CAPÍTULO XII
MIÉRCOLES
De las 16 a las 18 horas
Una, dos, media docena de veces pugnó Mallory desesperadamente por salir de las profundidades de su negro, casi cataléptico estupor, y llegó a rozar la superficie de lo consciente para volver a hundirse en las tinieblas. Y cada vez trató de sujetarse con todas sus fuerzas a esos momentos de lucidez; pero su mente era como un vacío tenebroso y sin vibración, e incluso cuando advertía que su mente volvía a retroceder hacia el abismo, perdiendo su punto de contacto con la realidad, el conocimiento desaparecía y sólo volvía a reinar el vacío. Una pesadilla, pensó vagamente en uno de sus períodos menos cortos de lucidez. Era como cuando uno sabe que tiene una pesadilla y piensa que si pudiera abrir los ojos desaparecería, y los ojos se niegan a abrirse. Probó a abrirlos, pero fue inútil. Todo seguía oscuro como siempre, y él continuaba sumido en su maligno sueño, aunque el sol no había dejado de brillar alegremente en el cielo. Y Mallory movió la cabeza con lenta desesperación.
—¡Vaya! ¡Observad! ¡Señales de vida al fin! —Las palabras arrastradas, el acento nasal, resultaban inconfundibles—. ¡El viejo curandero. Miller vuelve a triunfar! —Hubo un instante de silencio, un momento en el que Mallory se fue percatando progresivamente de que el ruido atronador de los motores había disminuido, así como el humo acre y resinoso que hería sus fosas nasales y sus ojos; de que alguien pasaba un brazo por debajo de sus hombros, y de que la persuasiva voz de Miller le hablaba al oído—. Pruebe un poquito de esto, jefe. Exquisito brandy de vieja cosecha. No hay nada semejante en todo el mundo.
Mallory sintió el frío cuello de la botella, echó atrás la cabeza y tomó un largo sorbo. Se incorporó casi en el acto, tosiendo, escupiendo, ahogándose, luchando por su aliento al sentir que el ouzo, áspero y fuerte, mordía las membranas de su boca y de su garganta. Trató de hablar, pero sólo consiguió croar, tratar de inspirar aire fresco y de mirar indignado la oscura forma que estaba arrodillada a su lado. Miller, a su vez, le miró con una admiración que no trataba de ocultar.
—¿Ve usted, jefe? Lo que yo dije…, no hay nada como él. —Movió la cabeza de arriba abajo con admiración—. Completamente despejado en un instante, como dirían nuestros jóvenes literatos. Jamás he visto a una víctima del shock y conmoción cerebral que se haya recuperado tan pronto.
—¿Qué demonios estás tratando de hacer? —preguntó Mallory. El fuego de su garganta se había apagado y podía respirar de nuevo—. ¿Quieres envenenarme? —Sacudió la cabeza furioso tratando de eliminar el dolor palpitante y la niebla que aún flotaba alrededor de su mente—. ¡Vaya un médico de pacotilla! Lo primero que haces teniendo conmoción es administrarme una dosis de alcohol…
—Puede usted escoger —le interrumpió Miller ceñudo—. O eso o un shock mucho peor dentro de unos quince minutos, cuando el amigo Otto vuelva a visitarnos.
—Pero si ya se han ido. Ya no oigo a los Stukas.
—Estos otros vienen del pueblo —advirtió Miller con mal humor—. Louki acaba de avisar. Media docena de carros de combate y un par de camiones con cañones del largo de un poste de telégrafos.
—Comprendo. —Mallory giró sobre sí mismo, y vio un rayo de luz en un recodo de la pared. Una cueva, casi un túnel. El Pequeño Chipre, había dicho Louki que lo llamaban los viejos, el Parque del Diablo estaba cuajado de cuevas, como una especie de panal. Sonrió de lado al recordar su momentáneo pánico cuando creyó quedarse ciego, y volvió la vista hacia Miller—. Dificultades otra vez, Dusty, nada más que dificultades. Gracias por haberme vuelto en mí.
—Tuve que hacerlo —dijo Miller con brevedad—. Me figuro que no hubiéramos podido llevarle muy lejos, jefe.
Mallory asintió.
—No lo creo, al menos en este terreno tan apropiado.
—Además, eso —convino Miller—. Lo que quise decirle es que ya casi no queda nadie para llevarle. Casey Brown y Panayis están heridos, jefe.
—¡Cómo! ¿Los dos? —Mallory apretó los párpados y movió la cabeza con rabia—. ¡Dios mío, Dusty, me había olvidado por completo de la bomba…, de las bombas! —Tendió el brazo y cogió el de Miller—. ¿Están… están muy mal? —Quedaba tan poco tiempo y había tanto que hacer…
—¿Muy mal? —repitió Miller sacando una cajetilla y ofreciendo un cigarrillo a Mallory—. No sería nada… si pudiésemos llevarlos a un hospital. Pero si tienen que ir rompiéndose la crisma por estas malditas cañadas y brechas, sufrirán horrores. Es la primera vez que veo el suelo de las cañadas casi más vertical que las mismas paredes.
—Todavía no me has dicho…
—Lo siento, jefe, lo siento. Heridas de metralla los dos y en el mismo sitio…, en el muslo izquierdo, justamente sobre la rodilla. No ha tocado huesos ni tendones. Acabo de vendarle la pierna a Casey…, una herida bastante fea. Y se dará cuenta cuando empiece a andar.
—¿Y lo de Panayis?
—Él mismo se vendó la pierna —contestó Miller con brevedad—. Es un tipo raro. No me dejó mirarla siquiera, ni mucho menos vendarle. Estoy seguro de que me hubiera apuñalado si lo intento.
—Es mejor dejarlo en paz —aconsejó Mallory—. Algunos de estos isleños tienen extrañas supersticiones. Mientras no se muera… Lo que no me explico es cómo llegó aquí.
—Fue el primero en irse —explicó Miller— junto con Casey. Debió de perderle usted entre el humo. Iban trepando juntos cuando le hirieron.
—¿Y cómo llegué yo aquí?
—No hay premio para la respuesta correcta. —Miller señaló con el pulgar, por encima del hombro, la enorme masa que ocupaba la mitad del ancho de la entrada—. El jovencito de marras hizo otra vez de perro de San Bernardo. Quería ir con él, pero no hubo modo. Dijo que iba a ser difícil llevarnos a los dos monte arriba. Esto hirió mucho mis sentimientos. —Miller suspiró—. Me figuro que no nací para héroe.
Mallory sonrió.
—Gracias de nuevo, Andrea —dijo.
—¡Gracias! —exclamó Miller indignado—. ¡Le salvan la vida, y lo único que le dice es «gracias»!
—Después de la primera docena de veces, se le agota a uno el repertorio de discursos —observó Mallory secamente—. ¿Qué tal sigue Stevens?
—Respira.
Mallory señaló con la cabeza hacia el punto de donde procedía la luz y arrugó la nariz.
—Ya casi está a punto, ¿verdad?
—Sí, la cosa está fea —contestó Miller—. La gangrena ya pasa de la rodilla.
Mallory se levantó vacilante y cogió la pistola.
—En realidad, ¿cómo está, Dusty?
—Está muerto, pero no quiere morir. Se morirá al anochecer. Sólo Dios sabe lo que le ha hecho vivir hasta ahora.
—Quizá parezca presunción —murmuró Mallory—, pero creo que también yo lo sé.
—¿La atención médica de primera clase? —preguntó Miller, esperanzado.
—Es lo que parece, ¿no? —Mallory fijó sus ojos en Miller, que aún seguía arrodillado—. Pero no fue eso lo que quise decir. Vamos, amigos, tenemos asuntos que tratar.
—Para lo único que yo valgo es para volar puentes y echar arena en los cojinetes de una máquina —anunció Miller—. La estrategia y la táctica escapan a mi sencilla imaginación. Pero continúo creyendo que esos tipos de allá abajo escogen el más estúpido medio de suicidarse. Resultaría mucho más cómodo para todos que se pegasen un par de tiros.
—Me inclino a creer lo mismo. —Mallory se arrellanó con más firmeza detrás del conglomerado de rocas situado a la entrada de la cañada que daba a los incendiados y humeantes restos del algarrobal directamente bajo ellos y echó otro vistazo a las tropas del Alpenkorps que avanzaban, abiertas, por el empinado declive desprovisto de refugios—. En este juego no son niños de pecho. Estoy seguro de que tampoco a ellos les gusta lo más mínimo.
—Entonces, ¿por qué rayos lo hacen, jefe?
—No tendrán otro remedio, probablemente. En primer lugar, en un punto como éste sólo cabe un ataque frontal. —Mallory dirigió una sonrisa al enjuto griego que yacía tumbado entre él y Andrea—. Louki supo escoger el sitio. Atacar por la espalda requeriría un extenso rodeo, y tardarían una semana en avanzar por ese revoltijo de peñascos que tenemos detrás de nosotros. En segundo lugar, dentro de un par de horas ya se habrá puesto el sol y saben que, en cuanto oscurezca, no tienen la menor posibilidad de cazarnos. Y, por fin, y creo que esta razón es más importante que las otras dos juntas, apostaría cien contra uno a que el comandante de la plaza se ve empujado por el Alto Mando. Hay mucho en la balanza, incluso en la única probabilidad contra mil de que logremos llegar a los cañones. No pueden permitirse el lujo de que Kheros sea evacuada en sus mismas narices y perder…
—¿Por qué no? —preguntó Miller interrumpiéndole y haciendo un amplio ademán con las manos—. Total, un montón de rocas inútiles…
—Me refiero a que no pueden perder prestigio ante los turcos —continuó Mallory con paciencia—. La importancia estratégica de estas islas entre las Esporadas es insignificante, pero su importancia política es enorme. Adolfito necesita como el pan que come otro aliado en estas latitudes. Por este motivo manda aquí tropas alpinas a miles y Stukas a centenares…, lo mejor que tiene. Y las necesita desesperadamente en el frente italiano. Pero se hace necesario convencer al aliado en potencia de que vale la pena, antes de que se persuada a abandonar la segura y cómoda barrera para saltar al ruedo, a su lado.
—Muy interesante —observó Miller—. ¿Y entonces?
—Entonces los alemanes no se preocuparán demasiado por el hecho de que treinta o cuarenta números de sus mejores tropas queden hechos trizas. Eso no ofrece dificultad alguna cuando uno está tranquilamente sentado ante una mesa, a miles de millas de distancia… Que se acerquen otras cien yardas o más. Louki y yo comenzaremos por el centro e iremos disparando hacia los extremos. Tú y Andrea podéis empezar por los extremos.
—No me gusta, jefe —advirtió Miller en son de queja.
—A mi tampoco —dijo Mallory lentamente—. Asesinar a unos hombres obligados a ejecutar un trabajo suicida como éste no es precisamente la idea que tengo de una diversión…; ni siquiera de la guerra. Pero si no los cazamos nosotros, nos cazarán ellos. —Dejó de hablar y señaló, a través del bruñido mar, hacia donde Kheros se reclinaba pacíficamente en la bruma, arrancando dorados destellos del sol que iba hacia su ocaso—. ¿Qué crees que nos harían hacer, Dusty?
—Ya, ya sé, jefe. —Miller se removió incómodo—. No me lo restriegue por las narices. —Bajó la visera de su gorra de lana sobre la frente y se quedó mirando declive abajo—. ¿Cuándo empieza la ejecución en masa?
—He dicho cien yardas más. —Mallory volvió a mirar declive abajo hacia el camino de la costa y sonrió de pronto, contento de cambiar de conversación—. Nunca he visto encoger tan repentinamente a los postes de telégrafo, Dusty.
Miller estudió los cañones que arrastraban los dos carros y carraspeó.
—Yo sólo repetí lo que me dijo Louki —dijo a la defensiva.
—¡Lo que Louki te dijo! —El menudo griego se indignó—. ¡Le juro, señor, que ese americano es un mentiroso!
—Bueno, bueno, quizás haya oído mal —aclaró Miller, magnánimo. Con los ojos semi cerrados y la frente poblada de arrugas volvió a fijarse en los cañones—. El primero es un mortero, creo yo. Pero no me explico qué es aquel otro trasto raro que…
—Es otro mortero —explicó Mallory—. Uno de cinco bocas de fuego, y muy antipático. Es el Nebelwerfer o Gato Maullador. Gime como todas las almas del purgatorio juntas. Al oírlos, las piernas se hacen gelatina, especialmente después del anochecer; pero, aun así, es en el otro en el que hay que fijarse. Es un mortero de seis pulgadas, que usará seguramente bombas rompedoras. Para recoger los desperfectos hacen falta un cepillo y una pala.
—Es verdad —gruñó Miller—. Eso es muy alentador. —Pero experimentó una viva gratitud hacia el neozelandés por tratar de apartar sus pensamientos de lo que tenían que hacer—. ¿Por qué no los utilizan?
—Ya lo harán —le aseguró Mallory—. Tan pronto disparemos y les descubramos nuestra situación.
—¡Dios nos ayude! —murmuró Miller—. ¡Bombas rompedoras, ha dicho! —Y guardó un lóbrego silencio.
—Se acerca el instante —dijo Mallory en voz baja—. Espero que nuestro amigo Turzig no se encuentre entre ellos. —Empezó a levantar los prismáticos, pero se detuvo sorprendido al ver que Andrea le cogía la muñeca antes de que pudiera levantar el brazo—. ¿Qué sucede, Andrea?
—Yo no los emplearía, mi capitán. Ya nos traicionaron una vez. He estado pensando que no pudo ser otra cosa. El sol, al dar sobre las lentes, arranca destellos…
Mallory le miró fijamente, dejó los prismáticos, y asintió varias veces con la cabeza.
—¡Claro, claro! Estuve pensando… Alguien tuvo poco cuidado. No pudo haber otro motivo. Un sencillo reflejo hubiera sido suficiente para delatarnos. —Hizo una pausa, tratando de recordar, y sus labios dibujaron una amarga sonrisa—. Puede que haya sido yo mismo. Todo comenzó después de mi guardia… y Panayis no tenía prismáticos. —Movió la cabeza mortificado—. Debo de haber sido yo, Andrea.
—No lo creo —dijo Andrea tajante—. Tú no podías cometer semejante error, mi capitán.
—No sólo he podido, sino que mucho me temo que lo he hecho. Pero después nos preocuparemos de eso. —La parte media de la línea de soldados que avanzaban, resbalando y cayendo en la traicionera gravilla, casi había llegado a los límites inferiores de los negruzcos restos del bosquecillo—. Ya se han acercado bastante. Yo me ocuparé del casco blanco del centro, Louki. —Mientras hablaba llegó a sus oídos el suave roce de las armas automáticas al ser colocadas sobre rocas protectoras y una ola de repugnancia le invadió. Pero al dar la orden, su voz sonó firme, tranquila—: Ya. ¡Duro con ellos!
El final de sus últimas palabras quedó ahogado por las cortas ametralladoras de los fusiles automáticos. Con cuatro ametralladoras en sus manos —dos Bren y dos Schmeisser del 9—, aquello no era una guerra, se convertiría en una pura matanza, pensó viendo cómo aquellas atolondradas figuras giraban sobre sí mismas sin comprender, saltaban y se desplomaban como marionetas en manos de un loco titiritero. Algunos quedaban donde caían, otros rodaban por el declive, batiendo el aire con sus brazos y sus piernas en el grotesco descoyuntamiento de la muerte. Sólo un par de ellos permanecieron en el mismo lugar donde fueron heridos, con la sorpresa pintada en sus rostros sin vida, para caer aplomados en el pétreo suelo. Transcurrieron casi tres segundos antes de que el puñado de hombres que quedaban en pie, a un cuarto de camino de los dos extremos de la línea donde las balas convergentes no se habían encontrado aún, se dieran cuenta de lo que sucedía, y se echaran rápidamente a tierra en busca de un inexistente refugio.
El frenético tabletear de las ametralladoras cesó bruscamente al unísono, como si hubieran cortado el sonido con una guillotina. El silencio que siguió era más abrumador, más ruidoso, más inoportuno que el clamor que le había precedido. La gravilla raspó con aspereza bajo sus codos cuando Mallory cambió de postura para mirar a ambos hombres a su derecha: Andrea con su rostro impasible, vacío de toda expresión, y Louki con un lacrimoso brillo en los ojos. Entonces se dio cuenta del leve murmullo a su izquierda, y volvió a variar de postura. Con acento y expresión salvaje, el americano no cesaba de maldecir en voz baja, olvidando su dolor al golpear una y otra vez la cortante grava que tenía ante sí.
—¡Sólo uno más, Dios santo! —La reposada voz era casi una plegaria—. Sólo te pido eso. ¡Otro, nada más!
Mallory le tocó en el brazo.
—¿Qué pasa, Dusty?
Miller se revolvió hacia él, y lo miró con ojos fríos, inmóviles, como si no lo conociera. Luego los cerró y abrió varias veces y sonrió, y con la mano cortada, magullada, buscó automáticamente los cigarrillos.
—Estaba soñando despierto, jefe —dijo con tranquilidad—. Soñando despierto. —Sacudió el paquete de cigarrillos hasta hacerlos salir—. ¿Quiere uno?
—¡Ese maldito animal que mandó subir aquí a esos pobres diablos…! —dijo Mallory en voz baja—. Haría un blanco estupendo ante tu fusil, ¿verdad?
La sonrisa de Miller desapareció bruscamente y asintió.
—Desde luego que sí. —Se arriesgó a asomar la cabeza por el borde de una roca, y volvió a echarse hacia atrás—. Todavía hay ocho o diez, jefe —informó—. Los pobres hacen como el avestruz. Tratan de esconderse detrás de unas piedras como naranjas… ¿Los dejamos?
—¡Los dejamos! —La voz de Mallory le hizo eco enfáticamente. El solo pensamiento de tener que continuar la carnicería le ponía casi enfermo—. No volverán a intentarlo. —De pronto calló, y se pegó cuanto pudo a la roca, obedeciendo a un reflejo instintivo. Las balas de una ametralladora se estrellaron en la roca que se alzaba sobre sus cabezas, poblando la cañada de zumbidos y malignos rebotes.
—Conque no volverán a intentarlo, ¿eh? —Miller emplazaba ya el cañón de su fusil en la roca que tenía delante, cuando Mallory le contuvo y tiró de él hacia atrás.
—¿Qué no lo harán? ¡Escucha! —Sonó una andanada y luego otra, y a continuación el salvaje tableteo de la ametralladora, un tableteo rítmicamente interrumpido por un suspiro semihumano al pasar la cinta por la recámara. Mallory sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca.
—Una Spandau. Cuando se ha oído una vez una Spandau ya no es posible olvidarla. Déjala en paz. Probablemente estará emplazada en la parte trasera de uno de los carros y no puede hacernos nada… Me preocupan más los malditos morteros.
—A mí, no —dijo Miller rápidamente—. No disparan sobre nosotros.
—Por eso me preocupan… ¿Qué opinas tú, Andrea?
—Lo mismo que tú, mi capitán. Están esperando. Este «Parque del Diablo», como Louki lo llama, es un laberinto de locos, y sólo pueden disparar a ciegas…
—No esperarán mucho más —interrumpió Mallory ceñudo. Señaló hacia el Norte—. Ahí vienen sus ojos.
Al principio eran sólo unos puntitos sobre el promontorio del cabo Demirci, pero pronto se convirtieron en aviones fácilmente visibles zumbando sobre el Egeo a unos mil quinientos pies de altura. Mallory los miró atónito y se volvió hacia Andrea.
—¿Estoy viendo visiones, Andrea? —preguntó señalando el primero de los dos aviones, un pequeño monoplano de combate de alas altas—. No podrá ser un PZL, ¿verdad?
—Puede serlo y lo es —murmuró Andrea—. Un viejo polaco que teníamos antes de la guerra —le explicó a Miller—. Y el otro es un viejo avión belga. Los llamábamos Breguéis. —Andrea hizo pantalla con la mano sobre los ojos para mirar otra vez los dos aviones, ya casi encima de ellos—. Creí que se habían perdido todos durante la invasión.
—Yo también lo creía —dijo Mallory—. Quizás hayan recompuesto algunos. Ah, nos han visto, comienzan a volar en círculo… Pero no sé por qué han de utilizar estas anticuadas ratoneras…
—Yo tampoco lo sé ni me importa —atajó rápido Miller. Acababa de asomar un ojo alrededor del peñasco que lo cobijaba—. Esos malditos cañones nos están apuntando, y ahora parecen mucho mayores que los palos de telégrafo. ¡Bombas rompedoras, dijo usted! Vamos, jefe, echemos a correr.
Así se forjó la pauta para el resto de aquella breve tarde de noviembre, para el sombrío juego del escondite entre las cañadas y rocas destrozadas del «Parque del Diablo». Los aviones tenían la clave del juego. Volaban alto observando todos los movimientos del grupo perseguido y comunicaban el informe a los cañones del camino costero y a la compañía del Alpenkorps que habían avanzado a través de la cañada por encima del algarrobal en cuanto los aviones informaron que aquellas posiciones habían sido abandonadas. Las dos antiguallas fueron pronto remplazadas por un par de modernos Henschels. Andrea dijo que el PZL no podía permanecer en el aire por más de una hora.
Mallory se hallaba entre la espada y la pared. Aunque los morteros eran inexactos, algunas de sus mortíferas bombas rompedoras llegaron a las profundas cañadas donde habían buscado refugio temporal. La explosión metálica era mortal en el estrecho espacio comprendido entre las paredes verticales. Algunas veces llegaban tan cerca que Mallory se veía obligado a refugiarse en las profundas cuevas que, semejantes a un panal, se multiplicaban en las paredes de las cañadas. Se encontraban bastante seguros en ellos, pero la seguridad era una ilusión que sólo podía llevarles a la derrota y a la captura. En los momentos de calma, el Alpenkorps, al que habían estado combatiendo en una serie de breves escaramuzas de retaguardia durante la tarde, podía aproximarse lo suficiente para atraparlos dentro. Una y otra vez los sitiados se vieron obligados a replegarse para aumentar las distancias entre ellos y sus perseguidores, y seguían al indomable Louki dondequiera que eligiese llevarlos, sometiéndose al riesgo, desesperado a veces, de las bombas de los morteros. Una de ellas se introdujo en la cañada que llevaba al interior, quedando enterrada en el suelo de grava a menos de veinte yardas delante de ellos. Fue la vez que corrieron un peligro más grave durante la tarde. Por verdadera casualidad, una probabilidad entre mil, no explotó. Se apartaron de ella cuanto les fue posible, conteniendo casi el aliento hasta que se encontraron a buen recaudo.
Una media hora antes de la puesta del sol, treparon las últimas yardas del accidentado terreno cuajado de peñascos. Era una cañada cuyo suelo formaba empinados escalones. Se detuvieron después de pasar el abrigo de la pared donde la cañada volvía a hundirse, y torcía bruscamente a la derecha en dirección Norte. No había caído ninguna otra bomba de mortero desde la que no había estallado. El de seis pulgadas y el aullador Nebelwerfer tenían alcance limitado, según sabía Mallory, y aunque los aviones continuaban volando por encima de ellos, su vuelo resultaba inútil.
El sol se inclinaba sobre el horizonte y el lecho de las cañadas estaba ya sumido en la densa penumbra, invisible desde lo alto. Pero el Alpenkorps, compuesto de soldados curtidos, obstinados, hábiles, que sólo vivían con ánimo de vengar la matanza de sus camaradas, les perseguían de cerca. Y eran tropas de montaña bien instruidas y entrenadas, frescas, ágiles, cuyas energías permanecían casi intactas. Por otra parte, el pequeño grupo de Mallory se hallaba agotado por tantos días de brega continua, y tantas noches sin descanso, de trabajo y de acción…
Mallory se dejó caer al suelo, cerca del ángulo en que la cañada torcía, desde donde podía observar con más ventaja, y miró a sus compañeros con fingida indiferencia, que no reflejaba el triste juicio que le merecía lo que veía. Como unidad de combate, su situación era bastante mala. Tanto Panayis como Brown estaban bastante inutilizados. El dolor confería una coloración grisácea a la cara del último. Por primera vez desde que habían abandonado Alejandría, Casey Brown se mostraba apático, indiferente a todo, y Mallory lo consideraba muy mala señal. No le ayudaba mucho llevar el pesado transmisor a la espalda que, desoyendo la orden que le diera Mallory de abandonarlo, llevaba con categórica firmeza. Louki estaba visiblemente cansado. Mallory se daba cuenta entonces de que su físico no igualaba a su espíritu, por la contagiosa sonrisa que jamás abandonaba su rostro, por el penacho de su magnífico mostacho enhiesto que contrastaba de modo tan extraño con sus tristes y cansados ojos. Miller, como el mismo Mallory, estaba cansado, pero, como él también, aún podía continuar cansado durante mucho tiempo. Stevens seguía con conocimiento, pero incluso en la penumbra crepuscular de la cañada su rostro tenía una extraña transparencia, mientras que las uñas, los labios y los párpados aparecían desprovistos por completo de sangre. Y Andrea, que lo había subido y bajado por todos los senderos de aquellas cañadas y hondonadas, donde no había senderos, durante dos interminables horas, tenía su aspecto de siempre, inmutable, indestructible.
Mallory hizo un significativo movimiento de cabeza, sacó un cigarrillo, se dispuso a encender una cerilla, pero recordó a tiempo que los aviones aún continuaban sus vuelos por encima de ellos, y tiró el fósforo. Su mirada se dirigió perezosamente hacia el Norte, a lo largo de la cañada. Y de repente se puso rígido, mientras que el cigarrillo que no había llegado a encender, se deshacía entre sus dedos. La hondonada no se parecía en nada a las otras por las que habían pasado —era más ancha, completamente recta y, al menos, tres veces más larga—, y a simple vista, a la luz crepuscular, podía verse que el extremo se hallaba cerrado por una pared casi vertical.
¡Louki! —Mallory se hallaba ya de pie, su cansancio totalmente olvidado—. ¿Sabes dónde estamos? ¿Conoces este lugar?
¡Naturalmente, mayor! —Louki se sintió insultado—. ¿No le he dicho ya que Panayis y yo, en nuestra juventud…?
¡Pero si estamos en un callejón sin salida! —protestó Mallory—. ¡Estamos copados por completo, nos hallamos en una trampa!
Louki sonreía con desfachatez y se retorció una guía de su bigote. Al parecer se estaba divirtiendo.
—Ah, ¿sí? El mayor no se fía de Louki, ¿eh? —Tornó a sonreír, recuperó la seriedad y dio unas palmaditas a la pared que estaba a su lado—. Panayis y yo hemos estado estudiando el asunto toda la tarde. Hay muchas cuevas a lo largo de esta pared. Una de ellas conduce a otro valle por el que se llega al camino costero.
—¡Ah, ya! —Aliviada su mente de esta preocupación, Mallory volvió a sentarse en el suelo—. ¿Y adónde va ese otro valle?
—Llega frente al estrecho de Maidos.
—¿A qué distancia del pueblo?
—A cinco millas, mayor, o quizás a seis, a lo sumo.
—¡Estupendo! ¿Y está seguro de encontrar esa cueva?
—A ciegas —alardeó Louki.
—De acuerdo. —Mientras hablaba, Mallory saltó a un lado, retorciéndose en el aire para evitar caer sobre Stevens y chocó pesadamente contra la pared entre Andrea y Miller. En un momento de descuido se había dejado ver desde la cañada por la que acababan de trepar. La ráfaga de ametralladora que provenía del extremo inferior —a lo sumo, a unas ciento cincuenta yardas— estuvo a punto de deshacerle la cabeza. Aun así, una bala le rozó el hombro izquierdo y se llevó la hombrera de su chaqueta. Miller se arrodilló en el acto a su lado, palpó la herida e hizo una exploración de la espalda.
—¡Qué descuido! —murmuró Mallory—. Pero nunca creí que se hallaban tan cerca. —No estaba tan tranquilo como su voz aparentaba. Si el cañón de aquella ametralladora hubiera estado una pulgada más a la derecha, se le habría llevado la cabeza.
—¿Está usted bien, jefe? —Miller estaba desconcertado—. ¿Le hirieron…?
—Tienen muy mala puntería —aseguró alegremente Mallory—. No le darían ni a un granero. —Torció la cabeza para mirarse el hombro—. Siento que suene a heroico, pero no es más que un rasguño. —Se puso de pie con facilidad y cogió su fusil—. Lo lamento, señores, pero ya es hora de continuar nuestro camino. ¿A qué distancia está la cueva, Louki?
Louki se frotó la áspera barbilla. Su sonrisa desapareció de pronto. Dirigió una rápida mirada a Mallory, y volvió a apartar la vista.
—¡Louki!
—Sí, sí, mayor. La cueva. —Louki volvió a rascarse la barbilla—. Pues está bastante lejos. En realidad está al final —terminó diciendo muy embarazado.
—¿Al mismo final? —preguntó Mallory con calma.
Louki asintió afligido, y fijó los ojos en la tierra, a sus pies. Incluso las guías de su bigote parecieron inclinarse.
—Muy cómodo —contestó Mallory con pesar—. ¡Excesivamente cómodo! —exclamó sentándose de nuevo en tierra—. Representará una gran ayuda.
Bajó la cabeza pensativo y no la levantó ni siquiera cuando Andrea sacó un Bren por un ángulo de la roca y largó una ráfaga colina abajo, más para desahogarse que con la esperanza de darle a nadie. Pasaron otros diez segundos, y Louki volvió a hablar, con voz apenas perceptible.
—Lo lamento de veras. Es terrible. Lo juro, mayor, que no lo hubiera hecho de no haber creído que estaban mucho más lejos.
—No es culpa tuya, Louki —Mallory se sintió enternecido ante la zozobra del hombrecillo—. Yo creí lo mismo —añadió tocándose el sitio donde había estado la hombrera de su chaqueta.
—¡Por favor! —exclamó Stevens tocando a Mallory en el brazo—. ¿Qué ocurre? No lo entiendo.
—Todo el mundo lo entiende, Andy. Es muy sencillo. Tenemos que andar media milla por este valle, y no hay ningún sitio donde poder refugiarnos. A los alemanes les faltan apenas doscientas yardas para llegar al barranco que acabamos de abandonar. —Hizo una pausa mientras Andrea disparaba otra ráfaga de desahogo, y luego continuó—: Continuarán haciendo lo que ahora hacen…, probar a ver si seguimos aquí. En cuanto crean que nos hemos ido, se presentarán aquí en menos que canta un gallo. Nos harán polvo antes de que hayamos llegado a la mitad del camino de la cueva…, pues ya sabemos que no podemos ir de prisa. Y traen consigo un par de Spandaus. Nos harán trizas con ellas.
—Ya comprendo —murmuró Stevens—. Lo explica usted con tanto optimismo, señor…
—Lo lamento, Andy, pero la cosa es así.
—Pero ¿no podría usted dejar un par de hombres a retaguardia mientras los demás…?
—¿Y qué le pasaría a la retaguardia? —le interrumpió Mallory secamente.
—Ya veo lo que quiere decir —dijo el chico en voz baja—. No había pensado en eso.
—No, pero lo pensaría la retaguardia. Es un buen problema, ¿no?
—No hay tal problema —anunció Louki—. El mayor es muy bondadoso, pues todo ha sido culpa mía. Yo…
—¡Usted, nada! —exclamó Miller, rabioso. Le arrancó a Louki el Bren de la mano y lo colocó en el suelo—. Ya oyó lo que ha dicho el jefe…, no fue culpa suya.
Louki le miró indignado durante un momento, y luego desvió la vista abatido. Parecía que iba a llorar. Mallory miró también al americano, sorprendido ante una vehemencia tan impropia de Miller. Pero ahora recordaba que Dusty se había mostrado extrañamente taciturno y pensativo durante la última hora. Mallory no recordaba haberle oído pronunciar una palabra en todo ese tiempo. Pero ya se preocuparía de ello más tarde. Habría tiempo.
Casey Brown acomodó su pierna herida, y dirigió una mirada llena de esperanza a Mallory.
—¿No podríamos quedarnos aquí hasta que estuviera oscuro…, bien oscuro…, y luego irnos…?
—Imposible… Hoy casi hay luna llena… y ni una nube en el cielo. Nos cazarían. Y lo que es más importante aún, tenemos que entrar en el pueblo esta noche entre la puesta del sol y el toque de queda. Es nuestra última posibilidad. Lo siento, Casey, pero su idea no nos sirve.
Transcurrieron quince, treinta segundos en silencio, y de pronto todos se sobresaltaron al oír hablar a Andy Stevens.
—Louki tenía razón —dijo muy apacible. Su voz era débil, pero habló con tan tranquila certeza, que todos los ojos convergieron repentinamente en él. Estaba apoyado sobre un codo y sostenía en las manos el Bren de Louki. La misma preocupación y concentración en el problema que se les presentaba les había impedido ver cómo alargaba el brazo para coger el fusil ametrallador—. Todo es muy sencillo —continuó Stevens tranquilamente—. Sólo es cuestión de pensarlo un poco… La gangrena ya ha pasado de la rodilla, ¿verdad, señor?
Mallory no dijo nada. En realidad, no sabía qué decir, pues la inesperada pregunta le había hecho perder el equilibrio. Se dio cuenta vagamente de que Miller le miraba, y de que sus ojos parecían rogarle que negara.
—¿Es así, sí o no? —En su voz había paciencia y una curiosa comprensión y, de pronto, se le ocurrió a Mallory qué contestar.
—Sí —contestó—, así es. —Miller le estaba mirando horrorizado.
—Gracias, señor —dijo Stevens sonriendo satisfecho—. Se lo agradezco muy de veras. No creo que sea necesario enumerar todas las ventajas de que yo me quede aquí. —Había en su voz un acento de seguridad que nadie había oído antes, la autoridad de un hombre que se considera dueño de la situación—. Ya era hora de que yo hiciera algo para mi sustento. No soy amigo de las despedidas, por favor. Déjenme tan sólo un par de cajas de municiones, dos o tres granadas de treinta y seis, y váyanse con Dios.
—¡Ni pensarlo! —exclamó Miller poniéndose de pie. Se detuvo de repente al ver el Bren que le apuntaba al pecho.
—¡Un paso más, y disparo! —dijo Stevens con calma. Miller le miró en silencio, y se dejó caer de nuevo en el suelo.
—Lo haría de veras, se lo aseguro —afirmó Stevens—. Adiós, señores. Gracias por todo lo que han hecho por mí.
Veinte, treinta segundos, todo un minuto de extraño, hechizado silencio, y Miller volvió a levantarse, con su alta figura de vaquero vestido de andrajos y su cara ansiosa, macilenta en la creciente penumbra.
—Hasta la vista, chico. Al parecer…, bueno, quizá no valga yo tanto como me creía. —Tomó la mano de Stevens, contempló el macilento rostro durante unos instantes, empezó a decir algo, y luego cambió de opinión—. Hasta la vista —dijo bruscamente. Y empezó a descender por el valle. Los demás le siguieron en silencio uno tras otro, menos Andrea que se detuvo un momento para murmurar algo al oído del chico, algo que arrancó una sonrisa y una señal de absoluta comprensión. Y ya sólo quedó Mallory. Stevens levantó la vista y miró sonriendo.
—Gracias, señor. Gracias por el apoyo. Usted y Andrea… ya me comprende. Siempre me comprendieron perfectamente.
—¿Quedarás… quedarás bien, Andy? —Y dijo para sí. «¡Santo Dios, qué estupidez he dicho!»
—De veras, señor, muy bien. —Stevens sonrió contento—. No me duele nada… no siento nada. ¡Es maravilloso!
—Andy, no quisiera…
—Ya es hora de que se vaya, señor. Los demás le estarán esperando. Si quiere encenderme un cigarrillo y disparar unos cuantos tiros cañada abajo antes de irse…
Cinco minutos después, Mallory alcanzaba a los demás, y a los quince llegaban a la cueva que conducía a la costa. Se detuvieron un momento a la entrada y escucharon el fuego intermitente del otro extremo del valle. Luego se volvieron sin pronunciar una palabra y se internaron en la cueva. Echado boca arriba, Andy Stevens escudriñaba la cañada ya casi a oscuras. Ya su cuerpo no sentía dolor alguno. Aspiró profundamente el cigarrillo, que tapaba con la mano, y sonrió mientras volvía a cargar el Bren. Por primera vez en su vida se sentía feliz y contento hasta lo indecible: era un hombre en paz, al fin, consigo mismo. Ya no tenía miedo.