Elena y Montúfar huyen a Madrid, adonde se casan y viven con infame libertad hasta que acaban sus días miserablemente.
MÁS pudo la prevención de Elena que la mucha diligencia de la justicia. Buscábanla dentro y fuera de la ciudad; no había parte adonde no la cercasen con asechanzas; y ella, como cuerda, estábase a la mira cerrada en una casa de confianza y seguridad hasta que pasasen los rayos. Corrióse el vulgo de haber sido engañado, y volviendo el devoto respeto en insolente venganza, si mucho habían cantado en sus loores, más dijeron afeando sus vicios. Los muchachos, que en todos los casos públicos tienen parte y no la menor, les hicieron coplas en aquel modo que ellos saben, donde por lo menos dicen lo que quieren, y muchas veces con tan buena gracia que los hombres cuerdos y de cuyo parecer se hace siempre caso no se admiran poco. Pero la variedad de los sucesos, que trayendo unos olvida otros, dio de mano a esta novedad; y tanto, que se puso silencio en ella como si nunca hubiera sucedido. Entonces salió Elena y su compañero Montúfar, y arrebatando el camino de Madrid, vinieron públicamente, quietos sus ánimos y bien seguros de que nadie les iba a los alcances.
Entraron en la Corte ricos y casados, y la cara de Elena con tanto derecho a parecer hermosa que quien la daba otro título no la hacía justicia. Los primeros días se trató de recogimiento hasta que se aseguraron de que don Sancho de Villafañe estaba en Toledo, tan despicado de los amores como del hurto. Y así, poco a poco, fueron sacando el cuerpo del agua y empezaron a reconocer la tierra. Obligóse Montúfar, cuando se dio por esposo de Elena, a llevar con mucha paciencia y cordura, como marido de seso y al fin hombre de tanto asiento en la cabeza, que ella recibiese visitas; pero con un ítem: que habían de redundar todas en gloria y alabanza de los cofres, trayendo utilidad y provecho a la bolsa, y que siendo esto así, no pudiese afilar sus manos en la cólera para ponerlas en ella. Movíanle para que hiciese esto grandes razones al honrado varón, y la mayor y más fuerte era el ver que se usaba mucho y parecía bien, y que él, en materia tan grave, no había de introducir costumbres nuevas, pues hasta en las cosas pequeñas, como en ponerse unos puños algo mayores de los que se usan comúnmente, es mal admitida la novedad y se alborota un vulgo que en todas partes es bárbaro. Tomó el hábito en la religión de los maridos cartujos y profesó como los demás el voto de callar siempre, seguro de que no se le dilataría hasta la otra vida la corona de lo que padeciese en este martirio, porque luego te saldría a la frente, y al paso que fuese padeciendo vería coronarse.
Ella dio parte de su venida a las amigas importantes, a las mujeres de negocios que saben con habilidad acomodar gustos ajenos mejor que si fueran propios. Estas vinieron, y sacándola ya un día a la comedia, ya otro al prado y ya a la Calle Mayor al estribo de un coche, donde mirando a unos y riéndose con otros, no despidiendo a los que se llegaban a conversación, empezó su labor y volvió con más danzantes a casa que día de Corpus Christi.
El señor, el amado esposo no faltaba a lo capitulado, antes con su mucha modestia animaba a los amantes cobardes a que se atreviesen y los traía de la mano hasta dejarlos sentados con su mujer en el mismo estrado. Procuraba arrimarse siempre al lado de hombres de sustancia, más en la bolsa que en el ingenio; y a éstos, aunque trajese la ocasión arrastrándola por muchos rodeos, alababa a su mujer con peregrinos hipérboles; tanto, que por su relación quedaban enamorados; y por no hacerlos penar mucho, como él era tan negro de bueno, sin dalles lugar a que le cansasen con ruegos importunos les ponía la cara a los ojos, para que el que la quisiese la matase, asegurándoles de que no entraban en lo vedado porque él tenía aquella recreación para todos sus señores y amigos. Después de haber comido, a medio día pocas veces volvía a su casa; pero por si acaso alguna vez lo hiciese desadvertido y hubiese ocupación de respeto por donde le estuviese bien aun no tocar los umbrales, ponía siempre una seña en la ventana; alzaba él los ojos desde la esquina de su casa no con pequeña pesadumbre y miraba lo que el índice señalaba, y si no había lugar de entrar, alegrábase infinito considerando que aquello era todo acrecentar hacienda; y volviendo las espaldas vase un rato a alguna casa de juego, donde todos le hacían lugar: unos de cortesía en honor y reverencia de su esposa, a cuyo blanco tiraban los más; y otros de miedo de las armas que traía en la cabeza, recelándose justamente de algún peligro, porque el daño que les podía hacer aquel hombre no estaba en su mano sino en su frente.
Muchos picaron en la sartén, pero ninguno más bien que un hidalgo granadino, hombre de tanta calidad que estaban los papeles de su nobleza, ya que no en los archivos de Simancas, en la Inquisición de Córdova. Éste, pues, que descendía de ciudadanos de Jerusalén y tenía su solar en las montañas de Judea, sacó, por servicio suyo, de las cárceles obscuras donde había largo tiempo que vivía aprisionado, su dinero: vieron la luz del cielo sus doblones y supieron en qué parte de Madrid estaba la Platería y Puerta de Guadalajara, quedándose mucha cantidad de ellos en ella. Este mezquino ensanchó el ánimo y arrojó por la tierra la gruesa hacienda que había adquirido desde los humildes principios de tendero de aceite y vinagre, papel y agujetas de perro; y él, que fue escaso con su persona y se negó muchas veces aquello por que forzosamente ejecuta la naturaleza para la comida y el vestido, entonces liberal, ocupó sus cofres de ricas galas; los escritorios, de costosas joyas; las paredes, en invierno, de paños herejes flamencos, y en verano, de telas católicas milanesas. Diole tantas camas como colgaduras y tantos estrados como camas. La holanda se la metía a piezas, el lienzo a cargas. Tenía, solamente para regalarla, en todas las partes correspondientes: de Portugal le enviaban olores atractivos, costosos dulces, barros golosos; de Venecia, generosos vidrios; de Galicia, pescados; de la Montaña, perniles; de Sevilla, aceitunas; de Aragón, frutas; de Barcelona, estuches. En haciéndose en la plaza cualquier fiesta, le alquilaba la mejor ventana. Sustentaba un coche, por su servicio, que todos los días, por las mañanas a las siete y por las tardes a las dos, se le clavaban a sus puertas por si quería salir de casa. No había bello jardín o casa de recreación en la Corte que para ella tuviese llave. Todos le concedían paso franco porque la diligencia del pobre amante se ocupaba sólo en solicitarle su gusto. Agradábase Montúfar mucho del trato de este caballero cuyos pasados trajeron la cruz del Santo Pescador. Echábale muchas bendiciones cada día, porque cuando estaba a la mesa y comía alguna cosa de particular regalo, decía: "¡bien haya quien tal envío!" Cuando se sentaba en la silla, decía: "¡bien haya quien tal me dio!" Cuando miraba a la colgadura: "¡bien haya quien tanto bien me hizo!" Al fin, no había trasto en casa que no le diese ocasión para cubrirle de bendiciones.
Reíasele la fortuna y mirábale apacible al honrado paciente, hasta que un día se volvió el viento, y el mar, que estaba leche, bramó con espantosa borrasca. Vio que Elena admitía la conversación de un mozuelo inútil, de estos que toman siempre a la una de la noche pesadumbre con las esquinas y juran después a la mañana que las mellas que hicieron a su espada procedieron de dar muchas cuchilladas en los broqueles de su contrario. Advirtióla una y muchas veces que no lo hiciese; pero como ella perseverase, y tanto que, de celoso y corrido, volvió las espaldas a más no poder el caballero del aspa, sacándola al campo un día por engaño, Montúfar tomó satisfacción imitando el castigo que hizo en ella y en la ya difunta Méndez camino de Burgos.
Cegóse Elena de cólera y, suspirando por la venganza, puso luego las manos en la masa. Cenaban una noche juntos después de haber pasado algunos días, al parecer, ya muy amigos. Pero el ánimo de Elena estaba armado y tan deseoso de sangre como se vio por el suceso. Pidió él, como otras veces solía, algún dulce para postre de la cena; y levantóse ella muy solícita de la mesa, dando a entender que el cuidado de regalarle le inquietaba, y trajo un vidrio de guindas aderezadas con tanto olor que, en poniéndole sobre los manteles, le animó más el deseo. Abrióle y, con buen ánimo, se entró por el dulce adelante hasta verle el fin. Pero apenas te tuvo la conserva cuando él se halló embarazado de unas bascas mortales. Encendiósele el rostro, arrojó por el suelo la silla donde estaba sentado, desabróchose los botones, así los del jubón como los de la ropilla. En medio de esta turbación conoció su daño, y corriendo a donde estaba su espada para vengarse de quien le había dado a beber la muerte, acometió a Elena, que temerosa, dando gritos se entró al aposento donde tenía la cama pidiendo favor. Detrás de las cortinas, al lado de la cabecera, estaba escondido su amigo, ocasión de estos daños, que por mal nombre le llamaban en Madrid Perico el Zurdo. Parecióle que aquella ocasión era forzosa y, saliéndole al paso a Montúfar, que entraba ignorante de semejante encuentro, le dio una estocada que le pasó el corazón.
Al ruido que hizo y gritos que dio Elena cuando huía, entró un alguacil que pasaba entonces de ronda acompañado de mucha gente; y viendo el suceso miserable dio con ellos en la cárcel de corte. Vino luego uno de los señores Alcaldes, a quien se dio cuenta del negocio. Y confesaron sin resistencia porque la probanza estaba clara. Era el Perico hijo de vecino de Madrid y tenía dos honrados entretenimientos; uno en el Rastro y otro en el Matadero, en que sucedió a su padre y abuelo, que le dejaron con este oficio tan rico como mal doctrinado. Defendíase para no morir diciendo que el oficio de sus pasados y el suyo era matar cameros, y que por muchos que habían acabado hasta entonces en sus manos en vez de castigo se te había dado paga, y que no sabía por qué razón, siendo el difunto mayor camero que los demás y conocido de todo el mundo por animal de este género, se había de hacer esta particular demostración, poniéndole a él en prisiones y condenándole a muerte. Amargóle la gracia, porque dentro de dos días le hicieron joyel de la horca, colgándole de ella con satisfacción de toda la Corte. No le acompañó Elena porque a la tarde la sacaron, causando en los pechos más duros lástima y sentimiento doloroso, al río de Manzanares, donde dándola un garrote, conforme a la ley la encubaron.
Hizo testamento y mandó restituir a don Rodrigo de Villafañe el hurto, como quien podía por tener tan gruesa hacienda. Era ya muerto el viejo y heredó don Sancho, que admirado de tantos engaños como le habían pasado con Elena y mucho más de su miserable fin, propuso de allí adelante vivir honesto casado. Antonio de Valladolid, que ya era hombre y servía a don Sancho de camarero, que fue el paje que ella dejó encerrado, tomó el hábito de una religión, que las más veces del mal fin de un malo se sigue la enmienda de infinitos vicios.
Florecía entonces en Toledo, entre tantos espíritus gentiles, un poeta ilustre en escribir epitafios; el cual, siendo bien informado de la vida de Elena, trabajó éste para su sepultura, con que mi pluma dará el último paso y se cerrarán las puertas de esta historia.
“Elena soy, ya aunque de Grecia el fuego no hizo por mí ocasión a Troya ultraje parecí que era griega en el lenguaje, porque yo para todos hablo en griego.
Huésped siempre mentí, siempre hice juego de la verdad neguéle el vasallaje virtud es vinculada en mi linaje, que hasta en esto da muestras de gallego.
Dos padres virtuosos me engendraron, gente de poco gasto en la conciencia padre gallego, y africana madre.
Después de muerta al agua me arrojaron, para que se vengase de mi inocencia el mayor enemigo de mi padre.
FIN
§11
"Elena soy, que viví... Mas de qué sirve contar una historia tan vulgar: ya todos saben quien fui.
¡Óh huésped, no me presentes más llanto, que no me agrada! Yo me doy por bien llorada de ti y de tus descendientes"