Capítulo XXXIV
Años de consagración. Anhelado y postergado retorno a Matanzas. Sueños premonitorios. Tercera propuesta matrimonial de Patrick Crinigan. La última noche. Chiquita abatida por la tristeza y la culpa. Lamentable tournée por la Florida. La solución de Rústica. Renacimiento en la funeraria. Una casa en Far Rockaway. El mundo en guerra. Reencuentro con Nellie Bly. El adiós de la reina cubana de Liliput.
Podrían enumerarse todos y cada uno de los triunfos de Chiquita en los años siguientes, pero fueron tantos, que la lista resultaría demasiado extensa e incluso el más paciente de los lectores podría sentirse abrumado. Limitémonos, pues, a decir que continuó presentándose con éxito en importantes escenarios, sin que el público le retirara nunca su favor.
En su madurez, la gloria seguía sonriéndole como en los inicios de su carrera. Se trataba de una artista consagrada —la mejor de su tipo—, y su nombre lo conocían y lo respetaban en Estados Unidos y las principales capitales de Europa. Sin embargo, a Chiquita le faltaba un sueño por cumplir. Había un lugar del mundo en el que anhelaba presentarse. Era Matanzas, su tierra natal. Aunque sabía que el regreso sería doloroso, deseaba actuar para sus coterráneos. Le parecía una paradoja que los matanceros nunca hubieran podido aplaudirla y se sentía en deuda con ellos.
Dos veces estuvo a punto de volver a su patria para presentarse en el teatro Sauto (ese era el nuevo nombre que le habían dado al Esteban) y siempre sus planes se frustraron. La primera fue a mediados de 1906, después del terremoto de San Francisco, pero la situación política que vivía Cuba la obligó a posponer el viaje. La reelección del presidente Estrada Palma, considerada fraudulenta por sus adversarios, provocó alzamientos y revueltas. Al ver que el país se volvía ingobernable, y temeroso de que se desatara una guerra civil, el Presidente sacó a relucir la Enmienda Platt, pidió la intervención del ejército americano y renunció a su cargo. La bandera cubana fue arriada, y durante dos años y cuatro meses la isla volvió a ser gobernada por el Gigante del Norte.
Más tarde, en 1912, de nuevo Chiquita pensó regresar; pero esa vez fue la «guerrita de los negros» lo que la hizo desistir. Miles de negros y de mulatos se alzaron en armas, en distintas provincias de Cuba, para defender sus derechos. Después de haber luchado como fieras por la independencia, en la república los trataban como ciudadanos de segunda categoría. No los dejaban tener su propio partido, no podían ser policías ni diplomáticos, y llegó un momento en que no aguantaron más. Durante unos meses, en la isla hubo persecuciones, tiroteos y ahorcamientos, hasta que el ejército sofocó la revuelta de un modo sangriento. La «guerrita» terminó con más de tres mil negros y mestizos muertos. ¿Qué sentido tenía ir a Matanzas en medio de semejante tensión y odio racial?
Después de aquello, el proyecto de retornar se volvió algo cada vez más desvaído y lejano, un sueño que acariciaba con entusiasmo, pero que aplazaba una vez y otra con la certeza, inconfesada, de que jamás lo haría realidad.
A mediados de 1914, cuando Chiquita se encontraba en Pittsburgh, actuando en un teatro de vaudeville, le contó a Rústica que llevaba tres noches soñando con Patrick Crinigan.
—Lo hallé envejecido —dijo—. Tenía muchas canas.
—Usted también tendría si yo no se las arrancara cada vez que le encuentro una —repuso Rústica, cepillándole el cabello enérgicamente, y le preguntó cuánto tiempo había pasado desde su último encuentro con el periodista.
Chiquita sacó la cuenta. No lo veía desde que, en Chicago, quince años atrás, la patada de un burro casi le había costado la vida. ¡Santo Dios! ¿Tres lustros ya? Le parecía una eternidad. ¡Cuántas cosas habían pasado desde entonces! ¡Como había cambiado el mundo!
Habían inventado las máquinas de lavar y los tractores, las bolsitas de té y el café instantáneo, las luces de neón y los detectores de mentiras. Un americano había llegado al Polo Norte y un noruego al Polo Sur, la Tierra había estado a un tris de chocar con el cometa Halley y el Titanic se había ido a pique. Las mujeres competían en los Juegos Olímpicos y acudían sin corsés a marchas por su derecho al sufragio. Los aviones volaban de Nueva York a Los Ángeles y atravesaban los Alpes; el canal de Panamá comunicaba el Atlántico con el Pacífico, y los médicos ya podían curar la sífilis gracias a un milagroso medicamento llamado Salvarsán. El presidente Roosevelt había invitado a un ciudadano negro a cenar en la Casa Blanca; a México lo estremecía una revolución, y un joven terrorista serbio acababa de matar al archiduque heredero del Imperio Austrohúngaro y a su esposa en Sarajevo.
¡Muertes, cuántas muertes! La diabetes se llevó a Gabriel de Yturri, el gigante Machnow fue víctima de un implacable cáncer en los huesos y a Úrsula Deville, su antigua maestra, el corazón había dejado de latirle mientras impartía una lección de canto a una alumna particularmente desafinada. El gran duque Alejo había fallecido en París, tras su estrepitoso fracaso como comandante en jefe de la flota rusa en la guerra contra Japón. Y hasta Frank Bostock, su antiguo empresario, había muerto también, pero no en una jaula, enfrentándose al león Rajah o a otra de sus fieras, como cualquiera hubiese esperado, sino en su cama, víctima de una vulgar influenza.
Y mientras los muertos iban a la tumba, los vivos seguían de rumba. La Bella Otero, retirada ya de los escenarios, malgastaba su fortuna en las ruletas de Niza y de Montecarlo. Gracias a su matrimonio con un joven aristócrata rumano, Liane de Pougy se había convertido en la princesa Ghika y hacía ménage à trois con las chicas que les gustaban a ella y a su marido. Harto de que lo llamaran «carnicero del pueblo de Cuba», Valeriano Weyler acababa de escribir un libro en dos tomos para limpiar su honra. La rivalidad entre los magos chinos Ching Ling Foo y Chung Ling Soo se mantenía tan candente como el primer día. Lucy Parsons y Emma Goldman continuaban dando charlas y publicando artículos para difundir la doctrina del anarquismo. Y Liliuokalani de Hawai, vieja y enferma, seguía exigiéndole infructuosamente al gobierno americano una compensación económica por la pérdida de las tierras de la corona.
Sí, el mundo había cambiado mucho, pero no tanto como ella, reflexionó. ¿Qué quedaba de la Chiquita ingenua y soñadora que había dejado la casona de Matanzas para enfrentarse a un mundo enorme y desconocido? Muy poco. Nada.
—Mi querido Crinigan… —musitó Chiquita—. ¿Sabes, Rústica?, tengo el pálpito de que el día menos pensado volveré a saber de él.
La corazonada no le falló. Poco después, una tarde en que estaba en el camerino, escribiéndole una carta a Mundo y aguardando su turno de salir a escena, Rústica se asomó por la puerta y le dijo: «A que no adivina quién está aquí».
No tuvo que esforzarse para saber que se trataba del irlandés.
Los sueños no mentían: Patrick Crinigan ya no era el mismo. Su cabello rojo había encanecido y, al sonreír, una red de finas arrugas le cubría el rostro. Sin embargo, conservaba el porte imponente y el carácter afable de siempre.
Para restarle emotividad al reencuentro, su antiguo amante la saludó con un afable «Hola, hijita», como si se hubiesen visto el día anterior. «Hola, grandulón», respondió ella, y le pidió que se agachara para poder darle un abrazo.
Esa noche hablaron hasta por los codos en el hotel donde se hospedaba Chiquita. Ella lo acribilló a preguntas. ¿Qué había hecho en todo ese tiempo? ¿Aún vivía en Cuba? Crinigan asintió y, en un cómico español, le aseguró que ya era «más cubano que la farola del Morro». La Habana era una ciudad maravillosa y allí tenía una academia de idiomas que marchaba bien. «Es un buen negocio», comentó. «En estos tiempos, todos quieren aprender inglés.»
Unos años después de su encuentro en Chicago, se había casado con una mujercita cubana, enérgica y vivaz, llamada Esperanza. «Se parecía a ti», exclamó con sorpresa, como si acabara de darse cuenta. «Ella también era bajita, aunque, claro está, no tanto como tú», agregó. Una enfermedad se la había arrebatado meses atrás, sin darles tiempo a tener hijos.
—Fui feliz con Esperanza, pero sólo porque no me permitiste ser feliz contigo —dijo Crinigan.
Para evitar que la charla tomara un derrotero sentimental, la liliputiense le preguntó si conocía otros lugares de Cuba. Sí, claro, respondió Crinigan. Por ejemplo, su luna de miel la había pasado en el bellísimo valle de Viñales. Santiago de Cuba y Trinidad también le parecían deslumbrantes. «Pero ningún viaje fue tan emotivo como el que hice a tu ciudad», le aseguró.
Un amanecer se subió en un tren y llegó a Matanzas para recorrer los lugares que Chiquita le había mencionado en sus conversaciones: el puente de la Concordia, el castillo de San Severino, la ermita de Montserrat, la catedral de San Carlos, el viejo teatro donde había aplaudido a la Bernhardt…
—Preguntando y preguntando, di con la casa donde naciste —le contó el irlandés—. La familia que vive allí es muy amable y me la mostró completa, desde la sala hasta la cocina. También me llevaron al patio y pude ver la fuente donde estuvo el pez al que leías versos. No tiene agua desde hace muchos años. El tiempo la rompió. Pero hay otras cosas que el tiempo nunca podrá destruir, Chiquita, y una de ellas es el amor que siento por ti.
Y diciendo esa última frase, Crinigan se levantó, la tomó en brazos y avanzó hacia el dormitorio. Chiquita suspiró cuando la depositó sobre la cama y, con mucha parsimonia, empezó a desvestirla. Previendo el desenlace de la visita, Rústica había puesto sábanas limpias y las había perfumado con esencia de jazmín.
No durmieron en toda la noche. Los años no habían hecho que la llavecita de Crinigan aumentara de tamaño, pero tampoco la habían oxidado. Aún le funcionaba sin problemas y, para que su amada no tuviera dudas al respecto, abrió varias veces con ella su delicada cerradura.
Por la mañana, mientras desayunaban en la cama, el irlandés respiró profundo y le propuso matrimonio por tercera y última vez.
—Cásate conmigo —le rogó—. Podemos regresar a Cuba y vivir en Matanzas. O si lo prefieres nos quedamos aquí, donde se te antoje.
Chiquita sintió el impulso de aceptar, pero quiso ser prudente y le pidió unas horas para pensarlo. «Recógeme al terminar la última función y te daré mi respuesta», dijo con picardía.
Esa noche, cuando Crinigan se dirigía hacia el teatro para reunirse con ella, unos ladrones lo asaltaron en una callejuela, le quitaron la billetera y se dieron a la fuga. Mientras los perseguía, llamando a gritos a la policía, tropezó y se rompió la nuca.
De todo eso Chiquita se enteró más tarde, cuando, después de esperar largo rato por él, y decepcionada al ver que no acudía a la cita, regresó a su hotel.
—Qué mala suerte la de ese cristiano —se lamentó Rústica—. ¡Tanto tiempo persistiendo, y morirse cuando iba a darle el sí! —y el único consuelo que se le ocurrió decirle a Chiquita fue—: Ese hombre se enamoró de usted como un verraco. Dudo mucho que halle otro que la quiera tanto.
La liliputiense asintió. Quizás la vida, que era pródiga en sorpresas, le deparara otros amores, pero ninguno tan intenso, duradero y puro como el de Patrick Crinigan.
Incapaz de permanecer un día más en Pittsburgh, hizo sus maletas y se sumó a una compañía de vaudeville que iba a emprender una gira por la costa este de la Florida. Hasta ese momento, su remedio para sobrellevar los golpes de la vida había sido el trabajo: cantar, bailar, recitar, entretener al público en cualquier sitio y de la mañana a la noche. Ningún antídoto más eficaz para distraer las penas, para aliviar el alma. Tenía la esperanza de que trasladarse a la Florida, una región donde nunca antes había puesto un pie, la ayudaría a olvidar la muerte de Crinigan, pero su plan falló.
En Jacksonville, donde comenzó la tournée, actuó con un desgano mayúsculo. Le costaba sonreír; al bailar se movía pesadamente, como si le hubieran amarrado una plancha en cada pierna, y por primera vez en su carrera se quedó con la mente en blanco en medio de una canción. Rústica tenía la esperanza de que su ánimo mejoraría al llegar a Saint Augustine, el pueblo más antiguo de Estados Unidos, fundado por los conquistadores españoles. Pero no ocurrió así. Chiquita siguió moviéndose por el escenario como un espectro, sin pizca de gracia ni de gallardía. Y cuando llegó la hora de partir hacia Palm Beach se sintió tan abatida, que dejó la compañía, se encerró en un cuarto del hotel Ponce de León y enmudeció.
Rústica se percató de que aquella no era una tristeza pasajera: al dolor por la pérdida de Crinigan se sumaba un dañino sentimiento de culpa. Así que empezó a hacer todo lo que se le ocurrió para animarla. Pidió permiso para usar la cocina del hotel y le preparó melcochas, le llenó la habitación con sus flores favoritas y hasta le leyó las poesías de José Jacinto Milanés. En vano. Chiquita continuaba cada vez más mustia e inapetente. Una tarde, sin saber qué más inventar para distraerla, Rústica empezó a evocar en alta voz las travesuras que habían hecho de niñas.
—¿Se acuerda de cuando le echamos sal a la natilla que mi abuela estaba preparando? —dijo—. ¿Y de la vez que le cambiamos su pomito de colonia por uno lleno de meao de chiva?
Curiosamente, el recuerdo de esas y otras trastadas logró sacar a Chiquita de su mutismo. No sólo se rió con ganas, sino que le pidió que la bañara y la vistiera, porque le entraron ganas de salir a dar un paseo.
Al llegar junto al malecón, se detuvo a contemplar el agua y, respirando profundo, exclamó: «¡Qué mar tan sereno!». Entonces Rústica cometió el error de aclararle que los españoles no habían construido Saint Augustine a orillas del mar, sino de un caudaloso río, y que este, casualmente, se llamaba Matanzas. Bastó que le dijera eso para que, sabe Dios a causa de qué extrañas asociaciones, la mejoría de Chiquita desapareciera en un abrir y cerrar de ojos, se tirara en el piso a llorar como una niña y empezara a golpear el pavimento con los puños mientras sollozaba: «Matanzas, Matanzas, yo habría podido estar ahora con Patrick en Matanzas».
Después de ese incidente, la nieta de Minga supo que sólo le quedaba una cosa por hacer. Preparó las maletas, fue a la estación ferroviaria a comprar dos boletos y, sin consultarle a Chiquita su opinión, la acomodó en un tren con dirección al norte y se la llevó al pueblo donde vivía Segismundo.
El viaje fue largo y agotador, pero la sirvienta tenía la esperanza de que valiera la pena. En ese momento Chiquita necesitaba cariño, mucho más del que ella podía darle, y nadie mejor que su primo para ayudar a prodigárselo.
Al llegar a su destino, se llevaron una sorpresa. Aunque seguía llamándose Matanzas the Beautiful, el negocio de Huesito y Mundo ya no era el mismo. La cantina había quebrado y sus propietarios la habían transformado en una funeraria. Le prepararon a Chiquita el cuarto de huéspedes, que quedaba, como el de ellos, en la planta superior del inmueble, y le aseguraron que estaban felices de tenerla allí y que podía vivir con ellos todo el tiempo que quisiera.
Rústica estaba furiosa y poco faltó para que se diera bofetadas, pensando que el entra y sale de cadáveres y el llanto de los dolientes terminarían de hundir a Chiquita en la tristeza. Pero se equivocó. Quizás fue porque Mundo empezó a tocarle en el piano sus piezas favoritas, o porque en la funeraria comprendió que no era ella la única que lidiaba con el dolor de la muerte, pero lo cierto es que su ánimo empezó a mejorar. Le pidió a Huesito que la enseñara a maquillar a los difuntos y se pasaba horas enteras subida en una banqueta, poniéndoles carmín en los labios y rubor en las mejillas. Poco a poco, su creatividad renació y, para darle un toque chic a los velorios, se le ocurrió cantar el Ave María, vestida de luto y debajo de un tul que la cubría de pies a cabeza, acompañada al órgano por su primo. La idea gustó y la clientela aumentó.
Después de pasar varios meses en Matanzas the Beautiful, Chiquita consideró que era hora de partir. La pena por Crinigan nunca desaparecería del todo, pero había aprendido a vivir con ella.
—¿Piensas volver al trabajo? —le preguntó Mundo, alarmado.
—No —dijo con voz apenas audible y, con una sonrisa melancólica, agregó—: Me temo que esos días llegaron a su fin.
—Y entonces, ¿adónde carajo vas a ir? —se impacientó su primo—. Estás sola en el mundo, Chiquita. Esta funeraria es lo más parecido a una casa que tienes.
—Gracias, pero es hora de que tenga mi propio hogar —repuso ella y les anunció que pensaba comprarse una casa en Far Rockaway, el apacible rincón de Long Island donde había pasado una temporada años atrás.
Huesito intentó hacerla cambiar de idea: si pensaba invertir en una propiedad y retirarse, debía hacerlo cerca de ellos, que eran su única familia en Estados Unidos. Pero cuando se volvió hacia Segismundo y Rústica, con la esperanza de que lo ayudaran a convencerla, se dio cuenta, por sus expresiones, de que era una batalla perdida. La casa en Far Rockaway era algo decidido y nada la haría desistir.
En el tren, camino de Nueva York, Chiquita le leyó a Rústica las últimas noticias de Europa. Lo que había comenzado meses atrás como un simple lío entre plebeyos serbios y aristócratas austríacos, era ya una guerra sin precedentes, que involucraba a un montón de países. Ese día, los titulares de los periódicos anunciaban que, en un combate realizado en Ypres, una localidad de Bélgica, el ejército alemán había atacado a los franceses y a los ingleses con cloro gaseoso.
—¡Qué indecencia! —protestó Rústica—. No les basta con despedazarse a balazos y cañonazos, y ahora inventan esa cochinada.
Y las dos, que en raras ocasiones coincidían en algo, estuvieron de acuerdo en que esa guerra era una prueba fehaciente de que la humanidad no estaba en sus cabales.
Entre las noticias de voluntarios de la Cruz Roja que arriesgaban sus vidas para salvar a los soldados heridos y de mujeres que trabajaban en las fábricas de municiones para sustituir a los obreros movilizados, Chiquita descubrió una información sorprendente. Se relacionaba con el Royaume de Lilliput, un pueblo en miniatura, construido en París, que cada día era visitado por cientos de curiosos.
Contagiados por el patriotismo que reinaba en Francia, los liliputienses hombres que se exhibían en el Royaume habían acudido a la oficina de reclutamiento para exigir que, a pesar de sus escasas pulgadas de estatura, les permitieran combatir a los alemanes. La petición suscitó un gran debate, pero el ejército terminó aceptándolos en sus filas y los heroicos soldaditos estaban cumpliendo importantes misiones. Por su tamaño, resultaban idóneos para saltar de una trinchera a otra, llevando mensajes a los mandos, y para emprender arriesgadas expediciones de reconocimiento hasta las líneas enemigas. La noticia concluía informando que, alentadas por el ejemplo de sus compañeros, varias mujeres del Royaume de Lilliput habían escrito a las autoridades militares solicitando que se les diera la oportunidad de trabajar en las cocinas y los hospitales de campaña[82].
Espiridiona Cenda se sintió sumamente incómoda en el nuevo y bullicioso edificio de la Gran Estación Central. Al atravesar el vasto salón principal, con sus altísimas paredes de mármol y su absurdo zodíaco pintado en el cielorraso, tuvo la impresión de que su tamaño menguaba y se reducía a la mitad. Por eso apresuró el paso y se adelantó a Rústica y al maletero que llevaba su equipaje, deseosa de salir de allí lo antes posible.
Afuera había un taxi y, pensando que estaba libre, se dirigieron hacia él para tomarlo. ¡Qué chasco! Dentro del vehículo, una pasajera discutía acaloradamente con el chofer. Señalando una y otra vez el taxímetro, la señora aseguraba que ese maldito aparato podría marcar lo que le viniera en ganas, pero que ella no pensaba pagarle más de los cincuenta centavos de dólar que la ley estipulaba por una milla de trayecto. Harto de una pelea que se prolongaba demasiado, el chofer se dio por vencido.
La mujer salió del taxi con una sonrisa victoriosa y en ese momento Chiquita la reconoció. Estaba un poco más gorda y tenía otro peinado, pero se trataba de Nellie Bly, a quien no veía desde la Exposición Panamericana.
—¡Chiquita! —exclamó Nellie al descubrirla—. ¿Dónde te has metido todo este tiempo? —y, después de ordenarle al maletero que acomodara en el taxi el equipaje de la liliputiense, empezó a poner a su vieja amiga al tanto de los avatares de su vida.
Al morir Frank Seaman, su esposo millonario, había heredado todos sus bienes y tomó la decisión de administrar personalmente sus industrias. Como una idealista irreductible, intentó llevar a la práctica su filosofía sobre cómo debían ser las relaciones entre los trabajadores y los patrones, pero el resultado fue calamitoso. Los negocios no tardaron en quebrar, dejándola en la ruina y ahogada por las deudas.
—Lo perdí todo, hasta la casa en Murray Hill. No me quedó otra salida que volver al World, con Pulitzer, a vivir otra vez del periodismo —le dijo y, haciendo caso omiso del taxista, que les exigía a Rústica y a Chiquita que acabaran de subirse al vehículo o se marcharía llevándose sus maletas, le comunicó que al día siguiente salía rumbo a Francia—. Sí, la vieja Nellie no ha perdido su afición por las aventuras —bromeó—. Será la primera mujer corresponsal de guerra y narrará a sus fieles lectores lo que está sucediendo en los campos de batalla.
Chiquita la felicitó y estuvo tentada de preguntarle si se había enterado de la muerte de Crinigan, pero en ese instante el chofer puso el taxi en movimiento. Probablemente se hubiera ido, cumpliendo su amenaza, si Rústica no llega a pararse delante del vehículo con los brazos abiertos.
—¡Acaben de subir o no respondo de mí! —fue el ultimátum del hombre, y las cubanas se apresuraron a obedecerlo.
—Suerte en la guerra —le dijo Chiquita a Nellie Bly, asomándose por la ventanilla—. Leeré tus crónicas.
—¡Oh, Chiquita, se me acaba de ocurrir una idea genial! —anunció la periodista justo cuando el vehículo empezaba a alejarse—. ¿Por qué no…?
La liliputiense se quedó sin saber cuál era su proposición. En realidad, no lo lamentó. Cualquiera que fuese, le habría contestado que no. Estaba harta del mundo, de la gente y de las guerras. La idea de pisar otra vez un escenario no la atraía en lo más mínimo. No quería volver a saber de circos ni de vaudevilles, de monos sabios ni de gigantes chabacanos. Sus días como la mujer más pequeña del mundo habían llegado a su final.
Adiós, Señora Muñeca. Adiós, Rayo X de Venus. Adiós también al más ínfimo átomo de humanidad. Espiridiona Cenda se despedía para siempre. Su única ambición era comprar lo antes posible la casa en Far Rockaway y recluirse en ella, a cal y canto, sin más compañía que la de Rústica y sus recuerdos.
Mientras el taxi se sumaba a la fila de automóviles que avanzaba por 42nd Street en dirección al oeste, decidió que era hora de bajar el telón. Aunque aún no tenía cuarenta y cinco años, se sentía vieja, muy vieja, tanto como si fuera una de las lomas del valle de Yumurí.