4
Emily durmió bien por primera vez en varias semanas, y cuando despertó el sol iluminaba toda la habitación y Millicent estaba aporreando la puerta.
—Pasa —dijo adormilada. George seguía en el vestidor; no era preciso pensar en la intimidad—. Entra, Millie.
Millicent entró con una bandeja en una mano mientras con la otra cerraba la puerta. Luego dejó la bandeja encima del tocador.
—Menudo lío hay en esa despensa, señora —dijo, sirviendo el té con esmero—. Nunca he visto nada igual. Primero está toda llena de gente, y luego el hervidor echa humo por todas partes sin que nadie lo quite del fuego. Y todo porque al señor le gusta más el café que el té; claro que yo no entiendo cómo puede beberse esa pócima. En fin, Albert se lo ha llevado a su habitación hace un cuarto de hora y dice que allí estaba también el perrito de la señora March. Parece que le ha cogido mucho cariño al señor. Y eso saca de quicio a la anciana señora. —Se acercó y le tendió la taza.
Emily se incorporó, la cogió y empezó a beber. Estaba caliente. El día empezaba bien.
—¿Qué le apetece ponerse esta mañana, señora? —Millicent descorrió las cortinas con brío—. ¿El de muselina color albaricoque, quizá? Es un vestido precioso. Y no todo el mundo luce con un tono así. Algunas se ven paliduchas.
Emily sonrió. Por lo visto, Millicent ya había decidido.
—Buena idea —dijo—. ¿Hace calor fuera?
—Lo hará, señora. Y si esta tarde va de visita, ¿qué le parece el de color lavanda? —Millicent rebosaba de ideas—. El blanco con ribetes de terciopelo negro para la noche. Está muy de moda y tiene un vuelo muy bonito al andar.
Emily asintió, terminó el té y emprendió su toilette matinal. Hoy todo parecía tener un aire de victoria.
Una vez a solas y lista, fue al vestidor y llamó a la puerta. Nadie respondió. Dudó un poco, pero de pronto se echó atrás. ¿Qué le iba a decir aparte de buenos días? ¡No podía conducirse como una novia impaciente! Así sólo incomodaría a George. Era preferible mostrarse natural. De todos modos, él no había contestado; sin duda habría bajado ya.
Pero no había señales de George en la sala del desayuno. Eustace sí estaba, mofletudo y radiante de salud, para variar. Había abierto las ventanas como era su costumbre, sin tener en cuenta que el cuarto estaba orientado al oeste y hacía un frío considerable. Tenía ante él un plato repleto de salchichas, huevos, riñones picantes y patatas. Se había ajustado la servilleta en el chaleco, y en la mesa había tostadas recién hechas, un plato de mantequilla, las angarillas de plata y la leche, el azúcar y la cafetera de plata estilo Reina Ana.
La anciana March iba a desayunar en la cama, como de costumbre. Aparte de eso, todos estaban presentes salvo George… y Sybilla.
Emily se sintió morir y toda su felicidad se extinguió como quien apaga una vela con los dedos. Y cuando se dispuso a cortar la parte superior del huevo pasado por agua pareció muy torpe y hubo de mantener el equilibrio. No lo había soñado; George y Sybilla habían reñido la víspera. La pesadilla había llegado a su fin. Por supuesto, las cosas no se iban a arreglar en un periquete. Llevaría un poco de tiempo, tal vez dos o tres semanas. Pero eso podía soportarlo.
—Buenos días, querida —dijo Eustace con el tono que usaba cada mañana—. Espero que estés bien. —Más que una pregunta era una forma de darse por enterado de su presencia. No le apetecía oír hablar de indisposiciones de mujeres; eran poco interesantes e indecorosas; sobre todo por la mañana, cuando uno tenía ganas de comer.
—Mucho —dijo agresivamente Emily—. Espero que tú también. —Aquí la frase era totalmente innecesaria, vista la prodigalidad con que Eustace se había servido.
—Por supuesto que sí. —Sus ojos se agrandaron bajo las cejas cortas y redondeadas. Suspiró por la nariz con un ruido suave y recorrió con la mirada el resto de la mesa: Vespasia comía un huevo pasado por agua en delicado silencio; Tassie se veía todo lo pálida que permitían su pelo y sus pecas, estaba ojerosa; Jack Radley miraba a Emily con ceño y las mejillas ligeramente sonrosadas; y William, con el cuerpo muy tenso y la cara fruncida, agarraba el tenedor como si fuera un salvavidas—. Tengo una salud excelente —reiteró Eustace con un deje acusatorio.
—Me alegro mucho. —Emily estaba decidida a decir la última palabra. No podía luchar contra Sybilla y no quería pelear con George. Bastaba con encararse a Eustace.
—¿Qué piensas hacer hoy, querida? —preguntó Eustace a Tassie, y antes de que ella pudiera abrir la boca, continuó—: La compasión es una cosa muy deseable en las mujeres. Tu querida madre, que Dios la tenga en su gloria, siempre estaba metida en esas cosas. —Alcanzó una tostada y la untó de mantequilla—. Pero tú tienes otras obligaciones, empezando por tus invitados. Haz que se sientan bien aquí. Por supuesto, tu casa es ante todo una isla de paz y moralidad donde no penetran las tinieblas del mundo. Pero también debería ser un lugar de agradable entretenimiento, de alegría y edificante conversación. —Hizo caso omiso de Tassie como si no se percatara de su incomodidad, y probablemente así era.
Emily le odió por su absoluta ceguera.
—Creo que deberías llevarte al señor Radley de paseo en coche —prosiguió Eustace, como si se le acabara de ocurrir la idea—. Hace un tiempo excelente. Estoy seguro de que tu abuela Vespasia estará encantada de acompañaros.
—¡Ni hablar, Eustace! —le espetó Vespasia—. Esta tarde tengo visitas que hacer. Tassie puede venir conmigo, si le apetece, pero yo no pienso ir con ella. No dudo que el señor Carlisle le parecería interesante, y al señor Radley también, si se decide a venir.
Eustace frunció el entrecejo.
—¿El señor Carlisle? ¿Ese individuo tan poco recomendable metido a agitador político?
Tassie levantó rápidamente la cabeza.
—Caramba.
Eustace la fulminó con la mirada.
Vespasia no pestañeó ante la descripción de Eustace, pero sus ojos grises de paloma miraron fugazmente a Emily, rememorando momentos excitantes, recuerdos de pobreza y asesinato, y Emily notó que se ruborizaba al venirle a la cabeza la noche en el invernadero. Había conocido a Somerset Carlisle precisamente a raíz de ese asunto que había empezado por contarle a Jack Radley.
—Un individuo extravagante, sí señor —dijo enfadado Eustace—. Hay mejores sistemas para ayudar a los desdichados que exhibirse tratando de socavar al gobierno y alterar los fundamentos de la sociedad. Ese hombre es un irresponsable, y sería mejor que no tuvieras nada que ver con él, Vespasia.
—Fascinante. —Jack Radley miró a Vespasia—. ¿En qué trabaja ahora el señor Carlisle, lady Cumming-Gould?
—En el sufragio femenino —respondió la anciana.
—¡Ridículo! —bufó Eustace—. Una peligrosa pérdida de tiempo. Si votaran las mujeres sabe Dios qué clase de Parlamento íbamos a tener. No me extrañaría que se llenara de fanáticos y revolucionarios… o de incompetentes. Ese Carlisle es una amenaza para todo lo que Inglaterra tiene de bueno, todo lo que ha hecho posible el Imperio. Si Inglaterra tiene grandes hombres es justamente porque nuestras mujeres mantienen la santidad del hogar y la familia.
—Bobadas —repuso secamente Vespasia—. Si las mujeres son tan decentes como tú crees, entonces votarán a quienes sepan conservar esos valores que tanto estimas.
Eustace estaba visiblemente enojado. Hizo un esfuerzo por dominarse.
—Mi querida suegra —dijo entre dientes—, no es tu decencia la que está en cuestión, sino tu sentido común. —Inspiró hondo—. El sexo débil fue creado por Dios para realizar funciones de esposa y madre; para consolar, alimentar y edificar. Es una tarea noble y elevada. Pero la mujer carece de la inteligencia o el temperamento necesarios para gobernar, y suponer lo contrario es ir contra la naturaleza.
—Eustace, cuando os casasteis le dije a Olivia que eras un tonto —replicó Vespasia—. Y con los años me has ido dando cada vez menos motivos para cambiar de opinión. —Se limpió los labios con la servilleta y se levantó—. Si te parece que no soy buena carabina para Tassie, ¿por qué no le dices a Sybilla que la acompañe? Suponiendo que se levante a tiempo de la cama. —Y sin siquiera mirar atrás salió de la estancia.
Eustace enrojeció. Le habían insultado en su propia casa, el único lugar del mundo donde él era la autoridad absoluta e inexpugnable.
—¡Anastasia! Te acompañará tu cuñada o la abuela March, ¿está claro? Tú, Emily, no. No eres mucho mejor que tu tía abuela. Tu conducta anterior puede haber sido deplorable, pero eso es asunto de George. No quiero que aconsejes mal a Tassie.
—Nada más lejos de mi intención —le espetó Emily con una sonrisa arrebatadora—. Seguro que Sybilla es mucho mejor ejemplo que yo para Tassie en cuanto a cómo debe comportarse una mujer decente.
Tassie se aguantó la risa con el pañuelo; Jack Radley trató de encontrar alguna cosa que mirar con atención, sin lograrlo. William, pálido, se levantó torpemente dejando caer la servilleta y haciendo tintinear su taza sobre el platillo.
—Me voy a trabajar —dijo bruscamente—, ahora que hay buena luz. —Y sin más salió de la sala.
Emily lamentó haberse dejado llevar por el mal humor, porque de ese modo había herido también a William. Él debía sentirse más o menos como ella: confuso, rechazado, terriblemente solo y, por encima de todo, humillado. Pero ir a buscarle para pedir disculpas sólo habría empeorado las cosas. Lo único que podía hacer era fingir no haberse dado cuenta.
Se obligó a tragar parte del desayuno para aparentar que estaba bien. Luego se excusó y fue directamente arriba a buscar a George para exigirle que al menos fuera discreto, ya que no podía o no quería ser decoroso.
Llamó a la puerta del vestidor y aguardó. Llamó de nuevo y al ver que no había respuesta, entró.
Las cortinas estaban abiertas y la habitación llena de luz. George seguía tumbado en la cama, con las sábanas revueltas y la bandeja con el café aún sobre la mesa, obviamente utilizada. De hecho, había un platillo vacío en el suelo, a los pies de la cama, donde él debía de haber compartido el café con el spaniel de la señora March.
—¡George! —dijo Emily enfadada. Ni siquiera quiso pensar en qué podía haber estado haciendo toda la noche para seguir acostado a las diez de la mañana—. ¿George?
Se acercó a la cama y le miró. Estaba muy blanco y tenía los ojos hundidos como si hubiera dormido mal, si es que había dormido. En realidad parecía enfermo.
—¿George? —Ahora estaba asustada. Lo tocó.
Él no se movió. Sus párpados ni siquiera se agitaron.
—¡George! —exclamó, lo cual era ridículo. Él tenía que oírla.
Lo sacudió de forma que cualquiera hubiese despertado. Pero George seguía inmóvil. Su pecho no parecía siquiera subir y bajar.
Abrumada, especulando ya sobre lo imposible y aterrada por ello, Emily corrió a la puerta pensando en avisar a alguien, pero ¿a quién?
¡Tía Vespasia! Claro. Ella era la única en quien podía confiar, la única que le tenía aprecio. Corrió escaleras abajo, cruzó el vestíbulo, derribando casi a una sobresaltada sirvienta, y abrió la puerta de la salita. Vespasia estaba escribiendo cartas.
—¡Tía Vespasia! —Le temblaba la voz, y habló más alto de lo que era su intención—. Tía Vespasia, ¡George está enfermo! ¡No consigo que se despierte! Creo que… —Inspiró desesperadamente. No podía pronunciar las palabras.
Vespasia levantó la vista del escritorio de palisandro.
—Será mejor que vayamos a echar un vistazo —dijo muy seria, dejando la pluma y poniéndose de pie—. Vamos, querida.
Con el corazón desbocado por miedo a lo que podía encontrar arriba, Emily la siguió por la escalera hasta el descansillo, con sus cortinas estampadas de peonías y las jardineras de bambú llenas de helechos. Vespasia llamó a la puerta del vestidor y, sin esperar respuesta, la abrió y se acercó a la cama.
George estaba tal como Emily lo había dejado, salvo que ahora advirtió con más claridad la blanca rigidez de la cara, preguntándose cómo podía haber llegado a pensar que aún estaba vivo.
Vespasia le tocó suavemente el cuello con el dorso de los dedos. Tras unos instantes se volvió hacia Emily con la cara tensa y los ojos desolados.
—No hay nada que hacer, querida. Por lo poco que sé, pensaría que ha sido el corazón. Me atrevería a decir que apenas ha sentido nada. Es mejor que vayas a mi cuarto, te enviaré a mi doncella mientras Millicent va a buscarte un brandy. Yo he de ir a comunicárselo a los dueños de casa.
Emily guardó silencio. Sabía que George estaba muerto y sin embargo no podía asimilar la idea; era inconcebible. No era la primera vez que experimentaba la muerte de cerca; una hermana suya había sido asesinada por el verdugo de Cater Street. Ocurría constantemente: la viruela, el tifus, el cólera, la escarlatina, la tuberculosis, estaban a la orden del día, y eran cosas que con mucha frecuencia provocaban la muerte, como la provocaba el parto. Pero en esta ocasión no había habido el menor aviso; ¡George parecía tan vivo!
—Ven. —Vespasia la rodeó con el brazo y sin que Emily se diera cuenta volvió a pasar por el descansillo de los helechos para entrar en el cuarto de Vespasia, donde su doncella estaba haciendo la cama.
—Lord Ashworth ha muerto —anunció la anciana—. Al parecer ha sufrido un ataque cardíaco. Quédese aquí con lady Ashworth, Digby. Mandaré a alguien con un brandy e iré a comunicárselo a los señores.
La criada era una mujer mayor del norte del país, ancha de caderas y de cara brillante. Había asistido a muchos sucesos luctuosos aparte de sufrir los suyos propios. Respondió lacónica y luego cogió suavemente a Emily del brazo, la hizo sentar en el sofá con los pies elevados y le palmeó la mano de un modo que en otro momento le habría resultado muy desagradable. Ahora era un contacto humano que la tranquilizaba absurdamente, más reconfortante y real que el sol que llenaba la habitación, que el complicado biombo japonés de seda con sus capullos de cerezo, que la mesa de laca.
Vespasia se dirigió despacio a la planta baja. Estaba muy apenada, sobre todo por Emily, a quien quería mucho, pero también por sí misma. Conocía a George desde que había nacido. Le había visto de niño y de adolescente, y conocía tanto sus virtudes como sus defectos. No olvidaba lo que él había hecho, pero era generoso y tolerante, siempre dispuesto a alabar a los demás y, dentro de sus propios parámetros, era honesto. Su obsesión por Sybilla era aberrante, una muestra de estupidez y desenfreno que ella no le perdonaba. Pero nada de eso alteraba el hecho de que le hubiera querido, y Vespasia sintió una gran pena al pensar que había muerto tan joven, cuando apenas tenía la mitad de sus años.
Abrió la puerta de la sala del desayuno. Eustace seguía sentado a la mesa con Jack Radley.
—Eustace, debo hablar contigo inmediatamente.
—Por supuesto. —Aún estaba enfadado y no hizo el menor ademán de levantarse.
Vespasia miró crudamente a Jack Radley, y éste vio que algo andaba mal. Se levantó y tras excusarse salió cerrando la puerta.
—Te agradecería que fueras más amable con el señor Radley —dijo Eustace con voz glacial—. Es muy posible que se case con Anastasia…
—Lo creo improbable. Pero eso importa poco ahora. Debo decirte que George ha muerto.
Eustace giró la cabeza, boquiabierto.
—¿Cómo dices?
—George ha muerto —repitió ella—. Parece que ha tenido un ataque. He dejado a Emily en mi cuarto con mi sirvienta. Creo que deberías llamar a un médico.
Eustace empezó a decir algo, pero le pareció inadecuado. Su color normalmente rubicundo había desaparecido de su cara.
Vespasia hizo sonar la campanilla y tan pronto apareció el mayordomo se dirigió a él:
—Lord Ashworth ha tenido un ataque cardíaco esta noche, y ha muerto. Lady Ashworth está en mi habitación. Mande a alguien arriba con un brandy, por favor. Y llame al doctor, pero sea discreto. No hace falta armar alboroto. Yo misma informaré a la familia.
—Sí, milady —dijo el mayordomo—. Permítame decirle cuánto lo siento, estoy seguro de que el resto de la servidumbre compartirá mis sentimientos.
—Gracias, Martin.
El mayordomo hizo una reverencia y partió.
Eustace se levantó torpemente, como si de pronto tuviera reuma.
—Se lo diré a mamá. Será un golpe terrible para ella. Supongo que no se puede hacer nada por la pobre Emily…
—Creo que haré llamar a Charlotte —respondió Vespasia—. Yo también me siento muy afligida.
—Lo comprendo. —Él se ablandó un poco. Después de todo, Vespasia tenía más de setenta años. Pero había otra cosa en su mente—. Pero me parece que no deberíamos llamar a su hermana. Es una infeliz cuya presencia no nos ayudará en nada. ¿Por qué no mandamos llamar a la madre? Mejor aún, llevemos a Emily a casa de su madre, en cuanto se vea con fuerzas para ir. Sería lo más adecuado, creo yo.
—Quizá sí —dijo secamente Vespasia—. Pero Caroline está en el continente, así que de momento haré llamar a Charlotte. —Le miró de tal forma que a Eustace se le congeló la protesta en los labios—. Esta tarde mandaré mi coche a buscarla.
Vespasia salió de la estancia y fue arriba. Había otra misión que cumplir, y no iba a ser fácil. Pese al imperdonable comportamiento de la joven en las últimas semanas, le tenía aprecio a Sybilla, quería decírselo ella misma en lugar de dejar que lo hicieran los sirvientes o, peor aún, Eustace.
Llamó a la puerta de la alcoba y la abrió sin esperar respuesta. La bandeja del desayuno estaba sobre la mesita de noche. Sybilla estaba acodada en la enorme cama, cubierta con un chal ribeteado de encaje, el camisón de raso amarillo un poco caído de un pálido hombro, y el pelo negro cayéndole sobre el pecho. Incluso en un momento como ése, Vespasia quedó anonadada ante su belleza. Resultaba casi abrumadora.
—Sybilla —dijo en voz baja, yendo a sentarse en el borde de la cama—. Lo siento, querida, pero tengo que darte una triste noticia.
Los ojos de Sybilla se abrieron con miedo mientras se incorporaba.
—William…
—No. George.
—¿Qué…? —Sybilla estaba sorprendida y confusa. Había pensado primero en William, sin hacerse cargo de la amenaza que había cruzado por su cabeza—. ¿Qué ha pasado?
Vespasia acarició la mano que estaba más próxima a ella, apretándosela con fuerza.
—George ha muerto, querida. Me temo que ha sufrido un ataque cardíaco esta madrugada. No hay nada que puedas hacer, salvo mostrarte todo lo discreta que no has sido hasta ahora, por Emily y por William, al menos, si no por ti misma.
—¿Muerto? —susurró Sybilla, como si no comprendiera la palabra—. ¡No puede ser! Si estaba tan… ¡tan sano! No es George…
—Me temo que no hay ninguna duda. —Vespasia meneó la cabeza—. Te sugiero que digas a tu doncella que te prepare un baño, que te vistas y permanezcas aquí hasta que te serenes para enfrentarte a la familia. Luego baja y ofrece tu ayuda en lo que sea posible. Te aseguro que es la mejor manera de sobrellevar tu propio dolor.
Sybilla sonrió débilmente.
—¿Es eso lo que tú estás haciendo, tía Vespasia?
—Supongo. —Vespasia desvió la mirada para no delatar el dolor que sentía—. Creo que es lo más recomendable para ti.
Sybilla se levantó e hizo sonar la campanilla. Sonaría en el cuarto de los sirvientes y en el de su doncella, y la chica acudiría rápidamente.
—Debo ir a decírselo a William —dijo Vespasia, tratando de pensar qué más había que hacer—. Y sin duda habrá que organizar cosas, escribir cartas y todo eso.
Sybilla balbuceó algo, seguramente sobre Emily. Pero le faltó valor para anunciarlo, y Vespasia no la instó a hacerlo.
El doctor llegó a mediodía. Eustace fue a recibirle y le condujo al vestidor, donde George seguía tal como lo habían encontrado Emily y Vespasia. Le dejaron a solas, exceptuando un lacayo para que atendiera sus necesidades, como agua caliente o toallas. Eustace no tenía el menor deseo de estar presente en la ocasión y esperó con Vespasia en la salita para escuchar el veredicto del doctor. Emily y Sybilla seguían en sus respectivas habitaciones; Tassie había vuelto de la peluquería y estaba llorando a lágrima viva en el gabinete. La anciana March estaba en el tocador rosa, que era su territorio preferido, consolada por Jack Radley, cuyas atenciones había ella requerido especialmente. William se hallaba en el invernadero, en el espacio que tenía habilitado como estudio. Había vuelto a su trabajo, señalando que no servía de nada que estuviera en la casa retorciéndose las manos ociosamente, y halló más alivio para sus sentimientos estando solo y esforzándose con pinceles y colores en plasmar parte de sus emociones. Tenía dos cuadros en marcha; uno era un paisaje que le había encargado un mecenas, el otro un retrato de Sybilla iniciado por su propio gusto. Hoy trabajaba en el paisaje; árboles llenos de sol primaveral y un súbito y penetrante frío. El ambiente evocaba la fragilidad de la dicha y la perpetua inminencia del dolor.
El médico apareció al abrirse la puerta de la salita. Tenía profundas arrugas en la cara, pero eran señales agradables, de versatilidad y buen carácter. Ahora se le veía alicaído. Cerró la puerta al entrar y miró a Eustace y a Vespasia, decidiéndose finalmente por ella.
—Ha sido el corazón, como usted imaginaba —dijo—. El único consuelo que puedo ofrecerles es que debió de ser todo muy rápido, apenas unos segundos.
—En efecto, es un consuelo —reconoció Eustace—. Le estoy muy agradecido. Se lo diré a lady Ashworth. Gracias, Treves.
Pero el doctor no se movió.
—¿Tenía lord Ashworth un perro, un spaniel pequeño?
—Dios santo, ¿qué importa eso ahora?
—¿Sí o no? —repitió el doctor.
—No. Era de mi madre. ¿Por qué?
—Me temo que el perro también está muerto, señor March.
—Ya, pero eso no tiene mucha importancia, ¿verdad? —Eustace estaba enfadado—. Haré que uno de los lacayos se ocupe de eso. —Haciendo un esfuerzo, recordó su posición y, con ella, sus buenos modales—. Se lo agradezco. Y ahora si quiere hacer lo que sea necesario, nosotros nos encargaremos del funeral.
—No será posible, señor March.
—¿Cómo que no será posible? —inquirió Eustace, empezando a sonrojarse de ira—. ¡Claro que es posible! ¡Muévase, hombre!
Vespasia miró la cara fúnebre del doctor.
—¿De qué se trata, doctor Treves? —dijo—. ¿Por qué ha mencionado el perro? ¿Y cómo ha sabido eso? Los sirvientes no le han llevado a ver a un perro muerto.
—No, milady. —El doctor suspiró, y su inquietud se vio reflejada en las arrugas de la cara—. El perro estaba debajo de la cama. También ha muerto de un ataque, yo diría que a la misma hora que lord Ashworth, más o menos. Parece que él le dio a probar un poco del café que había en la bandeja del desayuno. En ambos casos, fue muy poco antes de morir.
Eustace notó que la sangre se le iba a los pies. Se tambaleó un poco.
—¡Pero qué está diciendo, hombre!
Vespasia se hundió lentamente en una silla. Sabía lo que el doctor iba a decir, y su mente ya había registrado todo su horror.
—Digo, señor, que lord Ashworth murió envenenado.
—¡Tonterías! —repuso Eustace—. ¡Nada más que tonterías! ¡Pero qué idea tan ridícula! El pobre George tuvo un ataque de corazón, y el perro debió de volverse loco, la muerte y todo eso, y se murió también. ¡Mera coincidencia! Una… desgraciada coincidencia.
—No, señor.
—¡Claro que sí! —bramó Eustace—. ¿Por qué diablos iba lord Ashworth a envenenarse, si se puede saber? Usted no le conocía, de lo contrario no habría sugerido una cosa semejante. ¡Y por descontado que no le habría dado a probar primero al perro! George amaba a los animales. Ese chucho le adoraba. Mi madre lo llevaba fatal. El perro es suyo, pero prefería a George. A él jamás se le hubiera ocurrido hacerle daño. Cómo dice una tontería así. Y ya le aseguro que no tenía el menor motivo para quitarse la vida. Era un hombre… —tragó saliva, mirando a Treves— absolutamente feliz. Tenía dinero, posición, una buena esposa y un hijo.
Treves abrió la boca para replicar, pero Vespasia le interrumpió.
—Creo, Eustace, que el doctor no está sugiriendo que George lo tomara a sabiendas.
—¡No digas idioteces! —le espetó él, perdiendo el control—. ¡Nadie se suicida accidentalmente! ¡Y en esta casa nadie tiene veneno guardado!
—Era digital —terció Treves con prudencia—. Un medicamento bastante común para dolencias cardíacas. La sirvienta me ha dicho que la propia señora March tiene un poco, pero es posible destilarlo a partir de la dedalera.
Eustace se serenó un poco y sus cejas esbozaron un gesto de soberbio sarcasmo.
—¿Y lord Ashworth salió a las seis de la mañana, cogió unas dedaleras del jardín y destiló un poco de esa sustancia? —inquirió groseramente—. ¿Lo hizo en la cocina con las fregonas o en la despensa de arriba con las doncellas y los lacayos? Si le he entendido correctamente, volvió después a su cuarto, esperó a que llegara el café, envenenó fortuitamente al perro y luego se envenenó él… ¡Está usted completamente loco, Treves! ¡Es un burro y un incompetente! ¡Redacte un certificado de defunción y lárguese de aquí!
Vespasia sintió una gran lástima de Eustace. No iba a poder soportarlo. Nunca había sido tan fuerte como él pensaba, quizá por eso era tan insufriblemente pretencioso.
—Eustace —dijo en voz baja—, el doctor Treves no está diciendo que George lo tomara por accidente. Como tú has dicho, eso es absurdo. La conclusión inevitable es que alguien se lo puso en el café antes de llevárselo a la habitación; no es difícil puesto que todo el mundo toma té.
Eustace giró en redondo y la miró, súbitamente horrorizado. Su voz le sonó ronca y chillona.
—Pero eso es… ¡un asesinato!
—Sí, señor —concedió Treves con suavidad—. Me temo que así es. No me queda más remedio que notificarlo a la policía.
Eustace tragó saliva y suspiró con expresión desesperada.
—Por supuesto —dijo Vespasia—. Quizá será usted tan amable de avisar al inspector Thomas Pitt. Tiene experiencia y es muy discreto.
—Como usted diga, milady —concedió Treves—. Lo siento mucho.
—Gracias. El mayordomo le dirá dónde está el teléfono. Yo debo disponer las cosas para que venga la hermana de lady Ashworth.
—Bien —dijo Treves—. Será lo mejor, si se trata de una mujer equilibrada. Una escena de histeria no ayudaría nada. ¿Cómo está lady Ashworth? Si quiere que vaya a verla…
—Aún no, tal vez mañana. Su hermana es muy equilibrada. Yo creo que no ha estado histérica en su vida, y no porque no haya tenido motivos.
—Bien. Entonces volveré mañana. Gracias, lady Cumming-Gould.
Primero Vespasia iría a ver a la anciana señora March. Ésta se escandalizaría. Y eso era prácticamente el único y fragilísimo hilo de perversa satisfacción en todo lo que había pasado: la señora March tendría otra cosa que hacer aparte de poner en aprietos a Tassie.
La señora March estaba en su tocador. La sala de estar de la planta baja estaba reservada para las señoras (al menos lo había estado cuando ella gobernaba la casa, así como a sus hijas, dos sobrinas y una prima venida a menos y por tanto dependiente de ella). Se había aferrado a su dominio de esta habitación octogonal estratégicamente situada, renovando la sofocante decoración rosa, conservando las colgaduras en la repisa de la chimenea y el pianoforte, las hileras de fotografías de grupo en todas las combinaciones familiares, y llenando las numerosas superficies de adornos de flor seca, frutas de cera, un búho disecado y multitud de bordados, pañitos, tapetes y antimacasares. En la jardinera había incluso una aspidistra.
La señora March estaba sentada en su meridiana con los pies en alto; si se hubiera quedado en su alcoba habría estado demasiado lejos del centro de la casa y podría haberse perdido algo. Vespasia cerró la puerta al entrar y se sentó en el duro sofá de enfrente.
—¿Quieres que haga traer otro servicio de té? —preguntó la señora March, observándola con mirada crítica—. Estás muy demacrada; te has echado diez años encima.
—No tendré tiempo de tomarlo. He de darte una noticia.
—Eso no impide que puedas tomar el té. Se puede beber y hablar al mismo tiempo, tú siempre lo haces. Tienes la cara muy mal. Siempre te había gustado George, al margen de su conducta. Esto habrá sido muy duro para ti.
—Así es —dijo Vespasia, lacónica. No quería hablar de su congoja, y mucho menos con Lavinia March, a quien detestaba en mayor o menor grado desde hacía cuarenta años—. No obstante cuando te lo haya dicho a ti tendré que decírselo a otras personas, prepararlas para lo que sobrevendrá.
—¡Santo Dios, deja de hablar en círculos! Eres ridículamente engreída, Vespasia. Ésta es la casa de Eustace y él es perfectamente capaz de hacer lo que sea necesario. En cuanto a Emily, por supuesto, lo que quieras hacer es asunto tuyo, pero yo opino que cuanto antes se la mande a casa de su madre, mejor.
—Nada de eso. Esta tarde mandaré llamar a su hermana. Pero me huelo que antes veremos llegar a su cuñado el inspector.
Las cejas de la señora March se enarcaron; eran un poco gruesas, como las de Eustace, sólo que ella tenía los ojos negros.
—¿Es que la pena te ha sorbido los sesos, Vespasia? No dejaré que un vulgar policía entre en mi casa. El que sea pariente de Emily es una desgracia, pero no una carga que estemos obligados a soportar.
—Será la menor de todas. A George lo han asesinado.
La señora March se quedó mirándola boquiabierta. Luego alcanzó el timbre de porcelana con adornos florales y lo accionó.
—Haré que tu doncella se ocupe de ti. Tienes que estirarte, tomar una tisana y unas sales. Has perdido el juicio. Esperemos que sea pasajero. Deberías tener un compañero. Siempre he dicho que pasas demasiado tiempo sola; eres una presa fácil para influencias perniciosas. Esto es muy desagradable. Si el doctor aún está aquí, lo mandaré a tu habitación. —Volvió a tocar el timbre—. ¿Dónde demonios se ha metido esa estúpida? ¿Es que no puede venir nadie cuando los llamas?
—¡Por el amor de Dios, deja eso en paz! Treves dice que George fue envenenado con digital.
—¡Tonterías! Y si es verdad, es que se quitó la vida en un ataque de desesperación. Está bien claro que amaba a Sybilla.
—Estaba encaprichado de ella —la corrigió Vespasia. Era evidente, y no le parecía que ahora tuviese ya ninguna importancia—. Que no es lo mismo. Los hombres como George no se matan por una mujer, eso deberías saberlo. Podría haberse acostado con Sybilla de haberlo querido, y seguramente así fue.
—¡No seas basta, Vespasia! ¡La vulgaridad está totalmente fuera de lugar!
—También mataron al perro —añadió Vespasia.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué perro? ¿Quién mató a un perro?
—El que mató a George.
—¿Pero qué perro? ¿Y a santo de qué?
—Me temo que el tuyo. El pequeño spaniel. Lo siento, Lavinia.
—Lo ves cómo estás desbarrando. George jamás habría matado a mi perro. Le tenía mucho aprecio, ¡si prácticamente me lo robó!
—Es lo que quería decirte, Lavinia; alguien los mató a los dos. Martin ha avisado a la policía.
Antes de que la señora March encontrara la forma de replicar, la puerta se abrió y apareció un lacayo.
—¿Sí, señora?
Vespasia se puso de pie.
—Yo no necesito nada, gracias. Quizá podría traerle a la señora March otro servicio de té. —Y dicho esto se dirigió al vestíbulo camino de la escalera.
Emily despertó de un sueño tan profundo que al principio no pudo recordar cómo se llamaba. La habitación era de puro estilo oriental, todo en blanco y verde, empapelada con motivos de bambú y con unas cortinas de brocado con crisantemos. El sol no daba en las ventanas, pero la habitación estaba llena de luz.
Luego recordó que era por la tarde, que estaba en Cardington Crescent, que ella y George pasaban unos días con tío Eustace… La realidad la arrinconó en una gélida oleada: George había muerto.
Se quedó tumbada mirando el techo sin ver, fijos los ojos en las volutas de escayola; podrían haber sido olas del mar u hojas de una rama.
—Emily.
No respondió. ¿Para qué hablar con nadie?
—¿Emily?
Se incorporó. Quizá si decía algo se distraería, podría huir de sus pensamientos. Y olvidar.
Tía Vespasia estaba de pie frente a ella, con su doncella detrás. Debía haber estado allí todo el tiempo, Emily recordaba haber visto su vestido negro y la cofia y el delantal blancos antes de cerrar los ojos. Le había llevado una bebida muy amarga, seguramente contenía láudano. Por eso había conseguido dormir.
—¡Emily!
—¿Sí, tía?
Vespasia se sentó en el borde de la cama y puso una mano sobre la de Emily. La mano se veía vieja, delgada y frágil, manchada por los años. De hecho, ella misma parecía vieja; sus ojos mostraban redondeles oscuros y el cutis que durante tanto tiempo había sido inmaculado se veía ensombrecido.
—He mandado llamar a Charlotte para que esté contigo —le estaba diciendo Vespasia. Emily se esforzó en escuchar, en comprender—. Le he enviado mi coche; supongo que llegará al anochecer.
—Gracias —murmuró Emily automáticamente. Suponía que estaba bien que viniera Charlotte. No importaba mucho. Nadie podía cambiar nada y ella no quería que la obligaran a hacer nada, a tomar decisiones, a sentir.
Vespasia le apretó la mano con más fuerza. Le hacía daño.
—Pero antes vendrá Thomas, querida —añadió.
—¿Thomas? —repitió Emily con ceño—. ¡No deberías haberle hecho venir! No le dejarán entrar. ¿Por qué demonios has avisado a Thomas? —¿Se habría trastornado tía Vespasia hasta el punto de perder el juicio? Thomas era un policía, y a ojos de los March eso era tan deshonroso como ser tendero u otras indeseables pero necesarias profesiones como desratizador y desatascador de desagües. De repente sintió mucha pena de que Vespasia, a quien tanto admiraba, se hubiera vuelto loca, y nada menos que en casa de los March. Le apretó la mano con fuerza—. Tía…
—Querida. —La voz de Vespasia sonó débil, como si le costara hablar, y sus ojos, con sus espléndidos párpados entornados, pugnaban por retener las lágrimas—. George fue asesinado, querida. Él no debió darse cuenta ni sentir dolor, pero no hay duda de ello. He hecho avisar a Thomas en su condición de detective. Rezo para que sea él quien venga.
¡Asesinado! Emily vocalizó la palabra, pero la voz la traicionó. ¿George? ¡Pobre George! Pero por qué iba alguien a querer… Las respuestas le fueron llegando una tras otra con horror: Sybilla, porque él la había rechazado en esa pelea que Emily había acertado a escuchar la víspera; o bien William, por celos… eso habría sido muy comprensible. O, lo peor, Jack Radley. Si él se había formado alguna idea tras la ridícula escena en el invernadero, que Emily buscaba otra cosa que coquetear estúpidamente, que ella tal vez… Pensarlo le pareció obsceno, espantoso. ¡Ella sería responsable de haber alimentado sus esperanzas, de animarlo a matar a George!
Cerró los ojos, como si la oscuridad pudiera borrar sus pensamientos. Pero allí estaban aún, y las lágrimas que anegaron sus mejillas no sirvieron de nada, incluso cuando apoyó la cabeza en el hombro de Vespasia y ella la rodeó con sus brazos y por fin dio rienda suelta al llanto que durante horas había contenido.