Hace un sutil engaño la hija de Pierres y Celestina, y volviendo las espaldas al peligro huye de Toledo.
ABRIENDO, pues, al que llamaba, que era un galán suyo que a título honesto de hermano, para cumplir con la buena gente, la acompañaba en bien peligrosas estaciones, recibiéndole entre sus brazos, en breves palabras le contó al oído la aventura de aquella noche; y dándole parte de todo su pensamiento mandó poner el coche de mulas en que había venido, y entrando con ellos una criada vieja, mujer muy cumplida de tocas y rosario, de cuyas opiniones y doctrina se fiaban los negocios de más importancia, y en un estribo un pajecillo de catorce a quince años, diestro en las embajadas de amor, cuyas manos eran dichoso paso para cualquier billete porque de ellas con seguridad llegaba a las del galán o dama a quien se dirigía, caminó a la calle de los cristianos modernos, en cuyas casas es más nueva la fe que los vestidos, aunque los hacen cada día para vestir con ellos a los que los pagan tanto más de lo que valen, que si lo consideran, más los desnudan que los visten.
Ya iban los de la máscara desordenados: por aquí dos, por allí cuatro, todos a mudarse hábito, y el pueblo trataba de recogerse. Don Sancho de Villafañe, que era el desposado, que caminaba con su compañero a lo que los demás, encontró el coche, y con la luz de las hachas acertó a ver el rostro de Elena, que de paso le tiranizó el alma con tan poderosa fuerza que, si le fuera posible, siguiera la hermosa forastera y perdonara de muy buenas ganas la boda. Y, sin duda, se arrojara en los brazos de tan loco disparate si no ahogara la prudencia este deseo por entonces, que antes de nacido fue muerto. El prosiguió a su negocio y ella al suyo, que alargando el paso, en breve tiempo llegó a la ropería, adonde entrando en la casa más proveída, sin reparar en conciertos porque entonces, por no detenerse y ganar tiempo quería perder dinero, compró tres lutos que vistieron ella, su hermano y el pajecillo, sin atender a la curiosidad y aseo de que conformasen con los talles de las personas. Volvieronse al coche, que los llevó a las casas del Conde de Fuensalida. Aquí ordenó al pajecillo que se apease y, preguntando por el cuarto del señor Don Rodrigo de Villafañe, entrase en sus aposentos y le dijese que una señora montañesa que acababa de llegar de León para un negocio de mucha importancia y consideración le quería besar las manos; y así, le suplicaba que en todo caso se le diese licencia. El muchacho obedeció, volviendo con muy buen despacho. El buen viejo mandó a otro paje, compañero del que estaba encerrado, que pusiese sillas y saliese con un hacha a recibir visitas de tanta autoridad, y él se incorporó en la cama, dándose prisa a poner los botones del jubón y anudando más el tocador que tenía en la cabeza puesto. Cuando clavando los ojos en la puerta de la pieza vio, no con pequeña admiración de sus ojos y mayor de su corazón, entrar un hombre tan cubierto de luto que pudiera segunda vez retar a Zamora, y después de él, dos mujeres en el mismo traje, aunque el de la más moza representaba mayor dolor porque traía cubierto el rostro con el manto negro y basto, a quien seguía el pajecillo, no menos enlutado y llevándola una falda tan larga que, dejándola caer luego como entró en la sala, ocupó todo el suelo.
Hicieron al enfermo tres reverencias, todas por un compás: la primera, al entrar por la puerta; la segunda, en medio del aposento y la tercera al tiempo de tomar las sillas. Sentáronse las dos hembras y arrimáronse a un lado, descubiertos, los varones, porque pareció convenir así que también Montúfar, que hasta entonces había representado el papel de hermano, le hiciese de criado. El enfermo las recibió quitándose con entrambas manos un bonete de seda que sobre el tocador tenía puesto en la cabeza y diciendo:
—Beso las manos de Vs. ms. mil veces. ¡Oh cuánto me pesa, nobles señoras, del doloroso traje! Díganme vuestras mercedes así la causa de él como la ocasión de venir a hacerme este favor en hora tan fuera de costumbre para las mujeres principales.
Aquí Elena, que sabía que una mujer hermosa tal vez persuade más con los ojos llorando que con la boca hablando, en lugar de razones acudió con una corriente de copiosas lágrimas tan bien entonada, ya alzando, ya bajando; limpiándose ya con un lienzo los ojos por mostrar la blanca mano, y ya retirando el manto porque se viesen en el rostro las lágrimas, que cuando es hermoso tanto obligan a piedad vistas como oídas, que a quien tuviera el pecho tan duro como la condición de un miserable rindiera y le forzara a compadecerse.
Estaba el viejo en éxtasis, y cuando esperaba conocer de dónde traía origen tan desesperado sentimiento, porque el río de los ojos de Elena, que se había extendido por todo el campo de la cara, sufría ya márgenes y se volvía, como dicen, a la madre, la anciana vieja, que le pareció empezar por donde la compañera acababa, acometió con tanto brío que mal año para lo que la otra había llorado al fin, como persona que de muchos años atrás estaba enseñada a hacerlo de sol a sol sin necesidad, advirtió que sería de mucho efecto para el auditorio acudir al ademán de los cabellos, y tirando de unos que ella traía postizos toda la vida para hacer más al vivo semejantes pasos, pareció que los arrancaba a manojos. El muchacho, que estaba detrás de las sillas, cuando le hicieron la seña que entre ellos venía concertada, derramó lo que fue bueno, haciendo todos tres una capilla que se pudiera alquilar, si fuera el tiempo del Cid Ruy Díaz, para plañir los difuntos. El miserable oyente humedeció también la cara, y esforzándose para hablarlas las conjuró por todos los santos del cielo para que, corrigiendo el llanto, le diesen parte de su principio, porque aseguraba, a fe de caballero y honrado montañés, que la menor prenda que por ellas aventuraría sería la hacienda, porque la vida poca que le quedaba con mucha liberalidad la perdería en su servicio, pesándole de no estar en los primeros tercios de la edad, cuando la sangre arde y los miembros se hallan fáciles, para que conocieran en las obras sus deseos.
Oyéronle más blandas, serenaron los semblantes y, pareciéndoles que en el llanto habían andado tan cumplidas como quien ellas eran y que contradecía a buena razón gastar allí todo el caudal porque no sabían en las necesidades que, adelante el tiempo, se verían de esta moneda, demás de que se perdía en la dilación, la vieja, echándose el manto en los hombros porque el rostro venerable obligase más, empezó a orar de este modo:
—Guarde el cielo a V. m., señor Don Rodrigo de Villafañe, y déle la salud que puede, que aunque nosotras le traemos malos instrumentos para tenerla, porque pesares grandes más son agentes que solicitan la muerte, se la deseamos con veras; pero cuando las ocasiones vienen tan estrechas que es fuerza huir, nadie hay que no se arroje por la ventana si no halla cerca la puerta. El caso es apretado y la razón nos avergüenza dando gritos.
Aquí se dio el viejo una palmada y, arrancando un suspiro, dijo:
—¡Plega a Dios que yo me engañe! Es alguna mocedad, o por mejor decir, necedad de las que hace mi sobrino. No querría que por adivino me agotasen. Prosiga V. m. y si puede no pare, hija, porque será darnos muy mala noche.
Cobró con esto Elena un ánimo valeroso y acometíale diciendo:
—Pues V. m. por tantas experiencias conoce sus liviandades y sabe que no tiene ley si no es con sus apetitos desordenados, no se les hará nuevo a los oídos mi caso, porque habrá remediado otros muchos semejantes. Cuando V. m., por mi desdicha, este verano pasado envió a ese caballero a nuestra tierra, me vio en una iglesia, donde si fuera verdad lo que él me dijo los dos nos pudiéramos quedar en ella: yo retraída como matadora y el sepultado como difunto, porque me afirmó que mis ojos habían sido poderosos a quitarle la vida valiéndose del lenguaje común y tretas ordinarias. Siguióme hasta mi casa y, aunque pudiera respetarme por mis deudos entonces, pues en ella conoció la calidad de mi sangre, no quiso. Escribióme, paseó mi calle, de día a caballo y de noche a pie, acompañado de músicos; y al fin, por morir consolado, hizo todas las diligencias posibles como prudente enfermo. Pero viéndose de mí cada día peor acogido y que los ruegos eran de poco efecto, aconsejado de una esclava berberisca que era de mi madre, que vivía entonces, a quien él había ofrecido libertad, fue a cierta huerta donde yo las mañanas del verano solía, como quien tenía el ánimo limpio de sospechas, sola y sin más compañía, ir con ella de la mano a recrearme y, habiéndose encerrado en los aposentos del casero y guarda que la asistía, a quien con cierta industria envió al lugar, no quedando allí sino un muchacho de edad de once a doce años, aguardó a que yo estuviese dentro, y quitándole las llaves, cuando le pareció ocasión, se hizo dueño de las puertas, donde con una daga que me puso a los pechos alcanzó con villana fuerza lo que no había podido con blanda cortesía, para cuyo efecto, cuando me vio rendida, dejó caer la daga en el suelo. A este tiempo volvió el hortelano acompañado de otros y, llamando a las puertas con prisa, él, que temió más a la pena del delito que a la vergüenza de haberle cometido, huyó por unas tapias, dejándose allí las llaves con que el muchacho abrió a su padre y los demás que le acompañaban. Yo alcé la daga y, guardándola, esforcé el ánimo para que en el rostro no se conociese, por la alteración, que estaba disgustada. La esclava, que para dar más colores a la cautela había hecho que me defendía con tanto artificio que se dejó herir en una mano, adonde fue necesario apretarse un lienzo, se llegó a mí y, haciéndose muchas cruces, invocó todo el poder del cielo para que con todas las penas del infierno castigase tan mal hombre. Maldíjole una y otra y tantas veces, llenando su rostro de lágrimas que parecía verdad, aunque yo conocía bien su alevoso pecho ejercitado en traiciones; pero convínome por entonces tomarlo por el precio que me lo vendían. Disimulé todo lo más que pude y volví con ella a mi casa, de donde falto dentro de pocos días. Nunca dije, aunque lo conocí como persona que pisaba sobre la malicia, quién nos había hecho el mal juego; callé sin dar parte, ni de lo uno, ni de lo otro, a nadie en la tierra, librando en el cielo la satisfacción. El se ausentó y mi madre murió sin dejarme más sombra que la de mi tía, que a no tener hijas mozas de cuyo remedio ha de tratar en primer lugar, era bastante arrimo.
Supe que este caballero estaba tan lejos de poner los ojos en su obligación que se casaba; y así, vine con la mayor diligencia que he podido a dar parte a V. m. para que antes que salga de esta pieza me dé para entrarme monja, o en dinero de presente, o joyas que lo valgan, dos mil ducados; porque cuando él esta noche, con gusto de V. m. y todos sus deudos, me quisiera por mujer, diera de mano al ofrecimiento, porque no tengo por seguro hombre tan determinado. Y si V. m. no se resuelve presto iré a poner impedimento, porque según tengo entendido antes de una hora se efectuará el desposorio y no es mi intención perder la solicitud y pasos que, desde León hasta Toledo, con tanto trabajo hemos dado. Y para que V. m. vea el instrumento de la traición y conozca en él mi verdad, ésta es la daga que me puso al pecho.
El venerable viejo, que había oído atento y que desde el principio le pareció el caso fiel, cuando vio la daga y la conoció dio en su ánimo entero crédito, donde hizo este discurso:
—Si yo enviase a llamar a mi sobrino y le sacase de entre tantos caballeros, sería dar nota y quizá ocasión de que algunos curiosos le siguiesen, de los que en esta pretensión le han sido competidores; y entendiendo de las voces que han de dar estas mujeres la bajeza de su ánimo, llevasen nuevas a la novia que fácilmente desconcertasen las bodas, perdiendo en una hora lo que con mucho trabajo y costa he pretendido muchos años. ¡Bueno es que quien arrojó al mar, por salvar su persona, las joyas, la plata y el oro, repare en la ropa! He gastado lo más y ¿dudaré en lo menos?; fuera de que la hazaña es muy propia de su corazón y seguramente la creo: no desdice el paño, todo es de un color y de una misma pieza.
Él así discurría, cuando viéndolas hacer ademán de levantarse para ir a ejecutar lo que tenían propuesto, las detuvo, dando al paje la llave de un escritorio de donde sacó la cantidad en oro, en doblones de a cuatro, y se la entregó, contándola Montúfar, que se hizo entregado en ella doblón sobre doblón; con que diciendo que a la mañana se verían tomaron la puerta y, tras ella, el coche, guiando a Madrid, pareciéndoles que si les siguiesen sería por el camino de León.
La huésped del mesón, viendo que no venían a recogerse, quiso reconocer los aposentos; donde hallando encerrado aquel preso de amor y necedad le envió libre, tanto porque le conoció y creyó de él la historia como porque no le faltaba cosa alguna de sus muebles.