10
Charlotte encontró a Pitt en el cuarto del mayordomo y abrió la puerta de golpe, sorprendiendo al agente Stripe.
—¡Thomas! He descubierto la respuesta, o una de ellas (usted perdone, agente), en el diario de Sybilla; algo que jamás habría imaginado. —Calló en seco. Ahora que los dos la miraban se sentía vulnerable por el secreto que acababa de revelar. Pero no por Eustace, le habría encantado verle humillado delante de todos, sino por Sybilla. Era como sentirse inexplicablemente desnuda.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Pitt ansioso, y más pendiente del miedo que adivinaba en su cara que de sus palabras. Ella no hablaba en son de victoria.
Charlotte miró a Stripe apenas un instante, pero él lo notó y ella se arrepintió de haberlo hecho. Le dio la espalda, se desabrochó el vestido para extraer el diario y se lo entregó a Pitt.
—Nochebuena —musitó—. Lee la entrada de Nochebuena del año pasado, y luego la que está al final.
Pitt pasó páginas hasta llegar a diciembre, después las fue pasando de una en una. Se detuvo al final, y ella observó en su cara una mezcla de ira y repugnancia que paulatinamente se iba trocando en piedad.
—Así que él mató a George por ella —dijo Pitt al concluir la lectura. Miró a Charlotte y entregó el librito a Stripe sin decir palabra—. Supongo que la pobre Sybilla lo sabía, o se lo imaginaba.
—Me pregunto por qué no fue a buscar el libro cuando la mató —dijo ella con tristeza.
—Tal vez oyó algo. Alguien que se había despertado, o Emily que iba hacia allí. No se atrevió a esperar.
Charlotte se estremeció.
—¿Le arrestarás?
Pitt sopesó la pregunta, mirando a Stripe, cuya cara estaba desconsolada.
—No —respondió sin más—. Todavía no. Esto no es una prueba. Él podría negarlo todo, decir que eran imaginaciones de Sybilla. Dar a conocer esto sólo heriría a William, y quién sabe si no causaría más tragedias. —Esbozó una tenue sonrisa—. Dejemos que Eustace se preocupe un poco y veamos cuál es su próximo paso. —Miró a Charlotte—. ¿Dices que había otro libro con direcciones?
—Sí.
—Entonces será mejor ir por él. Puede que no nos sirva de nada, pero las comprobaremos todas.
Charlotte fue hacia la puerta. Pitt dudó un poco, mirando a Stripe con media sonrisa.
—Lo siento Stripe, pero le voy a necesitar, y puede que esto nos ocupe un buen rato.
En principio Stripe no comprendió la razón de sus disculpas, pero luego se ruborizó.
—Sí, señor. Esto… —Levantó la cabeza—. ¿Cree que habrá tiempo, señor…?
—Por supuesto. Pero no malgaste palabras. Le quiero aquí dentro de quince minutos.
—¡Sí, señor!
Stripe sólo esperó a que Charlotte y Pitt doblaran la esquina del corredor para salir disparado, detener a la primera criada con que se topó y preguntarle por la señorita Taylor. Se le veía tan preocupado y tan guapo con su uniforme que ella respondió al instante:
—En la despensa, señor.
—¡Gracias!
Stripe giró en redondo y se dirigió hacia allí a toda prisa. La despensa en cuestión había sido pensada para preparar cordiales y perfumes, pero ahora servía básicamente para almacenar té, café y dulces.
Lettie estaba rellenando un molde grande con una tarta de frutas. Se volvió al oír los pasos de Stripe. Estaba más bonita aún que la última vez que él la había visto. No había reparado antes en cómo le caía el pelo sobre la frente ni en lo delicado de sus orejas.
—Buenos días, señor Stripe —dijo ella sorbiendo un poco por la nariz—. Si viene a inspeccionar este café, adelante, por supuesto, pero no vale la pena. Es todo nuevo…
Stripe volvió en sí.
—Pues no —dijo con más firmeza de la que hubiera creído—. Tenemos una nueva prueba.
Ella se interesó a su pesar, y se asustó también. Le gustaba creerse independiente, pero en realidad tenía un fuerte apego a la familia March, especialmente a Tassie, y habría sido capaz de llegar a ciertos extremos para evitar que ningún miembro saliese perjudicado, sobre todo por causa de un extraño. Se quedó mirando a Stripe mientras calculaba lo que él podía decir y qué habría ella de responder.
—¿De veras? —dijo.
Stripe deseaba consolarla, tranquilizarla, pero no se atrevió.
—Tendré que irme para investigarlo.
—¡Ah! —Lettie pasó de la sorpresa a la decepción. Luego, al ver su cara de satisfacción se dio cuenta de que se había delatado, y se puso tiesa y con el mentón exageradamente alzado—. Cómo no, supongo que ése es su deber, señor Stripe… —No se decidió a seguir. Era ridículo enfadarse, ¡nada menos que por un policía!
—Puede que tarde bastante. Hasta es posible que dé con la solución… y ya no vuelva más.
—Espero que así sea. No nos gusta que pasen cosas tan temibles y que no detengan a nadie. —Hizo ademán de volver a su molde y sus pastas de té, pero cambió de parecer. Estaba confusa, no sabía si estaba enojada con él.
La advertencia de Pitt resonó en los oídos de Stripe. Se le acababa el tiempo. Ahora o nunca. Hizo acopio de valor y se lanzó de cabeza, mirando el dibujo del jarrón chino que ella tenía detrás.
—Yo venía a decirle que me gustaría mucho si me permitiera visitarla a título personal.
Ella aspiró rápidamente, sorprendida.
—Tal vez querría dar un paseo conmigo por el parque, cuando toque la orquestina. Eso sería… —vaciló y por fin la miró a los ojos— muy agradable —concluyó con las mejillas encendidas.
—Gracias, señor Stripe —dijo rápidamente ella. ¿Acaso estaba loca? ¡Salir con un policía! ¿Qué habría dicho su padre? Pero también sentía un cosquilleo de placer; era lo que más había deseado en el mundo durante casi tres días. Tragó saliva—. Eso estaría muy bien.
Él la miró radiante y, recobrando la compostura, recordó su dignidad y se puso firmes.
—Gracias, señorita Taylor. Si el deber me llama lejos de aquí le escribiré una carta y… ¡vendré a buscarla el domingo a las tres de la tarde! —Y se marchó antes de que a ella se le ocurriese poner reparos.
Lettie sólo esperó hasta que sus pasos se perdieron. Luego metió en un mismo tarro todo el té que estaba seleccionando y corrió arriba a contárselo a Tassie, cuyos secretos ella también conocía.
Charlotte estaba sentada en la cama luchando contra las ganas de no bajar a cenar. Pitt había salido con el librito de direcciones en busca de algún indicio y ella sentía miedo. Ver a Eustace en la mesa sería horroroso. Sabía que ella había enseñado el diario a Pitt, y que éste debía de estar sopesándolo.
¿Y William? ¡Su propio padre, que tan a las claras le despreciaba, con la esposa a la cual había escrito aquellas cartas de amor! Sería insoportable. Fue eso lo que fortaleció la decisión ya medio tomada de no decirle nada a Emily. Mejor dejar las cosas como estaban. No era definitivamente seguro el que Eustace hubiera asesinado a George en un arranque de celos; después de todo, él no podía arrogarse ningún derecho sobre Sybilla. Si los celos le habían impulsado a hacerlo, sólo podía ser porque ella le hubiera rechazado en favor de George.
Un frío más fuerte y seguro se apoderó de ella. Pues claro. Sybilla no se atrevía a buscar protección en William, primero porque no quería que él llegara a enterarse de su primera debilidad —locura, lo había llamado Sybilla—, y segundo porque temía por él si llegaba a pelearse con Eustace. Podía ser que Eustace, por malicia, hiciera saber a todos que había convertido en cornudo a su propio hijo. Charlotte se imaginaba la cara de la anciana al oír la noticia… y la de Tassie, que amaba a William con tanto sentimiento.
No. Sybilla había sido muy sagaz buscando protección en George, quien a veces podía ser muy considerado cuando comprendía las cosas. George era leal; la habría ayudado y guardado silencio. Sólo que George había hecho algo imprevisto al quedarse prendado, también él, de Sybilla. Allí había comenzado a pergeñarse todo el plan.
Y luego Jack; éste había comprendido y ayudado también a Sybilla. Pero ¿comprendido hasta qué punto?
No le diría nada a Emily. De momento.
Pero, ay, no quería soportar la pantomima de la cena. ¿Cómo podía excusarse? Pretextaría un dolor de cabeza, encontrarse mal. No sería necesario dar más explicaciones; las mujeres siempre tienen dolor de cabeza, y ella había pasado lo suyo como para justificar uno.
Tía Vespasia se preocuparía y le mandaría a Digby con medicamentos y algún consejo. Emily la echaría de menos en la mesa. ¿Qué excusa podía satisfacerlos, a ella y a Thomas? Él no aceptaría un dolor de cabeza. Habría esperado que bajara al comedor, que observara y escuchara. Ésa era la razón que ella le había dado para permanecer en la casa. Las señoras con criada podían meterse en la cama por un sofoco; las trabajadoras tenían que seguir adelante, por más fiebre que tuvieran. Thomas lo tomaría como un ejemplo de cobardía, que al fin y al cabo era de lo que se trataba. En conjunto, enfrentarse a Eustace era un mal menor.
Al menos, eso pensó al sentarse a la mesa, resuelta a no mirarle, pero tan pendiente de su presencia que acabó por hacerlo justo cuando él tenía los ojos posados en ella. Charlotte desvió rápidamente la vista, pero demasiado tarde. El pollo que estaba comiendo adquirió un sabor a polvo mojado, le entraron temblores, y a punto estuvo de soltar el tenedor. Seguro que todos los demás la estarían mirando y preguntándose qué diablos le pasaba. Si no preguntaban era por pura educación. Se quedó mirando el blanco mantel, evitando las deslumbrantes facetas de los candelabros y la luz del cristal tallado de las vinagreras, pero su mente no veía otra cosa que la cara de Eustace.
—Creo que va a cambiar el tiempo —dijo sin alegría la anciana March—. Detesto los veranos lluviosos; al menos en invierno una puede sentarse junto a un buen fuego sin sentirse ridícula.
—Tú tienes el fuego encendido todo el año —terció Vespasia—. ¡En ese tocador tuyo se asfixiaría hasta un gato!
—Yo no tengo gato —replicó la señora March—. No me gustan. Son criaturas insolentes, sólo piensan en sí mismos, y el mundo ya es lo bastante egoísta para que se añadan los gatos. Pero sí tuve un perro —lanzó una mirada de odio hacia Emily—, hasta que alguien lo mató.
—Si el perro no hubiera preferido a George eso no habría pasado. —Vespasia apartó el plato—. Pobre animal.
—Y si George no hubiera preferido a Sybilla en vez de a Emily, no habría pasado eso ni otras cosas. —La señora March no toleraba ser puesta en evidencia, y menos en su propia casa, delante de extraños a quienes despreciaba y nada menos que por Vespasia, a la que tenía manía desde hacía cuarenta años.
—La otra noche dijo que era porque Emily prefirió al señor Radley —interrumpió Charlotte, mirando a la anciana con las cejas levantadas—. ¿Ha sabido algo que le ha hecho cambiar de opinión?
—¡Yo creo, joven, que cuanto menos hable mejor! —La fulminó con la mirada y siguió comiendo.
—Pensaba que tal vez hubiera averiguado algo —murmuró Charlotte. Luego, obedeciendo a un fuerte impulso, miró de reojo a Eustace.
La expresión de su cara era extraordinaria: no exactamente de miedo, sino algo parecido a la curiosidad. Era un hipócrita consumado, un ser engreído e insensible, siempre obsesionado por su familia, al margen de si pisoteaba emociones sutiles. Pero no le faltaba coraje. Eustace estaba empezando a mirarla de un modo muy distinto de la desinteresada condescendencia que hasta ahora le había poseído. Charlotte dedujo de esa única mirada que se había convertido no sólo en una adversaria, sino en una mujer. Aquel pasaje del diario volvió a su memoria como si lo leyera en el mantel. «¡Es tan viril!», y las mejillas se le encendieron. La idea era tan repelente que las manos empezaron a temblarle y su tenedor cayó ruidosamente al plato. Tal vez Sybilla había hecho otras referencias (oblicuas o incluso detalladas). Le ardía la cara; era como si el vestido se le hubiera desabrochado delante de todos, especialmente de Eustace. Él podía incluso saber lo que ella había leído, y más. Tal vez estaría repitiéndose mentalmente las palabras y, compartiéndolas con ella, imaginando su reacción. Charlotte se estremeció. Luego, por urbanidad, levantó la vista… y se encontró con Jack Radley, al lado de Emily, mirándola con expresión preocupada.
—¿Y usted ha descubierto algo? —preguntó Tassie con perspicacia.
—¡No! —exclamó Charlotte demasiado rápido—. No sé quién pudo hacerlo. ¡Ni la menor idea!
—Entonces es que es tonta —dijo con saña la señora March—. O mentirosa. Si no ambas cosas.
—Entonces todos somos tontos o mentirosos. —William dejó su servilleta junto al plato intacto. A diferencia de los otros, ni siquiera había fingido tomar dos o tres bocados.
—Aquí no todos somos tontos. —Eustace no miró a Charlotte, pero ella supo que la frase le iba dedicada—. Sin duda uno de nosotros sabe quién mató a George y Sybilla, pero el resto de los presentes es lo bastante sabio para no especular en voz alta sobre la primera cosa que le viene a la cabeza. Con eso sólo se causaría un dolor innecesario. Hay que tener en cuenta la caridad cristiana y la justa indignación.
—¿De qué diantre estás hablando? —inquirió Vespasia con súbita irritación—. ¿Caridad cristiana con respecto a quién? ¿Y por qué? En tu vida has tenido un ápice de caridad cristiana. ¿A qué viene ese cambio? ¿Es que por una vez estás…?
Él pareció recibir una bofetada. Trató de buscar una respuesta, pero no halló nada que le escudara ante la lúcida suspicacia de ella.
Por defender a William de la humillación —y sobre todo del propio Eustace—, Charlotte interrumpió con lo primero que le pasó por la cabeza.
—Todos tenemos cosas que ocultar —dijo—. He presenciado suficientes investigaciones para saberlo. Y puede que el señor March sólo esté empezando a darse cuenta. Me consta que sólo busca proteger a su familia. Tal vez crea que Emily no va a reaccionar frente a lo que pueda decirse de ella, pero dudo que a mí me juzgue de la misma manera.
Vespasia guardó silencio. Si tenía alguna cosa que añadir prefirió no hacerlo en ese momento.
William la miró con la sombra de una sonrisa, dolorosa de tan tenue. Jack Radley apoyó una mano en el brazo de Emily.
—¿De veras? —La señora March se quedó mirando a Charlotte con el labio fruncido—. ¿Y qué podría usted decir que a mi hijo pueda importarle en lo más mínimo?
Charlotte se obligó a sonreír.
—Me está invitando a lo que hace un momento hemos acordado que sería muy desagradable: causar una innecesaria inquietud mediante la especulación. ¿No es así, señor March? —Miró a Eustace a los ojos.
Él se quedó sorprendido, y su mente registró con tal viveza una serie de sensaciones que ella pudo seguirlos como si fuesen fotografías: alarma, seguridad provisional, floreciente ironía —una percepción nueva para él— y una desganada admiración.
Charlotte tuvo la horrible sensación de que en ese preciso instante, de haberlo querido, podría haber ocupado el sitio dejado por Sybilla, pero esta vez fue ella quien le retó con la mirada y él quien bajó la vista.
Con todo, durmió mal. No había explicado nada a tía Vespasia sobre su enfrentamiento con Eustace, y se sentía culpable por ello. Emily seguía demasiado absorta en su propia aflicción y el miedo para haberse dado cuenta.
Pasaba de la medianoche cuando Charlotte oyó un ruido muy ligero, como de piedrecitas que caían. Luego lo oyó otra vez. Se levantó, fue a la ventana cuidando de mover la cortina lo mínimo posible, y miró fuera. No vio más que el jardín a la vaporosa luz de la luna.
El ruido volvió a oírse; un débil y pequeño clinc. Una piedra cayó desde arriba, rozó el alféizar y rebotó hacia el vacío. No la oyó aterrizar. Pero seguía sin ver a nadie. Debían de estar a la sombra de uno de los arbustos ornamentales.
¿Una cita de alguna de las criadas? ¡Imposible! Si una muchacha era pillada en una cosa así no sólo se quedaba sin empleo y sin techo, sino también sin la posibilidad de una colocación en el futuro. Se vería reducida a escoger entre una fábrica y la calle, donde tendría que vivir del robo y la prostitución. Ni siquiera la pasión de un amorío podía inspirar tan peligroso abandono. Había mejores sistemas.
¿Quién ocupaba el cuarto de encima? Todos tenían habitaciones en el mismo piso… ¡excepto Tassie! Ésta había conservado su alcoba de niña en el ala superior, de modo que hubiera suficientes habitaciones para los invitados.
Charlotte tomó una decisión; si se paraba a reflexionar le fallaría el temple. Agarró su vestido oscuro más sencillo, se lo puso y se calzó los botines a oscuras. No se atrevió a encender ninguna luz. Incluso con las cortinas echadas, quien estuviese afuera podía verla. No empleó más tiempo en peinarse que para hacerse una coleta. Luego, cogiendo su abrigo, esperó detrás de la puerta y aguzó el oído hasta que oyó unos pasos muy livianos en el descansillo.
Esperó un poco más y luego salió en silencio. Desde la escalera tuvo el tiempo de ver una sombra que daba la vuelta y desaparecía, no hacia la parte delantera sino en dirección a la cocina. Por supuesto; la puerta principal tenía cerraduras que no se podían asegurar desde el exterior. Alguien de la servidumbre cargaría con la culpa.
Bajó tan rápido como le fue posible recogiéndose la falda. Debía esmerarse en no hacer ningún ruido ni delatarse ante Tassie.
¿Sería sonámbula? ¿Tendría un arrebato de locura intermitente? ¿O estaba perfectamente cuerda pero algún asunto horripilante la hacía regresar salpicada de sangre?
Charlotte dudó un instante. No podía engañarse: tenía que ser algo grotesco, ella sabía a ciencia cierta que ocurrían cosas horribles. Antes de morir George, Pitt había tenido que investigar un espantoso caso de asesinato que le había hecho regresar a casa blanco y con náuseas; una mujer descuartizada cuyos restos habían sido esparcidos por Bloomsbury y St. Giles.
Estaba rígida, a solas en el zaguán. Frente a ella la puerta de paño verde había dejado casi de batir. Tassie debía de haber llegado a la trascocina. No había tiempo para decidir nada: o la seguía y conocía la verdad, o se volvía a la cama.
La puerta había quedado inmóvil. Si no se daba prisa perdería a Tassie. Sin permitirse un pensamiento más avanzó los últimos pasos y cruzó la puerta entrando en el ala de la servidumbre. Las cocinas estaban desiertas y el olor a limpio se mezclaba con los de madera fregada, harina y también carbonilla. Vio los baldes para el carbón iluminados por la luz de la farola que se colaba por la ventana. La trascocina estaba repleta de hortalizas, cubos y bayetas. La falda se le enganchó en el asa de un balde y Charlotte se detuvo justo antes de volcarlo con estrépito sobre el piso de piedra.
La puerta exterior que tenía delante estaba cerrada; Tassie ya había salido. Charlotte probó el pomo, que giró con facilidad.
La noche estaba sólo un poco más fresca que la casa. Las altas paredes del patio impedían el paso de la brisa. El cielo aparecía decorado con jirones de nubes, pero la luna arrojaba una luz lechosa que le permitió ver las ventanas de atrás, el conducto que bajaba hasta el sótano del carbón, varios cubos para la basura y, al fondo, la verja que daba al patio de entrada y a la calle, y el globo amarillento de una lámpara sobre la pared. Tassie debía de estar en la calle.
Levantando cuidadosamente el pestillo con las dos manos y sujetándolo para que no cayera, Charlotte abrió la verja y miró. A su izquierda no había otra cosa que la acera; a la derecha, la esbelta figura de Tassie caminando a paso vivo por el Crescent.
Cerró la verja y se dispuso a seguirla, pero momentos después Tassie desapareció tras la esquina hacia la avenida. Ahora ya podía correr sin miedo a llamar la atención. No se veía a nadie más, y si se demoraba podía perder a Tassie. Y entonces no averiguaría qué hacía salir de su casa de madrugada a una heredera de diecinueve años para regresar al rato apestando a sangre fresca.
Pero cuando llegó a la esquina no vio a nadie en toda la amplitud de la vía de tres carriles. Charlotte se sintió frustrada, pero de pronto vio salir a Tassie de la sombra de un sicómoro unos cincuenta metros más allá, andando a paso vivo.
No había imaginado que Tassie pudiera darse tanta prisa y ahora, si no quería perderla de vista, tendría que correr con la máxima presteza y amparándose en las sombras mientras le fuera posible. Si Tassie llegaba a advertir que la seguían, toda posibilidad de descubrir su secreto se vendría abajo y, en el peor de los casos, eso podía traducirse en una pelea nocturna en plena calle contra una loca. ¡Aquella sangre era de alguien!
Si Pitt se enteraba se iba a poner furioso, posiblemente no se lo perdonaría jamás. Sólo pensar en las palabras que él podía espetarle la hizo encogerse de miedo. Pero no era la hermana de él la que se enfrentaba a una posible condena a la horca. Hasta la persona más razonable convendría en que Emily tenía un motivo muy claro para asesinar a su marido.
Tassie seguía andando deprisa por la avenida y Charlotte estaba a unos quince metros de ella. Torció bruscamente por una calle y Charlotte la siguió.
En esta calle las casas eran más humildes, más próximas las unas a las otras; la necesidad se había impuesto a cualquier otro criterio.
Habían llegado al fondo de la calle y Tassie seguía andando a paso vivo como si supiera muy bien adónde iba. Se encontraban en una especie de callejón estrecho y lóbrego, con casas alabeadas que se recostaban unas contra otras, oscuros y amenazadores pasadizos y sombras como charcas. No se veía a nadie exceptuando a un bribonzuelo provisto de una gorra que caminaba en la misma dirección que Tassie unos metros por delante de ésta. Charlotte tiritó, pese a que la carrera la había hecho entrar en calor y la noche era templada. No se atrevió a pensar en el miedo que tenía, porque habría dado media vuelta para regresar con toda la velocidad que sus pies le permitieran a la ancha, familiar y limpia avenida.
Pero Tassie no parecía tener miedo, caminaba con paso rápido y ligero, la cabeza alta. Sabía adónde se dirigía y deseaba llegar allí cuanto antes. No había nadie en la calle aparte del bribonzuelo, Tassie y la propia Charlotte, pero a saber lo que podía acechar en los portales. ¿Adónde diantre podía estar yendo Tassie en aquel lúgubre laberinto de viviendas y comercios? Allí no conocería a nadie… ¿o sí?
Le dio un vuelco el corazón y sintió un escalofrío. ¿Acaso George se había levantado también una noche o, volviendo quizá del cuarto de Sybilla, había visto a Tassie y la había seguido? ¿Estaba haciendo ahora lo mismo que había hecho él? ¿Habría descubierto George el abominable secreto de Tassie… sólo para encontrar la muerte?
No obstante, sus pies no se detuvieron; alguna parte de su cerebro los hacía avanzar casi automáticamente por la húmeda calle. Se percató de varias figuras apostadas en los portales, de movimientos en los oscuros callejones entre pilas de desperdicios. ¿Ratas o personas? Había sido en sitios como éste donde los hombres de Pitt habían descubierto partes de la chica descuartizada hacía apenas un mes.
Charlotte sintió un vahído, pero la imagen no se le iba de la cabeza: Tassie subiendo la escalera de puntillas, la sangre, aquella terrible serenidad…
¿A qué distancia estaban ya de Cardington Crescent? ¿Cuántas veces habían torcido? Tassie seguía unos quince metros delante de ella; Charlotte no quería distanciarse más por miedo a que se desviara de repente y se perdiera de vista. A esa distancia se la veía tan pequeña y delgada como el pilluelo que la precedía y las otras sombras que se agolpaban en los límites de su campo visual.
Demasiado tarde para volverse atrás. Adondequiera se dirigiera, Charlotte tendría que esperarla porque sola no conseguiría salir de aquel atolladero.
Una figura corpulenta tomó forma destacándose de las paredes irregulares. Era un hombre de espaldas anchas. Pero lejos de asustarse, Tassie fue hacia él con un murmullo de placer y levantó los brazos, aceptando el abrazo de él con naturalidad. El beso fue íntimo y dulce como el de dos personas que se quieren, pero también fue breve, y un momento después ella desapareció por el angosto portal, y el hombre también, dejando a Charlotte a solas en la oscura y resbaladiza acera. El pilluelo se había esfumado.
Ahora sí estaba asustada. Pudo notar cómo la envolvía la oscuridad, unas siluetas que avanzaban arrastrando los pies, algo que se deslizaba en el callejón, un gotear de agua que se filtraba de ocultos desagües. Si la robaban o la mataban allí, ni siquiera Pitt podría encontrarla.
¿Qué lugar era aquél? Parecía una casa corriente y humilde. ¿Qué había allí que hacía acudir a Tassie sola y a medianoche? Tendría que esperar hasta que ella saliera y luego volverla a seguir hasta…
Notó una mano en el hombro y el corazón le dio un vuelco tan violento que el grito quedó en un estridente gañido que se apagó en un terror inarticulado.
—¿Qué le trae por aquí, damisela? —le gruñó una voz al oído. Un aliento cálido y pestilente. Charlotte quiso hablar, pero su garganta era un pozo reseco. Las manos que le taparon la boca eran bastas y la piel tenía el olor acre de la tierra—. Bueno, qué, damisela fisgona. —La voz estaba tan próxima que le movía el pelo con el aliento—. ¿Qué busca? Ha venido a espiar, ¿eh? Ha venido a meter las narices, ¿eh? Para volver corriendo con papá y contárselo todo, ¿no? ¡Pues le voy a dar algo que contar! —Y tiró de ella brutalmente, doblándole la espalda y haciéndole perder el equilibrio.
Charlotte seguía temblando de miedo, pero la rabia había surgido, y no vaciló en propinarle un codazo al tiempo que le pisaba un pie con toda la fuerza de su peso. El pisotón alcanzó al hombre en el empeine, haciéndole bramar de dolor.
La situación estaba a punto de tomar un cariz mucho más peligroso cuando una voz femenina los interrumpió airadamente.
—¡Basta! ¡Señor Hodgekiss, déjela en paz ahora mismo! —Un farol brilló haciendo que Charlotte guiñara los ojos. El hombre la soltó farfullando algo—. ¡Señora Pitt! —Era Tassie, y la sorpresa le daba un tono agudo—. ¿Pero qué está haciendo aquí? ¿Se encuentra bien? ¿Le han hecho daño? Está muy pálida…
No había otra explicación que la verdad. La cara de Tassie cuando bajó la lámpara se veía tan inocente como un tazón de leche, sus ojos abiertos como platos y teñidos de preocupación.
—La he seguido —admitió Charlotte. Ahora le parecía una peligrosa tontería.
Pero Tassie no mostró enfado.
—Entonces será mejor que pase. —Sin esperar respuesta, dejó la puerta abierta y entró en la casa.
Charlotte se quedó en la acera presa de la indecisión. Quería escapar de aquellas calles húmedas y amenazadoras, de la casa que se abría ante ella, de la sangre y la locura que pudiera haber dentro, pero sabía que no era posible: ignoraba dónde se hallaba, e igual podía adentrarse en los bajos fondos.
Así pues, no fue tanto la decisión de entrar cuanto la falta de valor para salir corriendo. Entró detrás de Tassie, enfiló un corredor tan estrecho que podía tocar sus paredes extendiendo los codos, y la siguió por una crujiente escalera empinada. El camino estaba iluminado por la fluctuante luz de una vela que alguien llevaba delante. No quiso imaginar hacia dónde iban.
El dormitorio era desesperadamente ordinario; cortinas delgadas en las ventanas, arpillera a modo de alfombra, una mesa de madera basta con una jofaina y una jarra encima, y una amplia cama de matrimonio recién hecha. Tumbada en ella había una chica de catorce o quince años a lo sumo, la cara pálida y contraída por el miedo, el pelo cepillado hacia atrás y cayéndole sobre los hombros en una maraña húmeda. Estaba de parto y era evidente que sufría mucho.
En un extremo de la cama había una muchacha uno o dos años mayor y con un parecido tan notable que no podían ser sino hermanas. Junto a ella, con las mangas subidas y dispuesto a asistir cuando llegara el momento pero por ahora cogiendo la mano de la parturienta, estaba Mungo Haré, el coadjutor de la parroquia.
Charlotte lo comprendió de repente. Era todo tan obvio que no habría pregunta que hacer. De alguna manera Tassie se había visto envuelta en ayudar a parir a chicas pobres o abandonadas. Seguramente había sido Mungo Haré quien la había instado a ello. La idea de que el pío y sonrosado señor Beamish pudiera organizar semejante cosa era absurda.
Y aquel beso rápido y entusiasta se explicaba por sí mismo, y explicaba también la obediencia de Tassie ante la orden de su abuela de que se ocupara en hacer buenas obras. Charlotte se sintió invadida de dicha. Sintió ganas de reír a carcajadas.
Pero Tassie no tenía tiempo para esas cosas. La chica tumbada en la cama empezaba a tener contracciones y su dolor era tan atroz como su miedo. Tassie estaba dando órdenes a un muchacho de tez blanca con gorra de paño, presumiblemente el pilluelo que había ido a avisarla lanzando piedras a su ventana, mandándole por agua y todos los paños limpios que pudiera encontrar, quizá para hacerle salir de la habitación. De no ser por el miedo de la muchacha y la posibilidad de la muerte, también habría hecho salir a Mungo Haré. Los partos eran cosa de mujeres.
Charlotte se acordaba bien de sus dos partos, sobre todo del primero. El temor y el orgullo del embarazo habían dado paso a un miedo primitivo y escalofriante al empezar los dolores y ese ciclo corporal que sólo podía terminar dando a luz un ser vivo… o muerto. Y eso que ella era adulta, amaba a su marido y quería tener el hijo, y contó con su madre y su hermana para que la ayudaran una vez el médico hubo cumplido su tarea profesional. Pero esta chica era apenas una niña (a esa edad Charlotte aún iba a la escuela) y sólo contaba con la ayuda de Tassie y de un joven pastor escocés.
Avanzó un paso, se sentó en el borde de la cama y cogió la otra mano de la muchacha.
—Agárrate a mí —le dijo con una sonrisa—. Y grita si tienes ganas, estás en tu derecho y aquí nadie va a poner mala cara por eso. Valdrá la pena, te lo prometo. —Era una imprudencia decirlo, y lo lamentó no bien hubo pronunciado esas palabras. Muchos niños nacían muertos, e incluso si salía bien, ¿cómo iba esa chica a cuidar del bebé?
—Es usted muy buena, señorita —dijo la chica entre jadeos—. No sé por qué se toma tanta molestia.
—Yo he tenido dos —contestó Charlotte, apretándole un poco más la mano y notando que sufría un nuevo espasmo—. Sé cómo te sientes. Pero espera a abrazar a tu hijo, verás cómo te olvidas de esto. —Se maldijo una vez más por su temeridad. ¿Y si la chica no podía quedarse con el bebé, y si acababa siendo adoptado, o en algún orfanato anónimo o criándose en un asilo famélico de comida y de amor?
—Yo y mi hermana lo criaremos —respondió la chica a la pregunta no formulada—. Annie tiene un buen empleo haciendo faenas y eso. Se lo buscó el señor Haré. —La chica miró a Mungo Haré con intensa confianza.
Las contracciones interrumpieron toda conversación, y ahora fue Tassie quien se puso a trabajar con palabras de aliento, un montón de toallas y agua. Charlotte la ayudó. Y a las tres y media el milagro de una nueva vida volvió a repetirse en aquel cuchitril. La chica, con un camisón limpio, exhausta y con el pelo mojado, pero radiante de alegría, sostuvo al niño en sus brazos y preguntó tímidamente a Charlotte si le importaría que le pusiera de nombre Charlie. Ella dijo que lo consideraría un gran honor.
A las cuatro y cuarto, mientras el amanecer estival pintaba de color perla el cielo sobre la maraña de tejados grises de hollín, Charlotte y Tassie dejaron la casa y, precedidas por el pilluelo que iba bailando y saltando, llegaron a la avenida por donde regresarían a Cardington Crescent. Mungo Haré no fue con ellas; se había despedido de Tassie en una esquina del callejón. Tenía cosas que hacer antes de presentarse en la vicaría para el servicio de la mañana.
También Charlotte sintió ganas de bailar, sólo que sus piernas no la hubieran obedecido después de la dura prueba a que las había sometido aquella noche. Pero sí se puso a cantar una alegre tonada music-hall, y Tassie le hizo coro. Juntas recorrieron la avenida al amanecer, manchadas de sangre y el pelo alborotado, mientras los pájaros trinaban al nuevo día desde los sicómoros.
Llegadas a Cardington Crescent encontraron la puerta de la trascocina todavía abierta. Entraron a hurtadillas, pasaron por delante de los montones de hortalizas y las sartenes alineadas en la pared y llegaron a la cocina. Media hora más y las primeras criadas empezarían a limpiar los hornillos y poner los hornos a punto para el desayuno. Poco después las demás criadas se levantarían también para preparar el comedor e iniciar la rutina diaria.
—¿Nunca te has tropezado con alguien? —susurró Charlotte.
—No, pero he tenido que esconderme un par de veces en la despensa. —La miró nerviosa—. No contará a nadie lo de Mungo, ¿verdad? Oh, por favor.
—Por supuesto que no. —Charlotte se horrorizó de que se le hubiera ocurrido semejante idea—. ¿Por quién me tomas, que necesitas preguntarlo? ¿Piensas casarte con él?
Tassie alzó la barbilla:
—¡Sí! Papá se pondrá furioso, pero si no me da permiso me casaré sin él. Quiero a Mungo más que a nadie en el mundo, bueno, aparte de tía abuela Vespasia y William. Pero eso es distinto.
—¡Bien! —Charlotte le apretó el brazo en un gesto de camaradería—. Si puedo ayudarte, lo haré.
—Gracias —dijo de corazón, pero ahora no podían seguir hablando.
Se habían demorado bastante más de lo necesario, corrían peligro. Charlotte la siguió de puntillas por el corredor dejando atrás el cuarto del ama de llaves y el del mayordomo hasta el zaguán principal.
Estaban casi al pie de la gran escalera cuando oyeron cerrarse la puerta de la salita y la voz de Eustace a sus espaldas.
—Señora Pitt, su conducta es injustificable. Recoja sus cosas y abandone mi casa esta misma mañana.
Ambas se quedaron paralizadas y temblando de horror. Luego, lentamente, se volvieron. Él estaba a tres o cuatro metros, junto a la puerta de la salita, con una vela en la mano que goteaba cera caliente en su soporte. Llevaba un batín sobre la camisa de noche, y un gorro de dormir. Fuera lucía el sol, pero dentro las cortinas de terciopelo aún estaba corridas y fue necesaria la llama de la vela para distinguir las caras de ellas y las salpicaduras de sangre en sus faldas. A pesar de lo terrible de la situación, Charlotte no pudo sofocar la infinita alegría que sentía por dentro, el exultante logro de una vida, nueva y sin tacha.
Eustace palideció y sus ojos se abrieron todavía más.
—¡Santo cielo! —exclamó pasmado—. ¿Qué has hecho?
—Asistir a un parto —dijo Tassie con la misma sonrisa que Charlotte le había visto aquella noche en la escalera.
—¿Que has hecho qué?
—Asistir a un parto.
—¡No digas tonterías! ¿Un parto de quién? ¿Quién es la madre? ¡Tú has perdido el juicio!
—Su nombre no importa —respondió Tassie.
—¡Importa, y mucho! —La voz de Eustace estaba subiendo—. ¡Ella no tenía por qué haberte hecho salir a estas horas! Es más, ni a éstas ni a otras; ¿es que no sabe lo que es el decoro? Una chica soltera no debe… no tiene por qué saber nada de estas cosas. ¡Es una indecencia! ¿Cómo quieres que te busque un marido, ahora que has…? ¿Quién es, Anastasia? ¡Exijo saber el nombre de la madre! Pienso censurarla con dureza y tener unas cuantas palabras con el marido. No entiendo cómo se puede ser tan irresponsable… Pero no he oído salir un coche.
—Es lógico —respondió Tassie—. Fuimos a pie. Y no existe tal marido. Y si sirve de algo, ella se llama Poppy Brown.
—No la conozco de nada… ¿Qué quieres decir con que fuisteis andando? ¡En Cardington Crescent no hay ningún Brown!
—¿Ah, no? —dijo Tassie con descaro. Ya no valía la pena recurrir al tacto; estaba demasiado eufórica, y demasiado cansada de que la humillaran, para discutir.
—No —repitió él cada vez más furioso—. Conozco a todo el mundo, al menos de oídas. Tengo que saberlo. ¿Cómo se llama esa mujer, Anastasia? Y procura decirme la verdad, o me veré obligado a disciplinarte.
—Que yo sepa, se llama Poppy Brown. Y no he dicho que viviera en Cardington Crescent. Vive a un par de kilómetros de aquí, donde empiezan los barrios bajos. Su hermano vino a avisarme y yo no podría volver allí sola aunque quisiera.
Eustace guardó silencio. A la luz de la vela, parecían figuras de un baile de máscaras. En algún punto del piso de arriba se oyó ruido, una de las criadas jóvenes había dejado que una puerta se cerrara sola. Por lo demás, el silencio era tan grande que el ruido resonó en toda la casa.
—Cuanto antes te cases con Jack Radley, mejor —dijo Eustace al fin—. Si él te acepta, que supongo que lo hará; necesita tu dinero. Ya te arreglará él. ¡Te dará hijos propios de los que ocuparte!
La cara de Tassie se tensó y su mano agarró con fuerza la barandilla.
—No me hagas eso, papá. Jack pudo haber matado a George. No querrás tener un asesino en la familia, ¿verdad? Imagina el escándalo.
Las mejillas de Eustace se ensombrecieron y la vela tembló en su mano.
—¡Bobadas! —dijo—. A George lo mató Emily. Cualquier imbécil puede ver que esa familia tiene una vena de locura. —Lanzó una mirada de odio a Charlotte y luego volvió a mirar a su hija—. Te casarás con Jack Radley tan pronto sea posible. ¡Y ahora sube a tu cuarto!
—Si lo haces, la gente dirá que tuve que casarme porque estaba embarazada —replicó ella—. No es decente casarse con prisas, sobre todo con un hombre de la reputación de Jack.
—¡Mereces perder tu posición! ¡La perderías todavía más si la gente supiera dónde has estado esta noche!
Ella no cedió.
—Pero soy tu hija. Mi reputación afectará a la tuya. Además, si Emily mató a George, Jack tiene que estar implicado; al menos eso dirá la gente.
—¿Qué gente? —Él tenía parte de razón, y lo sabía—. Nadie está al corriente de ese galanteo salvo los de la familia, y nadie va a ir contándolo por ahí. Vamos, haz lo que te digo y sube a tu habitación.
Pero Tassie se quedó inmóvil, salvo por el ligero temblor de la mano asida al balaustre.
—Puede que él no quiera casarse conmigo. Emily tiene mucho más dinero, y ya dispone de él. Yo sólo tendré el mío cuando mueran mis abuelas.
—Me ocuparé de que tengas los recursos adecuados —replicó él—. Y el marido. Emily no cuenta; habrá que ingresarla discretamente en alguna parte, un manicomio particular, donde no pueda matar a nadie más.
Tassie levantó la cabeza con la cara tensa y asustada.
—¡Pues yo me casaré con Mungo Haré, digas lo que digas!
Eustace se quedó sin habla, pero al punto estalló:
—¡Tú te casarás con quien yo te diga! Y lo que digo es que te vas a casar con Jack Radley. Y si resulta que él no vale o no está dispuesto a casarse, ya te buscaré alguien más. Pero ten por seguro que no vas a casarte con ese pordiosero que ni siquiera tiene familia. Pero ¿se puede saber dónde tienes la cabeza, muchacha? ¡Ninguna hija mía se casará con un pastor! ¡Si al menos fuera archidiácono, pase, pero de cura nada! Y encima uno que no tiene porvenir. ¡Te prohíbo que vuelvas a verle o a dirigirle la palabra! Hablaré con Beamish para que Haré no vuelva a presentarse más en esta casa ni tú tengas ocasión de hablar con él en la iglesia. Si no me das tu palabra, le diré a Beamish que Haré te ha estado acosando; verás cómo pierde la sotana. ¿Me has entendido, Anastasia?
Tassie parecía a punto de desmayarse.
—¡Y ahora vete a tu cuarto y quédate allí hasta que yo te diga! —añadió Eustace, volviéndose hacia Charlotte—. Y usted, señora Pitt, haga el favor de marcharse en cuanto haya recogido sus pertenencias.
—Antes me gustaría hablar con usted, señor March. —Charlotte tenía una carta que jugar, y no dudó. Lo miró fijamente—. Tenemos un asunto pendiente.
—Yo… —Él no se decidía a desafiarla; su boca era una línea delgada, enmarcada por sendas mejillas cárdenas. Pero le falló el coraje—. ¡Vete a tu cuarto, Anastasia! —bramó furioso.
Charlotte le dirigió una breve sonrisa.
—Subiré a verte dentro de un rato —le dijo—. No te preocupes.
Tassie esperó unos segundos, pero al notar algo en la expresión de Charlotte, giró lentamente y subió por la escalera desapareciendo en el rellano.
—¿Y bien? —dijo Eustace, pero su voz temblaba un poco y la beligerancia de su cara era forzada.
Charlotte vaciló en ir directamente al grano o utilizar la sutileza. Conocía sus propias limitaciones, y se decidió por lo primero.
—Creo que debería permitir a Tassie que continúe su labor de ayuda a los necesitados —dijo con toda la calma posible—, y que se case con el señor Haré en cuanto pueda arreglarse sin que ello parezca apresurado ni propicie comentarios ingratos.
—Eso es imposible. —Meneó la cabeza—. Absolutamente imposible. Haré no tiene dinero, familia ni porvenir.
Charlotte no se molestó en mencionar las virtudes del pastor; no habría servido de nada. Decidió golpear donde más daño podía hacer.
—Si no hace lo que digo —empezó pronunciando con lentitud, mirándole a los ojos—, me ocuparé de que su aventura con la esposa de su hijo William sea del dominio público. Hasta ahora sólo lo sabe la policía, y aunque se trata de algo repugnante no constituye un delito. Pero si la buena sociedad llega a enterarse, su situación sería insostenible. Casi todo el mundo hace oídos sordos a un poco de mariposeo discreto, pero seducir a la esposa del hijo en la propia casa de uno… ¡y en Navidad!
—¡Cállese! —gritó—. ¡Basta ya!
—La reina no lo aprobaría —prosiguió ella—. Es una anciana un poco gazmoña, obsesionada por la virtud, especialmente la virtud conyugal y la vida familiar. Si ella se enterara, se quedaría usted sin título nobiliario. Es más, su nombre desaparecería de cualquier lista de invitados en Londres.
—¡Está bien! —La rendición sonó atragantada, la mirada era suplicante—. ¡Está bien! ¡Que se case con el maldito pastor! ¡No le diga a nadie lo de Sybilla, por Dios! Yo no la maté, y tampoco a George. ¡Lo juro!
—Es posible. —Charlotte no pensaba ceder—. La policía tiene el diario, y no hay razón para que ellos hayan de dar publicidad al asunto. Pediré a mi marido que lo destruya… una vez se resuelva el asesinato. Lo hago por William, no por usted.
Eustace tragó con fuerza y dijo como si odiara cada palabra que pronunciaba:
—¿Me da usted su palabra?
—Eso he hecho. Y ahora, si me disculpa quisiera ir a acostarme; ha sido una noche larga y difícil, y quisiera darle la buena noticia a Tassie. Se pondrá muy contenta. Creo que quiere mucho al señor Haré. Ha escogido muy bien. No voy a verle en el desayuno, creo que lo tomaré en la cama, si es tan amable de decir que me lo suban. Pero nos veremos en el almuerzo, y en la cena también.
Él murmuró una especie de asentimiento.
—Buenas noches, señor March.
Eustace respondió con un gruñido.