Donde Cándido Olazábal relata el final de esta historia

Lo malo de vivir con una espiritista es que nunca sabes en qué momento van a sacarte de la cama. Cuando menos lo esperas, aparece alguien que quiere saber su porvenir. Es una jodienda. La gente es muy imprudente y piensa que los demás no tienen vida privada, que están a su disposición las veinticuatro horas del día.

Un domingo de 1946, a eso de las nueve de la mañana, estaba yo durmiendo de lo más sabroso, abrazado a Carmela, cuando me despertaron unos golpes en la puerta. Eran unos golpes secos, autoritarios e impertinentes, de esos que ponen de mal humor a cualquiera.

«Yo abro», le dije a Carmela y salí de la cama refunfuñando. Antes de llegar a la sala, tocaron otra vez. Quien fuera, parecía tener mucho apuro.

Cuando entreabrí la puerta, no reconocí a la señora de color que tenía delante; pero me quedé frío al oírla decir:

—¡Hum! ¿No piensa saludarme, Cándido Olazábal?

Oye, habían pasado casi quince años desde mi regreso de Estados Unidos, pero aquel «¡hum!» era inconfundible. Lo tenía grabado en mi memoria. Frente a mí, más vieja y ceñuda, más flaca, pero igual de caderona, estaba Rústica. ¿Qué diablos hacía en Matanzas?

—Por lo menos invíteme a entrar —exclamó con un dejo burlón—. ¡No pretenderá que le haga la visita en el medio de la calle! —y al darse cuenta de que yo miraba al piso, como buscando a Chiquita, movió la cabeza negativamente y me aclaró que había venido a Matanzas sola—. La señora, que en paz descanse, ya no está entre nosotros —murmuró.

La hice pasar enseguida (muerto de vergüenza, porque andaba en camiseta y pantalón de pijama) y corrí a avisarle a Carmela que teníamos visita y a pedirle que nos colara café. Después regresé junto a Rústica y ella se interesó por saber qué había sido de mi vida. Le conté que era corrector de pruebas del periódico El Imparcial, que seguía haciendo de vez en cuando mis soneticos y que estaba casado con Carmela desde hacía un chorro de años.

Eso último era mentira, porque la mulata y yo vivíamos en concubinato. Nunca nos legalizamos, estuvimos así hasta que me ofrecieron un puesto en la revista Bohemia y tuvimos que separarnos. Carmela no quiso irse para La Habana de ninguna manera, porque eso significaba perder su clientela, y yo no estaba dispuesto a renunciar a un buen trabajo en la capital. Así que cada uno siguió por su lado. De lo que me alegro, porque, aunque siempre le tuve cariño, nunca estuve lo que se dice loco por ella. De quien yo me enamoré como un bobo fue de Blanca Rosa, una secretaria de Bohemia con la que me casé al poco tiempo de empezar a trabajar allí. Blanquita fue mi gran amor. Pero mejor volvemos a lo que a ti te interesa.

Después de oír mis cuentos, Rústica me hizo los suyos. Empezó diciéndome que Chiquita había muerto el 11 de diciembre de 1945, tres días antes de cumplir los setenta y seis años.

—Se la llevó una gripe malísima —precisó con una voz que no dejaba traslucir la menor emoción—. Cuando la amortajé, se me ocurrió medirla. Hay liliputienses que, a medida que se ponen viejos, crecen un poco, pero ella mantuvo sus veintiséis pulgadas de siempre —explicó con un extraño orgullo.

Chiquita se tiñó las canas hasta el fin de sus días y actualizó su guardarropa a medida que cambiaba la moda. Fiel a sus rutinas, leía mucho (lo primero que hacía, al abrir los periódicos, era revisar si traían noticias de Cuba), bordaba, salía a tomar el sol en el jardín y dos veces al mes daba sus veladas. Durante su último año de vida se escribía casi todas las semanas con Liane de Pougy, la princesa Ghika, quien había tomado los hábitos y vivía en un convento[86].

Los pájaros que iban a ver a Chiquita cuando yo trabajaba allí habían sido sustituidos por otros nuevos, más jóvenes, pero que también se arrebataban con sus fotos, sus abanicos y sus bailes. Ella les hablaba de su época de oro con pasión, pero sin nostalgia.

—Cuando cayó en cama, ninguno de esos admiradores que iban a oír sus historias y a llenarse las barrigas se apareció por Far Rockaway —recordó Rústica—. Yo tuve que darle el frente sola a todo: a la enfermedad, al velorio y al entierro.

Cumpliendo su deseo, la enterraron en el cementerio Calvary. ¿Por qué eligió ese, que quedaba bastante lejos, en el corazón de Queens, y no otro más cercano a su casa? La explicación es muy sencilla. Allí estaba sepultado Crinigan y ella se había comprado la tumba de al lado, para poder descansar junto a él cuando le tocara su turno[87].

En su testamento, la enana había dejado la mitad de sus bienes a su primo Segismundo y la otra, a su sirvienta. Parece que ya no le quedaba tanto dinero. Figúrate: después de dos guerras mundiales, sus ahorros debieron menguar mucho. La casa se puso a la venta y, en cuanto le entregaron el dinero que le tocaba, Rústica decidió volver a Cuba.

—El señorito Mundo y Huesito (que, como podrá suponer, también son dos viejos cañengos) quisieron que me fuera a vivir con ellos —dijo—. Todavía tienen la funeraria y hasta me ofrecieron hacerme socia del negocio, pero yo no me dejé engatusar. La idea de pasar entre cirios y cajas de muerto lo que me quede en este mundo no me hizo ninguna gracia. Así que vine para acá.

Al llegar a Matanzas, se había comprado una casita cerca del cementerio, para poder ponerle flores todos los días en la tumba a su abuela.

—Y a don Ignacio y a doña Cirenia también —aclaró—. Si no lo hago, la señora Chiquita nunca me perdonaría, y sé que en algún momento volveré a encontrarme con ella y tendré que rendirle cuentas.

Cuando le pregunté cómo había dado conmigo, se limitó a sacar de su cartera un sobre arrugado. Era la carta que, al poco tiempo de empezar a vivir con Carmela, yo le había mandado a Espiridiona Cenda.

—Se la escondí —confesó Rústica, mirándome a los ojos—. Dársela habría sido como restregarle sal en las heridas. ¡Usted no sabe cómo lo extrañó cuando se fue de Far Rockaway! Nunca me imaginé que le hubiera cogido tanto aprecio. Le costó mucho resignarse.

Entonces le pregunté por el libro. ¿Se había publicado después de la muerte de Chiquita, como ella planeaba? Rústica soltó otro de sus «¡hum!» y me dijo que la enana había dejado instrucciones a su abogado para que se hiciera cargo de la publicación. Pero por más que el hombre buscó y rebuscó el manuscrito por toda la casa, no lo encontró y le fue imposible cumplir su voluntad.

—¡Usted lo desapareció! —adiviné, al notar su sonrisa torcida—: Pero ¿por qué?

—¿Cómo iba a permitir que la gente leyera eso? —repuso—. Tenía algunas partes bonitas, pero otras eran puras indecencias. Ustedes creían que yo no sabía lo que estaban escribiendo, pero por las madrugadas me levantaba sin hacer ruido y leía lo que habían hecho el día anterior. Más de una vez se me revolvió el estómago y tuve ganas de vomitar. ¡Ni loca dejo yo que hagan un libro con tantas cochinadas! Por lo menos, no mientras me encuentre en este mundo. ¿Qué pensaría la gente de ella?

Quiso quemar la biografía, pero en el último momento le faltó valor para hacerlo. Por eso se había llevado los papeles a Matanzas, con la idea de dármelos y no verlos más. Antes de irse, me hizo prometer que pasaría por su casa a recogerlos.

No tuvo que esperar mucho. Esa misma tarde fui y Rústica no sólo me dio la biografía, sino también muchas fotos de la enana, recortes de periódicos que hablaban de ella y hasta cartas de familia. Según me comentó, no sabía cuánto le quedaba de vida y la idea de que todo aquello fuera a parar a quién sabe qué manos la aterrorizaba.

—También traje otra cosa y necesito su ayuda para deshacerme de ella —añadió misteriosamente, y de un bolsillo de su vestido sacó nada más y nada menos que el dije de Chiquita: el talismán del gran duque Alejo.

Seré un comemierda y todo lo que tú quieras, pero te juro que me emocioné al verlo. Sobre todo porque por primera vez pude tenerlo en mis manos, palparlo y mirar sin apuro los signos grabados en la bolita de oro. En ese momento, me vino a la mente la historia de la Orden de los Pequeños Artífices de la Nueva Arcadia. ¡Qué sabia había sido la viuda del General Tom Thumb al disolver la secta! A pesar de sus buenas intenciones, los liliputienses jamás hubieran podido arreglar el mundo. ¿Y sabes por qué? Porque, sencillamente, el mundo ya estaba demasiado jodido. Y no ha hecho sino ponerse peor, sobre todo ahora que los problemas se resuelven tirando bombas atómicas.

—¿Chiquita dejó dicho lo que quería que hicieran con esto? —pregunté.

—No —me contestó—, pero, conociéndola como la conocí, me parece que le habría gustado que lo tiráramos al mar.

Por alguna razón, a mí también me pareció que eso era lo mejor que podía hacerse con el dije: tirarlo al mar. Al mar de Matanzas. Sí, probablemente Chiquita hubiese estado de acuerdo.

El domingo siguiente madrugué, pasé a buscar a Rústica antes de que amaneciera y nos hicimos a la mar en una lanchita que le había alquilado el día anterior a un pescador de camarones. Estaba pintada de rojo y se llamaba Bolero.

Nos alejamos del puerto, abriéndonos paso entre los botes de los pescadores y los barcos mercantes que se amontonaban en la bahía, y llegamos mar afuera. El agua estaba oscura, como espesa, y las olas, por raro que te parezca, no hacían espuma. El sol apenas empezaba a asomarse en el horizonte y el cielo color mandarina parecía una escenografía de teatro. En la distancia, Matanzas se veía borrosa, desdibujada, como un anfiteatro neblinoso. Había que conocerla muy bien para poder distinguir sus edificios y sus lomas.

Íbamos en silencio. Lo único que se oía era el ronroneo asmático del motorcito del bote y las salpicaduras del agua al chocar con la proa. Rústica estaba vestida de negro, con una cartera en el brazo y un largo velo de tul enganchado en el sombrero. El aire le movía el velo fantasmagóricamente, pero ella, con la bemba apretada y la vista clavada en el horizonte, ni cuenta se daba. Yo a cada rato la miraba de refilón y no sabía a qué se parecía más: si a un espantapájaros o a una novia macabra.

—Aquí está bien —le ordenó Rústica, de pronto, al dueño del Bolero—. Pare ya.

Cuando la embarcación se detuvo, se puso de pie y me convidó a imitarla. La obedecí a regañadientes, porque nunca aprendí a nadar y el bamboleo de la lancha me intimidaba un poco.

Sacó de su cartera el talismán y me lo puso en la palma de la mano para que me hiciera cargo de lanzarlo al agua. A todas esas, el pescador había encendido un cigarro y nos observaba con curiosidad, sentado en la popa.

—¿Cree que debería decir algo antes? —le pregunté, dudoso, a Rústica.

—Yo diría que se impone —repuso ella, alzando una ceja.

Mientras sostenía entre el dedo índice y el pulgar la cadenita de oro de la que colgaba el dije, me exprimí los sesos pensando qué podía decir en un momento como ese.

Pensé en Chiquita y me dije que sin duda había sido una mujer singular. No sólo por su tamaño, sino porque, a diferencia de muchas «curiosidades humanas», nunca dejó que la ningunearan. No, no quería idealizarla. Como buena sagitario, había sido de carácter difícil, muy obstinada y hasta un tris soberbia. Había amado el arte, sí, pero tanto, o más, había amado el dinero. Podía ser mentirosa y zafia, pero también de una sinceridad descarnada y de una elegancia intimidante. A su manera, fue una patriota y, pese a que vivió más años en el extranjero que en su patria, jamás dejó de sentirse cubana.

Pero nada de eso me servía, tenía que decir algo inteligente, digno de la enana y que no defraudara a Rústica. ¡Qué cosa! La había ayudado a escribir su biografía, había vivido bajo su techo, había escuchado cientos de historias sobre ella y su familia, y de repente era como si no la conociera, como si no supiera quién había sido Chiquita realmente. «¿Alguien lo sabrá?», me pregunté.

Cuando ya empezaba a desesperarme, ocurrió algo inesperado. De buenas a primera, el amuleto empezó a brillar, primero tenuemente, luego más fuerte, hasta que se puso a soltar chispazos de colores en todas direcciones. Una cosa es que te lo cuenten y otra muy distinta verlo, así que me quedé helado.

—¡Ave María Purísima! —dijo el tipo de la lancha, sin poder creer lo que estaba viendo, y se persignó—. ¿Qué coño es eso? —insistió, pero Rústica lo calló con un ademán.

El dije no sólo brillaba y chisporroteaba. Yo, que lo tenía delante de mis ojos, podía distinguir cómo sus jeroglíficos se movían como si bailaran en el oro y empezaban a cambiar de forma caprichosamente.

—Hágalo ahora —me apuró Rústica—. ¿No se da cuenta de que está pidiéndole que lo tire?

Entonces, tragando en seco, hice una de las cosas más ridículas de mi vida. No te rías. Simplemente se me ocurrió y lo hice. Sentí que tenía que hacerlo. En medio de la bahía (con el mar debajo, el cielo encima y Matanzas enfrente), empecé a decir los versos de José Jacinto Milanés. Sí, como lo oyes. Recité de un tirón «La fuga de la tórtola». En la primera estrofa la voz me tembló, pero a medida que avancé me fui envalentonando.

Al terminar, respiré profundo y tiré el dije de Chiquita lo más lejos que pude. Cuando se hundió en el agua, Rústica me apretó una mano y rompió a llorar. Primero con unos sollozos roncos, muy raros, y después con unos alaridos que le salían del alma, como si la estuvieran desollando. Me quedé atónito y la ayudé a sentarse, no fuera a ser que volcara el bote y termináramos todos ahogados. Bueno, ella y yo, porque me imagino que el pescador sabría nadar. A todas esas, el pobre hombre estaba pálido y muerto del susto, convencido de que lo que había visto era cosa de brujería. No le hice caso y dejé que Rústica se desahogara, que llorara todo lo que necesitara llorar. Algo me hacía pensar que aquellas eran las primeras lágrimas que esa mujer derramaba en su vida, así que esperé pacientemente a que se le acabaran.

Después, volvimos al embarcadero.