaron de una línea que cruzaba la pálida mejilla. Los brillantes ojos de la mujer destilaban odio, y soltó una exclamación de furia, pero no se movió.
—¿Torturó usted a mi marido?
—Sí.
—Y a su amigo. Usted asesinó a su amigo.
«Cuchillo» dio un bufido desdeñoso.
—¿A Michael? No fue ninguna pérdida para el mundo.
—Fue una pérdida para su familia y sus amigos.
La mujer miró a Luke.
—Michael no era digno de llamarse un hombre. Era un cobarde.
—¿Por qué dice eso?
Silencio.
—¿Fue porque le dio a usted la información?
—Por supuesto. Entregó hasta el último detalle entre chillidos, como un pequeño cerdo.
—¿Por eso lo mató usted?
—No, le corté el pescuezo para poner fin a sus lloriqueos —contestó la mujer con frialdad—. No dejaba de llorar. Yo desprecio a los peleles.
—¿Le dio mi marido a usted alguna información?
—No. Su marido recibió el doble de castigo y no dijo nada.
—¿Y por eso lo dejó usted vivo?
—Era atractivo y valiente... un digno enemigo. ¿Por qué iba a matarlo?
—¿Por qué le talló usted esa... eso en la carne?
—¿Mi bonita rosa? —«Cuchillo» sonrió—. Fue un capricho. Un detallito para que me recordara.
¿Un capricho? ¿Ponerle a un joven una dolorosa marca que ella sabía que lo avergonzaría durante el resto de su existencia? Desde entonces Luke había visto aquella marca todos los días de su vida; un recordatorio de que había traicionado, o creía haber traicionado, a su país y a su amigo.
Eso era pura y sanguinaria maldad. La mano de Isabel tembló visiblemente con el deseo de hundir el cuchillo en el perverso corazón de aquella mujer.
Pero no pudo hacerlo. Había averiguado todo lo que necesitaba saber. Luke ya sabía lo que había ocurrido. Tal vez ahora se perdonara a sí mismo. No es que tuviera nada por lo que perdonarse: era un héroe. Con un sollozo, tiró el trinchante, apartó a «Cuchillo» de un empujón y se lanzó directamente en los brazos de Luke.
Él la abrazó fuerte.
—¡Loquilla, mi niña loca! ¡Ponerte en semejante peligro!
—Tenía que hacerlo. Ni tú ni tío Raúl le haríais daño nunca a una mujer, ni siquiera a una mujer como ella. Yo sabía que la amenaza de acabar con su belleza la haría hablar. Los hermosos siempre son los más presumidos.
La marquesa se llevó a la mejilla un blanco pañuelo de encaje. Al apartarlo salió manchado de sangre. Lo miró fijamente y su rostro se retorció de odio.
—¡Por esto morirás, estúpida!
Sacó una pequeña pistola de aspecto mortífero y apuntó a Isabel.
El marqués gritó una advertencia. Luke dio media vuelta, vio lo que ocurría y apartó de un empujón a Isabel justo cuando la pistola se disparaba. La bala se estrelló contra él, que cayó con estrépito al suelo.
Entonces el marqués se movió y un cuchillo cruzó el aire. «Cuchillo» se tambaleó, con la hoja clavada hasta el fondo del cuello. Gorgoteando de un modo horrible, arañando el cuchillo, lentamente cayó de rodillas y perdió el equilibrio. Su sangre se extendió en un charco carmesí por el blanco suelo de mármol.
—¿Qué gravedad tiene la herida? —preguntó el marqués.
Se habían llevado el cuerpo de su esposa, y no había ni rastro de sangre en el liso suelo. Bela no preguntó qué habían hecho con el cuerpo. Toda su preocupación era para Luke.
—Una herida superficial tan sólo —respondió el doctor López—. Ha tenido mucha suerte de que la bala diera donde lo hizo. Hasta donde veo, ningún hueso ha sufrido daño. Los fragmentos de hueso son lo peor, pero creo que se recuperará, siempre que no haya infección.
El doctor, un cirujano médico, había llegado casi al instante. Vivía en la misma propiedad, dijo el marqués. Era un buen hombre, con mucha experiencia en heridas de todas clases. «La guerra, ya sabes.»
Bela se aferró a la mano de su marido, incapaz de apartar los ojos de su rostro ni siquiera un momento.
—Sigue inconsciente.
—Dé usted gracias por ello —le contestó el cirujano—. Eso le ahorrará el dolor cuando le saque la bala.
Cogió un largo par de tenazas de plata, las introdujo con cuidado en el agujero que había bajo el hombro de Luke y empezó a tantear por dentro.
Por un increíble acto del destino, la bala destinada a Bela había agujereado a Luke por el centro de la rosa tallada en su su piel. En aquel instante no era más que un amasijo de sangre y carne desgarrada.
El cirujano tanteó, Luke gimió, incluso inconsciente, y Bela sintió un vuelco en el estómago. Le agarró la mano, se la llevó al seno y rezó para sus adentros.
—Casi la tengo... sólo... sí. —El doctor López sacó la bala. Luego espolvoreó polvo de azufre en la herida y miró al marqués—. Las heridas de disparo son venenosas. Ahora debería...
Le echó un vistazo al fuego y luego le lanzó una mirada a Bela.
—¿Debería usted qué? —preguntó ella.
—Cauterizar la herida. Es la práctica establecida, pero...
—¿Pero qué?
—No resulta algo agradable de ver para las damas.
Sacó un largo instrumento metálico y lo puso al fuego para que se calentara. Parecía un atizador torcido, con un extremo metálico en forma de gota; con sensación de náuseas, Bela se dio cuenta de que tenía, más o menos, el mismo tamaño y forma que el agujero del cuerpo de su esposo. Se estremeció.
—Tampoco será agradable para mi marido. —Cogió la otra mano de Luke—. Hágalo. Rápido, mientras aún está inconsciente.
El marqués se situó detrás de ella y le puso las manos en los hombros.
—Tu padre estaría muy orgulloso de ti, querida.
Con cuidado, el cirujano levantó el cauterio de las llamas y lo comprobó rociando unas gotas de agua en él. Chisporrotearon. Cuando juzgó que la temperatura era adecuada, dijo:
—Que no se mueva.
El marqués sujetó a Luke por los hombros. Bela cerró los ojos. Se oyó un sonido siseante y notaron un horrible olor a carne quemada. El cuerpo de Luke dio una sacudida.
Bela creyó que iba a desmayarse. Se agarró bien a la mano de Luke y al cabo de unos instantes la sensación pasó.
—Ya está. —El cirujano se inclinó sobre la herida, revisó su obra e hizo un gesto afirmativo—. Tiene buen aspecto. Cúbranla con miel fresca y tápenla ligeramente con gasa limpia. Mantengan la herida limpia y procuren que le dé el aire todo lo posible. Si no hay infección, debería recuperarse en unos pocos días.
«Si no...», pensó Bela. ¿Cómo lo sabrían?
—Quizá tenga un poco de fiebre —prosiguió el médico—. Denle infusión de corteza de sauce y otras por el estilo... los tratamientos de costumbre.
Bela asintió. El convento educaba a todas las chicas en el tratamiento de la enfermedad.
—No estés tan preocupada, querida. Tu marido es un hombre fuerte y sano —dijo el marqués en un jovial intento por consolarla—. Y si el doctor López dice que se recuperará, lo hará, no temas. El buen doctor nos cuidaba durante los combates. Perdía a menos de los que se salvaban.
—Vaya, qué tranquilizador —contestó Bela con voz débil.
Bela estaba aburridísima. Viajar en coche, aunque fuera en un cómodo carruaje de buenas ballestas, era de lo más pesado y aquél era el cuarto día de viaje. Fiel a la predicción del médico, en un par de días Luke se había recuperado lo suficiente como para insistir en que continuaran viaje. Bela argumentó que ir a caballo era imposible y entonces intervino el marqués.
Insistió en que estaba en deuda con ellos. Si alguna vez se descubría que él, un reconocido patriota, se había casado con una muy conocida agente francesa, traidora y torturadora... ¡No, no y no! Aquella mujer no volvería a mentarse en el castillo de Rasal. Él ya había borrado todo aquel desagradable incidente de su memoria.
Estaba poniendo al mal tiempo buena cara, pensó Bela. En el fondo, ella sabía que el marqués sufría por lo sucedido. La traición de su esposa lo había herido profundamente. Se sentía muy humillado y, con todo... la amaba.
«El amor es dolor.»
Asimismo, Bela sospechaba que el marqués estaba encantado de librarse de ella y de su marido. Al fin y al cabo, no dejaban de ser un recordatorio de su grave error de juicio, además de testigos del trágico final de su esposa, de modo que cuando Luke se puso tan testarudo con lo de proseguir viaje, el marqués aprovechó el pretexto e insistió en que aceptaran su mejor carruaje con el fin de que Luke se desplazara con la máxima comodidad. Les proporcionó un cochero, mozos de cuadra y dos escoltas, y además mandó jinetes de avanzadilla para que organizaran el relevo de los tiros de forma que acumulasen la mínima demora.
Aparte de pasar la noche en diversas posadas, llevaban viajando casi sin parar cuatro días. Bela estaba harta.
Parecía como si Luke fuera a quedarse dormido en cualquier momento. Otra vez. Se había pasado gran parte del viaje durmiendo. La herida cicatrizaba bien, pero a Bela le parecía que debía dejarlo dormir todo lo posible.
Jugueteó con la muñeca que le había dado Perlita. Era muy aburrido viajar así. Había intentado leer, pero el coche daba tantos botes que al tratar de concentrarse en el texto impreso se mareaba.
En ese momento dieron con un bache y Luke se agarró a una correa con la mano buena. Bien, estaba despierto.
—Al final no me lo dijiste —dijo ella, aprovechando la oportunidad de conversar.
—¿Decirte qué?
—Qué me has dejado en tu testamento. Dijiste que me lo dirías cuando saliéramos de Valle Verde, pero con todo lo que ha ocurrido se me olvidó preguntarte. Así que quiero saberlo ahora... y una cosa te digo, Luke: me da igual lo simpáticas que sean tu madre y tu hermana. No pienso depender de ellas.
Él se metió las manos hasta el fondo en los bolsillos y cruzó las largas piernas enfundadas en las botas.
—Le dije la verdad a Ramón: no te he dejado nada en mi testamento.
Ella entornó los ojos. En los ojos de Luke había un brillo de humor. Bela sorprendió un destello de azul en la oscuridad y, oh, cuánto la animó aquella visión.
—Deja de bromear.
Intentó parecer severa.
—Es cierto.
Ella le tiró la muñeca, que rebotó en él y dio un golpe en el suelo del coche.
—Ay —dijo él con suavidad—. Cuidado, soy un hombre herido y esa muñeca pega duro.
Ella dio un resoplido.
—Es una muñeca de trapo y ni siquiera se ha acercado a la herida. Sé que has hecho alguna treta en el testamento, así que dímelo enseguida, o te caerá encima algo peor que una muñeca.
—Para ser una muñeca de trapo pesa bastante.
En tono impaciente, Bela contestó:
—Perlita la rellenó de nuevo cuando la arregló. Probablemente haya usado serrín o algo así. Venga, Luke, no seas tan pesado... dímelo.
Luke recogió la muñeca y la examinó.
—No es serrín. Parece... guijarros o algo parecido. —Sacó su navaja y le lanzó una mirada a Bela—. ¿Te importa?
—No.
Ella también sentía curiosidad.
Luke echó atrás la falda de la muñeca y cortó las puntadas que bajaban de la cintura. Abrió la costura, la cerró y le lanzó la muñeca.
—Míralo tú misma.
Bela miró... y dio un grito ahogado. De la barriga de la muñeca sacó una larga sarta de perlas; perlas de los mares del Sur.
—Volvió a robarlas para mí. —Pasó las perlas por entre sus dedos. Eran aún más hermosas de lo que recordaba, relucientes con un brillo de porcelana. Todas eran perfectas. Se las puso por la cabeza; daban dos vueltas holgadamente—. Las perlas de mamá.
—Creí que habías dicho que te daban igual esas perlas —dijo él en tono grave.
—Mentí. No quería que te enfrentaras a Ramón.
—Oh, por Dios...
Ella alzó la vista, preocupada.
—Deben de ser valiosísimas. Cuando Ramón se entere...
—Ella lo manejará bien —respondió Luke—. Tu hermana tiene mucho más carácter de lo que yo pensaba. Tal vez quieras asignarle algo.
—¿Asignarle algo? ¿Qué quieres decir?
—Pero... si no tengo patrimonio. Tú dijiste...
—No, dije que no te había dejado nada en mi testamento. No tenía por qué. Sigues teniendo la fortuna que te dejó tu madre.
Ella lo miró boquiabierta, sin habla.
Luke esbozó una sonrisa.
—Fui dueño de tu fortuna más o menos durante un día después de casarme contigo. Cuando llegamos al convento, redacté un documento por el que te devolvía hasta el último céntimo de la fortuna de tu madre y cualquier otra cosa que poseyeras antes del matrimonio, para que se mantuviera en fideicomiso hasta que cumplieras veintiún años. Hice dos copias y le dejé una a tu tía, que la firmó como testigo. Aún la tiene. La otra está aquí. —Se sacó un fajo de papeles del bolsillo interior de la casaca, seleccionó uno y se lo pasó—. Por eso no te he dejado nada mío en mi testamento. Es usted una mujer rica, lady Ripton.
Estupefacta, Bela clavó la mirada en el documento. Era lo que él decía. Se lo había devuelto todo casi inmediatamente después de la boda.
—De manera que... si enviudara...
—Serías una viuda muy rica, sí.
—¡So tonto!, ¡so chiflado y temerario tonto!
Se lanzó sobre él y le golpeó suavemente en el pecho. Con cuidado. Donde no estaba herido.
—¿Cómo? Creí que te alegrarías.
—¡Así que Ramón sí que podía haberte matado y obligarme a...!
—Ah, Ramón... —Luke puso los ojos en blanco—. ¿Por qué todo el mundo da por sentado que no sé manejar a Ramón...? ¿Y quieres dejar de pegarme? Soy un hombre herido y necesitado de tiernos cuidados...
Su boca bajó sobre la de ella, acallando cualquier protesta.
Al cabo de un momento murmuró:
—Sí, ésa es la clase de cuidados que necesito. Y ahora deja que te inicie en una de las ventajas de viajar en coche...