FINAL DE UNA MISIÓN

UNA MAÑANA, Malda recibió la visita de Zakir, el embajador babilonio. Llegó conduciendo su magnífico coche. La joven lo llevó hasta el potrero para que viera los caballos. Zakir los estuvo observando con interés, mas de pronto dijo:

- No vengo a comprar ningún caballo; quiero proponerte un negocio: que me compres mi coche y otros dos iguales de mis amigos.

- ¿Con los caballos?

- Sí, con los caballos. Todos son animales de cinco a seis años.

- Es que yo no trafico en coches…

- Puedes empezar a hacerlo. Aquí el que quiera comprar un coche tiene que ir a Tuspa. Y si de Tuspa vienen a comprarte caballos…

Malda rió:

- Bueno, es que muchos de mis caballos yo los compro en Tuspa…

- Es lo mismo. Tú tienes un negocio acreditado. Puedes vender muy bien estos coches.

- Si no estoy equivocada son de los embajadores de Babilonia.

- Yo soy el bienquisto Zakir, uno de ellos.

- ¿Y no los necesitaréis para regresar a vuestra tierra… ?

- Tenemos nuestros caballos de montar.

Malda pensó que aquellos tres suntuosos coches podían ser la base de su viejo proyecto carrocero. Cierto que con el fin de la guerra había muchos carros militares en comercio, pero eran carros bastante deteriorados y no disimulaban su función militar. Incómodos y nada bonitos.

- No me animo a comprarlos, pero si el precio no fuera excesivo…

- Antes de decirte el precio, pruébalo. Podemos dar un paseo.

Malda y Zakir subieron al coche. La joven llevaba las riendas del tiro.

- Verás qué suavidad de caballos.

Entraron en la ciudad, recorrieron la vía Real, siguieron por la calzada baja del Cantil, dieron la vuelta, tomaron el paseo de los Mercaderes y entraron en el barrio de los Tintoreros. Los caballos mantuvieron constantemente el mismo paso, un trotillo propio para pasearse por la ciudad. Se lo dijo a Zakir, y éste repuso:

- Vámonos al monte y verás cómo galopan. Estos caballos están muy bien enseñados y en ciudad llevan un paso comedido y elegante, pero en cuanto pisan camino o tierra rural, no hay caballo que los alcance.

Zakir exageraba, pero las bestias se conducían bien en el campo, y en el camino real, a tramos pedregoso, alcanzaron una buena marcha. Malda se entusiasmó. Pero debía aclarar algunas cosas. La primera, el precio. Zakir le había insinuado que sólo uno de sus caballos de tiro valía lo que cinco del potrero. Luego, ya de vuelta en la casa y después de tomar otros sorbos de vino, Zakir dio el precio. Malda se escandalizó. Mas el embajador le aseguró que eran regalados. Y precisó: «En caso de que te interesen haremos la operación de esta forma: Nos das las tres cuartas partes de su valor a título de pignoración, de modo que nosotros podamos servirnos de los coches los días que aún estemos aquí. Una vez que hayamos concluido nuestra misión te los entregamos y tú nos das el resto.»

El negocio no era muy claro y cuando Belnirari llegó a verla al mediodía Malda le explicó el asunto, pidiéndole consejo.

- No te extrañe. Ellos necesitan los coches por si la señora los recibe, que me parece que no. Recibirlos sería tanto como reconocer a Marduk-apla-usur como rey de Babilonia. Y no lo hará hasta que el rey le mande el tributo. Puede ser dentro de unas semanas o pasados meses…

La joven le explicó su viejo, casi infantil proyecto de establecer un negocio de coches. En Bit Sammuramat ya no escaseaban como en los días de la guerra, pero los que se veían en las calles eran carros de guerra mal adaptados a las necesidades civiles. Toscos, sin decorar y a veces con ruedas desvencijadas; incómodos y feos. Y los coches de los embajadores eran una filigrana.

- Sí pretendes.abrir ese negocio, es la ocasión; pues los coches son muy baratos. En seguida que los pusieras en venta te los quitarían de la mano.

- No pienso vender ninguno hasta que me hayan fabricado cuatro o cinco. No pienso hacerlos tan lujosos. Sí, el antepecho de bronce pero con un cincelado muy escueto, el sillín almohadillado, el parasol menos lujoso, pero muy bien pintados. Nada de incrustaciones de lapislázuli y marfil. Mira: con un carrocero que me traiga de Tuspa, dos ebanistas, un herrero y un pintor puedo construir dos carros por semana.

- Y con quince coches que hagas, cierras el negocio porque no hay clientes para más.

- ¿Que no? Los llevo a Tuspa, a Khusbina, incluso a Menuashe… Pero aquí mismo, la población aumenta día a día… y ya habrás visto el lujo de los bazares y tiendas de la calle de los Mercaderes. ¡Ah, otra cosa! Los embajadores serán los propietarios de los coches, ¿verdad?

- No. Pertenecen a las caballerizas del palacio real de Babilonia. Mas en las condiciones en que se encuentran, nadie les reprochará que los hayan vendido…

Luego, Malda le preguntó si se sabía algo del escriba desaparecido. El tal Mushezib se había hecho ojo de hormiga. Este incidente era la comidilla de Bit Sammuramat y continuaba distrayendo a la aburrida población aun en los días de luto.

PASADOS LOS DUELOS Y reanudadas las actividades, Malda y Zakir se fueron al escriba de la ciudad para formalizar la pignoración de los coches, pignoración que un mes después se convirtió en venta definitiva. El tributo del rey de Babilonia no llegaba a Bit Sammuramat y Semíramis no recibió a los embajadores; primero, por haberse interpuesto la ley de los duelos, y después porque irritada por la morosidad de Marduk-apla-usur, decidió olvidarse de ellos.

La situación de éstos fue empeorando día a día hasta sumirlos en la más estrecha penuria. Alhajas, objetos personales e incluso los suntuosos vestidos fueron a parar a la calle de los Mercaderes. Aquellas personas, como Akkados, que tenían amistad con ellos los ayudaron con discreción y concluyeron por cerrar la bolsa a sus demandas de préstamo, no tanto por cansancio o indiferencia como por no llevarle la contraria a Semíramis.

En los tres hombres trataron de hacer frente a la situación recurriendo a sus dotes y habilidades. Eribanasir sacaba algunos cobres dando clases de acadio y Zakir acudía al mesón de Tim para desplumar a los forasteros incautos que caían en las redes del juego. El menos hábil era Alpisin, el amigo de infancia de la patesi, quien con los años había perdido facultades para conquistar a las mujeres. Además en Bit Sammuramat, recoleta y morigerada, no había ambiente propicio para galanteos productivos. Por desgracia, los ingresos de Eribanasir fueron disminuyendo, pues sus eventuales discípulos no entraban en posesión del acadio purísimo que hablaba y corrían el riesgo de perder su lenguaje popular. Y en el mesón de Tim terminaron por prohibir la entrada a Zakir.

Los tres embajadores deambulaban, solos, cada uno por su lado por la ciudad. Su última misión era exhibir la miseria a que les había reducido la patesi. Zakir, cuando se encontraba con un individuo que le invitaba a unos tragos, vociferaba contra Bit Sammuramat y recitaba gesticulante epigramas que ponían en solfa a Semíramis. Con esta conducta de desvalidos creían minar el prestigio de la patesi. Pero se equivocaban.

Ellos mismos, sin darse cuenta, se iban degradando. La gente se olvidó de su calidad de embajadores y empezó a verlos como tipos pintorescos y descalificados, como parias errabundos y mucho antes de lo que podían imaginarse perdieron esta baja condición para confundirse en el anónimo de la población. El grupo se desintegró hasta el extremo de que pasaban muchos días sin que se vieran ni tuvieran noticias el uno del otro. Se perdieron en esos caminos oscuros y tortuosos que conducen a las faenas vulgares que procuran un parco sustento. El propio gobernador Asurbeliusur, que tan menuda cuenta llevaba de los pasos de todos los ciudadanos, concluyó por perderlos de vista.

El último informe que le dieron sus agentes registraba la presencia de Zakir en un huerto de las afueras de la ciudad levantando con otros braceros la cosecha; la de Eribanasir en un almacén de cueros de La Ribera y la de Alpisin en la casa de un nuevo rico que lo empleaba como espolique. Mas cuando al fin llegó a Bit Sammuramat la delegación babilonia con el tributo que Semíramis había impuesto a Marduk-apla-usur, ninguno de los embajadores se encontraba en los sitios y empleos registrados en el palacio del gobernador.

Éste se vio en un aprieto para localizarlos, a fin de que se presentaran en palacio. Y a los tres días de búsqueda hubo de presentarse ante la patesi cariacontecido:

- No aparecen.

Semíramis lanzó tal mirada al gobernador que éste se consideró destituido:

- Conque no aparecen. En Bit Sammuramat, donde reinan una paz y orden absoluto, donde según tú no se comete ni el más leve delito, tres hombres, conocidos por toda la población, no aparecen. Se van sin dejar rastro, como lo hizo el escriba…

- Perdón, señora. Irse no se han ido. De esto estoy seguro. Pero…

- No aparecen ¿verdad? ¿No los tendrás escondidos bajo la túnica?

- Señora…

- Te doy un plazo de sol a sol para que los traigas a palacio.

No fue de sol a sol. Asurbeliusur tardó dos días en dar con los babilonios. Y dio con ellos porque los embajadores, en la rabieta de su dignidad menoscabada, quisieron abandonar Bit Sammuramat sin darle ocasión a Semíramis de excusarse. Convinieron en regresar a Babilonia con la delegación que había traído el tributo. No tenían necesidad de disfrazarse pues las penurias y el desaseo los hacía irreconocibles. Se agregaron a la delegación como espoliques. Mas Asurbeliusur tenía razón cuando afirmaba que en Bit Sammuramat no entraba ni salía nadie sin su consentimiento. Los agentes que hacían servicio en la puerta de la ciudad observaron que los ocho individuos que componían la delegación babilonia había aumentado a once. Y como hubo que aclarar las cosas, los once sujetos fueron conducidos al palacio del gobernador. Allí no faltó quien identificara a los tres embajadores. Se condujo a los dos delegados y a sus seis custodios a la puerta de la ciudad y se encerró en las mazmorras a los tres embajadores. AsurbeIíusur se presentó a la patesi:

- Los embajadores babilonios están a tu disposición, señora.

- ¿Han venido contigo?

- Están encadenados en la mazmorra…

- ¡Son embajadores!

- Son delincuentes. Pretendían salir clandestinamente de Bit Sammuramat. Se habían agregado al séquito de los delegados.

Asurbeliusur no sabía la causa de conducta tan peregrina, y Semíramis, que no estaba de humor para conjeturarla, le dijo al gobernador que los dejara en libertad. Debía proveérseles de la cantidad de siclos necesaria para el viaje de retorno y del séquito custodio que habían dejado en La Ribera.

Al día siguiente la embajada babilonia salió de Bit Sammuramat en la casi totalidad de sus miembros, sólo mermada con el desaparecido escriba Mushezib.