La catedral de Canterbury
Todavía estaba vivo. Lo supo por el dolor. David no estaba seguro de cuántos huesos había en el cuerpo humano, pero sentía como si se hubiera roto cada uno de ellos. Se sorprendió de que aún pudiera moverse.
Estaba tirado en el suelo como esas siluetas que se dibujan siguiendo la línea del cuerpo luego de un asesinato. Sus brazos y sus piernas se proyectaban en ángulos extraños. Se había golpeado la cabeza y podía sentir el sabor de la sangre en donde se mordió la lengua. Pero todavía respiraba. Supuso que en el último momento la escoba había disminuido la velocidad. De otra forma no estaría sobre el césped, sino debajo de él.
Abrió los ojos y miró a su alrededor. Había aterrizado justo en medio de los claustros de la catedral. A un lado se elevaba un edificio de madera —el Centro de Bienvenida de la Catedral— y un par de árboles. Detrás había un grupo de casas, entre ellas la tienda de la catedral. La catedral propiamente dicha estaba enfrente, arriba y asomándose por encima de él.
Comenzaba con dos torres que en algún momento se habían convertido en el hogar de una familia de andrajosos pájaros negros. Cuervos o quizá grajos, que arremetían contra las ventanas puntiagudas y se lanzaban de regreso al cielo. Luego había dos hileras de torres más pequeñas, tan intrincadamente labradas que parecían esos corales que crecen en el fondo del océano. Al final se alzaba una torre más alta. Se elevaba como un cohete medieval a punto de ser lanzado. El sol estaba atrapado detrás, cerca de la línea del horizonte.
El sol…
Con un esfuerzo, David se sentó y vio que esta tercera torre arrojaba una sombra que se extendía a través del jardín y se detenía a sólo unos pocos metros de donde él estaba. Al mismo tiempo, vio que alguien se acercaba.
La figura solitaria caminaba confiadamente hacia él. David la miró de soslayo, apoyándose en un brazo. El dolor le hizo gritar, pero aún no podía ver quién era. Estaba cegado por la luz que le daba directamente en los ojos y todavía se sentía aturdido y desorientado después de la caída.
—Hola David —dijo el señor Bueninfierno.
El señor Bueninfierno.
Debió haberlo sabido desde un principio.
David había sospechado de Vincent porque Vincent era nuevo, pero también el señor Bueninfierno. Se había unido al personal de la Granja Groosham más o menos en la misma época. Una vez más, David creyó que era Vincent quien había robado una de las hojas de su examen porque él las había recogido. Pero ¿a quién se las había entregado? Al señor Bueninfierno. Con sus poderes de vudú, al maestro debió serle fácil animar las figuras de cera y, desde luego, había participado en la competencia de Londres desde el principio. Siempre el señor Bueninfierno. Se hizo amigo de los padres de David en la entrega del premio y fue él quien encontró el bolso perdido de la tía Mildred.
—¿Te sorprende verme? —preguntó el señor Bueninfierno con una sonrisa. Con su traje negro gastado, sombrero de copa y levita, parecía una especie de espantapájaros loco o quizá un animador de circo caído en desgracia.
—No —dijo David.
—Nunca pensé que escaparías de la Torre Oriental —dijo el maestro de vudú. Le echó un vistazo a la escoba caída—. Supongo que es de la señora Windergast. Has sido realmente muy ingenioso, David. Muy valiente. Lamento que no haya servido de nada.
Levantó un brazo y entonces David vio el Grial Oculto cobijado en su enorme mano. David trató de moverse pero no había nada que pudiera hacer. Estaban ellos dos solos con el Grial Oculto. La catedral cerraba por la tarde y hasta los claustros estaban vacíos. El sol se desplazaba lentamente hacia el horizonte y todo el edificio resplandecía con una luz suave y dorada. Pero las sombras todavía eran definidas. La sombra de la tercera y solitaria torre se veía más nítida que nunca, acercándose cada vez más a medida que el sol se ponía. Todo lo que el señor Bueninfierno tenía que hacer era extender su brazo. El Grial Oculto quedaría a la sombra de la catedral de Canterbury. La Granja Groosham se desmoronaría.
—Es el fin, David —dijo en voz baja, casi triste, el señor Bueninfierno—. En cierto modo, me alegro de que estés aquí para verlo. Desde luego, una vez que ponga el Grial en la sombra, tú vas a convertirte en polvo. Pero siempre me agradaste. Quiero que lo sepas.
—Gracias —masculló David a través de los dientes apretados.
—Bueno, supongo que mejor acabamos con esto —la mano que sostenía el Grial se movió lentamente. El Grial pasó a través de la última luz del sol.
—¡Espere! —gritó David—. ¡Hay algo que quiero saber!
El señor Bueninfierno vaciló. El Grial brillaba en su mano a pocos centímetros de la sombra de la catedral.
—Tiene que decírmelo —insistió David. Trató de incorporarse pero sus piernas todavía estaban muy débiles—. ¿Por qué lo hizo?
El señor Bueninfierno se quedó pensando y levantó la vista hacia el cielo.
—Todavía quedan treinta minutos de luz de sol —dijo—, si crees que puedes engañarme niño…
—No, no —David sacudió la cabeza. Incluso eso le dolía—. Usted es más inteligente que yo, señor Bueninfierno. Lo admito. Pero tengo derecho a saber. ¿Por qué me tendió una trampa? ¿Por qué tenía que ganar Vincent el Grial Oculto?
—Está bien. —El señor Bueninfierno se relajó y bajó el Grial. Pero la sombra permanecía allí, hambrienta, avanzando centímetro a centímetro.
—Cuando comencé a hacer mis planes, no me importaba quién ganara el Grial —comenzó a explicar el señor Bueninfierno—, pero luego vi la carta de tu padre. —David recordó. Se le había caído en el pasillo luego de la pelea con Vincent. El señor Bueninfierno la había recogido—. Cuando vi que tus padres vendrían a la entrega del premio y luego irían a Margate, me pareció que era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. De alguna manera debía colar el Grial en su equipaje y ellos lo sacarían por mí. Nadie sospecharía.
»Pero entonces me di cuenta de que no podía dejar que tú lo ganaras, David. Si tú tenías el Grial y luego éste desaparecía, detendrían a tus padres antes de llegar al muelle. Todos asumirían que tú se lo habías dado a ellos. Pero Vincent era perfecto. Él no tiene parientes ni familiares. Mientras todos estuvieran atentos a él, nadie te estaría mirando a ti ni a ninguna persona conectada contigo».
—De modo que usted animó las figuras de cera.
—Sí. Te seguí hasta Londres. Siempre estuve ahí.
—Todavía hay algo que no me ha dicho —el dolor en el hombro y las piernas de David se ponía peor. Se preguntaba si podría evitar desmayarse. Al mismo tiempo, su mente no dejaba de luchar. ¿Estaba completamente desamparado? ¿No le quedaba nada de poder?—. ¿Por qué lo hizo, señor Bueninfierno? ¿Por qué?
El maestro se rió con una risa profunda y resonante teñida de malicia.
—Sé lo que estás pensando —dijo—. ¿Realmente crees que me puedes hacer bajar la guardia? —El señor Bueninfierno estiró el pie y de un empujón volvió a tirar a David al césped. David gritó y el mundo se volvió borroso ante a sus ojos, pero se obligó a permanecer consciente—. Estás buscando magia, niño. Pero no tienes ninguna. Ya hemos hablado suficiente. Es hora de que te reúnas con el polvo de la tierra…
Volvió a levantar el Grial.
—¿Por qué lo hizo? —gritó David—. Usted era el mejor. Uno de los grandes magos del vudú. No pudo haber simulado eso. Usted era famoso…
—¡Fui convertido! —le soltó el señor Bueninfierno en dos palabras, y todavía cuando las dijo brilló una extraña luz en sus ojos—. Un misionario inglés, el obispo de Bletchey, vino a Haití y se reunió conmigo. Mi primer pensamiento fue convertirlo en un sapo o una serpiente, o una sandía. Pero luego empezamos a hablar. Hablamos durante horas. Y me mostró el error en el que estaba.
—¿A qué se refiere?
—Toda mi vida he sido malvado. Como tú. Como todos en la Granja Groosham. Él me convenció de que ya era hora de hacer el bien. De desaparecer la escuela y matar a todos los que vivían allí.
—Eso no suena muy bueno para mí —señaló David—. ¡Destruir y matar! ¿Qué le hemos hecho?
—¡Ustedes son malvados!
—¡Eso no tiene ningún sentido! —Y mientras David lo decía al fin comprendió lo que habían tratado de decirle el señor Falcón y el señor Escualo. La diferencia entre el bien y el mal—. La Granja Groosham no es mala, sólo es diferente, eso es todo. Monsieur Leloup puede ser un hombre lobo y el señor Tragacrudo un vampiro, pero eso no es culpa suya. Nacieron así. ¿Y qué hay del señor Oxisso? ¡El que sea un fantasma no significa que no tenga derecho a que se lo deje en paz!
—¡Son malvados! —insistió el señor Bueninfierno.
—¡Mire quien habla! —replicó David—. Usted es el que ha estado mintiendo y engañando. Usted fue quien me empujó de la torre, y cuando eso no funcionó, me ató y me dejó para que muriera. Usted robó el Grial Oculto —mis padres probablemente ya se desintegraron a estas horas— y también destruyó la mitad de Margate. ¡Usted puede usted pensar que es una especie de santo, señor Bueninfierno, pero la verdad es que probablemente hacía menos daño cuando era todo un experto de la magia negra en Haití!
—No sabes lo que estás diciendo, niño… —el señor Bueninfierno se había puesto pálido y había un débil resplandor rojo en los ojos—. Hice lo que hice por el bien de la humanidad.
—No importa por qué o por quien lo hizo —insistió David—. ¿Es muy fácil decir eso, no? Pero cuando se detiene a pensar en qué está haciendo… ya es muy diferente. Está matando y destruyendo. Usted mismo lo dijo. Y yo no creo que eso lo haga un santo, señor Bueninfierno. Yo creo que eso lo hace un monstruo y un fanático.
—Yo… yo… yo… —el señor Bueninfierno estaba fuera de sí. Los ojos se le salían de las órbitas y se le crispaba la comisura de la boca por la rabia. Trató de hablar, pero sólo babeó—. ¡Basta! ¡Ya oí suficiente!
El señor Bueninfierno elevó el Grial Oculto. Por un momento lo iluminó el sol y el Grial se vio inmenso, como si estallara en una bola deslumbrante de luz roja. La sombra arrojada por la torre más apartada lo alcanzó.
Y David arremetió.
En los últimos minutos había elaborado un plan y guardó toda la fuerza que le quedaba para llevarlo a cabo. Estuvo discutiendo con el maestro para mantenerlo ocupado, para distraer su atención de lo que sucedería. Porque en tanto el grial estuviera fuera de la sombra, algún poder subsistiría. David usó ahora ese poder. Guiada por él, la escoba de la señora Windergast saltó del césped y se abalanzó, más rápida que una bala, hacia la cabeza del señor Bueninfierno.
El maestro la esquivó. La escoba pasó como un latigazo sobre su hombro y continuó subiendo.
—¡Fallaste! —el señor Bueninfierno echó la cabeza hacia atrás y rió—. ¿De modo que eso es lo que estabas intentando? Bueno, pues no funcionó, David. Así que… ¡Adiós!
Con una sonrisa malévola estiró su brazo, poniendo el Grial a la sombra de la catedral de Canterbury.
Pero la sombra ya no estaba ahí.
El señor Bueninfierno frunció el ceño y miró al césped. El sol brillaba sin ser interrumpido por sombra de la torre.
—¿Qué…? —comenzó a decir.
Miró hacia arriba.
Cuando David había enviado la escoba a su viaje final, no había intentado atinarle al maestro. Su vuelo continuó sobre la cabeza del hombre y siguió subiendo hacia la catedral. Encontró su blanco en la torre y, fortalecida con la magia de David, atravesó limpiamente la piedra cortándola en dos. La punta de la torre quedó rebanada. El sol ya no tenía obstáculos. El Grial Oculto todavía estaba protegido por su luz.
—¡Tú…! —gruñó el señor Bueninfierno.
Nunca acabó la frase. La escoba había perforado una tonelada de piedra. El extremo de la torre, una mole maciza que terminaba en punta, se desplomó.
Y aterrizó sobre el señor Bueninfierno.
David no pudo mirar. Escuchó un solo grito agudo y luego un repugnante ruido sordo. Algo cayó en la hierba, al lado de su mano. La estiró y lo tomó. Era el Grial Oculto.
Moviéndose lentamente, David se obligó a levantarse y se alejó cojeando de los escombros con el Grial en la mano. El más mínimo movimiento le dolía. Después de cada paso tenía que detenerse y tomar aire. Pero pronto estuvo lejos de la sombra de la catedral de Canterbury y, apretando el Grial contra su pecho, continuó caminando protegido por la luz agonizante de la tarde.