3: Una música distinta

Fumé los pitillos y cuando llegó la lluvia volví a meterme dentro, guardé las pruebas en la sala del CID, recogí el coche y me fui a casa.

Las vacas se habían largado. Algún emprendedor había rascado y empaquetado las boñigas. La señora Campbell me contó con todo detalle lo de la gran escapada bovina, y que las preciadas rosas de Arthur habían quedado destrozadas y lo furioso que se iba a poner cuando volviera del mar del Norte, lo que no sucedería hasta dentro de otras dos largas semanas de soledad, añadió.

Fui a la cocina y me preparé un gimlet de vodka en vaso de medio litro. Eché unas patatas fritas congeladas en la freidora y volqué una lata de judías en un cazo. Freí dos huevos y me los comí con las patatas y las judías.

A las siete en punto me afeité y me puse una camisa limpia, los vaqueros negros, mis Dr. Martens y chaqueta de cuero. Encima me coloqué un chaleco de cuero negro. No tenía mal aspecto, pero quizás un toque excesivo a lo Han Solo, de modo que volví a colgarlo en el armario.

Salí. Un perro callejero se puso a seguirme. Labrador negro. Personaje de aspecto jovial. Por la urbanización Victoria había docenas de perros y gatos vagabundos que los niños del barrio alimentaban y a veces adoptaban.

Estaba ya a mitad de Barn Road cuando un tipo salió corriendo de su casa en camiseta blanca esgrimiendo un mazo de cinco kilos.

—¡Ahora sabrás lo que es bueno! —me gritó—. Ahora vas a saber lo que es bueno.

—¿Por qué?

—Tu perro acaba de cagarse delante de mi verja. ¡Por fin te he pillado, cochino cabrón! Tú y tu cochino perro. ¡Me lo vas a pagar, tío, ya lo creo que sí!

—Este perro no es mío —le dije.

Su consternación y desencanto no tuvieron límite. Sentí simpatía por él: no hay nada, nada de nada más deprimente en este mundo que darte cuenta de que el maldito villano que te ha estado atormentando va a escapar sin llevarse una buena patada en el culo.

Me preguntó si estaba seguro de que el perro no era mío pero me limité a seguir andando.

Pasé junto a un DeLorean estropeado en el Scotch Quarter, con las alas de gaviota levantadas y el motor trasero soltando vapor, lo que no tenía muy buena pinta.

El Dobbins estaba desierto y me senté junto a la enorme chimenea del siglo XVI. Pedí una Guiness, saqué la libreta y repasé las anotaciones del día. Doce páginas de apuntes. Un montón de signos de exclamación e interrogación. Aquél era un caso que ya empezaba a estar fuera de control.

Cuidé de mi pinta hasta las nueve y media.

No apareció.

—¡Al diablo! —dije, me levanté y eché a andar hacia casa por la calle West.

—¡Sargento Duffy! —me gritó.

Di media vuelta. Llevaba unos vaqueros viejos, una blusa roja y unas deportivas gastadas. No se había arreglado y llevaba el pelo mojado. ¿Impulso repentino?

Volvimos a entrar. Le pedí un gin-tonic. Y otra pinta para mí.

—Es un poquitín tarde para preguntarlo a estas alturas… —empecé.

—¿Qué?

—¿Cómo te llamas?

—Tengo que habértelo dicho —se rió.

—Pues no.

—Laura.

—Yo me llamo Sean.

—Ya lo sé. Aunque apuesto a que todos te llaman el feniano o el del pie cambiado o cualquier cosa así, ¿verdad?

—¿Quiénes? ¿Los otros polis?

—Sí.

—Pues no. Por lo menos no delante de mí. Los agentes me llaman Duffy o sargento Duffy. Pero para todos los demás soy Sean, excepto Carol, que me llama señor Sean porque es de Fermanagh. Sólo soy moderadamente exótico. El reclutamiento de católicos ha subido desde que la señora Thatcher tomó las riendas. Incluso los fanáticos más recalcitrantes van a tener que acostumbrarse muy pronto a nosotros.

No pareció muy convencida.

—Soy del CID, investigación criminal —le añadí como explicación—. Créeme, hay más de una salida. Hay departamentos más importantes que otros, y elegir entre detectives y polis de calle es el dilema histórico del madero.

—Si tú lo dices.

—¿Tú has tenido algún problema en la Facultad de Medicina por ser católica?

—¿Cómo sabías que era católica? Me llamo Laura, soy médico, ¿cómo…?

Le señalé el crucifijo.

—Los protestantes no llevan eso a no ser que tengan un miedo enfermizo a los vampiros.

—Tampoco se ven muchos policías católicos. ¿Tu padre era poli?

—¡No, Dios mío! Oficinista, y después procurador rural. ¿Y el tuyo?

—Médico rural.

Había dado exactamente un primer sorbo a su gin-tonic cuando le sonó el busca.

Fue hasta el teléfono.

Volvió lívida.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—El salón restaurante Peacock, en Belfast Sur —dijo con voz temblorosa.

—¿Bomba?

—Incendiaria.

—¿Cuántos?

—Seis abrasados vivos. Doce más en el hospital Royal Victoria. El forense jefe me ha pedido que ayude a la identificación de las víctimas por la mañana.

—¿Y qué has dicho?

—¿Qué se puede decir?

Se bebió el gin-tonic de un trago. La cogí de la mano para que dejara de temblar. La tenía fría.

—Salgamos de aquí —dijo.

En la calle West estaba lloviznando y se volvía a oír a lo lejos, distante y ominoso, el ruido de los disturbios de Belfast.

—Acompáñame a casa —me dijo.

La acompañé andando hasta uno de los pisos nuevos de Governor’s Place enfrente del castillo. Pusimos las noticias de la televisión. Hablaban de ello en los tres canales. Había explotado una bomba colocada junto a un barril de petróleo lleno de gasolina y azúcar: el napalm del IRA. Las víctimas no tuvieron ninguna posibilidad.

Al cabo de cinco minutos apagó la tele.

—Yo he estado en ese restaurante —dijo.

Se echó a llorar. La abracé.

—¿Te quedarás? —preguntó.

Me quedé.

Más tarde. En su dormitorio con vistas al puerto. Laura, dormida a la luz de la luna. Las luces del puerto fijas sobre el agua oscura. Un barco carbonero soviético amarrado en el muelle. Seis personas. Seis personas intentando atrapar un trozo de normalidad en un mundo anormal. Quemados vivos por incendiarios.

Tiocfadh ar la. Arriba la revolución. Nuestro día llegará.

Me pregunté por qué aquel objetivo en concreto. ¿Sería que no pagaban la cuota de protección? Tal vez sí, pero tal vez estuviera lleno de gente de la alta sociedad de Belfast y aquello resultara demasiado tentador para dejarlo pasar. Y además, estaba el asunto del barril de petróleo: maniobrar para colocar aquello en su sitio implicaba una planificación cuidadosa y muy probablemente de alguien de dentro…

Suspiré; todas ésas eran preguntas para un equipo de detectives diferente. Yo tenía mis propios problemas. La sábana había resbalado de la espalda de Laura. Miré sus largas piernas encogidas bajo los pechos. Le subí la sábana, me deslicé fuera de la cama, di un tirón a los vaqueros y el jersey. Me vestí, le cogí las llaves del tocador y salí a fumar un cigarrillo.

Agua. Reflejos. Líneas de luz dibujadas.

El silencio de las tres de la madrugada. Disparos esporádicos. Helicópteros.

Lo veía incluso aunque nadie más quisiera verlo. Aquello era el Götterdämmerung. Aquél era un tiempo de oportunidades para quienes quisieran caminar sobre la hierba, abarcar lo irracional, abrazar la oscuridad.

Bajé andando hacia el borde del puerto.

En algún sitio, mucho más abajo, oí música. No Puccini. El trío para piano en mi bemol de Schubert. Opus 100. El cuarto movimiento, cuando el piano ataca la melodía…

Miré el apartamento de Laura desde el exterior. Miré el pueblo dormido.

Fosforescencia de haces y bombillas.

¿Tú también estás aquí afuera, verdad, amigo? Estás despierto y te preguntas por mí. ¿Habrá recibido tu mensaje la pasma? ¿Saben lo que les tienes guardado?

Lo sabemos. Yo lo sé.

Eché a andar de vuelta al apartamento. Metí la llave en la cerradura.

Silencio.

El vestíbulo.

Silencio.

El dormitorio.

Silencio.

—¿Dónde has esta…?

—Chist. Duerme.

—¿Dormir?

—Sí. Duerme.

Y me metí junto a ella y ambos nos movimos de un sueño a otro.