CAPÍTULO XV
MIÉRCOLES NOCHE
De las 20 a las 21,15 horas
Su reloj marcaba las ocho y media. Las ocho y media. Faltaba exactamente hora y media para el toque de queda. Mallory se aplastó contra el tejado y se acercó cuanto pudo al muro de contención que casi tocaba los grandes muros de la fortaleza y maldijo para sus adentros. Con que un hombre mirara con una linterna por encima del muro de la fortaleza —un estrecho pasillo recorría todo el muro interior, a cuatro pies de la cima— todos habrían acabado. Un solo rayo de luz que pasara les exponía a ser descubiertos; y era imposible que no ocurriera. Él y Dusty Miller —el americano se hallaba detrás de él, con la gran batería de camión entre sus brazos— estaban expuestos a la vista de cualquiera que pasara por el angosto pasillo y mirara hacia abajo. Quizá debieron quedarse con los demás un par de tejados más allá. Con Casey y Louki, el uno haciendo nudos espaciados en una cuerda, y el otro atando un gancho de alambre a una larga caña que había cortado en un cañaveral en las afueras del pueblo, en el cual se habían escondido precipitadamente al pasar por el camino a toda marcha, con dirección al castillo de Vygos, un convoy de tres camiones.
Las ocho y treinta y dos. Y Mallory pensaba, irritado, qué demonios estaría haciendo Andrea; pero se arrepintió en el acto de su irritación. Andrea no perdería ni un segundo innecesariamente. La velocidad era vital; la prisa, fatal. Parecía improbable que hubiera oficiales dentro —por lo que habían observado, casi la mitad de la guarnición andaba registrando el pueblo o recorriendo el campo en dirección a Vygos—, pero si había alguno, con que diese un grito bastaba para precipitar el fin.
Mallory contempló la quemadura que tenía en la mano, y al pensar en el camión que habían incendiado, sonrió amargamente. Su única hazaña hasta entonces, durante aquella noche, había sido incendiar el camión. Todo lo demás lo había hecho Andrea o Miller. Fue Andrea el que vio en la casa en que estaban, al oeste de la plaza —una de varias casas contiguas que servían de alojamiento a los oficiales—, la única posible solución a su problema. Fue Miller, sin mechas, ni espoletas, ni reloj de bomba, ni generador, ni cualquier otra fuente de fuerza eléctrica, quien había dicho que necesitaba una batería. Y fue Andrea de nuevo quien al oír un camión a distancia, bloqueó la entrada del camino que conducía a la fortaleza por medio de grandes piedras de los pilares laterales, obligando a los soldados a subir corriendo hacia su casa. Vencer al chófer y a su ayudante, y dejarlos sin sentido en una cuneta, había sido obra de segundos, poco más, escasamente, del tiempo que le llevó a Miller destornillar los bornes de la pesada batería, encontrar la lata de gasolina y rociar la cabina, el motor y la carrocería. El camión había estallado en una gran llamarada. Tal como Louki había dicho con anterioridad, el incendiar vehículos impregnados de gasolina no carecía de peligro —bien lo demostraba su dolorida mano—, pero, tal como también había advertido Louki, había ardido magníficamente. En cierto modo era una lástima, pues había traído la atención hacia su fuga antes de lo necesario, pero era de importancia vital destruir toda evidencia; es decir, que faltaba la batería. Mallory tenía demasiada experiencia y sentía demasiados miramientos por los alemanes para menospreciar su valía.
Sabían buscar el sentido a las cosas mejor que la mayoría.
Sintió que Miller le tiraba del tobillo, se sobresaltó, y se revolvió rápidamente. El americano señalaba con la mano al lado opuesto, y Mallory se volvió para ver a Andrea que a su vez le hacía señales desde una compuerta que se había abierto al extremo más lejano. Había permanecido tan abstraído en sus pensamientos, y el gigantesco griego era tan felino en sus movimientos, que no se dio cuenta de su llegada. Mallory hizo un impaciente movimiento de cabeza, enojado por su distracción, tomó la batería de las manos de Miller, le susurró que fuera a buscar a los otros, y comenzó a avanzar por el terrado lo más silenciosamente que pudo. El peso muerto y vertical de la batería era asombroso. Parecía pesar una tonelada, pero Andrea la recogió, la pasó por encima del reborde de la trampa y, metiéndosela debajo del brazo, descendió ligeramente las escaleras hasta llegar a un diminuto pasillo, como si no pesara nada.
Después salió por la puerta del balcón que daba al puerto envuelto en la oscuridad, a casi cien pies en vertical. Mallory, que le seguía de cerca, le tocó en el hombro cuando dejó la batería en el suelo.
—¿Hay algún obstáculo? —preguntó en voz baja.
—Ninguno, Keith. —Andrea se enderezó—. La casa está vacía. Me sorprendió tanto, que la recorrí un par de veces para cerciorarme.
—¡Magnífico! ¡Estupendo! Supongo que estarán buscándonos por todas partes. Sería interesante saber lo que dirían si supieran que estamos sentados en su propia antesala.
—No lo creerían —dijo Andrea sin vacilar—. Es el último lugar donde se les ocurriría buscarnos.
—¡Jamás he deseado tanto que estés en lo cierto! —murmuró Mallory con fervor. Se acercó a la barandilla enrejada que rodeaba el balcón, escudriñó las tinieblas y se estremeció. Una caída desde allí sería larga, muy larga; y hacía mucho frío. Aquella lluvia vertical helaba hasta los huesos. Se echó hacia atrás y sacudió la barandilla.
—¿Te parece que será bastante fuerte? —susurró. —No lo sé, Keith. —Andrea se encogió de hombros—. Así lo espero.
—Así lo espero —repitió Mallory como un eco—. La verdad es que no importa. No hay otro sistema—. Volvió a inclinarse por encima de la barandilla y torció la cabeza a la derecha y hacia arriba. En la lluviosa penumbra de la noche podía distinguir la más oscura boca de la cueva en que se hallaban emplazados los dos grandes cañones, a unos cuarenta pies de donde él se hallaba y, por lo menos, a treinta más de altura, sobre un acantilado vertical. En cuanto a la accesibilidad, la boca de la cueva podía haber estado igualmente en la luna.
Se echó hacia atrás y se volvió al oír a Brown que salía cojeando al balcón.
—Ve a la parte delantera de la casa y quédate allí. Junto a la ventana. Deja la puerta cerrada, pero sin correr el pestillo. Si vienen visitas, que entren.
—Darles con un garrote, clavarles un cuchillo, pero ni un disparo —murmuró Brown—. ¿Es así, jefe?
—Así es, Casey.
—Déjelo de mi cuenta, jefe —dijo Brown con determinación. Y desapareció cojeando.
Mallory se volvió hacia Andrea.
—Yo tengo veintitrés minutos.
—Yo también. Las nueve menos veintitrés.
—¡Buena suerte! —murmuró Mallory. Miró a Miller sonriente—. Vamos, Dusty. Hora de salir.
Cinco minutos más tarde, Mallory y Miller se hallaban sentados en una taberna situada al sur de la plaza. A pesar de la chillona pintura azul con que el tabernero había cubierto todo cuanto estaba a la vista —paredes, mesas, sillas, estantes (azul y rojo para las tabernas y verde para las confiterías, era la regla casi invariable en todas las islas)—, la taberna estaba mal alumbrada, casi tan oscura como los austeros, graves y bigotudos héroes de las Guerras de la Independencia, cuyos negros y llameantes ojos les miraban fijamente desde la media docena de desvaídas litografías esparcidas por las paredes. Entre cada par de retratos había un vistoso anuncio en color de la cerveza «Fix». El efecto de la decoración era indescriptible, y Mallory se estremeció aterrado al pensar en el aspecto que hubiera presentado si el tabernero hubiera podido disponer de una iluminación más potente que las dos lámparas de petróleo colocadas sobre el mostrador.
Así y todo, la penumbra les favorecía. Sus oscuras ropas, sus trenzadas chaquetillas, tsantas y botas, parecían bastante auténticas, y los turbantes con su fleco negro, que Louki les había procurado de manera misteriosa, encajaban a la perfección en una taberna en la que todos los isleños —unos ocho en total— no llevaban otra cosa en la cabeza. Sus ropas eran lo suficientemente auténticas para aguantar la revista del tabernero; pero, en realidad, no se podía esperar que los taberneros conocieran a todos los hombres en un pueblo de cinco mil habitantes, y un patriota griego, como había declarado Louki no dejaría exteriorizar la más ligera sospecha mientras hubiese soldados alemanes por allí. Y había alemanes: cuatro, sentados en una mesa cerca del mostrador. Éste era el principal motivo por el que Mallory agradecía la semioscuridad en que se hallaban. No es que hubiera motivo para que él y Dusty Miller debieran temerles físicamente. Louki los había descartado despectivamente como un montón de viejas —escribientes del cuartel general, presumió Mallory—, que iban a la taberna todas las noches. Pero no ganaban nada con asomar el rostro más de lo necesario.
Miller encendió uno de aquellos penetrantes y malolientes cigarrillos del país mientras arrugaba la nariz con disgusto.
—Aquí hay un olor indecente, jefe.
—Apaga tu cigarrillo —sugirió Mallory.
—No me creerá, pero lo que yo huelo es muchísimo peor que el cigarrillo.
—Será haxix —aclamó Mallory—. La maldición de todos estos puertos isleños. —Señaló un rincón oscuro con la cabeza—. Aquellos chicos que están allí lo fumarán ya todas las noches de su vida. Sólo viven para eso.
—¿Y tienen que armar tanto ruido cuando lo fuman? —preguntó Miller enojado—. ¡Debería verlos Toscanini!
Mallory se fijó en el pequeño grupo del rincón, chicos apiñados alrededor de un joven que tocaba un bouzouko —una especie de mandolina de largo mástil— cantando las tristes, nostálgicas canciones rembetika de los fumadores de haxix del Pireo. Suponía, al oírla, que aquella música poseía cierta melancolía, cierta atracción oriental, pero en aquel momento le irritaba los nervios. Había que estar en posesión de cierto humor crepuscular, sosegado, para apreciarla. Y en toda su vida se había sentido menos sosegado.
—Me parece que es bastante feo —confesó—. Pero al menos nos permite hablar, lo que no podríamos hacer si se hubiesen largado a su casa.
—Pues yo me alegraría de que se largasen —dijo Miller malhumorado—. De buena gana me callaría yo también. —Picó de mala gana la mete (una mezcla de aceitunas picadas, hígado, queso y manzana) de un plato que tenía delante. Como buen americano y acostumbrado ya al whisky del país o bourbon, desaprobaba por completo la costumbre griega de comer mientras bebían. De pronto alzó la vista y aplastó un cigarrillo sobre la mesa—. ¡Por Dios, jefe! ¿Cuánto va a durar aún?
Mallory le miró y luego apartó la vista. Sabía cómo se sentía Dusty Miller. Como él. Tenso, a punto, con todos los nervios preparados para rendir al máximo. ¡Dependían tantas cosas de los próximos minutos!: Que todas sus fatigas y trabajos quedaran justificados; que los hombres de Kheros vivieran o murieran; que Andy Stevens hubiera vivido y muerto en vano. Mallory volvió a mirar a Miller, sus nerviosas manos, las pronunciadas arrugas alrededor de sus ojos, los labios apretados, blancos en las comisuras. Vio todas estas señales de tensión, tomó nota mental de ellas y las descartó. Exceptuando a Andrea, hubiera elegido al taciturno americano por compañero aquella noche, entre todos los hombres que había conocido en su vida. Quizá tampoco exceptuase a Andrea. «El más eficaz saboteador del sur de Europa», le había llamado el capitán Jensen en Alejandría. Miller había ido muy lejos de Alejandría, y sólo para aquello. Aquella noche era la noche de Miller.
Mallory consultó su reloj.
—Faltan quince minutos para la queda —dijo en voz baja—. El globo sube dentro de doce minutos. Nos faltan cuatro para entrar en acción.
Miller asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada. Volvió a llenar su vaso con el jarro que había encima de la mesa y encendió un cigarrillo. Mallory podía ver un nervio inquieto palpitar encima de la sien y se preguntaba cuántos nervios vería Miller palpitar en su rostro. Se preguntaba también cómo se desenvolvería el cojo Casey Brown en la casa que acababan de abandonar. Bajo muchos aspectos tenía a su cargo la tarea de más responsabilidad y en el momento crítico tendría que dejar la puerta abandonada y volver al balcón. Un patinazo y… Vio que Miller le miraba de un modo extraño y sus labios dibujaron una mueca. Tenía que salir bien, no había otro remedio. Pensó en lo que sucedería sin lugar a dudas si fallaba, y apartó ese pensamiento de su mente. No era momento adecuado para estar pensando en aquellas cosas.
Se preguntaba si los otros dos estarían en sus puestos sin que les molestaran. Deberían estar. Hacía tiempo que la patrulla que registraba había pasado por la parte alta del pueblo, pero nadie sabía lo que podía fallar, y con cuánta facilidad. Mallory volvió a consultar su reloj. Jamás un minutero se había movido tan despacio. Encendió un último cigarrillo, se escanció un último vaso de vino, y escuchó, sin oírla, la extraña y aguda melodía de la rembetika que cantaban en el rincón. Luego, la canción de los fumadores de haxix se esfumó quejumbrosamente, los vasos quedaron vacíos, y Mallory se puso en pie.
—El tiempo trae todas las cosas —murmuró—. En marcha.
Se dirigió tranquilamente hacia la salida, dando las buenas noches al tabernero. Al llegar a la puerta se detuvo y empezó a registrarse los bolsillos como si hubiera perdido algo. No hacía viento y llovía, llovía con fuerza, y las lanzas de la lluvia rebotaban en el empedrado a varias pulgadas de altura. A derecha e izquierda, hasta donde su vista podía alcanzar, la calle estaba desierta. Satisfecho, Mallory se volvió soltando una maldición, arrugando la frente en señal de desesperación, y echó a andar de nuevo hacia la mesa que acababa de abandonar, con la mano derecha hundida en el amplio bolsillo interior de su chaqueta. Vio, sin que lo pareciera, que Dusty Miller empujaba su silla hacia atrás y se ponía de pie. Y en aquel momento Mallory se detuvo, su rostro se despejó, y sus manos cesaron de buscar. Estaba exactamente a tres pies de la mesa ocupada por los cuatro alemanes.
—¡Quedaos quietos! —Habló en alemán, en voz baja, pero tan firme, tan amenazadora como el revólver del 45 que apareció en su mano derecha—. Somos dos hombres desesperados. Si os movéis, os mataremos.
Los soldados permanecieron inmóviles en sus asientos durante unos segundos. Excepto el asombro que se reflejaba en sus ojos desorbitados, sus rostros no expresaban nada. Y luego los ojos del que estaba sentado más cerca del mostrador parpadearon rápidamente. Su hombro se contrajo y se oyó un gruñido de dolor al estrellarse en su brazo una bala del calibre 32. La suave detonación de la bala disparada por la pistola con silenciador de Miller no pudo ser oída más allá de la puerta.
—Lo siento, jefe —dijo disculpándose Miller—. Quizá padezca del baile de san Vito. —Miró con interés el rostro descompuesto por el dolor y la sangre que brotaba oscura por entre los dedos que aprisionaban fuertemente la herida—. Pero me parece que ya está curado.
—Ya está curado —dijo Mallory ceñudo. Se volvió hacia el tabernero, un hombre melancólico, alto, de cara flaca y mostacho de mandarín que colgaba tristemente a ambos lados de la boca, y se dirigió a él en el rápido dialecto de las islas—. ¿Hablan el griego estos hombres?
El tabernero negó con la cabeza. Sereno por completo, sin sentirse impresionado en modo alguno, parecía considerar los atracos en su taberna como cosa corriente.
—¡Eso, no! —dijo despectivamente—. Algo de inglés, sí, me parece. Pero nuestro idioma, no. Eso sí lo sé.
—Bien. Soy oficial de la Inteligencia Británica. ¿Tiene un lugar donde pueda esconder a estos hombres?
—No debió usted hacer eso —protestó el tabernero con suavidad—. Me costará la vida.
—No lo crea. —Mallory saltó por encima del mostrador, y apuntó con la pistola al estómago del tabernero. Nadie hubiera podido dudar que aquel hombre era violentamente amenazado; nadie que no hubiera visto el guiño que Mallory le había hecho—. Voy a atarle con ellos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Hay una trampa al extremo del mostrador. Una escalera que conduce al sótano.
—No pido más. La encontraré por casualidad. —Mallory le dio un fuerte y convincente empujón que le hizo tambalearse, saltó el mostrador hacia fuera, y se dirigió a los cantores de rembetika.
—Idos a casa —ordenó rápidamente—. De todos modos, ya va a sonar el toque de queda. Salid por detrás y recordad…, no habéis visto nada. ¿Entendéis?
—Entendemos. —El que contestó fue el joven tocador de bouzouko. Señaló con el pulgar a sus compañeros y sonrió—. Son mala gente, pero griegos de veras. ¿Podemos ayudarles?
—¡No! —contesto Mallory con énfasis—. Pensad en vuestras familias. Estos soldados os han reconocido. Deben conoceros bien. Os veis aquí todas las noches, ¿no?
El joven asintió.
—Idos, entonces. Gracias, de todos modos.
Un minuto más tarde, en el sótano escasamente alumbrado por una vela, Miller ordenó al soldado que tenía más cerca, el que más se le parecía en estatura y corpulencia:
—Quítate el uniforme.
—¡Cerdo inglés! —gruñó el alemán.
—¡Inglés, no! —protestó Miller—. Te doy treinta segundos para que te quites la guerrera y el pantalón.
El soldado le maldijo con rabia, pero no hizo el menor movimiento para obedecer. Miller suspiró. Aquel alemán era valiente, pero se le acababa la hora. Apuntó a la mano del soldado y apretó el gatillo. Volvió a sonar el suave chasquido y el soldado se quedó mirando estúpidamente el orificio que apareció en el pulpejo de su mano izquierda.
—No hay que estropear los uniformes bonitos, ¿verdad? —preguntó Miller con tranquilidad. Alzó la pistola hasta que el soldado se quedó mirando el cañón—. La próxima bala te dará entre los ojos. —Sus palabras expresaban una completa convicción—. No tardaré mucho en desnudarte yo, me parece.
Pero ya el hombre había comenzado a despojarse de su uniforme, sollozando de rabia y por el dolor de la mano herida.
Aún no habían pasado cinco minutos cuando ya Mallory, vistiendo, como Miller, uniforme alemán, abrió la puerta de la taberna y escudriñó cautelosamente el exterior. La lluvia caía con más fuerza y no se veía un alma en la calle. Mallory hizo señas a Miller de que le siguiera y cerró la puerta tras él. Los dos hombres caminaron juntos por el centro de la calle, sin tratar de buscar ni refugio ni sombra. Cincuenta yardas de camino les llevaron a la plaza del pueblo. Al llegar allí, doblaron a la derecha, hacia el sur de la plaza, y luego a la izquierda, hacia el este, sin perder el paso al cruzar ante la vieja casa donde se habían escondido poco antes, ni siquiera al aparecer la mano de Louki misteriosamente detrás de la puerta parcialmente abierta, una mano que llevaba dos macutos alemanes, llenos de cuerdas, espoletas, hilos y explosivos. Unas yardas más adelante, se detuvieron, se agacharon detrás de dos enormes barriles, ante una barbería, y contemplaron a los dos guardas armados a la entrada, a menos de cien pies de distancia mientras cargaban sus macutos y esperaban la señal.
Sólo disponían de unos minutos. Todo había sido calculado al segundo. Mallory estaba ajustándose el cinturón de su macuto cuando sonó una serie de explosiones que sacudió el centro del pueblo, a menos de trescientas yardas de distancia, explosiones seguidas por un furioso tabletear de ametralladoras, seguido de nuevas explosiones. Andrea estaba cumpliendo su cometido a las mil maravillas con sus granadas y sus bombas caseras.
Ambos hombres se echaron hacia atrás repentinamente cuando un haz de luz blanca procedente de una alta plataforma situada a buena altura sobre la entrada atravesó la oscuridad, un haz paralelo a la cima del muro del este que iluminaba los garfios y la alambrada como si se hallaran bajo la luz del sol. Mallory y Miller se miraron un segundo. Panayis no había olvidado ni un detalle: hubieran caído como moscas en aquella alambrada y las ametralladoras les habrían convertido en auténticas cribas.
Mallory esperó medio minuto más, tocó el brazo de Miller, se enderezó y comenzó a correr como un loco a través de la plaza, llevando la caña con el garfio bien pegada a su cuerpo, mientras el americano le pisaba los talones. En pocos segundos se hallaban a la entrada de la fortaleza. Los centinelas, sobresaltados, salieron corriendo a su encuentro.
—¡Todo el mundo a la calle de los Escalones! —gritó Mallory—. ¡Han atrapado a esos malditos saboteadores ingleses en una casa, allá abajo! Nosotros venimos a buscar unos morteros. ¡Vamos, aprisa, en nombre de Dios!
—Pero ¿y la entrada? —protestó uno de los centinelas—. ¡No podemos abandonar el puesto! —El hombre no sospechaba nada, absolutamente nada. En aquellas circunstancias, la oscuridad, la lluvia cada vez más fuerte, el soldado con uniforme alemán que hablaba perfectamente el idioma, la verdad escueta de que allí cerca se libraba una batalla a tiros… Hubiera sido pedir mucho que dudaran.
—¡Idiota! —le gritó Mallory enfurecido—. Dummkopf! ¿Contra quién vais a custodiar la entrada? Los cerdos ingleses están en la calle de los Escalones. ¡Hay que destruirles! ¡Aprisa, por Dios! —gritó desesperadamente—. ¡Si vuelven a escaparse, nos mandarán a todos al frente ruso!
Mallory le había puesto la mano en el hombro, dispuesto a empujarle hacia la calle, pero no hubo necesidad de ello. Ya los dos hombres corrían cruzando la plaza, y desaparecían bajo la lluvia, tragados por la oscuridad. Unos segundos más tarde, Mallory y Miller habían penetrado ya en la fortaleza de Navarone.
Por todas partes reinaba la confusión más completa: una confusión ordenada como podría esperarse de un cuerpo de ejército como el Alpenkorps, pero confusión de todos modos, con muchas órdenes dadas a gritos, silbidos, puesta en marcha de motores, sargentos que corrían aquí y allá tratando de poner a sus hombres en orden de marcha o embutirlos en medios de transporte que esperaban. Mallory y Miller corrían también, y un par de veces por entre grupos de hombres que se agrupaban alrededor de la parte trasera de un camión. No es que ellos tuvieran mucha prisa, pero hubiera parecido muy sospechoso ver a un par de hombres andando con toda calma en medio de aquella actividad. Por eso corrían, con las cabezas bajas o evitando que se vieran sus rostros al paso de una luz. Miller no cesaba de maldecir contra aquel desusado ejercicio.
Bordearon dos cuarteles a su derecha, luego una central eléctrica a su izquierda, después un depósito de pertrechos a la derecha y luego el garaje del Abteilung a la izquierda. Ahora iban ascendiendo, casi a oscuras, pero Mallory sabía exactamente dónde se encontraba. Se había aprendido de memoria las descripciones dadas por Louki y Panayis, y aunque la oscuridad fuese absoluta, estaba seguro del camino que llevaba.
—¿Qué es eso, jefe? —Miller había cogido a Mallory por el brazo, y señalaba un edificio grande, rectangular, que se difuminaba contra el horizonte—. ¿Serán los calabozos?
—El depósito del agua —contestó Mallory con brevedad—. Panayis dijo que contiene medio millón de galones, para inundar los polvorines en caso de necesidad. Los polvorines se hallan precisamente allí —dijo señalando una construcción de hormigón, chata como una caja—. Es la única entrada al polvorín. Cerrada a cal y canto y custodiada.
Estaban llegando a los alojamientos de los oficiales. El comandante tenía su propio piso en la segunda planta, que daba directamente sobre la maciza torre de control de hormigón armado, desde donde eran dirigidos los dos grandes cañones situados debajo. De pronto, Mallory se detuvo, cogió un puñado de tierra del suelo, se frotó la cara con él y ordenó a Miller que hiciese lo mismo.
—Disfraz —le explicó—. Los expertos considerarían el medio algo elemental, pero no disponemos de otra cosa. Aquí dentro la luz podría ser más intensa.
Subió la escalera del alojamiento de los oficiales y empujó las puertas con tal fuerza como para arrancarlas de sus goznes. El centinela le miró con asombro sin dejar de apuntar con su fusil el pecho del neozelandés.
—¡Baja ese fusil, idiota! —dijo Mallory furioso—. ¿Dónde está el comandante? ¡Pronto, imbécil! ¡Es cuestión de vida o muerte!
—Herr… Herr Kommandant? —tartamudeó el centinela—. Ha salido…, se han ido todos, hace cosa de un minuto.
—¿Qué? ¿Se han ido todos? —Mallory tenía sus ojos fijos en él, semicerrados, amenazadores—. ¿Has dicho «todos»? —preguntó suavemente.
—Sí… Yo… sí, sí, estoy seguro.
Dejó de hablar de pronto al observar que los ojos de Mallory se fijaban en algo detrás de él.
—Entonces, ¿quién diablos es ése? —preguntó Mallory con acento brutal.
El centinela no hubiera tenido que ser humano para no caer en la trampa. Antes de que terminara de volverse para mirar hacia atrás, el feroz golpe de judo le alcanzó debajo de la oreja izquierda. Mallory rompió el vidrio del tablero de llaves antes de que el desgraciado guarda cayese al suelo, las sacó todas (alrededor de una docena) de sus correspondientes clavos y se las metió en el bolsillo. Invirtieron otros veinte segundos en cerrarle la boca al centinela con esparadrapo y encerrarlo en un armario. Después volvieron a correr.
Aún había otro obstáculo que vencer, iba pensando Mallory mientras corría en medio de la oscuridad: La última defensa de las tres. No sabía cuántos hombres estarían custodiando la puerta cerrada del polvorín, y en aquel momento de gran exaltación, tampoco le importaba. Y estaba seguro de que a Miller le pasaba lo mismo. Ya no había preocupaciones, ni tensión de nervios, ni angustias sin nombre. Mallory hubiera sido el último hombre en la tierra en confesarlo, o en creerlo siquiera, pero hombres como Miller y él habían nacido para aquello.
Habían sacado ya sus linternas, y los potentes haces describían nerviosos arcos mientras corrían y esquivaban las nutridas baterías antiaéreas. Para cualquiera que estuviera observando cómo se acercaban, no podía haber nada mejor calculado para evitar sospechas que la vista de aquellos dos hombres que avanzaban hacia ellos sin tratar de ocultarse, gritándose el uno al otro en alemán y llevando linternas cuyos haces oscilaban con el movimiento de sus brazos al correr. Pero estas mismas linternas iban provistas de pantalla y sólo un observador muy perspicaz hubiera notado que el arco descendente de los haces jamás pasaba más allá de los pies del que corría.
De pronto Mallory vio dos sombras que se destacaban de la oscuridad de la entrada al polvorín, y afirmó un segundo la linterna para efectuar una comprobación, después de lo cual disminuyó la marcha.
—¡Justo! —susurró—. Aquí vienen…, sólo son dos. Uno para cada uno. Acércate cuanto puedas al tuyo. Rápido y silencioso… Un grito, un disparo, y nos liquidan. Y ¡por Dios!, no empieces a golpearle con la linterna. En el polvorín no habrá luz encendida y no voy a empezar a gatear por allí con una caja de cerillas en la mano. —Pasó la linterna a la mano izquierda, sacó su pistola, la cogió por el cañón, y se detuvo bruscamente sólo a unas pulgadas de los centinelas que corrían a su encuentro.
—¿Estáis bien? —preguntó Mallory con voz entrecortada—. ¿Ha estado aquí alguien? ¡Pronto, hombre, contesta!
—Sí, si, estamos bien. —El hombre se mostraba receloso—. ¿Qué demonios de escándalo es ése?
—¡Esos malditos saboteadores ingleses! —contestó Mallory con indignación—. ¡Han matado a los centinelas y están dentro! ¿Estáis seguros de que nadie entró aquí? Vamos a ver. —Pasó dando un empujón al guarda, e inclinándose iluminó el sólido candado con la linterna. Luego se irguió.
—¡Gracias a Dios por ello! —Se volvió en redonda, dirigió el potente y deslumbrante haz a los ojos del individuo, murmuró una excusa y apagó la linterna. El chasquido del resorte se confundió con el blando golpe de la culata de su pistola al golpear al individuo detrás de la oreja, debajo del casco. El centinela aún se hallaba de pie, comenzando a doblarse, cuando Mallory se tambaleó bajo el ataque del segundo guarda; pero se recuperó al instante y le propinó otro golpe con su pistola. Luego se quedó repentinamente rígido y aterrado al oír el sibilante ruido que hizo el disparo de Miller. Disparó dos veces seguidas muy rápidamente.
—¡Qué demonios…!
—Son muy vivos, jefe —murmuró Miller—. De lo más vivo. Había un tercero entre las sombras, en el lateral. Sólo así pude contenerlo. —Sin soltar la pistola, se inclinó sobre el hombre que yacía a sus pies, y luego se enderezó—. Queda contenido con carácter de permanencia, jefe.
Su voz carecía de expresión.
—Ata a los otros. —Mallory casi no le había oído, pues ya se hallaba examinando la puerta del polvorín, probando una serie de llaves en el candado. La tercera encajó, el candado se abrió y la pesada puerta de hierro cedió con facilidad. Echó una última ojeada a su alrededor, pero no vio a nadie, ni oyó ningún rumor excepto el del motor del último de los camiones que salían de la fortaleza, y el distante tableteo de las ametralladoras. Andrea llevaba a cabo una labor magnífica…, siempre que no la exagerara y dejara de retirarse a tiempo… Mallory se volvió rápidamente, encendió la linterna y entró en el polvorín. Miller ya le seguiría cuando acabara su tarea.
Una escalera vertical de acero fijada en la roca descendía hasta el suelo de la cueva. A ambos lados de la escalera se veían guías de ascensores, sin protección alguna, y los engrasados cables brillaban en el centro; se veían también las guías de metal pulido a cada lado del cuadro para fijar las ruedecillas laterales del ascensor. Estos montacargas eran muy sencillos, pero perfectamente adecuados, pues no cabía la menor duda de que eran elevadores de proyectiles que descendían al polvorín.
Mallory llegó al sólido piso de la cueva y describió un arco de 180 grados con su linterna. Se hallaban en el mismísimo extremo de la gran cueva cuya boca se asomaba bajo el alto saliente rocoso que dominaba todo el puerto. No era el final natural, según observó Mallory después de un rápido examen, sino un añadido construido por el hombre. La roca volcánica que le rodeaba había sido perforada con barrenos. Allí no había nada más que los huecos que descendían a la oscuridad total y otra escalera que también descendía al polvorín. Pero el polvorín podía esperar. Las dos necesidades vitales del momento eran comprobar que no había más centinelas, y asegurar una vía de escape en caso de apuro.
Mallory recorrió rápidamente el túnel, encendiendo y apagando su linterna. Los alemanes eran maestros consumados en el arte de tender trampas inocentes —inocentes trampas explosivas— para la protección de instalaciones importantes, pero no era probable que hubiera ninguna en el túnel, considerando que había varios centenares de toneladas de altos explosivos almacenados sólo a unos cuantos pies de allí.
El mismo túnel, chorreando humedad, tenía unos siete pies de altura, y era más ancho que alto, pero el pasillo central era estrechísimo, ya que la mayor parte del espacio estaba ocupado por los portadores rodantes o vagonetas destinadas al transporte de los grandes proyectiles. Dos porta-proyectiles torcían repentina y bruscamente a derecha e izquierda y la bóveda del túnel se elevaba a la casi absoluta oscuridad de la abovedada cúpula. La linterna iluminó, casi a sus pies, dos pares de rieles de bruñido acero, incrustados en la sólida roca a veinte pies de distancia, que se alargaban hasta la débil penumbra en la boca abierta de la cueva. Y antes de apagar su linterna —los que regresaran de registrar el Parque del Diablo podrían ver fácilmente la lucecilla en la oscuridad—. Mallory tuvo una breve visión de las plataformas giratorias que coronaban el lejano extremo de estos brillantes rieles, y, agachados sólidamente encima, como monstruos de una pesadilla perteneciente a un mundo antiguo y distinto, se veían las malignas siluetas de los dos grandes cañones de Navarone.
Con la linterna y la pistola en sus manos, sólo vagamente consciente del curioso hormigueo de las puntas de sus dedos, Mallory avanzaba lentamente. Lentamente, pero sin mucha cautela, sin la expectación de un hombre que espera jaleo de un momento a otro —ya no había allí guardas, y Mallory estaba seguro—, sino con la extraña lentitud de un sueño, con la semi-incredulidad de un hombre que ha logrado algo que sabía de antemano que no podría cumplir jamás: la lentitud de un hombre que se encuentra al fin cara a cara con el temido, pero buscado enemigo.
—Ya estoy aquí —se repetía Mallory una y otra vez—, ya estoy aquí, lo he logrado, y éstos son los cañones de Navarone: éstos son los cañones que he venido a destruir, los cañones de Navarone, y al fin he llegado a ellos.
Pero aún no podía creerlo con certeza…
Avanzando aún lentamente, Mallory se acercó a los cañones, caminó bordeando la mitad del perímetro de la plataforma giratoria del cañón de la izquierda y lo examinó como pudo en la penumbra. La enorme proporción, la tremenda periferia y alcance que se perdía fuera, en la noche, le hicieron tambalearse. Se dijo para su capote que los expertos creían que se trataba sólo de un cañón de nueve pulgadas, que los estrechos confines de la cueva tendrían que exagerar su tamaño… Se decía estas cosas y las desechaba: de un calibre del doce, por lo menos, era aquél el cañón más grande que había visto en su vida. ¿Grande? ¡No! ¡Era gigantesco! ¡Qué idiotas, qué cegatos, los locos que habían enviado el Sybaris a combatir contra aquello…!
La cadena de sus pensamientos se quebró de repente. Mallory permaneció rígido, con una mano sobre la sólida cureña, y trató de recordar el rumor que le había devuelto al presente. Escuchó inmóvil, esperando oírlo de nuevo; y de pronto se dio cuenta de que no había sido ningún rumor, sino la ausencia de rumores, lo que había interrumpido sus pensamientos, lo que había disparado un inconsciente timbre de alarma. De repente la noche se volvió muy silenciosa: en el corazón del pueblo, las armas habían dejado de disparar.
Mallory maldijo por lo bajo. Había invertido demasiado tiempo en soñar despierto, y el tiempo apremiaba. Tenía que apremiar. Andrea se había retirado, y era sólo cuestión de tiempo el que los alemanes descubrieran que habían sido burlados. Y entonces vendrían a toda prisa, y no cabía duda alguna respecto hacia dónde se dirigirían. Mallory se despojó rápidamente de su macuto y sacó de él un rollo de cien pies de cuerda que llevaba. Su ruta de escape en caso de urgencia… Tenía que asegurarla.
Con la cuerda al brazo, avanzó buscando dónde amarrarla. Pero sólo había dado tres pasos cuando su rodilla derecha dio contra una cosa dura y rígida. Contuvo una exclamación de dolor, investigó con su mano libre el obstáculo con que había tropezado, y en seguida se dio cuenta de lo que era: una barandilla de hierro que le llegaba a la cintura, y atravesaba toda la boca de la cueva. ¡Naturalmente! Tenía que haber algo así, una especie de barrera que evitara que alguien se cayera al vacío, sobre todo en la oscuridad de la noche. Aquella tarde, desde el algarrobal, no le había sido posible verlo con los prismáticos; aunque muy cerca de la entrada, la barandilla quedaba oculta en la penumbra de la cueva. Pero no se le había ocurrido pensar en ella.
Rápidamente, Mallory se dirigió tanteando hacia la izquierda, hasta el final de la barandilla, la pasó, ató la cuerda a la base del puntal vertical situado junto a la pared, y fue soltando cuerda mientras avanzaba con cautela hasta el mismo borde de la cueva. Y luego, de pronto, vio que bajo el pie que tanteaba el piso, sólo había ciento veinte pies de caída vertical hasta el puerto de Navarone.
A su derecha se veía una masa oscura, indefinida, borrosa, echada sobre el agua, una masa que bien podía ser el cabo Demirci; en línea recta, sobre el oscuro verde aterciopelado del estrecho de Maidos, veía el parpadeo de lejanas luces. Esto daba la medida de la confianza del enemigo al permitir estas luces o, lo que era más probable, estas chozas de pescador resultaban útiles como orientación para los cañones de noche. Y a la izquierda, sorprendentemente cerca, apenas a treinta pies de distancia en un plano horizontal, pero muy por debajo del nivel en que él se hallaba, podía ver dónde el extremo saliente del muro exterior de la fortaleza se ajustaba al acantilado; más allá, los tejados de las casas del oeste de la plaza; y más allá aún, el pueblo mismo, en brusca curva hacia abajo y hacia afuera, primero al Sur, luego al Oeste, cercando la media luna del puerto. En lo alto…, pero nada se veía en lo alto, el fantástico saliente tapaba más de la mitad del cielo. Y abajo —la oscuridad era igualmente impenetrable— la superficie del puerto, negruzca como la noche. Mallory sabía que allí abajo había naves, caiques griegos y lanchas rápidas alemanas. Pero era tan poco lo que alcanzaba a ver, que bien hubieran podido hallarse a mil millas de distancia.
La breve ojeada de Mallory apenas duró diez segundos; pero no esperó más. Se agachó rápidamente, hizo un doble nudo de bolina en el extremo de la cuerda, y la dejó en el borde. En caso de urgencia podía echarla al vacío de una patada. Quedaría a treinta pies del agua, calculó, lo suficiente para quedar por encima de cualquier lancha o caique de palos que maniobrase por el puerto. Para salvar el resto de la distancia podía dejarse caer, rompiéndose quizás algún hueso sobre la cubierta de una nave, pero tendría que correr ese riesgo. Mallory echó una mirada a la infernal oscuridad y se estremeció. Confiaba en Dios que Miller y él no tuvieran que utilizar aquella salida.
Dusty Miller se hallaba arrodillado al final de la escalera que descendía al polvorín, ocupado en manejar hilos, mechas, detonadores y trilita, cuando Mallory llegó corriendo por el túnel.
—Creo que esto les alegrará, jefe —dijo irguiéndose. Colocó las manecillas de la espoleta de reloj, escuchó el zumbido, apenas perceptible, y comenzó a bajar por la escalera—. Aquí, entre las dos hileras superiores de cartuchos, pensaba yo.
—Como te parezca —asintió Mallory—, pero que no se vea demasiado, ni que sea demasiado difícil de encontrar. ¿Estás seguro de que no sospecharán que sabíamos que el reloj y las espoletas no funcionaban?
—Seguramente —afirmó Miller confiadamente—. Cuando encuentren este artefacto, se agujerearán mutuamente la espalda a palmadas felicitándose, y no buscarán más.
—Tienes razón —dijo Mallory satisfecho—. ¿Cerraste la puerta de arriba?
—¡Claro que cerré la puerta! —le reprochó Miller mirándole—. Jefe, creo que algunas veces…
Pero Mallory no terminó de oír. Un estrépito metálico, vibrante, resonó cavernoso en la cueva y en el polvorín, borrando las palabras de Miller. Después se perdió sobre el puerto. Volvió a producirse el estrépito. Mientras los dos hombres se miraban atónitos, el estrépito volvía a producirse una y otra vez. Después, durante unos instantes, cesó.
—Tenemos visita —murmuró Mallory—, con mandarrias y todo. ¡Dios santo, ojalá que esta puerta resista! —Y mientras decía esas palabras, echó a correr por el pasillo dirigiéndose rápidamente hacia los cañones, seguido por Miller.
—¡Visita! —Miller movía la cabeza contrariado al correr—. ¿Cómo diablos lo habrán hecho para llegar aquí tan pronto?
—Nuestro tan lamentado y difunto amigo —dijo Mallory furiosamente. Saltó la barandilla y se dirigió hacia la boca de la cueva—. Fuimos lo bastante idiotas para creer que nos decía la verdad. Pero olvidó advertirnos que al abrir la puerta de arriba se disparaba un timbre de alarma en la garita del centinela.