CAPÍTULO IV
LUNES: ATARDECER
De las 11 a las 23'30 horas
—¡Brillante! —exclamó Mallory con amargura—. ¡Brillantísimo! «Pasa a mi salita, dijo la araña a la mosca». —Renegó desesperado, apartó con gesto de asco el borde de la arpillera que cubría la escotilla de proa, escudriñó a través de la cortina de lluvia y contempló por segunda vez y con más detenimiento el risco que se elevaba en el recodo del río protegiéndoles del mar. Ya nada dificultaba la visión. La lluvia torrencial se había convertido en leve llovizna y tanto las grises y blancas nubes hechas jirones por el viento que iba creciendo, como las gigantescas nubes negras amontonadas se habían alejado hacia el horizonte. Sobre una limpia franja de cielo en el Oeste lejano, el sol rojizo que se hundía, se balanceaba sobre la línea del mar. Desde las sombreadas aguas del arroyo el sol era invisible, pero su presencia se reflejaba en el dorado tul de la lluvia que caía, por encima de sus cabezas.
Los mismos rayos solares tocaban el viejo y derruido torreón situado en la misma punta del acantilado, a cien pies de Paria y lo suavizaban tiñéndolo de un delicado tinte rosa; brillaban en el bruñido acero de las malignas bocas de las ametralladoras Spandau que surgían de las troneras de las macizas paredes, e iluminaban la retorcida cruz gamada de la bandera que ondeaba orgullosamente en su mástil sobre el parapeto. Sólida, a pesar de su estado ruinoso, inexpugnable por su situación, autoritaria por su elevada posición, la torre dominaba completamente ambas vías por mar y río, y río arriba, hasta el estrecho y serpenteante canal que pasaba entre el caique anclado y la base del acantilado.
Con lentitud, casi con desgana, Mallory se volvió y dejó caer la lona suavemente. Su rostro era ceñudo cuando se volvió hacia Andrea y Stevens, apenas unas sombras en la crepuscular oscuridad del camarote.
—¡Brillante! —repitió—. Genio puro. El genio de Mallory. Con toda seguridad el único maldito arroyo en cien millas a la redonda, y en un centenar de islas, ¡y tiene un puesto de guardia alemán! Y, claro, tenía que elegirlo yo… Veamos otra vez la carta, Stevens.
Stevens le pasó la carta, contempló a Mallory que la estudiaba a la pálida luz que se filtraba por debajo de la lona, y se recostó en el mamparo aspirando el cigarrillo con fuerza. Sabía a pasado, pero el tabaco era fresco, y él lo sabía. El antiguo temor, el miedo enfermizo volvía, con la misma fuerza de siempre. Contempló la masa oscura, poderosa, del cuerpo de Andrea frente a él y sintió un ilógico resentimiento contra él por haber descubierto el lugar hacía escasos minutos. Estaba pensando que tendrían cañones allá arriba; debían tenerlos, pues de otro modo no podrían dominar el río. Se apretó fuertemente un muslo, por encima de la rodilla, pero el temblor era demasiado fuerte para poder dominarlo y bendijo la piadosa oscuridad del pequeño camarote. Sin embargo, su voz sonó con bastante firmeza al decir:
—Está usted perdiendo el tiempo mirando esa carta, señor, y echándose la culpa. Es el único lugar donde se puede anclar en varias horas de vela desde aquí. Con ese viento, no se podría llegar a ningún sitio.
—Exactamente. Esa es la cosa. —Mallory dobló la carta, y se la devolvió—. No había otro lugar adonde ir. No había ningún otro lugar adonde pudiera ir nadie. Éste debe de ser un puerto muy concurrido en una tormenta, hecho que los alemanes deben conocer desde hace ya mucho tiempo. Por eso debí pensar que tendrían un puesto aquí. Sin embargo, no hay que llorar por la leche derramada. —Y levantando la voz, añadió—: ¡Jefe!
—¡A sus órdenes! —La voz de Brown llegó apagada desde las profundidades de la sala de máquinas.
—¿Cómo va eso?
—No del todo mal, señor. Estoy montándola.
Mallory asintió aliviado.
—¿Cuánto falta? —preguntó—. ¿Una hora?
—Por lo menos, señor.
—Una hora. —Mallory se volvió a mirar por la lona, y se volvió hacia Andrea y Stevens—. Casi justo. Nos iremos dentro de una hora. Tendremos la suficiente oscuridad para protegernos un poco de nuestros amigos de la altura, pero carecemos de la luz necesaria para salir de este maldito tirabuzón de canal.
—¿Cree que tratarán de detenernos, señor? —La voz de Stevens sonó exageradamente tranquila. Estaba seguro de que Mallory lo advertiría.
—Es imposible que salgan a la orilla a darnos unos cuantos vivas —contestó Mallory secamente—. ¿Cuántos hombres crees que tendrán allí, Andrea?
—He visto a un par de ellos —dijo Andrea pensativamente—. Quizás haya tres o cuatro, capitán. Es un puesto pequeño. Los alemanes no malgastan a sus hombres en eso.
—Creo que tienes razón —convino Mallory—. La mayoría estará de guarnición en el pueblo, a unas siete millas de aquí, de acuerdo con la carta, y hacia el Oeste. No es probable que…
De pronto se interrumpió y prestó atención. Nuevamente llegó la llamada, esta vez en voz más alta y más imperativa. Maldiciéndose por su descuido en no poner una guardia —semejante negligencia le hubiera costado la vida en Creta—, Mallory echó la lona a un lado y trepó a cubierta. No llevaba armas. Sólo una botella de mosela medio vacía colgando de la mano izquierda. Como parte de un plan preconcebido antes de abandonar Alejandría, la cogió de un armario situado al pie de la escalera.
Atravesó la cubierta, tambaleándose de un modo muy convincente, y se agarró a un estay a tiempo para evitar caerse al agua. Se encaró de un modo insolente con el hombre que se hallaba en la orilla, a menos de diez metros de distancia —nada hubiera evitado con la guardia, pensó Mallory, pues el soldado llevaba su fusil automático al hombro—, se llevó la botella a la boca con la misma insolencia y bebió con generosidad antes de condescender a hablar con él.
Podía ver la creciente furia en el rostro enjuto y bronceado del joven alemán que le miraba desde abajo. Mallory no quiso darse cuenta de ello. Lentamente, con un gesto de desprecio, se pasó la andrajosa manga de su chaqueta por los labios, y volvió a mirar al soldado de arriba abajo aún con más calma, en una inspección deliberadamente provocativa.
—¿Qué pasa? —preguntó con truculencia en el lento lenguaje de las islas—. ¿Qué demonios quiere usted?
Hasta en la creciente oscuridad pudo ver cómo los nudillos de la mano palidecían al oprimir su fusil, y por un instante, creyó que había ido demasiado lejos. Sabía que no corría peligro. De la sala de máquinas no llegaba ningún rumor, y la mano de Dusty Miller nunca se hallaba lejos de su pistola. Pero no quería jaleo. Al menos, por el momento, mientras hubiera un par de Spandaus adecuadamente servidas en el torreón.
Con visible esfuerzo el soldado recuperó su dominio. Resultaba fácil advertir cómo se esfumaba su furia, los primeros movimientos de vacilación y de aturdimiento. Era la reacción que Mallory esperaba. Los griegos —incluso estando medio borrachos— nunca hablaban a sus señores de aquella forma… de no tener alguna poderosísima razón para ello.
—¿Qué barco es éste? —Hablaba un griego lento y vacilante, pero pasable—. ¿Adónde os dirigís?
Mallory volvió a empinar el codo, chascó los labios con ruidosa satisfacción, y manteniendo la botella alejada a la distancia del brazo, la miró con respetuoso cariño.
—Los alemanes tienen un defecto —dijo en voz alta—. No saben hacer buen vino. Apostaría que no saben hacerse con un vino como éste. Y la porquería que hacen allá arriba —se refería a la Grecia continental— está tan llena de resina que sólo sirve para quemar. —Permaneció unos instantes pensativo—. Claro que si usted conoce a la persona adecuada en las islas, podría darle un poco de ouzo. Pero algunos de nosotros podemos conseguir ouzo y los mejores Hocks y los mejores moselas.
El soldado arrugó la cara con asco. Como la mayoría de los soldados, odiaba a los quislings, aun cuando estuviesen a su lado. Y en Grecia había poquísimos.
—Le he hecho una pregunta —dijo fríamente—. ¿Qué barco es éste y adónde se dirige?
—Es el caique Aigion —replicó Mallory altanero—. Vamos a Samos en lastre. Estamos bajo órdenes.
—¿Órdenes de quién? —requirió el soldado. Astutamente, Mallory juzgó el secreto como superficial. Muy a su pesar, el guarda se sintió impresionado.
—Herr Commandant, en Vathy. Del General Graebel —confió Mallory en voz baja—. Habrá usted oído hablar del Herr General antes, ¿eh? —Mallory sabía que pisaba terreno firme. La reputación de Graebel, como comandante de paracaidistas y ordenancista de hierro, había trascendido mucho más allá de las islas.
Incluso a la media luz que los iluminaba hubiera jurado Mallory que el soldado había palidecido más. Pero era bastante obstinado.
—¿Documentación? ¿Cartas de autorización?
Mallory miró por encima del hombro.
—¡Andrea! —vociferó.
—¿Qué quieres? —El sólido corpachón de Andrea se dibujó en la escotilla. Había oído toda la conversación y seguido la pauta que le había dado Mallory. Llevaba, medio escondida en su manaza, una botella recién abierta, y mostraba un ceño adusto—. ¿No ves que estoy ocupado? —preguntó con aspereza. Se detuvo de repente a la vista del alemán e, irritado, frunció el ceño de nuevo—. ¿Y qué pretende ese mozalbete?
—Quiere ver nuestros pases y las cartas de autorización del Herr General. Están abajo.
Andrea desapareció gruñendo con un sonido gutural. Tiraron una cuerda a tierra, arrimaron la popa contra la peligrosa corriente, y pasaron los documentos. Y los documentos —un juego distinto al que había de utilizar en caso de que se presentara alguna dificultad en Navarone— resultaron eminentemente satisfactorios. A Mallory le hubiera sorprendido lo contrario. Su preparación, incluso el facsímil fotostático de la firma del general Graebel, había resultado cosa fácil para Jensen en El Cairo.
El soldado dobló los papeles y los devolvió con un murmullo de agradecimiento. Tan sólo era un chiquillo, como había podido apreciar Mallory. Por su aspecto no podía tener más de diecinueve años. Un chico de rostro abierto y agradable —lo contrario de los jóvenes fanáticos de las divisiones Panzer de las SS— y demasiado flaco. La primera reacción de Mallory fue de alivio. Hubiera detestado verse obligado a matar a un chico así. Pero tenía que averiguar cuanto pudiese. Hizo señas a Stevens de que le diese la caja casi vacía de mosela. Jensen, pensó, había hecho las cosas bien. Había pensado, literalmente, en todo… Displicente, Mallory señaló la torre.
—¿Cuántos hay allí? —preguntó.
El chico comenzó a desconfiar. Su rostro se contrajo en un gesto hostil.
—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó con dureza.
Mallory gruñó, levantó los brazos con desaliento, y se volvió tristemente hacia Andrea.
—¿Ves lo que significa ser uno de ellos? —preguntó en son de queja—. No se fían de nadie. Creen que todos somos tan retorcidos como… —Con esto se interrumpió y se volvió de nuevo hacia el soldado—. Es que no queremos tener dificultades cada vez que vengamos por aquí —aclaró—. Dentro de un par de días volveremos de Samos y aún nos queda otra caja de mosela. El general Graebel tiene a sus… ah… enviados especiales muy bien abastecidos… allí arriba, el sol, el trabajo debe de dar sed. Vamos, ande, una botella para cada uno. ¿Cuántas botellas quiere?
La seguridad de que volverían otra vez, y la tranquilizadora mención del nombre de Graebel, así como lo atractivo de la oferta y la posible reacción de sus camaradas si les decía que la había rechazado, inclinó la balanza y venció los escrúpulos y la sospecha.
—Sólo somos tres —dijo de mala gana.
—Pues sean tres —dijo Mallory alegremente—. La próxima vez les traeremos unas botellas de Hock. —Empinó su botella—. Prosit! —dijo como isleño orgulloso de airear sus conocimientos de alemán. Y luego, con más orgullo aún, agregó—: Auf Wiedersehen!
El chico murmuró algo a su vez. Se quedó vacilando un momento, algo avergonzado, dio la vuelta bruscamente, y se alejó por la orilla del río con sus botellas de mosela.
—¡Vaya! —exclamó Mallory pensativo—. Sólo son tres. Eso debería facilitar las cosas…
—¡Buen trabajo, señor! —Fue Stevens quien le interrumpió con voz cálida y con la admiración pintada en el rostro—. ¡Muy buen trabajo!
—¡Muy buen trabajo! —le remedó Miller. Echó su cuerpo larguirucho por encima de la brazola de la escotilla de máquinas—. ¡Maldito lenguaje! No pude entender ni una sola palabra, pero por mi parte merece usted un Oscar. ¡Estupendo, jefe!
—Gracias a todos —murmuró Mallory—. Pero me temo que vuestra felicitación sea un poco prematura. —Les chocó la repentina frialdad de su voz, y sus ojos siguieron la dirección de su índice, antes de que continuara diciendo en voz baja—: Mirad.
El joven oficial se había detenido repentinamente a unos doscientos metros, miró sorprendido hacia el bosque situado a su izquierda y desapareció entre los árboles. Durante un momento pudieron ver a otro soldado, hablando muy excitado con el chico, gesticulando y señalándoles a ellos. Luego, ambos desaparecieron en el interior del bosque.
—¡Eso lo arregló! —dijo Mallory quedamente, dando la vuelta—. Bueno, basta. A vuestros puestos. Parecería sospechoso si ignorásemos por completo este incidente, pero aún lo parecería más si le prestáramos demasiada atención. Que no vayan a creerse que estamos discutiendo la cosa.
Miller descendió a la sala de máquinas con Brown, y Stevens se dirigió de nuevo al pequeño camarote de proa. Mallory y Andrea se quedaron sobre cubierta con sendas botellas en las manos. La lluvia había cesado por completo, pero el viento continuaba aumentando con imperceptible firmeza y comenzaba a inclinar las copas de los pinos más altos. Por el momento, el risco les proporcionaba una protección casi absoluta. Mallory no quiso ni imaginarse cuál sería el estado del tiempo fuera de su refugio. Tenían que zarpar —siempre que lo permitieran las ametralladoras— y no había que darle vueltas.
—¿Qué cree que ha sucedido, señor? —Era la voz de Stevens desde la oscuridad del camarote.
—La cosa está clara, ¿no? —contestó Mallory. Habló con voz fuerte para que todos le oyesen—. Les han informado, no me preguntéis cómo. Ésta es la segunda vez, y sus sospechas irán aumentando considerablemente al no recibir noticias del caique que enviaron a inspeccionarnos. Llevaba antena, ¿recordáis?
—Pero ¿por qué habían de entrar en sospechas tan repentinamente? —preguntó Miller—. A mí me parece raro, jefe.
—Deben de estar en contacto por radio con su Cuartel General. O por teléfono. Probablemente por teléfono. Acaban de darles la señal. Consternación por todos lados.
—Entonces quizá manden un pequeño ejército de su Cuartel General a liquidar cuentas —dijo Miller, lúgubre.
Mallory negó rotundamente con la cabeza. Su mente reaccionaba con rapidez y sentía una extraña confianza en sí mismo.
—No, ni pensarlo. Siete millas a vuelo de pájaro. Diez, o quizá doce millas de monte duro y caminos de cabra, y además, a oscuras por completo. Ni siquiera se les ocurriría. —Señaló la torre con la botella—. Esta noche tienen fiesta.
—¿Entonces podemos esperar que las Spandaus comiencen a funcionar de un momento a otro? —Se oyó de nuevo la voz anormal, que parecía revelar ya un hecho consumado, de Stevens.
Mallory volvió a negar con la cabeza.
—No lo harán. De eso estoy seguro. No importa la desconfianza que tengan, ni lo seguro que estén del «lobo feroz». Se llevarán una buena sacudida cuando el chico les diga que llevamos documentación en regla del general Graebel en persona. Todos saben que liquidarnos puede llevarles frente al pelotón de ejecución. No es muy probable, pero ya me entendéis. Así pues, se pondrán en contacto con su Cuartel General. Y el comandante de una isla pequeña como ésta no se arriesgará a liquidar a un grupo de hombres que podrían ser enviados especiales del mismísimo Herr General. ¿Qué harán, pues? Cifrar un mensaje y radiarlo a Vathy, en Samos, y comerse las uñas hasta el codo hasta que llegue el mensaje de Graebel diciendo que nunca oyó hablar de nosotros y que por qué demonios no nos liquidaron a todos. —Mallory contempló la esfera luminosa de su reloj—. Yo diría que nos queda por lo menos media hora.
—Y, mientras tanto, nos sentamos y redactamos con papel y lápiz nuestras últimas voluntades. —Miller frunció el entrecejo—. No le veo la gracia, jefe. Tenemos que hacer algo.
Mallory hizo una mueca.
—No se preocupe, cabo, algo haremos. Vamos a celebrar una hermosa juerga aquí mismo en la popa.
Las últimas palabras de su canción —una versión griega curiosamente corrompida de «Lili Marlene», y su tercera canción en pocos minutos— se desvanecieron en el aire del atardecer. Mallory estaba convencido de que apenas llegaría hasta la torre, batida por el viento, algo más que el suave rumor de la canción; pero el rítmico sonar de pies y agitar de botellas hubiera bastado para poner en evidencia la espantosa baraúnda a cualquiera que no fuera sordo. Mallory sonrió para sus adentros al pensar en la confusión e incertidumbre que los alemanes de la torre experimentarían en aquellos momentos. El suyo no era el comportamiento lógico de espías enemigos: sobre todo, de espías enemigos al corriente de haber despertado sospechas y advertidos de que su vida iba a terminar.
Mallory empinó la botella, la mantuvo en alto durante varios segundos, y la dejó otra vez sin haber probado el vino. Miró largamente a su alrededor, a los tres hombres que permanecían acurrucados con él en la popa, Miller, Stevens y Brown. Faltaba Andrea, pero no necesitaba volver la cabeza para saber dónde estaba. Andrea, él lo sabía, se hallaba acurrucado en la timonera, con una bolsa impermeable a la espalda con granadas y un revólver.
—¡Eso es! —dijo Mallory vivamente—. Ésta es la ocasión de ganar tu Oscar. Que todo tenga el máximo aire de autenticidad posible. —Se agachó, apoyó el índice en el pecho de Miller y comenzó a gritarle con furia.
Miller le contestó con no menos furia. Gesticularon durante unos momentos aparentando reñir desaforadamente. Por fin Miller se levantó, tambaleándose, se inclinó amenazador sobre Mallory y cerró los puños dispuesto a pegarle. Se tambaleó hacia atrás mientras Mallory pugnaba por ponerse de pie, y un momento después luchaban fieramente, propinándose una lluvia de golpes, hasta que un golpe bien colocado por el norteamericano mandó a Mallory de modo muy convincente contra la timonera.
—Anda, Andrea. —Hablaba quedamente, sin mirar—. Llegó el momento. Cinco segundos. Buena suerte. —Pugnó por ponerse de pie, cogió una botella por el cuello y se abalanzó sobre Miller. El brazo y la botella bajaron con furia. Miller esquivó el golpe y le largó una patada. Mallory aulló de dolor al chocar con las espinillas en el borde de las amuras. Recortado sobre el pálido reflejo del río, se preparó a dar otro golpe, agitando los brazos con furia salvaje, y luego cayó pesadamente con un ruidoso chapuzón que conmovió las aguas del río.
Durante el medio minuto siguiente —aproximadamente el tiempo que tardaría Andrea en nadar bajo el agua hasta el primer recodo— todo fue confusión y escándalo. Mallory batió el agua al tratar de izarse a bordo. Miller echó mano a un garfio, con el que trató de darle en la cabeza, y los demás, puestos ya de pie, agarraron a Miller tratando de contenerle. Al fin, consiguieron echarle al suelo, lo sujetaron y ayudaron al empapado Mallory a subir a cubierta. Un minuto después, según el uso inmemorial de los borrachos, los dos combatientes se habían estrechado las manos y se hallaban sentados en la escotilla de la sala de máquinas, con los brazos entrelazados sobre los hombros y bebiendo en forma amigable de la misma botella que acababan de abrir.
—Muy bien hecho —dijo Mallory aprobando—. ¡Pero que muy bien hecho! Un Óscar para el cabo Miller.
Dusty Miller no dijo una palabra. Taciturno y deprimido, miró la botella que tenía en la mano. Al fin, habló:
—No me gusta, jefe —murmuró desalentado—. La cosa no me gusta lo más mínimo. Debió usted dejarme ir con Andrea. Son tres contra uno, le esperan y están preparados. —Miró acusador a Mallory—. Maldita sea, jefe, ¡siempre nos está usted repitiendo lo terriblemente importante que es nuestra misión!
—Lo sé —dijo Mallory con suavidad—. Por eso no te mandé con él. Por eso no fuimos ninguno de nosotros. No hubiéramos hecho otra cosa que estorbarle. —Mallory movió la cabeza—. Tú no conoces a Andrea, Dusty. —Era la primera vez que Mallory le llamaba Dusty, su diminutivo, y Miller se sintió halagado y complacido por la inesperada confianza—. Vosotros no le conocéis. Pero yo sí le conozco. —Y al decir estas palabras señaló la torre vigía, su forma cuadrada que se recortaba con toda claridad contra el cielo que oscurecía—. Es un hombre robusto, bueno, que siempre está riendo y bromeando. —Mallory hizo una pausa, volvió a sacudir la cabeza, y prosiguió diciendo—: Ahora está caminando por entre el follaje de la selva como un gato, el gato más peligroso que ninguno de vosotros haya visto. A no ser que ofrezcan resistencia, Andrea no mata nunca sin necesidad. Al mandarle allí contra esos tres pobres idiotas les estoy ejecutando con tanta seguridad como si estuvieran en la silla eléctrica y fuera yo quien manejara el conmutador.
Miller se sintió impresionado a pesar de sí mismo, profundamente impresionado.
—Hace mucho tiempo que le conoce, ¿verdad, jefe?
Era mitad pregunta mitad afirmación.
—Mucho tiempo. Andrea estuvo en la guerra de Albania… en el ejército regular. Me contaron que tenía a los italianos aterrados. Sus incursiones a distancia sobre la división Iulia, los lobos de Toscana, contribuyeron a destruir la moral de los italianos en Albania más que cualquier otro factor. He oído muchas anécdotas sobre ellas (y ninguna contada por Andrea) y todas son increíbles. Y verídicas. Pero le conocí después, cuando estábamos tratando de sostener el Paso de Servia. Yo era un teniente de enlace en la brigada antípoda —hizo una pausa deliberadamente buscando el efecto— y Andrea era el teniente coronel de la División Griega Motorizada N.° 19.
—¿Qué? —exclamó Miller atónito. Stevens y Brown le escuchaban con la misma incredulidad.
—Lo que habéis oído. Teniente coronel. Podría decirse que me lleva un par de grados. —Les sonrió burlonamente—. Eso coloca a Andrea bajo una luz un poco distinta, ¿no?
Asintieron en silencio, pero no dijeron nada. Andrea, aquel afable camarada —un hombre sencillote y bonachón—, era un militar de alta graduación. La noticia había sido demasiado repentina, y resultaba harto incongruente para que pudieran asimilarla y comprenderla con facilidad. Pero, gradualmente, comenzaron a comprenderla. Les aclaraba muchas cosas respecto a Andrea: su calma, su confianza, la infalible seguridad de sus rapidísimas reacciones y, sobre todo, la implícita fe que Mallory tenía en él, el respeto que demostraba por las opiniones del griego cuando le consultaba sobre algo, lo que ocurría con frecuencia. Pasada la sorpresa, Miller recordó que jamás había oído que Mallory diera una orden directa a Andrea. Y Mallory nunca había vacilado en recoger velas en cuanto a rango cuando era necesario.
—Después de lo de Servia —continuó Mallory— todo quedaba muy confuso. Andrea había oído que Trikkala (un pueblecito donde su mujer y sus tres hijos habitaban) había sido destrozado por los Stukas y los Heinkels. Cuando llegó al pueblo, todo había terminado. Una bomba había caído en el jardincito de su casa, y no quedaba ni rastro de su hogar.
Mallory hizo una pausa, y encendió un cigarrillo. A través del humo contempló la ya debilitada silueta de la torre.
—Sólo encontró a su cuñado George. George estuvo con nosotros en Creta (y aún sigue allí). Por George supo por primera vez de las atrocidades búlgaras en Tracia y Macedonia (y sus padres vivían en aquellas tierras). Por cuyo motivo se pusieron uniformes alemanes (podéis imaginaros cómo los consiguió Andrea), confiscaron un camión de guerra alemán y se fueron a Protosami.
El cigarrillo que Mallory estaba fumando se rompió de pronto y fue lanzado al río por la borda. Miller se sintió algo sorprendido: la emoción o, mejor dicho, las muestras de emoción, eran cosas ajenas por completo al carácter del sobrio neozelandés.
Pero Mallory continuó con bastante tranquilidad:
—Llegaron precisamente al atardecer del día de la infame matanza de Protosami. George me ha contado cómo Andrea, vistiendo su uniforme alemán, se reía mientras contemplaba cómo una partida de nueve o diez soldados búlgaros ataban parejas y las tiraban al río. La primera pareja era su padre y su madrastra, ambos difuntos.
—¡Cielo Santo! —El asombro obligó a Miller a salir de su ecuanimidad—. No es posible…
—Tú no sabes nada —le interrumpió Mallory con impaciencia—. En Macedonia murieron centenares de griegos de la misma manera, y lo corriente es que estuvieran vivos cuando los tiraban al agua. Hasta que no sepas cómo odian los griegos a los búlgaros, no empezarás a saber lo que es el odio… Andrea se bebió un par de botellas de vino con los soldados, averiguó que habían matado a sus padres a primera hora de la tarde… porque habían cometido la tontería de resistir. Después de oscurecer los siguió hasta una caseta de chapa acanalada donde se alojaban aquella noche. La única arma que tenía era un cuchillo. Habían dejado un centinela fuera. Andrea lo desnucó, entró, cerró la puerta y destrozó la lámpara de petróleo. George ignora lo que sucedió, excepto que Andrea pareció volverse loco matando. Salió al cabo de un par de minutos, con su uniforme completamente empapado de pies a cabeza. Y según contó George, ni un sonido, ni un quejido tan sólo salió de la choza mientras se alejaba.
Hizo una nueva pausa, pero esta vez no hubo interrupción. Stevens se estremeció, se arropó más aún con la chaqueta: el aire parecía más frío. Mallory encendió otro cigarrillo, sonrió débilmente a Miller, y señaló la torre con un movimiento de cabeza.
—¿Comprendéis ahora por qué he dicho que sólo seríamos un estorbo para Andrea?
—Sí. Creo que sí —confesó Miller—. No me imaginaba, no tenía idea… Pero ¡no pudo matarlos a todos, jefe!
—Pues lo hizo —afirmó Mallory sin dejar lugar a dudas—. Después formó su propia cuadrilla, y convirtió la vida de los puestos búlgaros avanzados en Tracia en verdaderos infiernos. En una ocasión hubo casi una división entera dándole caza por las montañas de Rhodope. Al fin lo traicionaron y fue capturado. Y él, George y otros cuatro fueron enviados por mar a Stavros, pues iban a mandarlos a Salónica para ser juzgados. Lograron dominar a sus guardas (Andrea hizo de las suyas una noche sobre cubierta) y llevaron el barco a Turquía. Los turcos trataron de internarle, pero lo mismo hubieran podido intentar internar a un terremoto. Al fin llegó a Palestina, y trató de ingresar en un batallón de comandos griegos que se estaba formando en el Oriente Medio; en su mayoría veteranos de la campaña de Albania, como él. —Mallory rió con tristeza—. Fue arrestado por desertor, y puesto eventualmente en libertad, pero no había lugar para él en el nuevo Ejército griego. Luego la oficina de Jensen oyó hablar de él y supo que era único para sus Operaciones Subversivas… Y así fuimos a Creta juntos.
Pasaron cinco minutos, quizá diez, pero ninguno de ellos rompió el silencio. De vez en cuando, por si alguien les hubiera vigilado, hacían como que bebían. Pero ya casi era noche cerrada y Mallory sabía que no podrían ver más que bultos, oscuros e indistintos, desde la altura de la torre. El caique comenzaba a cabecear debido al movimiento del agua del mar abierto fuera del risco. Los altísimos pinos, negros ya como cipreses de imponente altura, recortados sobre el cielo cubierto de celajes, que se deslizaban en lo alto, les cercaban por los lados, sombríos, vigilantes y vagamente amenazadores, y el viento, como un réquiem errante y luctuoso, se movía entre las altas ramas oscilantes. Una mala noche, una noche ominosa y fantasmagórica, preñada de indefinibles presagios que parecían ahondar en los resortes de desconocidos temores; semiolvidados y obsesionantes recuerdos de hace un millón de años, viejas supersticiones raciales de la Humanidad… Una noche que ahogaba la débil capa de civilización que recubre al hombre, y le hace temblar y quejarse de que alguien esté caminando sobre su tumba.
De pronto, de un modo incongruente, se deshizo el hechizo, y el alegre saludo de Andrea desde la orilla les obligo a ponerse bruscamente en pie. Oyeron su risa atronadora e incluso el bosque pareció encogerse como derrotado. Sin esperar a que arrimase la proa, se tiró al agua, llegó al caique en media docena de vigorosas brazadas, y se izó fácilmente a bordo. Sonriendo desde lo alto de su enorme estatura, se sacudió como un melenudo mastín y tendió la mano en busca de una cercana botella.
—No hará falta preguntarte cómo fue la cosa, ¿eh? —preguntó Mallory sonriente.
—No. Fue demasiado fácil. Eran unos chiquillos y ni siquiera me vieron. —Andrea tomó otro largo trago de la botella y sonrió de puro contento—. Y ni siquiera los toqué —continuó triunfalmente—. Bueno, un poquito, sí. Estaban mirando para aquí, por encima del parapeto, cuando yo llegué. Les di el alto, les desarmé y los encerré en el sótano. Y luego doblé sus Spandaus… sólo un poquito.
Éste es el fin, pensó Mallory aturdido. El fin de todas las cosas: de los esfuerzos, de las esperanzas, de los temores, de los amores y las risas de cada uno de nosotros. A esto se reduce todo. Éste es el fin, nuestro fin, el fin de los mil muchachos de Kheros. Con un gesto fútil levantó la mano, se quitó lentamente las salpicaduras que le llegaban de las espumosas crestas de las olas empujadas por el viento, y la levantó aún más para hacer de pantalla a sus ojos enrojecidos que escudriñaban sin esperanza la tormentosa oscuridad que se tendía delante de él. Por un instante su aturdimiento desapareció, y se vio dominado por una intolerable amargura. Todo había desaparecido. Todo, menos los cañones de Navarone. ¡Los cañones de Navarone! Ellos continuarían viviendo, eran indestructibles. ¡Malditos, malditos mil veces, malditos! ¡Dios Santo! ¡Qué ciego desperdicio! ¡Qué terriblemente inútil era todo!
El caique agonizaba, se deshacía por las junturas, las aguas lo batían a muerte, iba desintegrándose literalmente, bajo el constante azote del viento y del mar. Una vez tras otra se hundía la cubierta de popa en aquel hervidero de espuma, elevándose y bamboleándose en el castillo de proa, y dejando al descubierto el tajamar. Después la caída de la plomada, el estremecido impacto al chocar verticalmente la amplia proa contra el acantilado que castigaba de modo inaguantable las viejas planchas, y su astillado maderamen.
Ya la cosa se había presentado difícil cuando despejaron el río al oscurecer y fueron lanzados y revolcados con viento largo en dirección norte hacia Navarone. La dirección del ingobernable caique iba resultando de todo punto imposible. Con el oleaje a estribor había virado de un modo caprichoso e imprevisible a través de un arco de cincuenta grados. Pero al menos, entonces, las junturas estaban en buen estado, cogiéndolo las olas en formación regular, y el viento, fijo y continuo, del este por el sur. Pero aquello había acabado. Con media docena de planchas levantadas en el poste de proa y a punto de soltarse la contrarroda, tomando agua en abundancia por la estopada del eje de la hélice, tragaba más agua y con mayor rapidez que la anticuada bomba vertical de mano podía achicar. Las olas, cortadas por el viento, eran más fuertes, pero llegaban rotas y confusas, echándose sobre ellos por uno y otro lado. Y el mismo viento, redoblado su violento clamor, viraba y retrocedía locamente del sudoeste al sudeste. En aquel momento soplaba fijo del sur, empujando al ingobernable barco ciegamente hacia los férreos acantilados de Navarone, cercanos ya, que se elevaban invisibles delante de ellos, en algún lugar de aquella oscuridad que todo lo envolvía.
Durante unos instantes, Mallory se irguió, y trató de disminuir la tortura de las tenazas que se le clavaban en la parte posterior de la cintura. Durante más de dos horas no había hecho más que inclinarse y erguirse, inclinarse y erguirse, sacando mil cubos de agua que Dusty Miller llenaba, sin terminar jamás, en el pozo de la bodega. Sólo Dios sabía cómo se sentiría Miller. En todo caso, tenía la peor parte del trabajo y había permanecido continuamente mareado durante horas y horas. Estaba cadavérico, y debía sentirse como la misma muerte. El sostenido esfuerzo, la pura voluntad de hierro de seguir luchando en aquel estado de cosas, sobrepasaba los límites de la comprensión. Mallory movió la cabeza.
—¡Santo Dios, que fuerte es ese yanqui! —murmuró para sí.
Las palabras se formaron de un modo espontáneo en su imaginación, y sacudió la cabeza furioso, consciente de su espantosa inutilidad.
Respirando afanosamente, miró hacia popa para ver cómo se defendían los demás. A Casey Brown, por su parte, no podía verlo. Doblado por la mitad en los estrechos confines de la sala de máquinas, también él se hallaba constantemente mareado y aquejado de un terrible dolor de cabeza debido al humo del petróleo y a los escapes, que aún se producían, del tubo de repuesto, ya que ninguno de ambos elementos tenía salida posible en aquella sala de máquinas sin ventilación. Pero, agachado sobre el motor, no había abandonado ni una sola vez su puesto desde su salida de la desembocadura del río, atendiendo a la viejísima y renqueante Kelvin con el cariño, con la exquisita destreza de un hombre nacido en la prolongada y orgullosa tradición de la ingeniería. Si el motor fallaba una sola vez, un momento, el tiempo que una persona invierte en realizar una profunda inspiración, la rapidez del fin sólo admitía parangón con su violencia. Sus vidas dependían por completo del continuo girar del eje de la hélice, del trabajoso golpear del enmohecido dos-cilindros. Era el corazón del barco, y cuando dejara de latir, dejaría de hacerlo aquél, se tumbaría de costado y zozobraría en el abismo.
Más hacia proa, despatarrado y apoyado en el poste angular del astillado esqueleto que era cuanto quedaba de la timonera, Andrea trabajaba sin cesar en la bomba, sin levantar una vez la cabeza, sin preocuparse del violento cabecear del caique, y olvidado por igual del mordiente viento y de la rociada fría y cortante que entumecía los desnudos brazos y pegaba la empapada camisa a los encorvados y macizos hombros.
Sin un momento de reposo, sus brazos ascendían y descendían con la matemática regularidad de un pistón. Hacía ya tres horas que se hallaba allí, y parecía dispuesto a continuar por tiempo indefinido. Mallory, que le había cedido la bomba completamente exhausto después de menos de veinte minutos de trabajo agotador, se preguntaba si existía algún límite a la resistencia de aquel hombre.
¿Y Stevens? Durante horas y horas Andy Stevens había estado luchando con un timón que escapaba de sus manos y se debatía convulso como poseído de vida propia, como si hubiera empeñado toda su voluntad en escapar de las exhaustas manos del muchacho. Y Mallory pensaba que el chico había respondido de un modo soberbio, y que había gobernado el torpe barco de un modo insuperable. Le miró con atención, pero la espuma le azotaba con fuerza los ojos y se los llenaba de lágrimas, impidiéndole ver. Sólo pudo recoger la imagen fugaz de una boca fuertemente apretada, de unos ojos hundidos e insomnes, y de pequeñas manchas pálidas sobre la máscara de sangre que casi le cubría la cara por completo. La enorme ola encrestada que había hundido las regalas de la timonera y las ventanillas con tan espantosa fuerza, había llegado de un modo inesperado antes de que Stevens tuviera tiempo de protegerse. El corte sobre la sien derecha, sobre todo, era muy profundo. La sangre manaba aún de la herida y goteaba monótona sobre el agua que baldeaba sin cesar el suelo de la timonera. Completamente mareado, Mallory se volvió y cogió un nuevo cubo de agua. «¡Qué tripulación! —pensó—. ¡Qué fantástico equipo de… de…!», buscó el vocablo adecuado que le describiera a todos, a él mismo incluso, pero renunció a ello. Sabía que su imaginación se hallaba demasiado agotada. De todos modos, no importaba, pues no existía ninguna palabra capaz de calificar a hombres de este temple, capaz de hacerles justicia.
Casi podía notar la amargura en la boca, la amargura que impulsaba las olas a través de su mente cansada. ¡Señor, qué mal hecho estaba todo, qué terriblemente injusto! ¿Por qué tenían que morir hombres como éstos —se preguntaba enfurecido—, por que tenían que morir de un modo tan inútil? ¿O es que era necesario justificar a la muerte, aun cuando se muriera sin conseguir nada? ¿Era lícito morir por lo intangible, por lo abstracto, por un ideal? ¿Qué habían logrado los mártires quemados en la pira?
¿Qué significaba aquella vieja etiqueta… dulce et decorum est pro patria morí? Si se vive bien, ¿qué importa cómo se muere? Sus labios se contrajeron inconscientemente con repentina repugnancia y recordó las observaciones de Jensen respecto a que los Altos Mandos jugaban a «quién es el señor del castillo». Pues se hallaban ahora en medio de su terreno de juego, con unos peones más, deslizándose hacia el limbo. Y no importaba gran cosa, pues aún les quedaban miles y miles de peones para poner en juego.
Y, por primera vez, Mallory pensó en sí mismo. Sin amargura, sin lamentarse por el hecho de que todo tuviera un fin. Sólo pensó en sí mismo como jefe de su gente, por la responsabilidad de su actual situación.
—Es culpa mía —se decía una y otra vez—, todo es culpa mía. Yo los traje aquí, yo los hice venir.
Incluso cuando su cerebro le decía que no había podido elegir, que le habían obligado, que si se hubiera quedado en el río hubieran sido barridos del mapa mucho antes del amanecer, continuaba culpándose irracionalmente. De entre todos los hombres, quizá sólo Ernest Shackleton podría haberles ayudado entonces. Pero nunca Keith Mallory. No podía hacer nada, y nunca más de lo que los demás estaban haciendo, y sólo aguardaba el fin. Pero él era el jefe, pensaba con obstinación, y hubiera sido obligación suya plantear algo, hacer algo por salvarles… Pero no podía hacer nada.
El sentido de culpabilidad, de insuficiencia se fue posesionando de él, arraigando a cada sacudida del castigado maderamen.
Dejó caer el cubo, y agarró el mástil para no ser arrastrado por una ola que barrió la cubierta. La espuma, al reventar, semejaba el azogue en su hirviente fosforescencia. Las aguas giraban hambrientas alrededor de sus piernas y de sus pies, pero no les hizo ningún caso y se limitó a contemplar la oscuridad. La oscuridad… lo peor de todo. El viejo caique se empinó, se bamboleó, hincó la proa… Parecía navegar en el vacío. Porque no podía ver nada, ni dónde había ido la ola, ni de dónde vendría la próxima. El mar era invisible y remoto, doblemente aterrador en su palpable proximidad.
Mallory miró hacia la bodega, y tuvo una vaga conciencia de la blanca mancha del rostro de Miller. Había tragado agua y experimentaba dolorosas arcadas: agua salada mezclada con sangre. Pero Mallory no hizo caso. Tenía su mente en otra parte, tratando de reducir alguna fugaz impresión, tan vaga como evanescente, de convertirla en una coherente realidad. Parecía necesario que así lo hiciera. Después, otra ola y aún otra más fuerte, se estrecharon en el costado y se le echaron encima.
¡El viento! El viento había disminuido, disminuía a cada minuto que pasaba. Fuertemente abrazado al mástil, del que intentó arrancarle la segunda ola, recordaba cuántas veces, en las altas colinas de su tierra, había estado al borde de un precipicio cuando el viento buscaba la línea de menor resistencia y se estrellaba en la superficie de piedra y, al deslizarse hacia arriba, le dejaba en medio de una bolsa de relativa inmunidad. Era un fenómeno montañero muy común. Y estas dos extrañas olas… ¡Era el rebote del agua! El significado se le impuso como un mazazo. ¡Los acantilados! ¡Estaban ante los acantilados de Navarone!
Con un ronco grito de advertencia, olvidando su propia seguridad, se lanzó hacia popa y se echó cuan largo era entre las revueltas aguas para asomarse a la escotilla de la sala de máquinas.
—¡Marcha atrás! —gritó. La asustada mancha blanca que era la cara de Casey Brown, se alzó hacia la suya en violenta postura—. ¡Por Dios, hombre, recula! ¡Marcha atrás! ¡Estamos enfilando el acantilado! ¡Retrocede!
Se puso de pie, alcanzó la timonera en dos zancadas, y agitó las manos desesperadamente en busca de la bolsa de bengalas.
—¡El acantilado, Stevens! ¡Casi estamos encima! ¡Andrea…, Miller aún continúa abajo!
Lanzó una rápida mirada a Stevens, vio la lenta señal de asentimiento de la cara ensangrentada, siguió la línea de visión de aquellos ojos sin expresión, y distinguió frente a ellos la blancuzca y fosforescente línea irregular, pero casi continua, apareciendo y esfumándose, alternativamente, al estrellarse las olas y alejarse del acantilado aún invisible en la absoluta oscuridad. Sus manos manejaron nerviosamente la bengala.
Y de repente la bengala se esfumó, silbante, a lo largo de la trayectoria casi horizontal de su vuelo. Por un momento Mallory creyó que se había apagado, y apretó los puños con impotente furia. Pero la bengala se estrelló contra la superficie rocosa, cayó en un saliente situado a una docena de pies sobre el nivel de las aguas, y permaneció allí humeante y ardiendo intermitentemente bajo la fuerte lluvia, bajo la incesante rociada que caía en cascada de los atronadores rompientes.
La luz era débil, pero suficiente. El acantilado se hallaba a menos de cincuenta yardas de distancia, negro, brillante por efecto del agua bajo el vacilante resplandor de la bengala; una luz, que iluminaba un círculo vertical de menos de cinco yardas de radio, y dejaba la parte del acantilado bajo el saliente envuelta en una traidora oscuridad. Y enfrente mismo de ellos, a quince o veinte yardas de la orilla, se estiraba la maligna largura de un arrecife, con sus dientes y puntas afiladas, desvaneciéndose en la oscuridad circundante a ambos extremos.
—¿Puedes pasar el barco? —gritó a Stevens.
—¡Sabe Dios! Lo intentaré. —Gritó algo más acerca de la «estela» o «surco», pero ya Mallory se hallaba a mitad del camino hacia el camarote de proa. Como siempre en caso de emergencia, su imaginación iba muy por delante, con aquella seguridad y claridad de pensamiento anormales de las que no podía dar cuenta después.
Al cabo de unos segundos ya estaba de vuelta en la cubierta con los estribos, clavos, un martillo y la cuerda con alma metálica. Permaneció inmóvil, en una inaguantable tensión, contemplando la imponente roca que parecía echárseles encima, por la proa, a estribor, una roca que casi llegaba a la timonera. El choque del barco fue tan fuerte que Mallory cayó de rodillas, y rozó ruidosamente las abolladas y astilladas bordas. Luego el caique se inclinó de babor y pasó el estrecho, mientras Stevens giraba la rueda del timón desesperadamente, y pedía marcha atrás a gritos.
Mallory dejó escapar la respiración en un profundo suspiro de alivio y se enrolló rápidamente la cuerda al cuello pasándosela por debajo del hombro izquierdo, y colgó los estribos y el martillo del cinturón. El caique se hundía pesadamente, de babor, y bailando con violencia al comenzar a caer de flanco entre ola y ola, olas más cortas y más altas que nunca bajo el doble azote del viento y del rebote del agua contra el acantilado. Pero el barco aún se hallaba bajo las garras del mar y abandonado a su propio ímpetu, y la distancia se acortaba con aterradora velocidad… Mallory se repetía sin cesar: «Es un riesgo que tengo que correr». Pero aquel pequeño saliente, remoto e inaccesible, era el último refinamiento de crueldad del destino, la sal en la herida mortal, y sabía en lo más íntimo de su ser que ni siquiera se trataba de un riesgo, sino de un gesto suicida. Andrea había echado al costado la última de las defensas —unos viejos neumáticos de camión— y se alzaba sobre Mallory con su amplísima sonrisa. Y de pronto Mallory ya no estuvo tan seguro de que fuera el fin.
—¿El saliente? —preguntó Andrea poniendo su enorme y tranquilizadora mano en su hombro.
Mallory asintió, con las rodillas dobladas y los pies clavados en el resbaladizo puente.
—¡Salta! —rugió Andrea—. Y luego mantén las piernas rígidas.
No había un minuto que perder. El caique se balanceaba y se retorcía en la cresta de una ola, a la máxima altura que podía subir, y Mallory sabía que tenía que ser entonces o nunca. Echó los brazos hacia atrás, dobló las rodillas un poco más y luego ascendió, con un salto convulsivo, y sus dedos pugnando por aferrarse a la mojada roca del acantilado, alcanzaron el borde del saliente. Durante un instante permaneció colgando, sin poder moverse. Se estremeció al oír el choque del trinquete contra el saliente y el ruido que hizo al partirse en dos. Luego, sus dedos abandonaron el saliente sin querer, y se encontró casi encima, impelido por un tremendo empujón que provenía de abajo.
Pero aún no había llegado arriba. Sólo le sostenía la hebilla de su cinturón, enganchado en el borde de la roca, una hebilla que el peso de su cuerpo hizo subir hasta el esternón. Pero no buscó ningún sitio donde agarrarse, ni revolvió su cuerpo ni agitó sus piernas en el aire. Cualquiera de estos movimientos lo hubiera enviado de nuevo abajo. Al fin y al cabo era, una vez más, un hombre que estaba en su elemento. Le llamaban el mejor escalador de su tiempo, y había nacido para aquello.
Con lentitud y método, palpó la superficie del saliente, y casi al instante descubrió una rendija, apenas más ancha que un fósforo, que arrancaba de la superficie, cruzándola. Hubiera sido mejor que fuera paralela a la superficie. Pero resultaba suficiente para Mallory. Con infinito cuidado sacó de su cinturón el martillo y un par de estribos, introdujo uno en la grieta para conseguir un apoyo mínimo, colocó otro unas pulgadas más cerca, apoyó la muñeca izquierda en el primero, sujetó el segundo con los dedos de la misma mano y levantó el martillo con la mano que tenía libre. Quince segundos más tarde, se hallaba ya de pie en el saliente.
Rápido y seguro, balanceándose en la roca escurridiza como un gato, clavó un clavo en la superficie del acantilado; con firmeza y en ángulo descendente, a unos tres pies sobre el saliente, tiró un nudo sobre la cima y el resto de la cuerda por encima del saliente. Entonces, y sólo entonces, se volvió y miró hacia el fondo.
No había transcurrido ni un minuto desde que el caique se había estrellado y ya era una ruina sin mástiles, con los costados hundidos, y acababa de desmantelarse ante sus ojos. Cada siete u ocho segundos, una ola gigante le alcanzaba y le arrojaba sin piedad contra el acantilado. Las pesadas cubiertas de camión recogían apenas una fracción del impacto que seguía, el crujido que reducía las bordas a puras astillas, agujereaba y abollaba los costados y resquebrajaba el maderamen de roble. Y luego rodaba, ofreciendo el babor al aire, y el mar hambriento se precipitaba por su destrozada regala.
Tres hombres se hallaban de pie junto a lo que quedaba de la timonera. Tres hombres. De pronto Mallory se dio cuenta de que faltaba Casey Brown, y de que el motor seguía funcionando, aumentando y disminuyendo alternativamente su rumor a intervalos regulares. Brown estaba tratando de maniobrar el caique hacia delante y hacia atrás a lo largo del acantilado, conservándolo en la misma posición en cuanto era humanamente posible, pues sabía que su vida dependía de Mallory y de sí mismo.
—¡Qué idiota! —masculló Mallory—. ¡Qué solemne idiota!
El caique retrocedió en una zanja líquida entre dos olas, se recuperó, y luego se vio lanzado de nuevo contra el acantilado, hundiéndose de proa de tal modo que la timonera se estrelló directamente contra la pared del acantilado. El impacto fue tan brutal, el choque tan repentino, que Stevens se vio obligado a soltarse, perdió pie y fue lanzado contra la roca. Trató de protegerse del golpe con los brazos y se mantuvo colgado un momento, como si lo hubieran clavado a la pared. Luego, cayó al agua, con la cabeza y las extremidades yertas, como si estuviera muerto. Debió morir entonces, ahogado bajo los terribles golpes de mar o aplastado entre el caique y el acantilado. Debió morir, y hubiera muerto, si no hubiera sido por un enorme brazo que le cogió y lo sacó del agua como un muñeco de trapo, empapado y sucio, y lo izó a bordo un segundo antes de que el siguiente y espantoso golpe del barco contra la roca lo deshiciera casi por completo.
—¡Subid, por los clavos de Cristo! —gruñó Mallory desesperadamente—. ¡Se hundirá en un minuto! ¡La cuerda, usad la cuerda! Vio cómo Andrea y Miller cambiaban unas palabras, cómo sacudían a Stevens para hacerle volver en sí, y cómo le ponían de pie, aturdido y vomitando agua de mar, pero consciente. Andrea le estaba hablando al oído, con mucho énfasis, y le colocó la cuerda en las manos. Luego, el caique empezó a danzar de nuevo, con lo que Stevens disminuía automáticamente su sujeción a la cuerda. Un gigantesco empujón dado por Andrea desde abajo, y ya el largo brazo de Mallory le alcanzaba y Stevens se hallaba en el saliente, con la espalda apoyada en la roca y agarrándose al estribo, aturdido aún y sacudiendo su atontada cabeza, pero a salvo.
—¡Ahora, tú, Miller! —gritó Mallory—. ¡Salta pronto!
—¡Un momento, jefe! —gritó—. ¡He olvidado el cepillo de dientes!
Miller le miró y Mallory hubiera jurado que le había visto sonreír. En vez de tomar la cuerda que le ofrecían las manos de Andrea, corrió hacia el camarote de proa.
Segundos después, aparecía, pero sin el cepillo. En su lugar, llevaba una gran caja de explosivos. Y antes de que Mallory se diera cuenta de lo que sucedía, la caja, con sus cincuenta libras de peso, ascendía por los aires, empujada por los brazos del incansable griego. Las manos de Mallory se tendieron automáticamente y cogieron la caja. El sobrepeso le hizo perder el equilibrio, dio un traspié, cayó hacia delante, y volvió a quedar de pie de un tirón. Stevens, cogido aún del estribo, se había levantado y con su mano libre aferraba el cinturón de Mallory. Temblaba de frío y agotamiento debido a la extraña excitación que le producía el miedo. Pero… como Mallory, era hombre de montaña y se hallaba también de nuevo en su elemento.
Mallory estaba aún recuperando la vertical cuando vio ascender por el aire el aparato de radio envuelto en tela impermeable. Lo cogió, lo colocó en el suelo y se asomó al saliente.
—¡Deja ese maldito equipo! —gritó furiosamente—. ¡Subid inmediatamente!
Dos rollos de cuerda cayeron a su lado en el saliente. Seguidos del primero de los macutos de víveres y ropas. Tenía la vaga sensación de que Stevens estaba tratando de ordenar un poco el equipo.
—¿Me habéis oído? —rugió Mallory—. ¡Subid ahora mismo! ¡Os lo mando! ¡El barco se hunde, imbéciles!
Y el caique se hundía. Se anegaba rápidamente y Casey Brown había abandonado el encharcado motor. Pero en aquel momento era un trampolín más firme, pues se mecía en un arco mucho más corto y chocaba con menos violencia contra el acantilado. Por un momento, Mallory creyó que el mar cedía. Pero se dio cuenta de que lo que ocurría era que las toneladas de agua que habían inundado la bodega del caique habían disminuido drásticamente su centro de gravedad, y actuaban de contrapeso.
Miller se llevó una mano a la oreja. A la escasa luz de la bengala, su rostro tenía una extraña palidez.
—No se le oye una palabra, jefe. Además, aún no se hunde.
Y desapareció una vez más en el camarote de proa.
Trabajando denodadamente, consiguieron que el resto del equipo estuviera en el saliente. El caique se llenaba de agua, que continuaba anegando la escotilla de la máquina. Brown ascendía trabajosamente por la cuerda, con el castillo de proa a flor de agua. Y mientras Miller se agarraba a la cuerda y comenzaba a ascender tras él, Andrea tendió los brazos y se aferró al saliente, con las piernas oscilando sobre el mar.
El caique había zozobrado, desapareciendo por completo. No había pecios flotantes, y ni una burbuja señalaba el sitio donde se hallaba hacía tan sólo unos instantes.
El saliente era estrecho. No tenía ni tres pies de ancho en su parte más holgada, y se estrechaba totalmente por ambos extremos. Y, lo que era aún peor, exceptuando el espacio de unos cuantos pies cuadrados en que Stevens había apilado el equipo, se inclinaba violentamente sobre el mar, y la roca era traicionera y escurridiza. De espaldas contra la pared, Andrea y Miller tenían que mantenerse sobre sus talones, con las palmas de las manos apoyadas en la superficie del acantilado, apretándose cuanto les era posible contra ella para mantener el equilibrio. Pero, en menos de un minuto, Mallory había colocado dos clavos a unas veinte pulgadas por encima del saliente, con una distancia de diez pies entre ellos, y, uniéndolos con una cuerda, había improvisado un salvavidas para todos.
Abrumado por la fatiga, Miller se deslizó hasta quedar sentado, y apoyó el pecho en acción de gracias contra la segura barrera de la cuerda. Buscó en el bolsillo del pecho, sacó una cajetilla de cigarrillos y ofreció a todos, sin advertir que la lluvia los había empapado en un instante. También él estaba empapado de la cintura para abajo, y tenía las rodillas magulladas por los golpes contra el acantilado. Estaba helado, empapado por la fuerte lluvia y por las fuertes salpicaduras de las olas que llegaban sin cesar al saliente. El afilado corte de la roca mordía cruelmente sus pantorrillas; la apretada cuerda constreñía su respiración, y su rostro era aún ceniciento, exhausto por tan largas horas de trabajo y mareo. Pero su acento sonó con la más absoluta sinceridad al decir con unción:
—¡Santo Dios! ¿No es esto maravilloso?