Capítulo XV

Gloxíneas y lirios. El seductor Signor Pompeo. Chiquita divide su corazón. Celos y escaramuzas. Sus amantes se alejan. La reconcentración de Weyler, «el Carnicero». Frustrante visita a Liliuokalani, ex reina de Hawai. Una misiva inesperada. Las penas de Mundo. Mister Hércules se da la vuelta. Encuentro con Lavinia y Primo Magri. Frank C. Bostock, «el Rey de los Animales». La perla.

Chiquita nunca le hizo mucho caso a la frase «un año se va volando» hasta que se percató de que junio de 1897 se acercaba a su final. Ya llevaba doce meses en Estados Unidos, el contrato con Proctor estaba a punto de concluir y todavía el empresario y ella no habían llegado a un acuerdo para prorrogarlo. Proctor no quería perderla, pero pensaba que, después de tenerla durante tantos meses en Nueva York, ya era hora de presentarla en sus teatros de otras ciudades.

A Chiquita la idea de convertirse en una especie de gitana y deambular de un lado para otro no la entusiasmaba en esa época. Sí, deseaba viajar, mas no por Estados Unidos. Su sueño era atravesar el océano y llegar a Europa. Pero antes de contar lo que decidió, se impone hacer referencia a ciertos sucesos que ocurrieron después que se despidió de la Bella Otero con la promesa de que volverían a verse en París.

Comencemos por su vida amorosa. Patrick Crinigan fue dueño del corazón de Chiquita hasta que, inesperadamente, tuvo que conformarse con reinar sólo en una aurícula y un ventrículo, pues los otros le fueron arrebatados por un pequeño contendiente: el Signor Pompeo.

Todo empezó la noche en que varios integrantes de la compañía I Piccolini acudieron al Palacio del Placer. Los italianos habían desembarcado a fines de octubre, llevaban ya un mes presentándose en el teatro de Pastor en Union Square y, hartos de oír hablar maravillas de Chiquita, quisieron ver su espectáculo. Con Franz Ebert y Die Liliputaner, los alemanes que triunfaban en el Olympia de Hammerstein, habían coincidido en diversas capitales del Viejo Mundo y estaban al tanto de lo que podían dar.

Antes de empezar la función, la cubana fue advertida de que sus rivales se encontraban en uno de los palcos. Por eso, lo primero que hizo al salir al escenario fue buscarlos con el rabito del ojo. Allí, observándola con frialdad, estaban las principales figuras de la troupe: el Signor Piccollomini y su prometida la Signorina Brunella, los gemelos Nicolai y Endree, la Principessa Valentina y el más chico de todos, el Signor Pompeo, que presumía de tener apenas veintisiete pulgadas de estatura. Cuando Chiquita concluyó su primera canción, los artistas de Pastor permanecieron impasibles. Sólo Pompeo, para estupor de sus acompañantes, se puso de pie, la aplaudió a rabiar y le chilló un sonoro bravissimo.

A la mañana siguiente, un empleado de The Hoffman House subió a los aposentos de la cubana un precioso arreglo de gloxíneas y lirios acompañado de una tarjeta del Signor Pompeo. Ese fue el primero de varios arreglos, todos de gloxíneas y lirios, y la primera de varias tarjetas portadoras de mensajes románticos. Halagada por la puntualidad con que llegaban las flores y por la vehemencia con que Pompeo suplicaba ser recibido, Chiquita decidió invitarlo a tomar el té una tarde. Por supuesto, a espaldas de Crinigan, quien nada sabía de aquel asedio.

Pompeo la impresionó gratamente: tenía unos expresivos ojos negros, un coqueto bigotico y una dentadura resplandeciente. Mientras hablaba, movía las manos con expresividad y por cualquier motivo dejaba oír una risa aguda, vivaracha y contagiosa. Vestía como un dandy, sus joyas eran de primera calidad y Chiquita comprobó enseguida que estaba habituado a que las damas se rindieran ante sus encantos.

En su primera visita, le llevó una caja de bombones de Bruselas y un tomito de tres por cinco pulgadas, titulado Sfortunato cuore, con versos de amor escritos por él mismo. Sin esperar a que su anfitriona se lo pidiera, se echó a sus pies y le leyó algunas poesías, aderezándolas con miradas ardientes. Luego la puso al tanto de lo que sentía por ella. No, no era simplemente que le gustara, se apresuró a aclarar. Era un sentimiento más profundo e imperioso. Un lazo invisible los ataba: ¿acaso no podía advertirlo?

—Eres la mujer de mi vida —le dijo, besando sus manos—. Lo supe desde que el Tío Sam abrió el cofre y asomaste la cabeza.

Para enfriarlo, Chiquita le advirtió que tenía un vínculo sentimental con otro caballero. «¿Liliputiense?», preguntó Pompeo en el acto, y cuando supo que se trataba de un hombre de talla normal, sonrió con condescendencia. «Lo amo», recalcó ella. Pero eso tampoco pareció desalentarlo. ¿Y qué? A él no le importaba compartir durante un tiempo las caricias de su Piccoletta, declaró sin inmutarse. Estaba convencido de que cuando lo conociera mejor (y al decir mejor, sus ojos refulgieron con malicia), no vacilaría en prescindir del otro.

—Es muy sencillo —exclamó, señalando el gran espejo que los reflejaba—. Dios nos hizo el uno para el otro. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta.

Chiquita contempló, sobresaltada, sus imágenes de similar tamaño. ¿Pompeo tendría razón? Dos visitas más tarde, se animó a averiguarlo. Ordenó a su primo y a Rústica que se fueran a darle la vuelta al monumento al general Worth y, luego de hacerse de rogar un poco, permitió que el italiano la abrazara por el talle y le diera media docena de apasionados besos. Esos besos, húmedos y ardientes, la decidieron a llegar más lejos. Y es que sólo entonces descubrió lo que era besar como Dios manda: uniendo los labios y separándolos para permitir que una lengua puntiaguda e insistente, que le recordó una culebrita traviesa, buscara la suya y la acariciara. Qué diferentes a los besos que le daba Crinigan con su bocaza amenazadora, que parecía querer tragársela, y su lengua gigantesca y torpe.

Cuando Pompeo le propuso que se desnudasen, comprobó que no había exagerado al decir que estaban hechos uno a la medida del otro. Supo lo que era compartir un verdadero abrazo y sintió por primera vez, sin temor a ser asfixiada o a que le rompieran algún hueso, el peso de un hombre tendido encima de ella. Después de prodigarle las más atrevidas caricias —no, no había exagerado: en verdad era un consumado amante—, el casanova la penetró con una pizca de violencia que arrebató a Chiquita. Vientre contra vientre, se acoplaron deleitosamente y ejecutaron las más pasmosas acrobacias, proezas impensables en sus encuentros con el irlandés, donde cada postura y cada movimiento tenían que estudiarse de antemano para poder hacer posible lo imposible.

Durante varias semanas, Chiquita se las ingenió para atender a sus dos galanes sin que Crinigan sospechara de su affaire con Pompeo, y pudo compararlos y sopesar sus virtudes y sus defectos. Pese a la desenvoltura de que hacía gala y a su barniz de hombre refinado, con el italiano resultaba imposible sostener un diálogo medianamente inteligente. Por lo general, sus conversaciones giraban sobre dos únicos temas: los chismes del mundo del espectáculo (en particular la competencia entre los liliputienses) y la necesidad de ganar cada vez más dinero para poder darse todo tipo de lujos y placeres. Su banalidad y su escasa cultura la exasperaban. Claro que su desempeño en la cama compensaba con holgura esos y otros defectos. En ese terreno, el líder de I Piccolini era un as. En la intimidad, olvidaba los buenos modales, empleaba un lenguaje soez y le exigía a su amante el comportamiento impúdico de una ramera. Chiquita notó, sorprendida, que ser zarandeada, recibir nalgadas y que le dijeran «sucia mujerzuela» y «marranita insaciable» podía resultarle muy excitante.

Crinigan, en cambio, ni en sus momentos de mayor lujuria dejaba de ser un caballero. La trataba con una delicadeza que a veces podía resultar exasperante, sobre todo a la hora de introducirle su llavecita. ¿Actuaría así con todas las mujeres o era el temor a hacerle daño lo que lo impulsaba a ser tan cuidadoso? Le daba placer, sí, pero no era lo mismo… Ahora bien, si cuando estaba en la cama con el irlandés echaba de menos las groserías que su otro amante le decía y la naturalidad con que sus cuerpos se empalmaban, Crinigan aventajaba a Pompeo, con creces, en inteligencia y sensibilidad. Con él podía hablar, sin aburrirse nunca, de cualquier tema: desde el triunfo de McKinley, el «ídolo de Ohio», quien acababa de derrotar en las elecciones presidenciales al demócrata Bryan, hasta el último libro de Mark Twain o el descubrimiento de los yacimientos de oro de Yukón.

Un día, Crinigan se apareció en The Hoffman House sin previo aviso, irrumpió como una tromba en el dormitorio de Chiquita y la encontró en la cama, interpretando un complicado pas de deux con Pompeo. El irlandés estuvo a punto de lanzar al enano por la ventana, pero Chiquita logró apaciguarlo y hacerlo entrar en razón. Sí, lo había traicionado y se disculpaba por ello. Pero era hora de hablar claro: tanto Pompeo como él le resultaban indispensables. Cada uno le daba algo de lo que el otro carecía, y no quería prescindir de ninguno de los dos. Tras discutir el asunto como personas civilizadas, llegaron a un acuerdo: los dos hombres se tolerarían y Chiquita repartiría su tiempo, equitativamente, entre ambos.

—Acepté ese ofensivo arreglo porque te amo demasiado —le dijo Crinigan en la primera oportunidad que estuvieron a solas—. Y también porque pensé que, cuando terminen su contrato con Tony Pastor, I Piccolini regresarán a Italia, y entre tú y yo todo volverá a ser como antes.

Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas. Pompeo estaba empeñado en que Chiquita rompiera su contrato con Proctor al finalizar enero, se uniera a su compañía y viajara con él al viejo continente. Los nombres de ambos encabezarían todos los carteles y la gente repletaría los coliseos para escucharlos cantar a dúo. Ella lo dejaba hablar, pero la idea le parecía absurda. Por una parte, estaba al tanto de que I Piccolini cobraban sólo 3.500 dólares a la semana, y por otra, no se imaginaba interpretando canciones napolitanas ni haciendo acrobacias sobre el lomo de un pony japonés, como la Principessa Valentina. ¿Qué sentido tenía renunciar a su prometedora carrera como prima donna, y a unos magníficos honorarios, para convertirse en una más dentro de una troupe?

Pese a sus promesas de ignorarse y de no dejarse arrastrar por los celos, el gigante y el pigmeo empezaron a hacerse horrores. El irlandés le pagó a unos compatriotas suyos para que asistieran a las funciones de I Piccolini y abuchearan cada vez que Pompeo saliera a escena. Este no lo pensó dos veces y contrató a unos maleantes para que le dieran una paliza a su rival. La venganza de Crinigan fue terrible: sobornó a un camarero del hotel donde se hospedaba el artista para que echara un poderoso laxante en la salsa de sus spaghetti. Como resultado de ese diabólico plan, el liliputiense pasó veinticuatro horas confinado en el toilette. Pero su respuesta fue contundente: aún no se había recuperado del todo, cuando el periodista recibió en la redacción del World una caja envuelta en papel de seda y adornada con un lazo que imitaba las hojas de una hiedra. Al abrirla, convencido de que era un presente de Chiquita, descubrió que estaba llena de excrementos.

Aunque Chiquita ponía cara de enojo cuando los regañaba por esas y otras escaramuzas, lo cierto es que sus niñerías la halagaban y que se divertía horrores contándole a Rústica las estupideces que eran capaces de hacer los hombres por culpa de los celos.

En febrero de 1897, después de cumplir su contrato, I Piccolini regresaron a Italia. Antes de irse, el Signor Pompeo usó todos los argumentos imaginables para tratar de que su Piccoletta dejara plantados a Proctor y a Crinigan y lo siguiera. Finalmente, tuvo que darse por vencido y se subió al barco muy acongojado. Chiquita no sintió demasiada pena por él. Sabía que la tristeza sólo le duraría hasta que pusiera los ojos en otra mujer, y eso, con lo donjuán que era, no iba a tardar mucho. Así que esa noche, cuando se reunió con el irlandés, le anunció que volvía a ser el único dueño de su corazón. Para su sorpresa, la noticia no lo entusiasmó gran cosa.

—El periódico me manda a Cuba como corresponsal —le dijo con gravedad—. Si no existieras, estaría dando saltos de alegría, porque viajar a tu isla y enviar noticias desde allí es hoy por hoy el sueño de cualquier reportero; pero la idea de alejarme de ti me tiene destrozado…

Chiquita le aseguró que una breve separación no podría estropear lo que existía entre ellos. Cuando volviera, reanudarían su romance y todo seguiría igual. Crinigan asintió, aunque no muy convencido. ¿Cómo estarlo, después del desliz con el italiano? Su único consuelo era pensar que sería un testigo privilegiado de lo que estaba ocurriendo en la patria de su amada.

Y es que Cuba estaba en ascuas. El bando de la reconcentración, puesto en vigor por el «carnicero» Valeriano Weyler, había convertido la isla en un infierno. El militar español estaba convencido de que para poder derrotar a los insurrectos tenía que hacerles la guerra también a los campesinos que los apoyaban, y por eso los había obligado a abandonar sus casas, sus sembrados y su ganado, y a trasladarse a las ciudades, donde malvivían como mendigos. En su afán por sofocar la sublevación, parecía dispuesto a sacrificar, si era preciso, a toda la población civil de Cuba.

Los horrores que describían los periódicos de Estados Unidos no eran producto de la imaginación de los reporteros. Cuando ellos no tenían noticias que dar, las inventaban (una vez incluso hicieron creer a los lectores que existía un batallón de mujeres mambisas llamadas las Amazonas, que peleaban a caballo con los pechos desnudos); pero la concentración de las familias campesinas en las ciudades era algo tan dantesco como real. Chiquita lo sabía bien porque, en una carta, su hermana Manon le había descrito la situación que se vivía en Matanzas. Le había hablado, consternada, de centenares de personas famélicas, descalzas y silenciosas, que deambulaban por las calles como almas en pena, dormían a la intemperie y hacían sus necesidades en cualquier esquina. De cómo se propagaban la disentería, el paludismo y el vómito negro a causa de la falta de higiene. Del toque de queda, de los fusilamientos y de la altanería de los soldados y los voluntarios, que se creían dueños de la ciudad. De la comida, cada vez más escasa y difícil de conseguir incluso para quienes tenían con qué pagarla. Para tratar de poner remedio a aquel desastre, lo único que las autoridades habían hecho era dar albergue en el teatro Esteban a una parte de los reconcentrados. A Chiquita le pareció un sacrilegio que metieran a esos infelices en el templo del arte de Matanzas, el lugar donde Sarah Bernhardt había declamado los versos de Racine.

Manon terminaba su crónica preguntándose si alguna vez las cosas volverían a ser como antes. «Lo dudo y creo que, si estuvieses con nosotros, tampoco tú albergarías esa esperanza», decía antes de despedirse con besos y abrazos. En la posdata, añadía: «De Juvenal hace tiempo que no tengo noticias. Supongo que estará pasándola peor que nosotros».

Crinigan partió rumbo a La Habana el 4 de marzo de 1897, el día que McKinley tomó posesión como presidente de Estados Unidos. Esa misma tarde Chiquita conoció, por primera vez en su vida, a alguien de sangre real.

Unos días antes, Proctor había aparecido en su camerino para darle una noticia.

—Desde los tiempos de Tom Thumb se considera de buen tono que los liliputienses de prestigio tengan amistad con la realeza —le dijo—. Eso, en Europa, no es ningún problema, porque dondequiera hay montones de emperadores, reyes, príncipes y grandes duques disponibles; pero acá resulta un tanto difícil. Sin embargo, nos ha caído del cielo una magnífica oportunidad. El capitán Palmer, que es el secretario privado de la reina Liliuokalani de Hawai, me ha llamado para concertar una cita. Su Alteza quiere conocerla. Avisaremos a los periódicos y será una magnífica publicidad.

Chiquita tuvo ganas de aclararle que en realidad Liliuokalani era una ex reina, pues ellos, los americanos, la habían obligado a abjurar de su trono. Pero como lo vio tan ilusionado, prefirió obviar ese detalle. Al día siguiente se dirigió al hotel Albemarle, donde se hospedaba Liliuokalani, y cuando estuvo ante ella la saludó con una reverencia.

La visita —esa impresión tuvo Chiquita— fue un completo fiasco. La aristócrata estaba muy nerviosa y cada tres minutos interrumpía la charla con su invitada para dirigirse, en hawaiano, a su dama de compañía. Por el tono áspero e impaciente con que le hablaba, era fácil percatarse de que, aunque su cuerpo estaba allí, su mente se hallaba lejos, pendiente de otros asuntos. Y hablando de cuerpo, Chiquita había esperado de una monarca, o ex monarca, que para el caso era lo mismo, algo más de donaire y refinamiento. Pero Liliuokalani —con su nariz aplastada y sus brazos rollizos, metida en un poco favorecedor vestido verde chartreuse que la apretaba por todas partes— le hizo recordar, qué crueldad, uno de los sapos que su hermano Juvenal diseccionaba cuando era niño en los portales de la casona.

Como Proctor le había comentado que Liliuokalani era muy amante de la música (de hecho era compositora, al igual que su hermano, el difunto rey Kalakaua), Chiquita hizo que Segismundo la acompañara a la visita, convencida de que su anfitriona querría oír alguna melodía de Cuba. Pero al notar que el tiempo pasaba y que la ex reina no le proponía que cantara, lo sugirió ella misma. No tardó en arrepentirse, pues en cuanto Mundo se sentó al piano y comenzaron a interpretar El chin chin chan, Liliuokalani empezó a moverse en su asiento y a mirar el reloj sin poder disimular la impaciencia.

No obstante, en el momento de la despedida se mostró muy cariñosa con Chiquita y le insistió, una y otra vez, en cuánto había disfrutado de su compañía.

—Tenemos mucho en común. Además de la afición por la música, nos unen otras cosas.

—¿Cuáles? —inquirió la invitada con visible extrañeza.

La hawaiana sonrió enigmáticamente y le respondió que ya charlarían sobre eso en otra oportunidad. ¿O qué pensaba, que aquel iba a ser su único encuentro? No. Volverían a verse, y tal vez más pronto de lo que imaginaba…

Cuando acompañó a los cubanos hasta el coche, Palmer, el secretario de la reina, se deshizo en disculpas. Según les explicó, un rato antes de la visita Liliuokalani había recibido un telegrama desalentador, proveniente de Washington, que la tenía perturbada. Sus conversaciones con senadores y personas de gran influencia en el gobierno no estaban dando los frutos esperados…

—Porque no pensarán ustedes que Su Alteza ha venido a Estados Unidos sólo para pasear, hacer compras y visitar a sus amistades, como me he visto obligado a declarar a la prensa —les susurró, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie lo escuchaba—. Aunque no pueda manifestarlo en público, pues sería perjudicial para nuestros planes, ella sufre lo indecible por el destino que desean imponerle a su patria y está dispuesta a hacer cualquier cosa para impedirlo.

—Entonces, ¿quiere volver a ser reina? —exclamó Chiquita—. Yo creía que una vez que un soberano renunciaba a su trono, no podía echarse para atrás.

—Eso depende —replicó Palmer, con tono cortante—. Recuerde que ella fue obligada a abandonar el palacio y conducida a prisión por sus enemigos. ¡Si no hubiera abdicado, quién sabe dónde estaría en este momento! —y después de mirarla con reprobación, añadió con ánimo conciliatorio—: Lo primero es evitar que se firme el tratado de anexión. ¡Hawai tiene que recuperar su soberanía! Una vez logrado eso, ya se verá si el pueblo desea ser gobernado de nuevo por su amada reina.

Y justo cuando el cochero se disponía a arrear el caballo, añadió a modo de despedida:

—En un mundo regido por gigantes, los pequeños deberían suscribir alianzas secretas para ayudarse a sobrevivir. Su Alteza y yo tenemos la esperanza de que usted, que tanto ha apoyado la independencia de Cuba con su vaudeville, no vacile en hacer lo mismo por Hawai cuando se le presente la ocasión.

Camino de The Hoffman House, Chiquita le preguntó a su primo, intrigada, por qué el secretario les habría hecho aquella confidencia. Aunque Patrick Crinigan veía la anexión de Hawai a Estados Unidos como algo lógico e irremediable, ella, en lo personal, seguía considerándola una especie de canibalismo. Pero ¿qué podría haberle hecho suponer al capitán Palmer que ese era su sentir? ¿De qué modo pretendía la reina, o ex reina, que ayudase a Hawai? Segismundo se encogió de hombros y le respondió, desdeñoso, con otra pregunta: ¿no se había dado cuenta de que en Nueva York todos parecían tener comején en el coco? Desde Proctor, con sus loros amaestrados, hasta aquella Liliuokalani que, sin ánimo de ofender, cualquiera podía confundir con una de las mulatas que vendían tamales por las calles de Matanzas…

Desde que Crinigan estaba en Cuba, a Chiquita las mañanas y las tardes le parecían muy largas. Sólo salía de su hotel en contadas ocasiones y, como en los tiempos de Matanzas, pasaba las horas leyendo y bordando. Tuvo tiempo, ¡por fin!, para leer A Window in Thrums, el libro que le había autografiado Barrie. Pero mucho más le gustó el atrevido The Bostonians, de Henry James, que Mundo le compró en una librería. Invitaciones a almuerzos y paseos no le faltaban, pero el ajetreo y el bullicio de la ciudad la ponían nerviosa desde que el periodista no estaba a su lado para protegerla. Guardaba en una cajita los cablegramas que, cada dos o tres días, Crinigan le enviaba desde La Habana, y también los recortes de sus crónicas en el World sobre la situación de la isla. Lo extrañaba. En cambio, del Signor Pompeo no había vuelto a tener ni a necesitar noticias.

A veces algunos desconocidos subían hasta su apartamento, sin hacerse anunciar en la recepción del hotel, e insistían en ser recibidos. Por lo general, Rústica les cerraba la puerta en las narices, diciéndoles que «Miss Cenda has a big toothache». Lo mismo hacía con alguna gente que Chiquita prefería mantener a raya, como la coqueta Hope Booth, quien reapareció una tarde, fresca como una lechuga, intentando reanudar la amistad.

Dos o tres veces los señores de la Junta Cubana pretendieron verla, pero ella nunca se sintió con ánimo para recibirlos, temerosa de que le hicieran nuevas objeciones a su vaudeville. Al fin y al cabo, motivos no les faltaban: aunque Maceo, el Titán de Bronce, había muerto en combate a principios de diciembre, Proctor se había negado a eliminarlo como personaje. Decía que la presencia de un general negro le daba un toque «exótico» al espectáculo, y no hubo forma de convencerlo para que lo sustituyera por Máximo Gómez, que seguía vivo.

Una mañana, Rústica dejó entrar a uno de los cubanos de la Junta sin consultarle a Chiquita si quería atenderlo.

—Trae una carta —explicó—. Una carta del señorito Juvenal.

El visitante (que no era otro que el caballero con la verruga en forma de moscardón en la nariz) puso en las manos de la liliputiense un sobre ajado y sucio que un patriota recién llegado de Cuba acababa de entregarle. Aunque Chiquita estaba loca por abrirlo y saber de su hermano, se contuvo para no parecer maleducada, y conversó unos minutos con su visitante, quien le habló de lo felices que estaban los directivos de la Junta por tener a McKinley en la Casa Blanca.

—No entiendo —exclamó la artista—. ¿Ustedes no iban a votar por el candidato demócrata?

—La política es la más veleidosa de las damas —repuso burlonamente el de la verruga—. Días antes de las elecciones tuvimos una reunión con McKinley y él nos aseguró que, si los cubanos le dábamos nuestro apoyo, lo tendría en cuenta al llegar a la presidencia. Así que, sin perder tiempo, enviamos una contraorden a todos los clubes revolucionarios para que se olvidaran de Bryan y votaran por el republicano.

En cuanto el caballero se marchó, Chiquita se encerró en su dormitorio, se echó boca abajo sobre su camita de palisandro y ébano, y abrió la carta. Lo que Juvenal relataba en ella le causó una profunda impresión.

Cuando Espiridiona Cenda pensaba en la guerra, lo primero que le venía a la mente eran las batallas: la crueldad de esos enfrentamientos en los que un hombre hacía cuanto estaba a su alcance por arrancarle la vida a otro. Sin embargo, el día a día de los insurrectos, que su hermano narraba sin dramatismo, pero sin escamotear detalles, era casi igual de pavoroso que el más sanguinario de los combates.

Según Juvenal, más que soldados de un ejército, sus compañeros y él parecían un bando de pordioseros. Tenían las barbas y el cabello largos por falta de navajas y de tijeras para adecentarse, y usaban sombreros mohosos, ropas desgarradas y sucias, y toscos zapatos. Otros, menos afortunados, debían conformarse con llevar taparrabos. Muchos estaban anémicos, y el hambre los obligaba a comerse los pajaritos que cazaban con trampas y los guajacones que sacaban de las zanjas de agua sucia, o a masticar el cogollo de las palmas como si fueran animales. A pesar de todo, Juvenal parecía conservar algo de su sentido del humor. «Soy un esqueleto rumbero», bromeaba.

También le contaba del día en que uno de los caballos del escuadrón amaneció tirado en la tierra, rígido y sin poderse mover. Tenía una herida purulenta en un anca y sospecharon que podía ser tétanos. Pero así y todo se lo comieron. Cortaron la carne en lascas y la cocinaron con limón. A la mañana siguiente, a varios hombres les salieron en las piernas unas llagas dolorosas, de bordes duros y morados, que se les llenaron de pus y tardaron semanas en sanarse. Otras veces tenían más suerte, como cuando descubrieron un caimán en una cueva, lo sacaron, le cortaron la cola y se comieron toda la masa. Ese fue un día de fiesta. Al caimán nadie se acordó de rematarlo y se refugió en la manigua, mocho, soltando tras de sí un chorro de sangre.

La falta de medicinas era otro azote. Para los casos de paludismo, muy frecuentes, tomaban purgantes de saúco, y trataban de sustituir la quinina con el extracto de las hojas del eucalipto. Las balas escaseaban y la mayoría de las escopetas y las carabinas estaban herrumbrosas y tenían las culatas rotas. Pero él no se quejaba de nada. Todos esos sacrificios valían la pena con tal de ver a Cuba libre. En el último párrafo, Juvenal la felicitaba por sus éxitos, de los que estaba al tanto gracias a Manon, y le rogaba que no se olvidara de contribuir, con lo que estuviera a su alcance, a la revolución.

Al terminar la lectura, Chiquita tuvo remordimientos por no haberle dado dinero a la Junta y, con las mejillas arreboladas, se apresuró a escribir un cheque. Se quedó mirándolo un instante, lo rompió y enseguida hizo otro por una suma más generosa. Entonces lo envió a Estrada Palma acompañado de una nota que decía: «De una cubana, para el ejército libertador».

Por esas fechas, Segismundo estuvo bastante alicaído. Comía con desgano, parecía más melancólico que de costumbre y apenas tocaba a Chopin en sus ratos libres. Chiquita lo sondeó para averiguar la causa de su apatía. «Son ideas tuyas», se defendió él. Pero su prima siguió insistiendo. Mundo ya no era el mismo y algún problema debía tener. Por fin, logró arrancarle una confesión: el joven se había prendado de Mister Hércules, el forzudo del vaudeville que dejaba boquiabierto al público cuando levantaba enormes bolas de hierro y rompía cadenas con el poder de sus músculos.

Mundo no era ningún sátiro. Después de un despertar sexual un tanto turbulento (en el que sus primos desempeñaron papeles protagónicos), su vida erótica había sido bastante esporádica. La idea de ser descubierto y rechazado por la Iglesia y la buena sociedad a causa de su «debilidad» le daba pánico; pero eso no impidió que, durante el tiempo que tocó danzones con la orquesta de Miguel Faílde, tuviera un romance secreto con un trombonista.

Aunque se babeaba por Hércules, el pianista no se atrevía a insinuársele. Cuando coincidían entre bambalinas o en los baños de artistas del Palacio del Placer, bajaba los ojos pudorosamente y no podía contener los temblores. Estaba loco por él, sí, pero consideraba que se trataba de una pasión imposible de materializar. El atleta —una especie de cromañón rudo, fornido y velludo— era capaz de aplastarle la cabeza con una de sus bolas de hierro a cualquier hombre que se atreviera a hacerle una proposición indecente.

Chiquita, sin embargo, no estaba tan convencida de ello y, como sabía que Proctor pagaba una miseria a quienes tenían a su cargo los números de relleno, hizo que Hércules fuera a verla a su camerino. Sin darle muchas vueltas al asunto, le preguntó si le gustaría ganarse veinte dólares. «Cuente conmigo para lo que sea», gruñó el forzudo y, sin pestañear ni dar la menor señal de asombro, escuchó el encargo y salió de allí dispuesto a cumplirlo.

Esa noche, al terminar la segunda función, Chiquita simuló haber perdido un arete y le ordenó a Mundo que se quedara en el teatro hasta encontrarlo. Él accedió a regañadientes, sin sospechar que se trataba de una encerrona. En cuanto su prima y Rústica lo dejaron solo, Mister Hércules se coló en el camerino y lo abrazó hasta dejarlo sin resuello. Mundo estaba atónito y encantado, pero no tuvo tiempo de buscarle explicación al milagro, pues el hombre empezó a desvestirlo y lo arrastró hacia una chaise longue. Durante un buen rato, se besaron y acariciaron con torpeza, hasta que, de pronto, Hércules se detuvo e, incorporándose a medias, le dijo con su voz de cavernícola: «Segismundo, sé cuánto me deseas. Así que, por favor, dejémonos de preámbulos. ¡Hazme tuyo inmediatamente!». Y, para absoluta decepción del pianista, se dio media vuelta y le ofrendó su trasero compacto y peludo.

¿Qué era aquello? ¿Una broma cruel de los hados? Como Mundo no sabía si echarse a reír o a llorar, optó por vestirse a las carreras y escapar de la incómoda situación. Chiquita y Rústica quedaron consternadas al enterarse de lo sucedido. Por suerte, la frustración de Mundo no duró mucho. A los pocos días, y esta vez sin que mediara la intervención de su prima, fue asaltado en los baños por un tramoyista. Era un chico narizón y con la cara llena de espinillas, de escasa estatura y flaco como un alambre, lampiño y con voz de pito, que respondía al apodo de Huesito. Por suerte, el joven sabía compensar su escaso atractivo físico con una gran habilidad para las lides amatorias, pues en un santiamén transportó al músico hasta el paraíso y lo retuvo allí largo rato.

Todo el tiempo que Mundo perdió suspirando por Hércules, Huesito lo había pasado tratando de lograr que se fijara en él y, desesperado al no conseguirlo, había tomado la iniciativa, arriesgándose a que el gerente del teatro lo pusiera de paticas en la calle. Después de tan reconfortante episodio, Mundo volvió a aporrear los pianos con el entusiasmo de siempre. Y Chiquita y Rústica tuvieron que regresar solas al hotel con frecuencia, mientras él permanecía en el camerino tratando de dar con ese arete extraviado que, cosa rara, pese a las largas horas que dedicaba a su búsqueda y a la ayuda que le brindaba Huesito, jamás apareció.

Tal y como le había advertido a Chiquita cuando la conoció, Liliuokalani no tardó en volver a dar señales de vida. En esa oportunidad, no usó a su secretario como intermediario, sino que ella misma le hizo llegar una nota invitándola a una cena de medianoche a la que acudirían también tres amigos suyos «muy especiales». Chiquita estuvo a punto de rechazar el convite, pero cuando siguió leyendo y se enteró de que dos de los convidados serían Lavinia Warren, viuda de Tom Thumb, y el Conde Primo Magri, su segundo esposo, el deseo de verlos se impuso sobre cualquier otra consideración y le mandó a la hawaiana un sí por respuesta. ¿Quién sería el tercer invitado? ¿Otro liliputiense de renombre? ¿Tal vez el Barón Ernesto Magri? No tendría nada de extraño, ya que era hermano del marido de Lavinia y los tres actuaban juntos[26].

Durante las semanas transcurridas desde su primer encuentro, la prensa no había dejado de ocuparse de la ex reina y de especular acerca de las razones que la llevaban a viajar constantemente de Washington a Boston y de Boston a Nueva York. Un periódico se atrevió a sugerir que, aunque Liliuokalani fingía haberse resignado a la idea de que Hawai dejara de ser una monarquía, conspiraba en secreto para expulsar a los americanos de su antiguo reino. «Nada tendría de raro que estuviera en negociaciones con el emperador Mutsuhito y que, puesta a elegir entre dos metrópolis, prefiriera ver las islas anexadas a Japón y no a Estados Unidos», aventuraba la nota.

Como solía hacer en tales casos, el capitán Palmer se apresuró a enviar un comunicado desmintiendo el rumor de una posible alianza con los nipones. La ex monarca, explicaba en el mensaje, nada tenía que ocultar. Había viajado a Washington no con la intención de que le devolvieran su trono, sino para oponerse al plan de convertir a Hawai en territorio americano. Añadía, además, que, en opinión de Liliuokalani, cualquier intento de anexión ignoraría los derechos de más de cuarenta mil hawaianos y de ella misma, despojada injustamente de novecientos quince mil acres de tierra de su propiedad por el gobierno local de las islas. Así se lo había expresado al presidente Cleveland durante una visita de cortesía, y así trataría de hacérselo entender, en cuanto accediera a recibirla, a McKinley, el nuevo inquilino de la Casa Blanca.

A las once de la noche, con un crujiente vestido de satén blanco, una capa azul cielo con bordes de plumón de cisne y todas las joyas que fue capaz de ponerse encima, Espiridiona Cenda se dirigió al Albemarle, donde había vuelto a hospedarse Liliuokalani. Allí estaban ya Lavinia y Primo Magri, conversando animadamente con la reina y el capitán Palmer. El tercer invitado brillaba por su ausencia.

Desde el primer momento, el Conde se mostró muy deferente con Chiquita. Le besó la mano enguantada, celebró su atuendo y la felicitó por el éxito de su vaudeville. La viuda de Tom Thumb, enfundada en un vestido de popelina gris perla, al principio se limitó a sonreír y a estudiarla con sus límpidos ojos azules, pero transcurrido un rato empezó a hablarle con cordialidad.

Por esa época, Lavinia llevaba más de una década casada con Magri y, a pesar de tener ya cincuenta y cinco años y de haber engordado bastante, seguía triunfando en los teatros gracias a su porte y al respeto que inspiraba. En privado, de alguna manera se comportaba como si aún se ganara la vida como maestra y quienes la rodeaban fueran un montón de chiquillos que ponían a prueba su paciencia.

Magri comentó en broma que, comparados con Chiquita, su esposa y él eran «unos grandulones», ya que le sacaban un pie de estatura. Lavinia asintió y dijo, con nostalgia, que Miss Cenda le recordaba a su querida hermana Minnie. No se trataba de un parecido físico, aclaró, porque mientras Minnie era como un hada tímida, Chiquita daba la impresión de ser una gitanilla a punto de empezar a bailar y cantar, una Esmeralda en miniatura. Lo que tenían en común, argumentó, era una misteriosa luminosidad que les brotaba del interior y que las hacía resplandecer, así como cierta disposición natural para seducir incluso sin proponérselo.

En pocas palabras, puso al tanto a Chiquita del destino de la dulce Minnie. Durante varios años, su hermana había viajado en compañía de Tom Thumb y de ella, representando sketchs en los mejores escenarios del mundo. Hasta que en 1877, al regresar de una larga gira, Minnie tomó la decisión de casarse con un liliputiense llamado Edward Newell y retirarse de los escenarios. Nadie pudo sacarle la idea de la cabeza. Tenía una buena suma de dinero ahorrada y se dedicó a las labores del hogar sin extrañar en lo más mínimo los trenes y los barcos, las candilejas y los aplausos.

Sus vecinos no tardaron en verla coser en el portal de su casa unas ropitas que parecían de muñeca. La minúscula señora Newell estaba embarazada. Tanto su marido como ella estaban convencidos de que la criatura que esperaban sería tan pequeña como quienes la habían concebido. Pero no fue así: era de talla normal, y el esfuerzo del parto dejó a Minnie tan exhausta que falleció a los pocos minutos de darla a luz. El bebé, un varoncito de seis libras, murió también cuatro horas después.

Cuando Lavinia terminó la triste historia, se hizo un silencio pesaroso. Por fortuna, la llegada del tercer invitado, justo a la medianoche, distendió el ambiente. Para sorpresa de la cubana, no se trataba del Barón Ernesto Magri, sino de un alto y apuesto empresario y domador británico, de treinta y cinco años de edad, llamado Frank C. Bostock.

En el transcurso de la cena, Liliuokalani dio pruebas de ser una anfitriona perfecta. Ella misma sentó a las damas en unas banquetas lo suficientemente altas como para que pudieran comer sin dificultades, y el capitán Palmer hizo otro tanto con el Conde Magri. Chiquita temía que el aburrido tema de la anexión de Hawai fuera puesto sobre el tapete, pero la reina supo conducir la charla hacia asuntos más triviales. Como, por ejemplo, el inminente estreno en el anfiteatro del Madison Square Garden de una ópera cómica inspirada en la figura del capitán Cook, el «descubridor» de las islas hawaianas. A ella la habían invitado, pero no estaba segura de poder asistir…[27].

El menú, que un cuarteto de camareros les llevó desde la cocina del hotel, estuvo delicioso. Primo Magri, que ya tenía adentro varias copas de un inmejorable Vernaccia di San Gimignano y no se cansaba de celebrar las virtudes de los vinos blancos de Siena, soltó una carcajada cuando Bostock le dijo a Chiquita que la noche anterior había ido a verla al Palacio del Placer y había sentido deseos de raptarla para que trabajase con él.

—Quizás no sea necesario que incurra en un delito —intervino Liliuokalani—. Mister Palmer y yo hemos sabido, de una fuente muy confiable, que el contrato de nuestra amiga con Proctor está a punto de finalizar.

El secretario de la reina, que apenas había despegado los labios en toda la noche, asintió y miró a Chiquita de modo significativo.

—Si yo estuviera en su caso, no esperaría al último momento para escuchar las propuestas que otros empresarios deseen hacerle —le recomendó.

—Proctor es un buen tipo y sería injusto no reconocerle que sabe cómo tratar a sus estrellas —dijo, generosamente, Lavinia Magri—. Pero, aunque se ha pulido mucho desde los tiempos en que hacía acrobacias en un trapecio con el nombre de Fred Valentine, en el fondo sigue siendo… un maromero.

—Con mucho dinero y grandes teatros por todo el país —terció el secretario de Liliuokalani.

—A lo largo de mi carrera siempre he procurado tratar con verdaderos caballeros —se apresuró a replicar la Condesa Magri, sin levantar el tono de voz—. Barnum lo era. A mi difunto primer esposo y a mí no sólo nos trataba como si fuésemos sus tesoros más preciados, sino que nos entendía y nos cuidaba —y mirando a Bostock a los ojos, agregó—: Por lo que he podido apreciar, usted es de la misma estirpe.

Durante los minutos siguientes, no se habló de otra cosa que de la valentía del británico como domador de fieras y de su habilidad para los negocios. Pese a su juventud, Bostock no era un novato en el mundo del espectáculo. Su infancia había transcurrido entre animales salvajes, pues sus padres eran propietarios de cientos de ellos y los exhibían por toda Inglaterra. A los doce años había reemplazado en la pista a un domador herido por un león, y a los veintitantos ya era propietario de su primer circo. En 1893 había llegado a Estados Unidos, en compañía de sus fieras, en busca de fortuna. Al principio, su éxito fue moderado, pero gracias a las diabluras de Wallace, un viejo y astuto león, se hizo popular en todo el país. En octubre de ese año, Wallace había escapado de su jaula, aterrorizando al vecindario de Irving Place, en Manhattan. Cuatro meses más tarde, se las ingenió para huir de nuevo, pero esa vez en Chicago, en el museum de Kohl & Middleton en Clark Street. En ambas ocasiones, Bostock obligó al feroz Wallace a volver a su cautiverio, y su valentía fue comentada, del Atlántico al Pacífico, por muchos periódicos[28].

Desde entonces, el británico había progresado mucho. Sus vagones repletos de animales y su sinfín de «curiosidades humanas» tenían un éxito loco entre los americanos. Bostock parecía conocer al dedillo los secretos de los circos y las ferias ambulantes, que atraían a miles de personas con todo tipo de diversiones y extravagantes espectáculos. Sin embargo, llevar las riendas de un próspero negocio no lo había hecho renunciar a su látigo de domador. Seguía amando el peligro, el desafío de encerrarse en una jaula con una decena de leones o de traicioneros tigres de Bengala.

En medio de aquella cháchara, Chiquita empezó a sospechar que la cena era una suerte de encerrona y que todos los presentes estaban confabulados para convencerla de que lo más conveniente para ella era dejar a Proctor e irse con el «Rey de los Animales» (así llamaban a Bostock). La idea le resultó repelente. Ella se consideraba una artista, no un fenómeno. No quería actuar rodeada de animales ni que la anunciaran como un «error de la naturaleza».

Sin poder evitarlo, le clavó la vista a Bostock. Era guapo, sin duda, con su piel rozagante, su mandíbula enérgica y sus viriles mostachos. ¿Tan guapo como Patrick Crinigan? Mientras Chiquita comparaba mentalmente a los dos hombres, los camareros dispusieron delante de cada comensal los platos con el postre. Se trataba de unas delicadas ostras de un hojaldre muy fino y cada una de ellas, les adelantó la reina, guardaba en su interior una perla hecha con almendras, nueces, especias del Oriente y una crema secreta inventada por el repostero jefe del Albemarle.

Lavinia golpeó su copa con el tenedor para reclamar la atención y propuso un último brindis antes del postre:

—¡Por el futuro de la encantadora Chiquita! —dijo.

—¡Y por quien logre ser su nuevo, y afortunado, empresario! —agregó Magri, con socarronería, mirando de soslayo al domador.

Todos bebieron menos la cubana, que sólo se llevó el cristal a los labios. Más que incómoda, había empezado a sentirse furiosa por lo que consideraba una impertinente intromisión en sus asuntos. Si continuaba o no al lado de Proctor, era algo que únicamente a ella le competía. Después de todo, no tenía ninguna queja de él. Proctor podría haber sido un maromero, pero llevaba años sin treparse a un trapecio; en cambio, Bostock continuaba siendo un domador. La posibilidad de firmar contrato con el británico le parecía muy, muy remota.

Ya todos saboreaban sus «perlas» y Chiquita se dispuso también a comerse la suya, con la esperanza de que el dulzor disipara el malestar que sentía. Pero cuando, manipulando con destreza cuchillo y tenedor de plata, separó las valvas de hojaldre, lo que descubrió dentro la dejó perpleja. Olvidándose de las más elementales reglas de la etiqueta, metió el índice y el pulgar dentro de la ostra y extrajo el amuleto del gran duque Alejo.

¿Qué hacía allí la esfera de oro? Diez meses después de su desaparición, se había resignado a su pérdida. La observó con cuidado, para verificar que tuviera los misteriosos jeroglíficos labrados sobre su superficie, y, en efecto, allí estaban. Entonces se percató de que cinco pares de ojos la observaban entre pícaros y emocionados.

—¿Qué significa esto? —atinó a balbucear.

Desde la cabecera de la mesa, radiante, Liliuokalani le respondió:

—Si desea dar las gracias a alguien por haber recuperado su talismán, el señor Bostock es la persona indicada. Gracias a su tenacidad y a su ingenio hemos podido darle esta sorpresa.

Se hizo un silencio solemne, el domador bajó la cabeza y Chiquita tuvo la impresión de que se ruborizaba. Ya se disponía a exigir una explicación, cuando Lavinia Magri la detuvo levantando una mano de forma delicada, pero autoritaria.

—Querida —dijo, mirándola maternalmente, con una voz tan dulce como la crema secreta con que el repostero jefe del Albemarle había hecho sus perlas—, no pida aclaraciones que todavía nadie puede darle. Algún día lo sabrá todo sobre ese objeto, lo que representa y qué se espera de usted por ser su dueña. Mientras llega ese momento, sea paciente y déjese ayudar y proteger.