Una aguja en un pajar
—Ésta es una situación poco común —dijo el señor Escualo—. Tenemos un empate.
—David Eliot y Vincent King —coincidió el señor Falcón—. Ambos tienen seiscientos sesenta y seis puntos.
—Es la marca de la bestia —señaló el señor Escualo irritado—. ¿Qué vamos a hacer?
Ambos hombres —o más bien ambas cabezas— miraron en torno a la mesa. Se encontraban en el salón de profesores, sentados en una sola silla de respaldo alto. Era mediodía. Alrededor de la mesa estaban el señor Tragacrudo, el señor Bueninfierno, el señor Oxisso, la señora Windergast, Monsieur Leloup y la maestra más vieja de la escuela (por varios siglos), la señorita Pedicure. La señorita Pedicure enseñaba inglés, aunque al comienzo de su carrera esto había sido un poco problemático, puesto que el idioma inglés aún no se había inventado. Ahora parecía tan endeble y arrugada que todos se detenían a observarla cada vez que estornudaba, temerosos de que el esfuerzo la fuera a desintegrar.
El señor Tragacrudo hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa, revelando por un momento dos dientes de vampiro afilados como navajas. Ante él, en la mesa, había un vaso con un líquido rojo que podría haber sido vino, pero probablemente no lo era.
—En esta circunstancia —preguntó—, ¿no es tradición hacer una especie de prueba que rompa el empate?
—¿Qué clase de prueba tiene en mente? —preguntó la señora Windergast.
El señor Tragacrudo movió su lánguida mano de un lado a otro. Como era mediodía, y en consideración a él, habían cerrado las cortinas de la habitación, pero se filtraba la luz suficiente como para hacerlo ver todavía más pálido que de costumbre.
—Tendría que llevarse a cabo fuera de la isla —dijo—. Yo sugeriría Londres.
—¿Por qué Londres? —preguntó la señorita Pedicure.
—Londres es la capital —replicó el señor Tragacrudo—. Está contaminada, superpoblada y es peligrosa. La arena perfecta…
—¡Si, un lugar perfecto! —cuchicheó la señora Windergast.
—¿Está usted de acuerdo? —preguntó el señor Tragacrudo.
—No, yo decía que éste es el lugar perfecto para la prueba…, aquí, en la Isla Cadavera.
—No —el señor Escualo dio un puñetazo a la mesa—. Es mejor que los enviemos fuera. Es un reto mayor.
—Tengo una idea —dijo el señor Tragacrudo.
—Dígala —masculló el señor Escualo.
—Durante el último año hemos examinado a estos niños en todos los aspectos de las artes mágicas —señaló el señor Tragacrudo—. Hechizos, levitación, metamorfosis, tanatomanía…
—¿Qué es tanatomanía? —preguntó el señor Oxisso.
El señor Tragacrudo no le prestó atención.
—Sugiero que les pongamos un acertijo —continuó—. Ésta va a ser una prueba de habilidad e imaginación. Un encuentro de dos mentes. Me tomará uno o dos días afinar los detalles, pero al menos será la prueba final. El que gane quedará primero en la tabla y se llevará el Grial Oculto.
Todos en la mesa estuvieron de acuerdo. El señor Escualo miró al señor Bueninfierno.
—¿Le parece justo, señor Bueninfierno? —preguntó.
—Creo que David Eliot se merece el Grial —el maestro de vudú asintió gravemente—. Si me preguntan diré que hay algo sospechoso en la manera en que perdió tantos puntos en tan poco tiempo. Pero esto le dará la oportunidad de probarse a sí mismo. Estoy seguro de que va a ganar, así que me parece bien.
—Entonces está decidido —concluyó el señor Falcón—. El señor Tragacrudo trabajará en la prueba de desempate y nos avisará cuando la tenga lista.
* * *
Dos días más tarde, David y Vincent se encontraban en una de las grutas subterráneas de la Isla Cadavera. Ambos llevaban ropa informal: pantalones de mezclilla y camisetas negras con cuello en V. Frente a ellos estaban el señor Tragacrudo, el señor Bueninfierno y la señorita Pedicure. Al final de la gruta había dos cabinas de cristal que podrían haber sido regaderas, pero vacías. Las cabinas parecían ligeramente ridículas en el tenebroso ambiente de la cueva, como dos objetos de utilería salidos de un teatro. Pero David sabía lo que eran. Una era para Vincent y la otra para él.
—Van a buscar una aguja en un pajar —dijo el señor Tragacrudo—. Algunas agujas son más grandes que otras, y ésas pueden señalarles la dirección correcta. Pero la aguja en cuestión es una pequeña estatua de la señorita Pedicure y sólo les diré que es de color azul y mide seis centímetros de alto.
—Se la robaron a mi mami hace algunos años —lloriqueó la señorita Pedicure—, y siempre he querido recuperarla.
—En cuanto al pajar —continuó el señor Tragacrudo—, es el Museo Británico en Londres. Todo lo que voy a decirles es que la estatua está en algún lugar allí adentro. Tienen hasta la medianoche para encontrarla. Y sólo hay una regla… —señaló con la cabeza al señor Bueninfierno.
—No pueden usar ningún poder mágico —dijo el maestro de vudú—. Queremos que ésta sea una prueba de habilidad y astucia. Les hemos ayudado un poquito. Hemos arreglado el sistema de alarma del museo para que esta noche se apague solo y hemos abierto una puerta. Pero todavía habrá guardias trabajando. Si los atrapan, tendrán que arreglárselas solos.
—Ahora son las siete en punto —dijo el señor Tragacrudo—, sólo tienen cinco horas. ¿Entendieron lo que tienen que hacer?
David y Vincent asintieron.
—Entonces empecemos. El que encuentre primero la estatua y la traiga de regreso a esta habitación será el ganador y se llevará el Grial Oculto.
David echó un vistazo a Vincent. Los dos niños no habían intercambiado palabra desde que se habían anunciado los resultados del examen. La tensión entre ellos casi chisporroteaba como si fuera electricidad. Vincent se apartó un mechón de cabello de la cara.
—Voy a estar esperándote cuando regreses —dijo.
—Yo regresaré primero —contestó David.
Entraron en las cabinas.
—Que comience el desempate —ordenó el señor Tragacrudo.
David sintió que el aire se volvía frío. Estaba parado, presionando el cristal con sus manos, viendo al señor Tragacrudo, cuando, al principio lentamente pero acelerando con rapidez, la caja de cristal comenzó a dar vueltas. Era como un viaje en carrusel, excepto que no había música ni ningún tipo de sonido, y no se sentía enfermo ni mareado. El señor Tragacrudo daba vueltas como un trompo a su lado, pronto fue una mancha de color que había perdido todo el sentido de la forma, mezclándose con las paredes de la cueva a medida que la caja giraba más y más rápido. Ahora el mundo entero se había disuelto en una rueda gris y plateada. Luego desapareció la luz.
David cerró los ojos. Cuando los abrió, un momento después, se encontró mirando a una calle y una valla. Tragando, empujó con las manos el vidrio de la caja, dejando la impresión húmeda de la huella de sus palmas. La caja estaba iluminada desde arriba por un único foco amarillo. Un coche con las luces encendidas atravesó la calle. David se dio la vuelta y algo chocó contra su hombro.
Estaba en una cabina de teléfonos. No una moderna, sino una de las viejas y rojas con puerta abatible, que se encontraba en medio del parque Regent en Londres. Le tomó un momento abrirla, pero pronto estuvo parado en el pavimento, respirando el aire de la noche. No había ninguna señal de Vincent. Miró su reloj. Las siete en punto. Había viajado doscientos kilómetros en menos de dos segundos.
Sin embargo, todavía estaba a un buen trecho del museo. Vincent podía estar ya en camino. Y ésta era su última oportunidad…
David cruzó la calle y echó a correr.
* * *
En realidad tomó un taxi hasta el museo. Se subió en la calle Baker y le ordenó al taxista que condujera lo más rápido que pudiera.
—¿El Museo Británico? ¡Debes estar bromeando! No tiene caso ir ahora. Está cerrado de noche. De todas maneras, ¿no eres un poco joven para estar solo en la calle? ¿Tienes dinero?
David no tenía dinero. A ninguno de los dos le habían dado dinero, era parte de la prueba. Rápidamente hipnotizó al taxista. Sabía que no estaba permitido usar magia, pero el señor Tragacrudo decía con frecuencia que la hipnosis era una ciencia y no un poder mágico, de modo que decidió que no contaba.
—El Museo Británico —insistió—, y apriete el acelerador.
—¿Apretar el acelerador? Muy bien, patrón. Lo que usted diga. Usted manda —el taxista se pasó un semáforo en rojo, zigzagueó a través de una intersección en la que fueron abucheados desde todos los coches que esquivaron, y aceleró por una calle en sentido contrario. El viaje duró diez minutos, y David se sintió aliviado cuando bajó del taxi.
Le pagó al taxista con una hoja de árbol y dos piedritas que había recogido del parque.
—Quédese con el cambio —le dijo.
—¡Guau! Gracias, patrón —los ojos del taxista todavía estaban girando. David se quedó viendo cómo conducía por el pavimento y atravesaba la ventana de un negocio, y luego se escabulló por las puertas abiertas del Museo Británico.
Pero… ¿Por qué estaban abiertas las puertas?
¿El señor Bueninfierno había arreglado esto también? ¿O había llegado Vincent primero?
Sintiéndose muy pequeño y vulnerable, David atravesó el espacio abierto frente al museo. El edificio era inmenso, más grande de lo que recordaba. Una vez escuchó que adentro había cuatro kilómetros de galerías y, viéndolo ahora, con sus pilares clásicos repartidos en dos alas alrededor de la amplia cámara central, lo creía. Mientras corría, sus pies apenas resonaban en el concreto. Un césped bien cortado, gris bajo la luz de la luna, se extendía a cado lado tan plano como el papel. Una gorra de guardia estaba junto a la puerta, pero no había nadie. La sombra de David se estiraba delante de él, traicionando sus pasos, como tratando de entrar antes al museo.
La entrada principal estaba cerrada. Por un momento, David sintió la tentación… un simple hechizo hubiera abierto la puerta. Podía sencillamente mover los pestillos de la cerradura con el poder del pensamiento o podía también convertirse en humo y arrastrarse por la rendija de abajo. Pero el señor Bueninfierno había dicho: «sin magia». Y esta vez David estaba decidido a no hacer trampa. Jugaría de acuerdo con las reglas.
Le tomó diez minutos localizar la puerta lateral que había abierto el señor Tragacrudo. La atravesó y se encontró parado sobre un piso de piedra y bajo un techo tan alto que, a media luz, apenas podía distinguirlo. Había puertas a la derecha y a la izquierda. En línea recta tenía un mostrador de información y lo que parecía una tienda de regalos. Una gran escalera escoltada por dos leones de piedra se curvaba a un lado. ¿Qué camino debía tomar?
Cuando estuvo aquí, David tomó conciencia de la enormidad de la tarea que tenía por delante. La señorita Pedicure había vivido tres mil años. Y llegó a habitar casi cada rincón del mundo. De modo que su estatuilla —que una vez había pertenecido a su madre— podía pertenecer a cualquier lugar y cualquier época. Tenía seis centímetros de alto y era color azul. Era todo lo que sabía.
Eso en cuanto a la aguja. ¿Y el pajar?
El Museo Británico era inmenso. ¿Cuántos objetos tenía en exposición? ¿Diez mil? ¿Cien mil? Algunos eran del tamaño de un edificio pequeño. Unos, de hecho, eran edificios pequeños. Otros no eran más grandes que un alfiler. El museo tenía colecciones de la Antigua Grecia, el Antiguo Egipto, Babilonia, Persia, China, de la Edad de Hierro, la Edad de Bronce, la Edad Media, de cada época. Había herramientas y vasijas de barro, relojes y joyería, máscaras y objetos de marfil… Podía pasarse todo un año en ese lugar sin siquiera acercarse a su objetivo.
David oyó el sonido de una cadena y se agazapó contra la pared, protegido por la sombra. Apareció un guardia, bajó por las escaleras y entró en el vestíbulo principal. Vestía pantalón azul y camisa blanca, y traía un puñado de llaves colgando de su cintura. Se detuvo en medio de la entrada, bostezó, se desperezó y desapareció detrás del escritorio de información.
Escondido en la oscuridad, David reflexionó. Hasta donde podía ver, tenía dos opciones. Una: revisar el museo tan rápido como pudiera y esperar un golpe de suerte. Dos: buscar algún tipo de catálogo y ver si la estatua estaba registrada. Pero incluso si existiera el catálogo, ¿cómo sabría qué buscar? No era muy probable que el nombre de la señorita Pedicure apareciera en el índice, y seguramente había estatuas en cada una de las habitaciones del edificio.
Por lo tanto sólo quedaba la primera opción. David se enderezó otra vez, cruzó el vestíbulo y subió por las escaleras por las que el guardia acababa de bajar. Tendría que esperar un poco de suerte.
Tres horas y media más tarde estaba de regreso en el mismo punto donde había empezado.
Le latía la cabeza y le dolían los ojos del cansancio. Las escaleras lo habían llevado al mosaico romano y de ahí a la Bretaña medieval. Había caminado de regreso a la Primera Edad de Bronce (eludiendo a un segundo guardia) y de alguna manera había ido a parar a la Antigua Siria… que en efecto era muy antigua. Debió haber visto unos diez mil objetos, todos cuidadosamente acomodados en sus estuches de vidrio. Se sentía como un comprador de ventanas en alguna especie de supermercado malsano y no había encontrado nada ni remotamente parecido a una estatua de la señorita Pedicure. Después de un tiempo, apenas sabía qué era lo que buscaba. Ya fuera un cántaro de Babilonia o una jarra de los inicios del Imperio Sumerio, para él no había diferencia. A David nunca le habían gustado mucho los museos, pero esto ya era una tortura.
Parado nuevamente en el vestíbulo de entrada, miró su reloj. Faltaban quince minutos para que dieran las once. Quedaban menos de dos horas… suponiendo que Vincent no hubiera encontrado ya la estatua y emprendido su viaje hacía tiempo.
Otro guardia cruzó el vestíbulo.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
A David se le heló la sangre. No podía dejar que lo encontraran, no ahora. Pero entonces un segundo guardia, una mujer, apareció por la puerta de la derecha.
—Soy yo.
—¿Wendy? Me pareció escuchar a alguien…
—Sí. Este lugar me da escalofríos. He estado escuchando cosas toda la noche. Pasos…
—Yo también. ¿Quieres una taza de té?
—Sí, voy a poner la tetera…
Los dos guardias se alejaron juntos y David escapó por la otra puerta abierta, justo enfrente de la entrada principal. Ésta llevaba a la habitación más impresionante que jamás había visto en su vida.
Era amplia, se extendía a todo lo largo del museo. Estaba llena de una excéntrica colección de animales, personas y criaturas que eran ambas cosas. Todo parecía egipcio. Enormes faraones tallados en piedra negra aparecían sentados con las manos en las rodillas, congelados en la misma posición desde hacía miles de años. De un lado, dos hombres barbados con pies de león y alas de dragón, inclinados uno ante el otro, se observaban en severo silencio. Del otro, un gigantesco tigre parecía estar a punto de brincar hacia la noche. Un poco más adelante en la misma galería había animales de todas las formas y tamaños orientados en diferentes direcciones, como si fueran los invitados de una fiesta de pesadilla.
David se estremeció. Alcanzó a ver a Vincent antes de oírlo. El otro niño se movía en un silencio increíble y hubiera divisado a David de no haber estado girado hacia el otro lado. David advirtió que se había quitado los zapatos y los sostenía en la mano. Era una buena idea, una que debería haber pensado David.
Vincent se veía tan perdido y cansado como David. Desde su escondite detrás de un mandril de bronce, David lo vio pasar. Mientras avanzaba, Vincent se secó la frente con el dorso de una mano y David casi sintió lástima por él. Nunca le había gustado Vincent ni tampoco había confiado en él; pero entendía por lo que estaba pasando en ese momento.
Un minuto después, Vincent se había ido. David se incorporó. ¿Ahora, por dónde? Vincent aún no había encontrado la estatua y eso era bueno, pero no significaba una ayuda para él. Miró su reloj una vez más. Le quedaba poco más de una hora.
¿Derecha o izquierda? ¿Arriba o abajo?
Lejos, al final de la galería podía distinguir una colección de sarcófagos y varios obeliscos, algunos con jeroglíficos grabados del obelisco de Cleopatra, y cuatro dioses con cabezas de gato.
Entonces se dio cuenta.
En realidad, debería haberlo sabido desde el principio. El reto era de habilidad, no de suerte. El propio señor Bueninfierno lo había dicho: una prueba de habilidad y astucia. Lo que dijeron él y el señor Tragacrudo, lo que dijo la señorita Pedicure, y lo que él acababa de ver… juntando toda esa información, la respuesta era obvia.
Ahora David sabía hacia dónde se dirigía. Debió haberlo adivinado desde hacia horas. Miró a su alrededor buscando una señal y corrió galería abajo.
Sólo esperaba que no fuera demasiado tarde.