13: Me besó y fue como un golpazo
Esperé en un cuarto de estar hecho trizas, entre ratas y excrementos humanos, parafernalia de drogas y palomas muertas. Fuera la lluvia caía con tanta fuerza que más parecía que era el odio y no la gravedad lo que se la llevaba hacia el polígono de Rathcoole.
Tenía una vista perfecta de la sala de billares y del triste pasaje comercial. Sólo el de las apuestas movía algo de negocio, pero eso no era nada sorprendente teniendo el derbi a las puertas y corriéndolo Shergar, ese precioso semental bayo que incluso 6 a 1 era un caballo para apostarle hasta la pensión.
Última hora de la tarde.
El ambiente de la sala de billares perdía gas y Billy se marchó en su Mercedes a las siete cero cero clavadas. Shane salió a las 7:01 con una cazadora de cuero por la cabeza en vez de un impermeable. Me subí el cuello de la zamarra y lo seguí a una distancia discreta, entramos en el polígono, fuimos por Doagh Road, cruzamos Abbots Cross (justo el sitio donde había nacido Bobby Sands), pasamos por el Whiteabbey Hospital y bajamos Station Road.
Se paró en el bar de la estación a beber una copa. Lo seguí al interior y me encasqueté un whisky contra el frío. Tenían puestas las noticias locales. Los asesinatos de Tommy Little y Andrew Young ocupaban ahora el sexto puesto en el orden de titulares. A nadie le interesaban. Me pregunté si eso encabronaría a nuestro criminal. Quizás fuera a más o quizás trasladase el juego al otro lado del canal, donde podría jugar con más éxito. La noticia duró menos de un minuto, incluyendo un comentario incendiario del concejal George Seawright, que dijo que a los homosexuales había que mandarlos a todos a un islote del Atlántico y dejarlos allí para que se murieran de hambre.
Conté hasta diez y salí tras él.
Fue mirando atrás de vez en cuando para ver si lo seguía alguien, pero ni una sola comprobó el otro lado de la calle, doscientos metros más atrás. Hay muchas formas de librarse de un perseguidor, pero se ve que él no conocía ninguna. «¿Quién crees que va detrás de ti, Shane, querido mío?». ¿O es sólo que te da miedo la oscuridad?
Torció a la izquierda por Shore Road y caminó casi medio kilómetro hasta llegar a Loughshore Park, unos agradables jardincitos verdes justo al lado del agua. Estábamos cerca de la Universidad del Ulster, pero en vez de hacer lo más lógico y torcer por Jordanstown Road, o seguir derecho, cruzó la ajetreada Shore Road y se metió en los urinarios públicos del parque.
Esperé a que volviera a salir.
No salió.
El viento azotaba las barcas de la ría y lanzaba agua pulverizada sobre la carretera. Me estaba helando y la lluvia me chorreaba por la nuca.
Vi que los urinarios también tenían una entrada por el lado del parque, así que crucé Shore Road y me puse a esperar debajo de una pequeña congregación de robles blancos.
«Por lo menos con esta lluvia esta noche no habrá disturbios», me dije. Y apuesto a que las mujeres de los obreros de la central eléctrica los habrán obligado a mantener el servicio de luz y calefacción. Pasaban los minutos. Por eso los polizontes necesitamos un libro. Un librito de bolsillo para llevarlo en la chaqueta.
Seguí allí plantado unos quince minutos largos. «¿Se habrá caído por el puto agujero?», musité. Y entonces empezaron a entrarme las más negras sospechas.
Al fin y al cabo seguíamos el rastro de un asesino…
Saqué el revólver de reglamento que llevaba en el impermeable y comprobé si las seis balas del 38 estaban en el tambor. Salí de debajo de las ramas y eché a andar hacia el meadero.
A mitad de camino vi que alguien salía de los retretes por el lado de Shore Road y se dirigía con mucha prisa a un coche aparcado en el que no me había fijado antes. Un Volkswagen escarabajo. Eché a correr, pero él también echó a correr para escapar de la lluvia.
Se metió en el Volkswagen y arrancó en dirección a la autovía M5 y las vías de acceso a Belfast.
«¡Jesús! ¡La has jodido bien, Duffy!», me increpé a mí mismo. Por querer estar seco me había metido debajo de los árboles en vez de quedarme en un punto equidistante de ambas salidas. «¡Qué puñetero idiota!», les dije a la lluvia y a las olas rompientes.
Ni siquiera tomé el número de matrícula, aunque si eran Shane y el coche de Shane sería bastante fácil de comprobar.
«Muy bien, muy bien, vamos a ver qué estuviste haciendo en esos retretes estos últimos veinte minutos», me dije al entrar con el arma empuñada.
Por alguna razón me esperaba a un yonqui, pero claro, lo que encontré fue a un mariquita.
Tendría diecinueve o veinte años, ojos azules, tez pálida, pelo negro con una especie de tupé a lo Elvis. Pómulos altos y uñas pintadas de rojo. Demasiado atractivo para no ser maricón. Llevaba cazadora de cuero, vaqueros y deportivas Converse: la vestimenta típica del chapero.
Miró mi 38 y lo aparté.
—¡Aaah, un policía! —dijo en plan lánguido.
—Bueno, no soy tu hada madrina.
Dio un paso hacia mí.
—Mírate, sí que vas de duro —dijo.
—¿Y tú no eres un valiente? ¿Cómo te llamas?
—John Smith. Pero puedes llamarme Johnnie.
No parecía nada preocupado de que pudiera pegarle un tiro o destrozarle la rótula. Aquellos urinarios debían de ser un lugar de citas muy conocido por los maricas. Me fijé en las pintadas de la pared: los típicos Papa jódete, Recuerda 1690, UVF, UDA, UFF, pero no tantas como se podría esperar tan cerca de Rathcoole.
—¿Quién era ese que acaba de estar aquí? —pregunté.
—¿Cómo se llama?
—Sí, cómo se llama.
—Lo he visto por ahí, madero, pero no sé cómo se llama. La verdad es que no es mi tipo.
—¿Y qué estaba haciendo aquí?
—Ya sabe lo que estaba haciendo —dijo el chiquito con una sonrisa.
—No me vengas con jueguecitos, colega, o te suelto una en toda la cabezota, joder.
—¿Eso es lo que a ti te pone?
—Muy bien, encanto, se acabaron las frasecitas ingeniosas. Apóyalas contra la pared, bien estiradas —le dije.
—Ésta no es la primera vez que oigo eso esta noche.
Le sujeté la cara contra los azulejos, lo cacheé y lo registré. Llevaba unas cien libras en un bolsillo de la chaqueta y una bolsa diminuta de resina de cannabis envuelta en papel de celofán en el otro. No lo suficiente para interponerle una denuncia por tráfico y desde luego nada que compensase el lío de papeleo.
—¿De dónde has sacado esto? —le pregunté.
No me contestó. Volví a sacar el 38 y le clavé el cañón en un carrillo.
—¿De dónde lo has sacado?
—De él —dijo—. Del que me decías antes.
Asentí y me guardé el cannabis en el bolsillo del abrigo.
—¿Qué quería de ti? —pregunté.
El muchacho se dio la vuelta y me miró.
Una mirada larga y escrutadora. Incluso entre tanta oscuridad tenía unos ojos muy azules. Se acercó un paso más y apartó el revólver con un dedo de manera que ya no le apuntase a él.
—Lo mismo que quieres tú —dijo.
Me pasó una mano por detrás del cuello, tiró de mí hacia adelante y me besó en los labios. Me eché atrás, asustado, horrorizado. Mantuvo la presión sobre la nuca y volvió a besarme, primero suave y después con más intensidad mientras me acariciaba el pelo con los dedos.
—¿Pero qué coño haces? —resoplé.
—Si quieres marcharte, mejor te marchas ahora, poli —dijo.
Pues claro que quería marcharme. Pero seguí donde estaba.
Me pasó las manos por debajo de la camisa y por la espalda. Parece una chica, me dije. Salvo que no lo parecía para nada.
Exploró mi boca con la lengua.
Me sentí confuso, culpable, con hambre de más.
—No soy gay —dije.
—Cállate y disfruta.
Le pasé la mano por la columna. Le agarré aquel trasero prieto, femenino.
Cerré los ojos.
Lo dejé besarme.
Me relajé.
Aguantamos un momento la respiración.
—¿Qué? —me dijo, y apoyó la cabeza en mi frente y sonrió.
—Esto será algo nuevo para la próxima vez que vaya a confesarme —dije.
Se rió.
—¡Un chico católico! ¡Qué encantador!
—Mejor… mejor que me vaya —musité.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—A lo mejor la próxima vez, entonces.
—A lo mejor.
Me hice andando los once kilómetros que hay hasta Carrickfergus por la Shore Road.
La lluvia azotaba. Intenté tomar un taxi, pero no paró ninguno y todos y cada uno de los teléfonos del recorrido estaban destrozados por los vándalos.
Me metí en el Dobbins, pedí una pinta de Guiness y me senté junto al fuego soltando vapor. Era el único cliente. Me quedé contemplando las llamas, el hogar ennegrecido y las briquetas de turba que se iban poniendo grises y después blancas.
Todos los quioscos de prensa estaban cerrados, así que pedí a Derek, que estaba detrás de la barra, que me vendiese papel de fumar, cerillas y un poco de tabaco de pipa suelto. Me fui andando al castillo de Carrick, hasta dar con los peldaños de los contrabandistas que llegaban hasta el agua negra de la ría. Amparado por el gran muro exterior del castillo y sus ochocientos años, preparé el papel y eché encima el tabaco aplastado. Saqué la resina de cannabis del celofán, la calenté a la llama de una cerilla y desmenucé la mitad entre el índice y el pulgar dejándolo caer sobre el tabaco. Lo removí con el dedo para mezclarlo un poco y enrollé el papel.
Encendí la punta del canuto y me senté a mirar el tráfico de la ría y algún helicóptero ocasional que saltaba de punto crítico en punto crítico. El cannabis era potente, y ya iba más que puesto cuando eché a andar a través del aparcamiento del puerto y por Marine Highway hacia el apartamento de Laura.
Llamé a la puerta. Llamé y llamé y llamé.
Había empezado una tormenta y los rayos herían los pararrayos en la zona del condado de Down, al otro lado del estuario. La lluvia caía fría y horizontal.
Me abrió la puerta.
Llevaba una bata oriental y la cabeza con el pelo mojado envuelta en una toalla de esa forma que sólo las mujeres saben hacer.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó.
—No lo sé… ¿Qué quiere todo el mundo? Heidegger dijo que después del ser la muerte es el hecho central de la vida. No podemos experimentar nuestra propia muerte, pero sí tenerle miedo.
Meneó la cabeza a los lados.
—No, Sean, que qué quieres de mí. ¿Qué haces aquí?
Un mechón de pelo suelto se le escapó de la toalla. Con aquellas pintas estaba preciosa.
—El cine —dije—. La película esa de la carrera de carros. Vamos a verla antes de que pongan una bomba en el cine.
Cruzó los brazos sobre el pecho y bufó.
—Recibí las flores —dijo.
—¿Puedo entrar? —pregunté.
Negó con la cabeza, pero sonrió.
—Llámame. Dentro de uno o dos días —dijo. Y cerró la puerta.
Me fui andando hasta la comisaría. El piso de arriba estaba a oscuras. Revisé mi mesa: un fax de la Special Branch en respuesta a un telex de Matty. No sabían nada de Freddie Scavanni ni habían oído rumores de que Tommy Little tuviera que ver con la Force Research Unit del IRA. Eso decían. Unos genios.
Volví andando a Coronation Road, cruzando las vías del ferrocarril.
Me paré en Barn Halt. Crucé los raíles para pasar al andén con dirección a Belfast.
Una chispa cayó sobre el pararrayos de la chimenea de doscientos metros de la central térmica de Kilroot.
«La madre está en el tren, mira por la ventanilla buscando a Lucy, pero no la ve. ¿Cómo cojones no la ve? Un tío de un coche la vio apenas unos segundos antes», pensé.
Fui hasta el pequeño refugio. Básicamente no eran más que tres paredes y un tejado. Imposible esconderse allí.
—¿La abdujeron los putos extraterrestres? —grité al vacío.
Me quedé allí plantado, empapándome, asqueado de mi propia zoquetería.
Entré en el refugio y volví a encender el porro. Me senté en el cemento.
El tren del ferry pasó volando a toda velocidad de Belfast a Larne.
El tren del ferry. Otra vez. El tren del ferry.
¡Claro!
La razón por la que su madre no la vio fue porque no iba hacia Belfast. Estaba en el andén, por supuesto… pero en el otro andén. El tipo del coche la habría visto esperando el tren, pero lo esperaba del otro lado de las vías. A su madre le había dicho una mentira. No iba a Belfast, iba a Larne.
Iba a Larne para tomar el ferry de Escocia.
El especial abortos.
¿Qué fue lo que dijo? «Puede que me quede con unas amigas, pero estaré de vuelta el día de Navidad por la mañana».
Tren a Larne. Ferry a Stranraer. Ferry a Larne. Tren a Carrickfergus. A casa por Navidad. Tenía planeado un aborto. Pero sucedió algo. Y se esfumó. Huumm. Tiré la colilla del porro a las vías del tren y eché a andar hacia casa por la avenida Taylor y Barn Road.
A pesar del aguacero, los del DUP estaban de campaña electoral en la urbanización Victoria. El propio Dr. Ian Paisley subido en un camión de carbón.
—¡No permitáis que el gobierno británico se ponga de rodillas ante los terroristas! ¡Votad al DUP! —bramaba Paisley con una voz de profeta del Antiguo Testamento. Detrás de Paisley estaba el concejal George Seawright, que en realidad era de Glasgow pero ahora se había convertido en el militante más aguerrido y enloquecido de todas las estrellas en alza del Democratic Unionist Party. Docenas de miembros de la seguridad del DUP caminaban alrededor del camión de carbón. Y detrás de ellos iba otro camión de carbón cargado hasta arriba de pilas de cajas de alimentos y leche que regalaban a todos cuantos les pedían una. Las cajas llevaban impresas las palabras «Excedentes de la CEE. Prohibida la venta».
Bobby Cameron me hizo señas de que me acercara al camión.
—¿Te gusta el beicon? —preguntó.
—¿Y a quién no?
—A los putos judíos y a los putos musulmanes, tío —dijo, y me ofreció una caja de beicon alemán. Dije que no con la cabeza—. Llévatelo —insistió.
—Gracias —dije, y cogí la caja—. Por cierto, Bobby, los tiempos están siendo muy duros, así que igual podríais pensaros mejor las tarifas que cargáis por la protección en esta zona.
—¿Se te han estado quejando?
—Nadie se me ha quejado, pero son tiempos duros.
Lo dejé allí y me fui a casa. Metí el beicon en la nevera, cogí un libro al azar, puse Liege and Lief en el equipo de música, subí arriba, encendí la estufa de parafina y abrí el grifo del baño.
Pensé en él. En lo que acababa de pasar. No había forma de eludirlo. «¿Qué coño he hecho?», me dije para mis adentros. ¿Era gay? ¿Homosexual? ¿Marica? Bueno…
Al contrario que esos locos protestantes, yo necesitaba hablar con alguien, pero no tenía a nadie. Calenté y desmenucé el resto del cannabis, lo eché en un papel de fumar relleno de tabaco y me metí en la bañera. Me fumé el petardo envuelto en los vapores de la parafina y abrí el libro. Era un tomo de poesía alemana. Un regalo de cumpleaños de un tío mío que nunca había abierto.
Leí a Goethe. A Schiller. A Novalis.
Nach innen geht der geheimnisvolle Weg, decía el poeta.
Hacia dentro va el camino henchido de misterio.
En efecto.