Capítulo dieciséis

 

 

 

 

 

 

Casi eran las ocho cuando llegaron a Huesca. Un río desbordado, una rueda resquebrajada e incluso un bandada de gansos en la carretera habían contribuido a que el viaje estuviera lleno de problemas y retrasos. Para cuando llegaron a la ciudad, Luke tenía un humor de mil diablos.

No le parecía bien casi nada.

Con algo de dificultad encontraron una posada adecuada, pero la única alcoba libre estaba en el último piso y además era pequeña, con un techo bajo e irregular en el que Luke se golpeó la cabeza. Dos veces.

Pero no tenía intención de recorrer la condenada ciudad buscando otro condenado cuarto.

Estaba cansado; se había pasado el día sacando el carruaje del barro, cambiando ruedas él mismo, porque los condenados cocheros contratados no tenían ni condenada idea, y persiguiendo gansos por toda la carretera, y quería cenar. Se habría comido un caballo del hambre que tenía.

—Ah, pero la cena no se sirve hasta dentro de una hora por lo menos, señor.

—¡Condenados horarios españoles! Y no, no me apetece un condenado huevo duro... ¡Quiero comida como Dios manda, no una cena como la de los niños!

Bela apretó con fuerza los labios en un intento por no echarse a reír.

—Estoy viendo ese hoyuelo —gruñó Luke mientras el posadero se daba a la fuga—. Todo esto te parece muy divertido, ¿no?, pero no fuiste tú quien tuvo que estropearse las botas en aquel condenado barrizal.

—No —convino ella—. Ni resbalé en el «regalito» que había dejado un condenado ganso y me caí sobre el condenado trasero en mitad de la condenada carretera.

Se le escapó una risilla ahogada.

—Cuánto me alegro de haberos entretenido, señora mía —respondió él con una burlona reverencia.

Pero su mal humor disminuyó, y una copa de excelente coñac francés, apresuradamente llevado por el posadero, hizo el resto.

Para cuando llegó la cena estaba mucho más sosegado.

—Nos retiraremos temprano —le dijo a Bela—. Así nos levantaremos al amanecer y nos pondremos en camino lo antes posible. ¿Te parece bien?

Ella hizo un gesto afirmativo. Estaba acostumbrada a levantarse al amanecer. Los conventos no fomentaban el perezoso hábito de quedarse hasta tarde en la cama, aunque Bela anhelaba hacerlo aunque fuese una vez. En ocasiones su madre tenía la costumbre de no levantarse hasta casi mediodía; se quedaba leyendo novelas en francés y en inglés, tomando chocolate y picoteando dulces. A Bela aquello le parecía el colmo del lujo.

Pero estaba cansada y lista para acostarse; y además estaba harta de intentar superar la herencia del pasado... y fracasar. Esperaba con impaciencia su nueva vida en Inglaterra. Cuanto antes comenzara, mejor.

—¿Cuántos días faltan para el baile de tu hermana?

—Diez.

Luke respondió sin vacilar. Ni siquiera tuvo que pensar o calcular fechas. Eso le indicó a Bela lo presente que lo tenía.

—¿Crees que llegaremos a tiempo?

Él se encogió de hombros.

—No hay forma de saberlo. Vamos muy justos, y no hay manera de saber qué tiempo hará cuando lleguemos a la costa. Si el viento sopla en la dirección adecuada, y las mareas... y si encontramos un barco dispuesto a llevarnos inmediatamente... —Apuró el vino que le quedaba en el vaso—. Aunque si tenemos más días como este último...

Meneó la cabeza.

Pero si no llegaban a tiempo, Bela sabía que no sería culpa de los vientos ni de las mareas ni de nada que encontrasen en la carretera. Sería culpa de ella y de nadie más. Si ella no hubiera ido en busca de su hermana para rescatarla... si no se hubiera empeñado en aquella inútil búsqueda, ya habrían llegado a la costa; incluso podrían estar a bordo de un barco y navegando hacia Inglaterra.

—Estaré preparada al amanecer —le aseguró.

En silencio, subieron la escalera que llevaba a la pequeña alcoba. Bela se sentía cansada y abatida, y lo único que deseaba era lanzarse en brazos de su marido y hacer el amor con él.

Luke tal vez le hubiera dicho que no esperase amor de él; tal vez coincidiera con su madre en que el amor era una maldición, pero cuando le hacía el amor con aquella lenta y sensual intensidad suya, lograba deshacer sus preocupaciones además de su cuerpo, y a Bela se le olvidaba todo.

Incluso que no la amaba. En particular, que no la amaba.

Pero al entrar en la alcoba, lo primero que Luke hizo fue abrir su baúl de viaje, sacar la camisa de dormir y ponerla sobre la cama.

Bela abrió su maleta y sacó la camisa que se había puesto la noche anterior. Toda una declaración de guerra.

Luke observó la camisa y hundió los carrillos con aire pensativo.

—Creo que me tomaré otro coñac.

—Claro —respondió ella mientras empezaba a desabrocharse los botones del vestido—. Yo estaré aquí, en la cama, esperándote.

 

 

Él regresó más o menos media hora después. Bela estaba sentada en la cama esperándolo, tal como había prometido.

Había dejado una vela encendida sobre la mesa, en el lado de Luke. Él le lanzó una mirada a Bela y la apagó de un soplo.

Sin decir palabra, se quitó la casaca y, como de costumbre, la colgó. Se desanudó el pañuelo de cuello y se desabotonó el chaleco. Bela contó todos los botones.

Estaba segura de que otra vez iba a ponerse la camisa de dormir, pero no podía evitarlo: era una optimista. Acaso en la última media hora hubiese cambiado de opinión. Tal vez el coñac le hubiera dado ese poco de estímulo adicional que necesitaba para confiarle a su esposa lo que quiera que fuese que había mantenido oculto todo aquel tiempo.

Bela no imaginaba qué podría ser. Luke actuaba como si estuviese avergonzado de ello, pero una herida de guerra no era nada de lo que avergonzarse.

Se moría por que confiara en ella.

Se moría por él.

Él se sentó para quitarse las botas y las medias. Luego se bajó de un tirón los calzones por las piernas, llevándose también los calzoncillos, sacudió cada prenda por separado y las puso encima de una silla.

A la tenue luz del fuego ella vio la elegante línea de sus duros muslos de jinete, sus enjutos y masculinos costados.

Luke volvió a sentarse en la cama y se quitó la camisa por la cabeza. Bela vio la ancha envergadura de su espalda, los fuertes hombros, la marcada línea de su columna vertebral.

Sintió ganas de gritar mientras él separaba con cuidado la camisa de la camisa interior, sacudía cada prenda, primero una y después la otra, y las colocaba en la silla.

Estaba desnudo, por primera vez en su matrimonio.

Esperó a que él alargara la mano para coger la camisa de dormir.

En ese momento unos carbones se movieron en la chimenea; Luke resopló de fastidio y, desnudo en la oscuridad, se dirigió sin hacer ruido hacia el fuego. Se inclinó y lo atizó con unos leños cortados. A la luz de la chimenea era todo bronce, oro y sombra, delgado, duro y hermoso.

Bela se quedó mirándolo, con la boca seca.

No le veía el pecho, pero ay, la larga y fuerte línea de la espalda, y aquellos espléndidos hombros... Y las firmes nalgas masculinas...

Pero ¿cómo se le ocurría pensar que unas cicatrices fueran a importarle? ¿No comprendía qué magnífico ejemplar de hombre era? Con cicatrices o no, a su juicio era perfecto.

Estaba deseando pasar las manos por su carne firme y varonil, sentir los fibrosos músculos de sus brazos, el ancho pecho, los perfectos hombros. ¿Quién iba a figurarse que los hombros de un hombre eran tan bellos? Deseaba tocarlo por todas partes, verlo por entero, como él la había visto y la había tocado a ella.

Él volvió sin hacer ruido junto a la cama, una oscura silueta pintada por la luz del fuego, y... ¡no!, exclamó ella en silencio cuando él se puso la camisa de dormir por la cabeza.

Bela se encogió y se hizo un ovillo dentro del lecho.

Luke se metió en la cama y subió las mantas.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Las personas civilizadas no reñían, se dijo a sí misma. Las personas civilizadas se daban unas corteses buenas noches y se dormían como si no hubiera un inmenso abismo entre ellas.

Bela le dio un golpe.

—¡Aay! ¿A qué ha venido eso? —se quejó Luke.

—Tú sabes a qué ha venido —respondió ella entre dientes.

—No.

Le pegó otra vez.

—¿Pero qué diablos te ocurre?

Luke se incorporó.

—¡No voy a consentir que coquetees conmigo!

—¿Que coquetee contigo?

—¡Sí! Que te pasees de acá para allá desnudo, haciéndome creer que por fin quizá confías un poco en mí... No has hecho más que coquetear conmigo todo el rato. ¡Obligarme a desearte!

Luke clavó la mirada en ella; su impenetrable rostro en sombra se recortaba a la luz del fuego.

—¿Obligarte a desearme?

—Sí, y no hay derecho. ¿Qué te parecería a ti que yo anduviera pavoneándome por el cuarto, jugueteando con los leños en cueros y bañada en la luz del fuego...?

—Me agradaría muchísimo.

—¿... y luego volviera y me pusiera una enorme y fea camisa de dormir que me tapara absolutamente toda...?

—Absolutamente toda no, digo yo.

—¡Deja de tomarme el pelo! Sí, todo lo que importa.

—Todo es importante, créeme —murmuró él—. Y para lo más importante la camisa no supone un obstáculo.

Bela le habría pegado de nuevo, pero no quería acostumbrarse.

—Esto no es una broma, Luke.

—Nunca he pensado que lo fuera —contestó él en un tono muy distinto—. Y si no me aceptas como soy, me iré a...

Ella lo agarró del brazo cuando se puso de pie.

—No te atrevas a dejarme otra vez, porque si lo haces, te lo advierto, Luke, que iré detrás de ti... ¡en camisón, si es preciso!

Él volvió a sentarse en la cama y Bela le soltó el brazo.

—Dices que no te acepto como eres, pero eres tú quien no te aceptas a ti mismo, quien cree que debes esconderte de mí. No es por pudor, lo sé. Recuerdo que te quitaste la camisa sin pensarlo siquiera cuando yo tenía trece años.

Esperó a que él dijera algo, pero no se oyó nada, sólo el fuego que silbaba suavemente y el sonido de la respiración de Luke.

—Yo te vi y eras perfecto.

Él siguió sin decir una palabra.

Ella tragó saliva.

—He estado pensando mucho en aquel día y... y en lo que vino después. Es culpa mía que no consiguieras la anulación. No comprendí lo que me preguntaba mi tía. Ella sabía que el hombre me había quitado con un cuchillo toda la ropa y que yo estaba desnuda, y me preguntó si me hizo daño y yo dije que sí, porque sí que me lo hizo. Y... y luego ella me preguntó si había sangre, y yo dije que sí, porque sí que la había, sólo que... sólo que no era la sangre a la que se refería ella.

—Entiendo.

Bela deseó poder verle la cara.

—Así que perdóname. No es la mejor muestra de agradecimiento por la buena obra que hiciste conmigo el atarte a mí de por vida. Yo sé que no me querías por esposa, y yo... yo sé que un hombre como tú jamás elegiría a alguien como yo, pero... pero soy la esposa que tienes, y debemos sacarle a esto el mayor partido posible.

Miró fijamente su adusta y silenciosa silueta esperando que él dijese que todo estaba bien, que perdonaba su error; esperando que repitiese que estaba contento de su matrimonio.

Pero cuando el silencio se prolongó, Bela supo que aquello sólo era una mentira que él había dicho para hacer callar a Ramón.

Ay, Dios mío, iba a echarse a llorar. No lo haría. Se negaba a hacerlo. Cerró con fuerza los ojos y apretó los labios.

Pero algo debió de delatarla, porque él se inclinó hacia adelante, encendió la vela y le alumbró el rostro.

—¿Estás llorando?

—No.

Bela volvió la cara hacia otro lado, al tiempo que se frotaba aquellas inesperadas y no deseadas lágrimas que le habían brotado. Despreciaba las lágrimas.

Se produjo otro largo silencio.

—Y todo esto es porque no me quito la camisa, ¿no?

Su voz sonaba tranquila, pero en ella había un tembloroso deje que se le prendió en el corazón.

Ella se inclinó hacia adelante y le puso la mano en la rodilla.

—Luke, sucediera como sucediese, soy tu esposa. Hice sagradas promesas de amarte y honrarte y jamás las romperé. No hay nada que no puedas mostrarme, ninguna desfiguración que suponga algo para mí. No me importa que sea algo feo o...

—¿Feo? —Luke soltó una áspera y entrecortada risa—. ¿Crees que oculto algo feo? —Con un suelto ademán, se quitó la camisa de dormir por la cabeza y la soltó en el suelo—. ¡Aquí está! ¡Mi desfiguración! ¿Satisfecha?

Bela no daba crédito a sus ojos.

—¿Eso es todo? ¿Un tatuaje? ¿Todo este jaleo por un pequeño tatuaje?

—No es un tatuaje.

Él le pasó la vela y ella miró más de cerca.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó en un susurro.

Era una cicatriz, pero no se parecía a ninguna cicatriz que Bela hubiera visto nunca. En el hueco de debajo de su hombro derecho había una rosa, con los pétalos bordeados de negro y alzados sobre la superficie de la piel. Una rosa tallada en su piel... los bordes de los pétalos eran crestas de piel endurecida, manchadas de negro para que destacaran.

Era preciosa. Y horrible en su detallada e implacable complejidad.

—¿Quién te ha hecho esto? —preguntó en voz baja.

Cada línea, cada pétalo era un corte. ¿Quién tallaría algo así en la carne viva de un hombre?

Luke no contestó. Isabel dejó a un lado la vela y, con suavidad, rozó la rosa con las puntas de los dedos. Él se estremeció. Ella le preguntó con la mirada.

—No me duele. La hicieron hace siete años.

Y, con todo, se había estremecido.

Debía de haber sentido un tremendo dolor en su momento. Bela sabía que a algunos hombres les gustaban aquellas cosas, los tatuajes y las cicatrices decorativas. Pero si a él le gustaba, ¿por qué esconderla?

—¿Fue decisión tuya que te hicieran esto?

Él tensó la mandíbula y apartó la vista. Tenía los puños cerrados tan fuerte que los nudillos estaban blancos.

—¿Te lo hicieron a la fuerza? —susurró Bela, horrorizada—. ¿Quién?

Él vaciló, y por un instante ella creyó que no iba a responder.

—Un regalo de «Cuchillo».

—«Cuchillo» —repitió ella en voz baja, y miró los cortes de su carne.

Él inspiró hondo evitando mirarla a los ojos.

—Bien, si tu curiosidad ha quedado satisfecha, esposa... —dijo, en un intento por emplear un tono ligero y jocoso que fracasó rotundamente.

La curiosidad de Bela no había quedado ni mucho menos satisfecha, pero no podía decirle que no, y menos viendo aquella infamia, aquella preciosidad esculpida en su carne suave y cálida. Hecha un año después de que se hubiera casado con ella.

Bela se quitó la camisa que llevaba puesta y la lanzó sobre la de él. Debajo estaba desnuda. Lo hizo descender hasta ella cubriéndole la cara de besos, como si de algún modo pudiera compensar el horror que le habían hecho.

Luke apretó el rostro contra sus senos durante un largo instante, estrechándola fuerte, mientras un prolongado estremecimiento le sacudía el cuerpo.

Bela pasó las manos por su cuerpo al tiempo que lo besaba por todas partes donde alcanzaba, enorgulleciéndose de él, sabiendo que era inútil consolarlo por algo hecho siete años antes, pero incapaz de abstenerse de intentarlo.

Él frotó suavemente la cara en sus pechos, luego su boca se cerró con vehemencia sobre uno de sus pezones y ella ahogó un grito. Luke jugueteó con él suavemente, con dientes y lengua, y luego chupó con fuerza. Ella se arqueó debajo de él mientras un hondo estremecimiento la recorría. Él siguió mamando y provocando de tal manera que ella no dejaba de retorcerse.

Luke le deslizó la mano por el vientre y bajó hasta el lugar entre sus piernas donde ella se moría por él.

—No —dijo Bela, y con todo el dominio de sí misma que pudo reunir, se apartó bruscamente.

—¿Qué ocurre?

—Nada —contestó ella, jadeante—. Me toca a mí.

Echó atrás las mantas y, a la luz de la vela, lo desnudó ante su mirada; su grande y dorado guerrero.

Pasó las puntas de los dedos suavemente por su pecho, aprendiéndose su textura, la firme carne, los duros músculos, explorando las pequeñas protuberancias de sus pezones masculinos. Tenía el cuerpo duro y caliente, y a ella le encantó aquella sensación, el contacto de él.

Luego se inclinó y pasó rápidamente la lengua por sus diminutos y duros pezones; sabía a sal y a un fuerte gusto masculino. Le gustó muchísimo su sabor. Jugueteó con los pezones como él había jugueteado con ella, mordisqueándolos y mordiéndolos con suavidad, pasándole los dientes por las puntas, y sonrió cuando él se estremeció y se arqueó, como ella había hecho.

Con las palmas de las manos le acarició los duros músculos que se marcaban en su abdomen, y, como una gata, arañó con delicadeza la línea de vello oscuro que, como una flecha, descendía desde su vientre hasta la ingle.

Sin prisas, sus manos bajaron más y, sintiéndose atrevida, deslizó suavemente un dedo por su endurecido miembro. Él se estremeció al sentir su roce. Ella le acarició el sensible extremo, pasando ligeramente la punta de un dedo por la minúscula gota de líquido y aplicándosela con suavidad. Su tacto caliente y satinado la embelesó, y apretó la palma en torno a él.

—Bruja... —refunfuñó Luke, pero tenía los ojos entornados de placer y se estremecía de un modo que Bela reconoció.

Envalentonada por su evidente deleite, lo rodeó con la mano entera y apretó.

—Basta. —El cuerpo de Luke se sacudía a causa de los espasmos de placer, lleno de anhelo apenas contenido—. ¿Quieres que estalle? —Deslizó las manos entre los muslos de Isabel—. Ya — murmuró.

—Sí, ya, amor mío.

Luke abrió los ojos de golpe, pero ella no tuvo el valor de repetirlo.

—Ya.

Separó las piernas y lo hizo entrar en ella, y, con un gemido, Luke embistió una y otra vez, con la mirada fundida en la de Bela, fija, hasta que ambos estallaron de puro placer entre los brazos del otro.

 

 

Las plantas de los pies le ardían, las tripas eran un líquido y agudo tormento, todo su cuerpo soltaba un grito de mudo dolor; hasta que la navaja lo cortó, no creía que fuese posible sentir más.

Pero estaba equivocado.

La navaja se hundió en su carne trazando un arco frío y ardiente a la vez, lento y concienzudo en su precisión.

Se puso tenso y se mordió con fuerza el interior de la boca para abstenerse de gritar. Preferiría morir antes que gritar.

Los gritos eran el propósito de aquel ejercicio.

Los gritos y la información.

—Es que me gusta mezclar los negocios con el placer —le había murmurado «Cuchillo» al oído. Y había hecho otro tajo en la carne de Luke.

Le temblaba el cuerpo con el esfuerzo de no gritar. Se mordió la lengua, y la boca se le llenó de sangre.

—Preciosa.

«Cuchillo» cogió un puñado de sal ennegrecida y despacio, a conciencia, se lo introdujo masajeando en los cortes, metiéndolo debajo de cada hoja de carne. Formando los pétalos.

Luke se arqueó y se estremeció de dolor al sentir el ardor de la sal.

—Ahh, forcejeas, pero te encantará el resultado, de verdad.

«Cuchillo» volvió a sentarse y esperó a que el dolor se mitigara hasta un nivel casi soportable; luego le sonrió mirándolo a los ojos y cortó otra vez...

Luke gritó.

Jadeando, sudando y rígido de miedo, salió a la superficie de la oscuridad con el hombro ardiendo, con los brazos y las piernas agitándose, descontrolados, avergonzado, sucio y desesperado por huir.

—Luke, Luke, no pasa nada —le dijo una dulce voz al oído—. Sólo es un sueño. Estás a salvo.

Él se revolvió, luchando contra cosas horrendas, con el cuerpo en llamas. Se dio la vuelta y allí, iluminada por el resplandor de la luz de una vela, la vio, pálida y preciosa, con los ojos claros y dorados, relucientes de sinceridad y amor como un faro en la noche.

Trató de cogerla ciegamente, de utilizarla para salir con gran esfuerzo de aquel cenagal de oscuro horror. La agarró con violencia, le abrió de golpe las piernas y se hundió en ella, chocando contra su cuerpo una y otra vez.

Ella cerró los ojos y él la sacudió con fuerza, gritando:

—¡No, mírame! ¡Mírame, maldita seas!

Y ella abrió mucho los ojos, brillantes, claros y dorados, y se aferró a él mientras él hacía frente al temporal, metiéndose de lleno en ella, enterrándose en ella, limpiándose en su calor y en su ternura, ahuyentando a los demonios que lo golpeaban.

Hasta que su cuerpo se derramó en ella y se sintió a salvo.

Se quedó tendido allí, jadeando, sobre su pecho, y por fin ella cerró los ojos con un parpadeo.

Lentamente, Luke volvió a su ser. Por los postigos de la ventana vio rendijas de fría luz, previa al amanecer.

Aún estaba dentro de su esposa, todavía la aplastaba contra el duro colchón lleno de bultos. Ay, Dios, ¿qué había hecho, al usarla de manera tan brusca? Echándole mano como un animal, entrando en ella con violencia. Gritándole.

Una espiral de vergüenza le subió por el vientre.

Con cuidado, se separó y se apartó de ella.

—Isabel... —empezó a decir.

Adormilada, ella se removió y se pegó a él.

—Vaya, si eso era una pesadilla, deberías tenerlas más a menudo. —Se desperezó y se enroscó en Luke—. ¿Tenemos tiempo para dormir un rato más antes de levantarnos?

—¿No te ha molestado?

Ella abrió a medias los ojos y lo miró, con una felina sonrisa de satisfacción pintada en los labios.

—¿Quieres que ronronee?

Sus palabras le arrancaron una inesperada risa, y de pronto Luke se sorprendió riendo sin parar y, horrorizado, se dio cuenta de que estaba al borde de las lágrimas. La risa se transformó en sonidos entrecortados y entonces ella lo rodeó con sus brazos y lo abrazó fuerte mientras él luchaba contra aquella mezcla de risa y sollozos que lo agitaba.

—Tranquilo, amor mío —susurró—. No pasa nada. Suéltalo, suéltalo.

Lo atrajo hasta su seno, le apartó con caricias el húmedo cabello de la frente, y murmuró palabras tranquilizadoras hasta que el ataque mezcla de risa y llanto hubo pasado y él se quedó en calma.

Y estuvo a salvo.

 

 

—¿«Cuchillo»?

Él hizo un gesto afirmativo.

—¿Qué clase de hombre le haría eso a otra persona?

Él no contestó. Bela le acarició el pelo.

—¿Cómo ocurrió?

Luke meneó la cabeza.

—Sólo fue... una estupidez. Éramos jóvenes y estúpidos.

—¿Éramos?

—Michael y yo.

Ella esperó. Y él supo que tendría que explicárselo, al menos parte de ello. Todos aquellos años lo había mantenido guardado bajo llave en su interior, y ahora...

Pero si iba a estar despertándola todo el rato con los malditos sueños...

«Confianza», había dicho ella. Pero no era fácil de encontrar.

—Michael era uno de nosotros, los «Ángeles de Wellington» o sus «Jinetes del Diablo», depende de con quién hablaras. Cinco amigos del colegio: Gabe, Harry, Rafe, Michael y yo.

Oía su suave respiración, el movimiento de carbones en el fuego que se extinguía.

—Michael fue el único de nosotros que no volvió a casa.

Ella remetió mejor las mantas en torno a los dos y esperó.

—Fue en 1812. No mucho después de nuestra victoria en Salamanca. Yo acababa de cumplir veintiún años, Michael tenía veintidós. La guerra marchaba bien, éramos jóvenes y estábamos llenos de la seguridad propia de la juventud... —Dio un suspiro—. Una extraordinaria seguridad. Llevábamos años en guerra y, pese a las tremendas bajas que había habido a nuestro alrededor, ninguno de nosotros, los amigos, los cinco que habíamos estado en el colegio y habíamos ingresado en el ejército juntos, había recibido siquiera una herida grave.

Se quedó en silencio, recordando aquella época. Hacía siete años, aunque en algunos sentidos parecía que hubiera pasado un siglo. Y en otros, era como si fuese el día anterior.

—Casi nos creíamos invencibles. Veíamos la vida en colores vivos y llamativos, no existían los matices de gris para nosotros. Todo aquello era una gran aventura; vivíamos para el peligro. —Meneó la cabeza—. Qué estúpidos pueden llegar a ser los jóvenes.

—Cuéntame lo que sucedió —contestó ella con voz suave.

—Éramos jinetes... en realidad, recaderos con pretensiones que llevaban mensajes desde el cuartel general, que servían de enlace entre distintas secciones del ejército, llevando información, dinero, órdenes... lo que hiciera falta.

»Aquel día Michael y yo habíamos llegado de una importante reunión, y se nos había ordenado que lleváramos mensajes a... —Dejó la frase sin terminar. Incluso al cabo de todo aquel tiempo la costumbre del secreto era fuerte—. Baste decir que Michael iba a verse con un general y que yo llevaba la misma información a nuestros aliados españoles de las montañas.

—Los guerrilleros.

—Sí. Pero apenas nos alejamos del campamento nos... atacaron. Una estupidez, deberíamos haber sido cautos y tomado más precauciones. Una... una mujer en situación de peligro.

—Pero ¿fue una trampa?

Él asintió con la cabeza.

—Cuando quisimos darnos cuenta, Michael y yo estábamos en el sótano de una casa siendo... interrogados.

—Torturados —susurró Bela.

—Él estaba en la habitación contigua. Yo lo oía... Oía lo que le hacían. Y él oía lo que me hacían a mí. —Su respiración se volvió más áspera con el recuerdo—. Aquello fue... terrible. —Luke había pensado que moriría de dolor—. Yo quería morirme.

Ella lo abrazó fuerte, con los labios pegados a su sien.

—Pero no te rendiste —le dijo en voz baja—, no entregaste la información.

Luke cerró los ojos. Qué tentador dejarlo así, dejar que Isabel pensara que era el héroe que ella quería que fuera.

«Confianza», había dicho ella.

De manera que se lo contó.

—No lo sé. Creo que sí. No me acuerdo.

—¿Qué quieres decir con que no lo sabes?

Él hizo un gesto de impotencia.

—Nos encontraron, a Michael y a mí, en el sótano de aquella casa de campo al cabo de una semana. Para entonces Michael llevaba una semana muerto. Yo deliraba de fiebre. El cuerpo de Michael y el mío tenían idénticas marcas de tortura, pero a él le habían cortado el cuello y a mí... a mí me habían dejado con una manta, agua y esto.

Señaló la repugnante rosa.

—No tardamos en saber que los franceses disponían de la información. —Una amarga vergüenza lo inundó mientras se obligaba a confesar—. Resulta bastante evidente quién fue el que habló.

Esperó la reacción de Isabel. Era una patriota española, hija de un jefe de guerrilleros.

Ella no hizo ningún comentario, no soltó ninguna exclamación de horror o asco, ni tampoco le ofreció un falso consuelo o una compasión sin sentido. Se limitó a abrazarlo con fuerza durante un buen rato, y luego le dio un beso.

El aliento que Luke no sabía que había estado conteniendo escapó en un prolongado suspiro.

—Nunca le he contado esto a nadie. Ni a mis amigos, ni a mi familia. —Ya se sentía más ligero—. Mis superiores sabían que nos habían torturado, desde luego, y que los franceses tenían la información, pero no hubo forma de saber quién la había dado; Michael y yo no éramos los únicos que teníamos la misma información, de modo que no se tomaron medidas.

Nada de consejo de guerra, quería decir.

—Claro que no se tomaron medidas —respondió Bela—. Comprendieron que eras un héroe.

Él volvió la cabeza y clavó los ojos en ella. ¿No había entendido lo que acababa de contarle?

Bela hizo un gesto de impaciencia.

—A los valientes no les cortan el cuello, Luke. Fue Michael quien habló, por supuesto.

—Eso no lo sabes —contestó él con voz ronca.

Ella se encogió de hombros.

—Yo no conocía a Michael, desde luego, pero sí que te conozco a ti. —Le pasó los fríos dedos por el ceño fruncido y su voz se volvió más dulce—. Luke, hasta en sueños peleas con ese tal «Cuchillo». Tú no te rendiste, amor mío, lo sé, y si no fueras tan duro contigo mismo, lo sabrías también. Ahora ven a la cama; casi está amaneciendo, pero creo que los dos necesitamos dormir un poco más antes de continuar el viaje, ¿no te parece?

Y, tirando de él consigo, se acurrucó en la cama.

Luke se quedó tendido en sus brazos, sintiéndose vacío, exhausto y sin poder dormir. Así de sencillo. Qué fácil absolución. Se moría de ganas de aceptarla, de adherirse a la idea de que él no tenía toda la culpa.

Salvo que no se lo había contado todo a Isabel.

 

 

Aquella mañana no se pusieron en camino temprano, y llegaron a Ayerbe cuando el sol estaba a punto de ocultarse. Luke se detuvo a las afueras del pueblo.

—¿Estás muy cansada?

—¿Por qué lo preguntas?

—Sé que nos proporcionarán muchas comodidades en la Posada Sin Pulgas, pero si no estás demasiado fatigada, podemos viajar una hora más y llegar hasta el castillo de Rasal.

Bela soñaba con una comida caliente y una cama, pero ante la perspectiva de volver a ver al marqués de Rasal, sintió que se renovaban sus energías.

—Ay, sí, vamos a seguir. Me encantaría ver al marqués de nuevo. Era el amigo más querido de mi padre, y como un tío para mí cuando era niña.

Satisfecho, Luke asintió con un enérgico movimiento de cabeza y continuaron su camino.

Apenas había pronunciado palabra en todo el día. Bela había estado observándolo de forma discreta. Físicamente, ella sentía que entre ellos había una nueva sensación de comodidad, pero que Luke también la apreciara era otro asunto.

En la hora más siniestra de su tormento había recurrido a ella instintivamente, buscando su cuerpo, su consuelo, como ayuda para ahuyentar sus demonios... La oscura y desesperada violencia que había mostrado le había traspasado el corazón. Y su cuerpo aún se estremecía al recordarlo.

Y aquel terrible relato... Él no se lo había contado absolutamente a nadie, ni siquiera a sus más íntimos amigos.

Tal vez no la amara, pero confiaba en ella.

Lo miró mientras cabalgaban bajo un cielo de un color lila cada vez más intenso; tenía el rostro grave y demacrado, como el de un hombre que pensara en un funesto destino. No era el aspecto de un hombre que hubiera abierto el corazón. En lugar de manifestar la ligereza y el alivio que ella siempre había sentido tras compartir un horrible secreto, era casi como si su vergüenza hubiera aumentado.

Con todo, seguir investigando en aquel momento sólo conseguiría que Luke se encerrase más.

El lugar para hablar era el lecho. Después de que él la hubiera hecho suya, en aquellos momentos en que parecía que dos personas no podían acercarse más, cuando las barreras entre ellas eran blandas y transparentes y el mundo encogía hasta reducirse a una cama, lugar de cuerpos saciados, murmullos en voz baja y lentas y tiernas caricias.

Ella no había sabido que existiera ese lugar.

Ahora comprendía por qué las casadas hablaban de cuando eran muchachas, aunque sólo fuera al cabo de un mes o dos de matrimonio. A ella siempre le había parecido aquello una afectación, una forma de mostrarse superiores a sus amigas solteras. Ahora, tras sólo unos cuantos días de matrimonio, de matrimonio de verdad, sabía que no era así.

Ella no era la misma chica de hacía unas semanas. No era sencillamente que formase parte de otra persona; eso no era del todo exacto: ella era ella misma, y él era un ser diferente... muy diferente a veces. Pero ahora ella era una persona distinta, con nuevas percepciones sobre su propio carácter, y el de él, que nunca había imaginado.

La sensación, cuando él tomaba su cuerpo, de estar sujeta a los más profundos instintos animales, de desprenderse de cuanto era civilizado, amaestrado... El poderío del cuerpo masculino que entraba en ella una y otra vez, la fuerza de ella cuando lo recogía; la convulsiva naturaleza del placer, el profundo y sudoroso deleite que había en aquel acto.

Y la libertad de dejarse ir, de gritar, morder y arañar, y de liberar la parte salvaje que ella había tratado de ocultar toda su vida... y que a él le gustaba. Más que gustarle: se deleitaba en ello.

Estar casada era como salir de un capullo, partir el viejo caparazón y encontrar que el mundo estaba pintado con los colores del arco iris. Y que se podía volar.

Le echó una ojeada al serio rostro de su marido.

O no.