6
Cuando Emily se recostó por fin en la almohada sus ojos estaban hinchados y ojerosos, y su hermoso pelo todo desgreñado. Verla así hizo que Charlotte volviera a la realidad de la muerte y el miedo de un modo más violento que todas las palabras o lágrimas imaginables.
Empezó por la ayuda práctica que sabía era el único modo de avanzar hacia una curación real. Hizo sonar la campanilla.
—No necesito nada —dijo Emily.
—Te equivocas —contestó Charlotte con firmeza—. Necesitas una taza de té, y yo también.
—Yo no. Si tomo algo vomitaré.
—De eso nada. Pero lo harás si sigues llorando así. Ya basta por ahora, Emily. Tenemos cosas que hacer.
Emily se puso furiosa; toda su congoja y su miedo explotaron en forma de resentimiento contra Charlotte, porque ella estaba a salvo, arropada por su matrimonio, y para ella esto era una aventura más. La vio sentada en la cama con gesto de complacencia, y la odió por eso. Hacía sólo una hora que se habían llevado el cadáver de George, ¡y Charlotte tenía cosas que hacer! Debería haber estado destrozada, como lo estaba Emily.
—Han asesinado a mi marido esta mañana —dijo con dureza—. Si lo único que sabes hacer es ejercer tu curiosidad y tu vanidad, entonces prefiero que vuelvas a tu casa y sigas con tus labores domésticas o lo que sea que hagas cuando no tienes otra vida en la que entrometerte.
Charlotte tuvo la sensación de haber sido abofeteada. La sangre arreboló su rostro y los ojos le escocieron. Si sofocó una réplica fue sólo porque no encontró palabras. Luego inspiró hondo y pensó en el dolor de Emily. Su hermana era más joven que ella; los sentimientos de protección volvieron a su mente en un cúmulo de imágenes; Emily siempre era la pequeña, la última en alcanzar los pasos hacia la madurez. Emily la había envidiado y admirado, tratando siempre de imitarla; también Charlotte había ido un paso por detrás de Sarah.
—¿Quién mató a George? —preguntó.
—¡No lo sé! —exclamó Emily.
—¿Y no crees que sería mejor averiguarlo lo más rápido posible, antes de que quien lo haya hecho consiga que las sospechas recaigan todavía más sobre ti?
Emily abrió la boca y palideció aún más.
En ese instante se abrió la puerta y apareció Digby. Al ver a Charlotte su expresión se endureció.
Pero Charlotte no había olvidado sus años en la casa paterna, cuando estaba acostumbrada a tener doncella, y el hábito reapareció al instante.
—¿Sería tan amable de traernos una bandeja de té? —le dijo a Digby—. Y unos dulces para acompañar.
—Yo no quiero nada —rezongó Emily.
—Pues yo sí. —Charlotte se forzó a sonreír y despidió a Digby con un gesto. La sirvienta se retiró obediente, pero era obvio que postergaba su opinión sobre Charlotte.
Charlotte se sentó de cara a Emily.
—¿Hace falta que te repita lo mucho que lo siento por ti, lo horrorizada que estoy?
—No, gracias, eso no serviría de nada —replicó Emily.
—Entonces deja que sepa cómo están las cosas, lo suficiente al menos para evitar otra tragedia. Porque si piensas que quien asesinó a George no pretende que te culpen a ti, eres una ilusa.
—Yo no lo hice —susurró Emily.
Charlotte se dominó con dificultad.
—Lo sé —dijo con voz temblorosa, y tosió para tratar de disimularlo—. ¿Tienes idea de quién pudo hacerlo? ¿Qué me dices de esa Sybilla? ¿Tuvieron alguna pelea? O su marido… No me has dicho su nombre. ¿O es que tenía otro amante?
Emily dejó atrás la ira para concentrarse en la cuestión, pero luego se abandonó nuevamente a la congoja y las lágrimas contenidas. Charlotte esperó, aguantando las ganas de estrecharla entre sus brazos. Emily no necesitaba compasión, sino ayuda práctica.
—Sí —dijo Emily al fin—. Anoche discutieron, justo antes de ir a acostarnos. —Se sonó con furia, metió el pañuelo bajo la almohada y buscó otro. Charlotte le entregó el suyo.
Digby abrió la puerta y entró portando una bandeja con una tetera de porcelana floreada, un plato de bollos crujientes, mantequilla y mermelada de fresa.
—¿Quiere que sirva, señora? —preguntó.
Charlotte aceptó.
—Sí, por favor. Y mire si puede traer algunos pañuelos.
—Sí, señora. —La cara de Digby se relajó. Quizá Charlotte no era tan mala, después de todo.
Charlotte le tendió a Emily una taza humeante y untó un bollo de mantequilla y mermelada.
—Come —le aconsejó—. Despacio. Y mastica bien. Las dos necesitaremos fuerzas.
Emily obedeció.
—Se llama William —dijo, respondiendo a la pregunta anterior una vez Digby salió de la habitación—. E imagino que sí pudo matar a George, pero no parece que le importara lo de Sybilla. Ni siquiera sé si se fijó hasta dónde había llegado la cosa. Puede que Sybilla se comporte siempre así.
—¿Lo sabes tú? —Charlotte odiaba preguntarlo, pero aquello podía estar acechando sus pensamientos hasta que obtuviera una respuesta.
Emily sólo dudó un instante.
—Lo imagino. ¡Pero todo había acabado! George vino a mi cuarto antes de ir a acostarse, y estuvimos hablando. —Inspiró tímidamente, pero esta vez no perdió el control—. Todo habría ido bien si… si no le hubieran matado.
—Entonces pudo ser Sybilla. —Charlotte lo dijo más como afirmación que como duda—. ¿Tú crees que ella es así de vanidosa?, ¿que tiene tanto odio?
—No lo sé —dijo Emily abriendo los ojos.
—¡No seas tonta! Quería apartar a George de ti. ¡Sabes de ella todo lo que necesitas saber! Vamos, piensa, Emily.
Transcurrieron varios minutos de silencio mientras Emily tomaba su té y comía dos bollos, sorprendida de hacerlo.
—No lo sé —repitió—. De veras. No estoy segura si ella le amaba, o si sólo le encontraba divertido y disfrutaba con sus atenciones. Es posible que de no haber sido George hubiera sido cualquier otro.
Charlotte pensó que eso no ayudaba en nada, pero Emily no tenía otra cosa que ofrecer.
—¿Quién más puede haber?
—Nadie —dijo en voz baja Emily—. La cosa no tiene ningún sentido. —Alzó los ojos, hundidos y grandes; el dolor era demasiado intenso para dejarla pensar.
Charlotte la tocó suavemente.
—Está bien. Juzgaré por mí misma. —Cogió otro bollo y comió distraídamente.
Emily se incorporó rígidamente y se cubrió con la sábana. Fue como si esperara recibir un golpe y se hubiera puesto en guardia para esquivarlo.
—Realmente no sé qué sentía George por Sybilla. —Contempló el dobladillo bordado de la sábana que sujetaba—. Y ya que estamos en eso, ya no estoy tan segura como antes de lo que sentía por mí, incluso antes de venir a esta casa. Quizá no le conocía tan bien. Es curioso, cuando pienso en Cater Street y en las cosas que sucedieron hacia el final… Yo creía que nunca iba a cometer todos aquellos errores, como Sarah, como mamá. Dar las cosas por sentadas, suponer que conoces bien a los hombres sólo porque los ves cada día yendo y viniendo por la casa, incluso duermes con ellos en la misma cama, les tocas… —Hizo una pausa, procurando dominarse—. Creer que comprendes a la gente. Pero parece que eso me ha pasado. Yo daba por sentadas muchas cosas de George, y puede que me equivocara. —Aguardó sin levantar la vista.
Charlotte sabía que Emily debía estar esperando que la contradijera, pero, no la habría creído si ella hubiera cedido a ese impulso.
—Nunca acabamos de entender a los demás —dijo—. Ni deberíamos hacerlo; sería una intrusión. Y estoy segura de que en ciertos momentos podría resultar destructivo. Y hasta aburrido. ¿Cuánto tiempo seguirías enamorada de alguien de quien lo sabes absolutamente todo? Una tiene que tener un poco de misterio donde explorar, si no, ¿para qué seguir? —Tomó suavemente la mano de Emily—. No me gustaría que Thomas supiera todo lo que yo hago o pienso, cosas propias de la debilidad y el egoísmo. Prefiero enfrentarme sola a ellas y luego olvidarme. Pero no podría hacerlo si él lo supiera; siempre estaría preguntándome. A él no le resultaría fácil perdonarme si supiera algunas cosas que me pasan por la cabeza. Y hay cosas de la gente que es mejor no saber, porque si las supieras ya no podrías olvidarlas.
Emily la miró con cara de enfado.
—¡Tú piensas que flirteé con Jack Radley, que le hice abrigar esperanzas!
—Yo no había oído hablar de él hasta ahora mismo. —Charlotte la miró con franqueza—. Te acusas a ti misma, sea porque Thomas ha dicho algo o porque crees que lo hará, o porque en el fondo hay algo de cierto en ello.
—¡Lo enfocas desde un punto de vista muy beato! —Emily volvió a ponerse de mal humor y apartó rudamente la mano—. ¡Hablas como si tú no hubieras coqueteado en tu vida! ¿Y el general Ballantyne? Le mentiste sólo para jugar a policía, ¡y él te adoraba! ¡Te valiste de eso! ¡Yo nunca he tratado a nadie de esa manera!
El recuerdo inflamó a Charlotte, pero ahora no tenía tiempo para culpas ni explicaciones. Claro que la acusación era cierta; no había justificación posible. Le dolió la ira de Emily, pero intentó comprenderla pese a que sentía ganas de decirle que era injusta y que eso no tenía nada que ver con el problema presente. Pero por encima de todo estaba el profundo dolor que su hermana le inspiraba, la conciencia de una pérdida más importante que las que ella había sufrido nunca. A veces, cuando Pitt seguía a algún ladrón hasta su guarida en una callejuela de los bajos fondos, Charlotte temía por su vida hasta sentirse enferma. Pero nunca había sido algo real, algo que no terminara finalmente en la calidez abrumadora de sus brazos y en la certeza de que, hasta la próxima vez, todo era un espejismo, una pesadilla que se desvanecía al extinguirse la noche. Emily no tendría sol que la despertara.
—Hay personas increíblemente vanas —dijo—. ¿Crees que el señor Radley se imaginó que podías ofrecerle algo más que amistad?
—Tendría que ser un perfecto imbécil —dijo Emily, más calmada. Pareció que iba a añadir algo, pero luego perdió el hilo.
—Entonces nos quedan William y Sybilla, u otro miembro de la familia con algún motivo que ni siquiera imaginamos.
Emily suspiró.
—No hay por dónde cogerlo, ¿verdad? Tiene que haber algo muy importante, y muy feo, que yo desconozco. Algo que ni siquiera se me ha pasado por la cabeza. Me pregunto hasta qué punto la seguridad y la felicidad de mi vida han sido una gran mentira.
Charlotte no había visto a nadie a su llegada salvo a Vespasia, con la que sólo había hablado un momento. Sabía que le darían el vestidor donde George había dormido, en parte porque estaba al lado de Emily pero también porque nadie más quería cederle su habitación. El cadáver de George, amortajado de blanco, estaba en el antiguo cuarto de una de las niñeras, en el ala de la servidumbre. A Charlotte le daba apuro dormir en la misma cama donde George había muerto hacía sólo unas horas, pero no tenía alternativa. La única forma de soportarlo iba a ser excluir de su mente todo pensamiento relacionado con ello.
Sus pocas prendas oscuras apropiadas para un duelo estival habían sido ya desempaquetadas. Se sonrojó al recordar lo viejas que estaban, lo sencillo de la ropa interior que incluso mostraba remiendos, y los vestidos del año anterior adaptados para no parecer tan pasados de moda. Tenía sólo un par de botines, pero ninguno realmente nuevo. En otra época le habría molestado la turbación que eso conllevaba y habría preferido mantenerse alejada para que Emily no sintiera vergüenza de ella. Ahora no había tiempo para tanto miramiento. Debía cambiarse de ropa, lavarse la cara y arreglarse el pelo, y presentarse a una cena que se anunciaba abrumadoramente tétrica, por no decir hostil. Pero en la casa había un asesino.
Bajando a cenar, había llegado al último escalón, pasados los paneles oscuros y las hileras de opacos óleos de la antigua familia March, cuando se topó casi de cara con una mujer mayor de riguroso negro y con unas cuentas de azabache reluciendo en el cuello y sobre el pecho. Su pelo entre blanco y gris estaba peinado hacia atrás de una guisa que había pasado de moda hacía más de veinte años. Sus fríos ojos de mármol azul se clavaron en Charlotte con inamovible desagrado.
—Usted debe ser la hermana de Emily —dijo, mirándola de arriba abajo—. Vespasia dijo que la haría venir, aunque yo creo que debería habernos informado y pedido nuestra opinión antes de tomar el asunto en sus manos. Pero quizá no vendrá mal que esté aquí. Puede que nos sirva de algo; le aseguro que no sé qué hacer por Emily. Nunca nos había pasado una cosa así en la familia.
Miró el vestido de Charlotte y las punteras de sus botas. No eran de la calidad que ella estaba acostumbrada a ver. Hasta las sirvientas estrenaban un par cada temporada, las necesitaran o no, sólo por cubrir las apariencias. Las de Charlotte habían visto varias temporadas.
—¿Cómo se llama? —inquirió—. Seguro que me lo han dicho, pero se me ha olvidado.
—Charlotte Pitt. —Respondió ella con sequedad, las cejas en actitud inquisitiva como si quisiera saber quién lo preguntaba.
La anciana la miró irritada.
—Soy la señora March. Imagino que… —echó un nuevo vistazo a los pies de Charlotte— cenará con nosotros.
Charlotte reprimió la contestación que tenía a flor de labios (no era momento para deleitarse en groserías) y procuró adoptar una expresión mucho más sumisa. Aceptó como si la hubiera invitado.
—Gracias.
—¡Pues llega temprano! —le espetó la anciana—. ¿Es que no tiene reloj?
Charlotte notó que le ardían las mejillas; comprendía por qué tantas chicas se casaban con el primero que pasaba, sólo por irse de casa y alejar para siempre el espectro de vivir sometidas a la voluntad de una madre dominante. La de matrimonios sin amor que habrían llegado a pactarse por ese único motivo. ¡Ojalá no fuera para acabar en manos de una suegra parecida!
—Pensaba que antes podría conocer a la familia —dijo quedamente—. Para mí son desconocidos.
—¡Desde luego! —concedió significativamente la anciana—. Me voy a mi tocador. Supongo que encontrará a alguien en el gabinete.
Y dicho esto se alejó dejando que Charlotte se las arreglara sola para cruzar el comedor —con las mesas puestas pero aún vacío— y pasar al fresco gabinete verde del otro lado de la puerta.
Allí, de pie en mitad de la alfombra, había una chica de unos diecinueve años, muy delgada, con un vestido de muselina, la melena pelirroja recogida y gesto serio en su boca grande y delicada. Sonrió al ver a Charlotte.
—Usted ha de ser la hermana de Emily —dijo al punto—. Me alegro de que haya venido. —Bajó los ojos y los subió otra vez, tristemente—. Es que no sé qué hacer, ni qué decir…
«Yo tampoco, —pensó Charlotte—, todo suena banal y falso». Pero eso no era excusa; cualquier cosa podía ayudar más que arrinconar la pena y huir como si se tratara de una enfermedad contagiosa.
—Soy Anastasia March —prosiguió la muchacha—. Pero llámeme Tassie.
—Yo soy Charlotte Pitt.
—Ya lo sé. La abuela dijo que iba a venir. —Hizo una mueca. Charlotte ya conocía la opinión de la abuela al respecto.
No pudieron hablar más porque la puerta se abrió para dejar paso a William y Sybilla March; ella delante, vestida de rutilante negro, su blanca garganta ceñida de encaje; él un paso más atrás. Charlotte vio por qué George había quedado fascinado. Sybilla, incluso en reposo, tenía una vitalidad de la que Emily carecía, un aire de misterio que podía intrigar a cualquier hombre. No necesitaba hacer nada, todo estaba en su cara, en los ojos grandes y oscuros, la curva de su boca, la suntuosidad de su figura. A Charlotte no le costó imaginar cuán denodadamente habría luchado Emily para recuperar la atención de George. ¡No era de extrañar que Jack Radley se hubiera fijado en ella! Pero qué descuidada había sido al pensar únicamente en George. ¿Se habría puesto en evidencia más de lo que quería, demasiado ocupada para notar que él se había tomado muy en serio sus avances?
¿Y William March, el marido ligeramente complaciente? Su cara no era la de alguien poco compasivo. Tenía rasgos sensibles y ascéticos; nariz delgada, boca bien trazada. Pero en él había también cierta pasión, aun en el caso de que ésta fuera más compleja que la simple adoración o el fuego en la sangre. William podía desdeñar ambas cosas, pero al mismo tiempo ser víctima de ellas.
Charlotte se vio interrumpida por Eustace March en persona, el cual apareció inmaculadamente vestido y mirando de un lado a otro con sus ojos muy redondos para ver quién faltaba, cerciorándose de que todo estaba como él quería. Su mirada se detuvo en Charlotte. Parecía haber decidido ya cómo iba a tratarla, y su sonrisa fue untuosa y confiada.
—Soy Eustace March. Es una suerte que haya podido venir, mi querida señora Pitt. La pobre Emily necesita a alguien que la conozca, y nadie mejor que usted. Nosotros haremos lo que esté en nuestra mano, por supuesto, pero no podemos ser igual que un familiar. Es estupendo que esté aquí. —Sus ojos fueron hacia Sybilla y luego sonrió satisfecho—. Estupendo.
Se abrió la puerta y entró el único invitado ajeno a la familia, y el que más preocupaba a Charlotte: Jack Radley. En cuanto lo vio enmarcado por el dintel de la puerta, tan elegante, comprendió más cosas de las que había entendido hasta entonces y sintió un creciente frío interior. No era que fuese muy guapo —aunque sus ojos eran asombrosos— pero sí tenía una gracia y una vitalidad que ninguna mujer podía eludir. Sin duda él era consciente de ello; su fascinación era su principal atributo, y parecía lo bastante inteligente como para sacarle partido. Al captar su mirada desde el otro lado de la pequeña alfombra verde, Charlotte comprendió que Emily le hubiera utilizado como contraste a fin de recuperar el favor de George. Coquetear con aquel hombre tenía que ser muy divertido, y absolutamente creíble. Pero quizá había creado más emociones de las que Emily había previsto. No debía de ser fácil terminar una cosa así. Tras la excitación de un romance prohibido y la euforia de un juego muy bien jugado, George, tan familiar y predecible, pudo ser un premio menos importante de alcanzar. ¿Acaso Emily, sin saberlo, había deseado continuar su aventura? ¿Y no habría Jack Radley entrevisto la posibilidad de conseguir una esposa más guapa y más rica que Anastasia March?
Era una idea desagradable, pero ahora no podía erradicarla sin otra que la refutara más allá de toda duda.
Miró a Eustace, con sus pies un poco separados, robusto y satisfecho, las manos unidas a la espalda. Si estaba nervioso por algo desde luego se dominaba. Creía que controlaba otra vez la situación. Él era el patriarca de la familia y quien tenía que superar la crisis; todos estarían pendientes del señor de la casa, y él estaría a la altura de las circunstancias. Las mujeres confiarían en él, se apoyarían en su fortaleza; los hombres le admirarían con envidia. Después de todo, la muerte forma parte de la vida. Había que afrontarla con valentía y decoro; y Eustace no le tenía excesivo aprecio a George.
Luego miró a Tassie, tan diferente de su padre. Era extremadamente delgada mientras que su padre era grueso y de constitución grande; vivaz y activa mientras que él era aposentado y seguro.
¿Deseaba Eustace realmente casar a Tassie con Jack Radley a fin de conseguir para sí la definitiva respetabilidad de un título gracias a los contactos de la familia Radley, como Emily había dicho en sus cartas? Mirándole ahora le parecía probable. Aunque, una vez más, cualquier buen padre hubiera procurado, para que su hija escapara de la prisión del hogar, buscarle un hombre que le proporcionase una renta propia cuando él ya no pudiera hacerlo, el estatus social de esposa y esa meta de toda mujer, una familia.
¿Era lo que Tassie quería?
Charlotte recordó la época en que la habían llevado con otras jóvenes de su edad a fiestas, bailes y soirées con la esperanza de pescar un marido adecuado. Si una pertenecía a un linaje que le permitía ser presentada en sociedad, era un desastre terminar la temporada sin estar prometida, el estigma del fracaso social. Ninguna chica se casaba a menos que mediara un pacto adecuado, es decir, que el pretendiente fuese aceptable para la familia. Raramente se llegaba a conocer a la persona en cuestión salvo del modo más superficial; era imposible estar a solas con él o hablar de algo que no fueran trivialidades. Y una vez anunciado, raramente se rompía un compromiso, y sólo con grandes dificultades y la posibilidad del escándalo subsiguiente.
Pero quizá cualquier cosa era mejor que vivir perpetuamente atada, primero a la anciana March y luego a Eustace. Él parecía lo bastante robusto para vivir treinta años más.
Pasaron las presentaciones sin que Charlotte prestara demasiada atención. Eustace estaba perorando ahora sobre sus emociones, mientras se mecía ligeramente con las manos enlazadas, enormes y perfectamente cuidadas.
—La acompañamos en el sentimiento, querida señora Pitt. Me duele que no podamos hacer nada para consolarla en su dolor. —Estaba haciendo una declaración de hechos, distanciándose del asunto. No quería que él o su familia tuvieran nada que ver en la tragedia, y quería asegurarse de que Charlotte lo entendía.
Pero Charlotte había ido a investigar y no tenía el menor remordimiento. Tampoco descartaba llegar a sentir una gran compasión incluso por Eustace, pero ahora no podía permitirse tanta ternura, sabiendo que Emily estaba en una situación muy peligrosa. A una mujer podían colgarla por asesinato igual que a un hombre, y ese pensamiento primaba sobre todos los demás.
Sonrió dulcemente a Eustace.
—Creo que se subestima, señor March. Por las cartas de Emily me consta que es usted un hombre capaz de asumir un liderazgo natural frente a una crisis. La clase de hombre a que acude cualquier mujer ante una situación que la supera. —Vio que se ruborizaba levemente. Ella le estaba describiendo tal como él deseaba ser visto… ¡en cualquier momento menos éste!—. Y ni que decir tiene que su lealtad para con la familia está fuera de toda duda —concluyó.
Eustace inspiró estremeciéndose y suspiró con brusquedad.
Tassie se quedó boquiabierta sin captar la ironía, mientras Sybilla estornudaba varias veces en su pañuelo.
—Buenas noches, Charlotte —dijo Vespasia desde la entrada, recuperado el fuego de su mirada—. No sabía que Emily hubiera escrito tan bien sobre Eustace. Es maravilloso.
Charlotte sintió el impulso de volverse, y pudo captar un atisbo de odio feroz en la cara de William, pero desapareció tan rápido que lo consideró un efecto de luz, un reflejo de la lámpara en sus ojos. Tassie se le acercó como para tocarle el brazo, pero al final cambió de opinión.
—La lealtad a la familia es algo maravilloso —observó Sybilla con una expresión que podía haber significado cualquier cosa salvo lo que decía—. Espero que una tragedia como ésta deje bien claro cuáles son realmente nuestros verdaderos amigos.
—Estoy segura —dijo Charlotte, sin mirar a nadie— de que descubriremos cosas que no habíamos imaginado.
Eustace se atragantó, Jack Radley agrandó los ojos hasta parecer traspuesto, y la anciana señora March abrió la puerta con tal violencia que ésta chocó con la pared dañando el papel pintado.
La cena fue triste y callada, sobre todo porque la señora March decidió abortar cualquier conversación fulminando con la mirada a todo el que intentaba hablar. Después declaró que, vistos los acontecimientos de la jornada, era mejor que todo el mundo se retirara temprano. Miró hosca a Eustace y Jack Radley para que no les cupiera ninguna duda, y luego ordenó a las damas que la siguieran. Ellas obedecieron y tras pasarse una hora tediosa en el tocador rosa se disculparon y fueron a acostarse.
Emily había vuelto a su habitación, porque lógicamente Vespasia necesitaba la suya. Tumbada y acalorada en el vestidor, en la cama que había sido de George, Charlotte se preguntaba si debía levantarse e ir a ver a Emily, o si era uno de esos momentos en que ella necesitaba estar sola y quemar las etapas de su congoja.
Se despertó un poco tarde y vio que el aire húmedo y cargado de la habitación estaba lleno de una luz blanca. En el umbral había una sirvienta con una bandeja en las manos. De pronto, Charlotte recordó dónde estaba, que George había muerto, y que había sido envenenado. Por momentos, la idea de estar en aquella misma cama tomando té se le hizo insoportable. Abrió la boca para protestar airadamente, pero al ver de quién se trataba, calló.
—Buenos días, señora. —Digby dejó la bandeja y descorrió las cortinas—. Le prepararé un baño, le sentará bien. —Su tono excluía cualquier objeción. Era una orden, y posiblemente procedía de Vespasia.
Charlotte se incorporó pestañeando. Tenía los ojos arenosos, le dolía la cabeza y ansiaba darse el lujo de un té caliente y reparador.
—¿Ha visto a lady Ashworth esta mañana? —preguntó.
—No, señora. La señora le dio un poco de láudano anoche y me dijo que la dejara dormir al menos hasta las diez y que luego le llevara el desayuno. Supongo que usted bajará a desayunar con la familia. —Tampoco era una pregunta. De hecho, Charlotte no tenía el menor deseo de hacerlo, pero el deber la obligaba. Y además, no le hacía ningún favor a Emily quedándose en la cama.
El desayuno transcurrió una vez más casi en silencio y con los comensales ateridos de frío, pues Eustace se les había adelantado para abrir las ventanas y nadie se atrevía a cerrarlas mientras él estaba allí, atacando gachas, tocino, kedgeree, magdalenas, tostadas y mermelada con voraz apetito.
Después, Charlotte se disculpó y fue a escribir unas cartas en nombre de Emily, informando del luctuoso hecho a otros miembros de la familia. Al menos de esa forma le ahorraba trabajo a ella.
Hacia las once había terminado su tarea, y al ver que Emily no había bajado aún, decidió empezar su investigación de firme.
Su intención era hablar con William y ver si podía formarse una clara impresión de él para confirmar qué escondía aquella extraordinaria expresión atisbada la noche anterior. Supo por la camarera que seguramente estaría en su estudio del invernadero, que la policía estaba de nuevo en la casa —no el inspector del día anterior sino el agente— y que toda la cocina estaba muy molesta por la manera en que había preguntado cosas que no eran en absoluto de su incumbencia. La cocinera estaba fuera de sí, la fregona no paraba de llorar; los ojos del limpiabotas se salían como registros de órgano, el ama de llaves jamás se había sentido tan insultada en su vida.
Sin embargo, Charlotte no consiguió llegar hasta el estudio, porque al entrar en el invernadero se encontró a Sybilla, inmóvil mirando unas camelias. Charlotte optó por aprovechar la oportunidad que se le presentaba.
—Aquí se siente una totalmente fuera de Inglaterra —observó.
Sybilla salió de su ensueño y hubo de esforzarse por encontrar una respuesta educada a tan banal observación.
—Sí, por supuesto.
Unos lirios en flor le recordaron a Charlotte una cara sin sangre. No sabía cuánto rato iban a estar solas allí. Tenía que aprovechar el tiempo, y le pareció que Sybilla era demasiado inteligente para burlarla con indirectas. Pero quizá sí con la sorpresa.
—¿George estaba enamorado de usted? —preguntó inocentemente.
Sybilla se quedó paralizada. El hecho de que Sybilla no lo hubiera negado de plano era importante. ¿Estaba calibrando interiormente cuál era la verdad o sólo buscaba una respuesta sin riesgos? A estas alturas probablemente todos sabían que había sido un asesinato, y podían esperar esa pregunta.
—No lo sé —dijo al fin—. Iba a responderle, señora Pitt, que se trata de un asunto privado que no le incumbe en absoluto. Pero supongo que, como Emily es hermana suya, es inevitable que se preocupe por ello. —La miró con una sonrisa vulnerable y a un tiempo curiosamente amarga—. No puedo responder por él, y supongo que no esperará que le repita todo cuanto él me decía. Es indudable que Emily estaba celosa. Aunque lo llevaba estupendamente.
Charlotte comprendió que era una mujer de grandes emociones, de una gran capacidad para la pasión y el dolor. No le podía caer mal, como había pensado en primera instancia.
—Le pido disculpas. Ha sido una torpeza.
—Sí —dijo secamente Sybilla—, pero no tiene por qué darme explicaciones. —Su cara no traslucía cólera, sólo tirantez y la conciencia de lo irónico de la situación.
Charlotte estaba confusa y furiosa consigo misma; aquella mujer había arrebatado el marido a Emily —intencionadamente o no, delante de todo el mundo— y tal vez había causado su muerte. Quería odiarla con una violencia sin trabas. Sin embargo, no le costaba imaginarse a sí misma con parecidos sentimientos, y era incapaz de mostrar cólera hacia nadie en cuanto comprendía la capacidad de sentir dolor. Eso echaba a perder su discernimiento y le ataba la lengua.
—Gracias. —La palabra surgió torpemente; Charlotte no había previsto que la entrevista terminara así. Pero necesitaba sacar algo en claro—. ¿Conoce bien al señor Radley?
—No mucho —respondió ella con una débil sonrisa—. Mi suegro desea casarlo con la pobre Tassie, y él está aquí para ver si llegan discretamente a un acuerdo. Aunque Jack no tiene mucho de discreto ni lo tendrá nunca.
—¿Tassie está enamorada de él? —Sintió vergüenza por Emily. Si lo estaba, y se dejaba llevar a un matrimonio mientras Jack Radley la humillaba abiertamente demostrando la atracción que sentía por Emily, cuánto habría sufrido la pobre chica. Si hubiera habido la posibilidad de un error, Charlotte habría supuesto que el veneno iba dirigido a Emily.
Sybilla sonreía ligeramente. Tocó los pétalos de una camelia.
—Supongo que se volverán marrones —comentó—. Les pasa si los tocas. No, Tassie no está enamorada. Y no creo que quisiera casarse con él. Ella es del tipo romántico.
En esa sola frase Sybilla había juntado un montón de cosas: un monumental desdén por la inocencia infantil, un afecto casi irónico por Tassie, y la conciencia de que Charlotte tenía que ser de un nivel social inferior al suyo para haber hecho aquella pregunta. La gente como los March se casaba por motivos familiares —para acumular más riqueza, para consolidar imperios comerciales o aliarse con competidores, sobre todo para criar hijos fuertes que perpetuaran el apellido—, nunca por un capricho del corazón como enamorarse de alguien. Eso pasaba muy rápido. Además, ¿qué era enamorarse? La línea de una mejilla, el arco de una ceja, un gesto, una lisonja, un momento compartido.
Pero era difícil comprometerse a tan íntimo y permanente vínculo sin una parte de esa magia, aun cuando a menudo no fuese sino una ilusión. ¡No siempre! Por regla general Charlotte hacía poco caso a Thomas, como si fueran sólo grandes amigos, pero había momentos en que el corazón le latía en la garganta y aún podía distinguirle en mitad de una calle atestada por el modo de estar de pie, o reconocer sus pasos con excitación.
—Y supongo que el señor Radley es realista… —dijo.
—Oh, yo creo que sí —concedió Sybilla, mirando otra vez a Charlotte y mordiéndose el labio—. Me parece que las circunstancias no le han dado otra opción.
Charlotte sintió ganas de preguntar si él podría haberse obsesionado igualmente por Emily, pero comprendió que la pregunta no tenía ninguna utilidad. Tassie March heredaría una agradable suma de sus abuelos, sí, pero nada que ver con la fortuna Ashworth que ahora iría a parar a Emily. ¿Para qué buscar un móvil del amor, en el grado que fuera, cuando el del dinero era tan válido?
Estaban a la entrada del invernadero y no había más que decir. Charlotte se excusó y se metió dentro. No había asimilado nada que no hubiera supuesto previamente, salvo que sentía una empatía instintiva hacia Sybilla March que echaba por tierra sus primeras teorías.
El almuerzo no dio ningún fruto. Después, Charlotte pasó una hora con Emily siempre en un tris de presionarla con preguntas y, al ver su pálido semblante, cambiar de parecer. Decidió ir en busca de William March, que seguía pintando en el invernadero. Sabía perfectamente que le estaba interrumpiendo y que a él no le gustaba nada, pero no había tiempo para tener en cuenta esas cosas.
Le encontró en el estudio que le habían habilitado detrás de los lirios y las enredaderas. Tenía la elegancia angulosa de alguien que emplea su cuerpo y no es consciente de estar siendo observado. No había en él nada de pose, pero su equilibrio era perfecto. La ventana superior estaba abierta y se oía susurrar el viento entre las hojas como el agua entre guijarros de playa. William no la oyó acercarse, y Charlotte le habló cuando estuvo casi a su lado. Normalmente le habría costado esfuerzo hablar con él, pero después de haberlo hecho con Sybilla era cada vez más consciente del peligro en que se encontraba Emily. Para un observador imparcial la principal sospechosa era ella. Sólo había su palabra de que George y Sybilla habían discutido, mientras todos habían presenciado los requerimientos de George… y los de Emily para captar la atención de Jack Radley. Si alguien más de la casa tenía otro motivo, ella no lo había averiguado aún.
—Buenas tardes, señor March —dijo con forzada jovialidad. Se sintió tonta y prosaica.
William tuvo un sobresalto y el pincel dio una sacudida en su mano, pero ella había escogido un momento en que aún estaba lejos del lienzo. Él la miró con frialdad. Sus ojos eran de un gris oscuro sorprendente, muy hundidos bajo cejas pelirrojas.
—Buenas tardes, señora Pitt. ¿Se ha perdido? —Fue una observación casi grosera. No le gustaba que le molestaran y menos aún verse en la obligación de mantener una conversación insípida con una mujer desconocida.
Ella perdió toda esperanza de engañarlo.
—No; he venido porque deseaba hablar un momento con usted. Me hago cargo de que le interrumpo.
Él se sorprendió; había esperado una excusa tonta. Aún sostenía el pincel en alto y su cara expresaba una gran concentración.
—¿De veras?
Charlotte contempló el cuadro. Era mucho más bueno de lo que había previsto: las hojas tenían movimiento (una impresión más que un perfil), y tras el brillo del sol había como un viento que cortaba, una sensación de aislamiento y dolor. Podía ser tanto el fin del invierno como el anuncio de la primavera, y pudo percibirlo tanto interior como visualmente.
—Me gusta mucho —dijo. Pensaba que era demasiado bueno para alguien que sólo querría ver representadas sus posesiones y no poseería la llama del artista—. Debería exponerlo antes de darlo a nadie. Contiene toda la crueldad de la naturaleza, y también su encanto.
William dio un respingo.
—Eso mismo dice Emily. —Era más una reflexión personal que una observación dedicada a ella—. Pobre Emily.
—¿Conocía usted bien a George? —Charlotte observó los ojos y la boca de William, pero no vio otra cosa que tristeza, ningún síntoma de evasión.
—No —dijo él quedamente—. Era primo mío y le veía de vez en cuando, pero no puedo decir que le conociera. —Sonrió apenas—. Teníamos pocas cosas en común, pero eso no quiere decir que me cayera mal. Al contrario, le encontraba muy simpático. Me parecía buena persona, incluso bonachón.
—Emily piensa que estaba enamorado de la señora March. —Fue más franca de lo que dictaba la prudencia, pero él parecía demasiado inteligente para dejarse engañar o interpretarla mal.
—¿Enamorado? —repitió, mirando el cuadro y reflexionando—. Supongo que es una manera de decirlo, cubre casi todas las posibilidades. Lo suyo fue una aventura, algo atrevido. Sybilla es fascinante y misteriosa, nadie se aburre con ella. —Empezó a limpiar el pincel—. Pero George la habría olvidado al irse de aquí. Emily es una mujer inteligente, sabía esperar. George hizo una niñería, eso es todo.
Charlotte conocía a George de siete años atrás, y lo que William March acababa de decir era la verdad, ni más ni menos.
—Pero alguien le mató —insistió.
—Lo sé. Pero no creo que fuera Emily, y desde luego tampoco fue Sybilla. —Vaciló, sin dejar de mirar las cerdas del pincel—. Yo de usted pensaría en Jack Radley. Emily se ha convertido en una joven viuda muy atractiva, con título y una fortuna considerable. Ella le ha demostrado ya cierto aprecio, y él podría ser lo bastante vanidoso para pensar que es sólo el principio.
—¡Eso sería infame!
William la miró con ojos brillantes.
—Sí, pero la infamia existe. Al parecer nadie piensa nada tan horrible que otra persona, en alguna parte, no haya pensado también. Pensado y hecho. —Dominó una repentina crispación de la boca—. Lo siento, señora Pitt. Le ruego que me perdone. No era mi intención ofenderla.
—No estoy ofendida, señor March. Como supongo que usted recuerda, mi esposo es policía.
William giró en redondo, y mientras el pincel se le caía al suelo la miró como si quisiera reírse del chiste sobre la buena sociedad.
—Debe de ser usted muy valiente. ¿Qué dijo su familia? ¿Se horrorizaron?
Charlotte estaba tan enamorada que apenas podía prestar atención a los sentimientos ajenos, pero habría sido inapropiado decirle eso a un hombre cuya mujer había respondido de manera tan plena y notoria a George. Decidió mentir de la forma más sencilla.
—Estaban tan contentos con el enlace de Emily y lord Ashworth, que lo mío lo llevaron bastante bien.
Mencionarlos a ambos no hizo sino poner de relieve la tragedia de Emily.
—Lo siento —dijo él, y siguió con su acerbo y delicado paisaje.
Esta vez Charlotte aceptó el desaire, y regresó hacia la casa por entre la exuberante jungla del invernadero.
Por la tarde tuvieron la visita del sonrosado coadjutor. El hombre disculpó de forma bastante abrupta al vicario, el cual aparentemente no podía acudir en persona debido a una urgencia cuya naturaleza no quedó clara.
—¡Vaya! —dijo Vespasia—. Qué mala suerte.
El pastor era un recio joven oriundo del West Highland. Con la franqueza característica de la juventud y un poco de iniciativa propia, se privó de adornar la excusa del vicario. Charlotte le encontró simpático y no se sorprendió de ver que a Tassie se lo parecía también.
—¿Cuándo se espera que pase esta crisis? —inquirió secamente la señora March.
—Cuando hayamos redimido nuestra reputación y ya no seamos fuente de escándalo —dijo al punto Tassie, y se ruborizó.
El coadjutor inspiró hondo, se mordió el labio y se sonrojó también.
—¡Anastasia! —La voz de la señora March fue como el restallar de un látigo—. Te irás a tu habitación si no puedes ahorrarte tu falta de benevolencia, por no decir tu descaro. Sin duda el señor Beamish tendrá sus razones para no venir personalmente a darnos el pésame.
—De todos modos, creo que el señor Haré lo hará mucho mejor —murmuró Vespasia—. El vicario me resulta tedioso.
—¡Eso es una sandez! —le espetó la señora March—. No es función del vicario divertir a sus feligreses. Siempre tuve la sensación de que no entendías la religión, Vespasia. Nunca supiste comportarte en la iglesia. Desde que te conozco sé que eres muy proclive a reírte en sitios donde no deberías.
—Eso es porque tengo sentido del ridículo y tú no. —Se volvió hacia Mungo Haré, que estaba apoyado en el borde de una de las sillas del gabinete tratando de componer un gesto de piedad mezclada con solicitud—. Señor Haré, dígale al señor Beamish que comprendemos perfectamente sus razones, y que estamos muy contentos de que haya venido usted en su lugar.
Tassie estornudó, o eso les pareció a los otros. La señora March chasqueó la lengua, molesta de que Vespasia se las hubiera ingeniado para insultar al vicario con más eficacia que ella. ¿Cómo se atrevía el muy cobarde, el muy infeliz, a enviar al coadjutor en su lugar? Charlotte evocó con intensidad el motivo de que su tía Vespasia le hubiera caído siempre tan bien.
Mungo Haré se desahogó de las condolencias y el aliento espiritual que el vicario le había encomendado comunicar; Tassie le acompañó arriba para que lo repitiera a Emily, que había decidido pasar la tarde a solas.
Charlotte quería subir después para ver si lograba que Emily recordara algún comentario que pudiera desvelar alguna traición, alguna mentira, algo que le proporcionara una pista. Pero mientras cruzaba el vestíbulo Eustace salió de la salita de estar ajustándose la chaqueta y tosiendo, de forma que a ella le fuese imposible simular que no le había visto.
—Ah, señora Pitt —dijo con fingida sorpresa, agrandando sus ojillos—. Quisiera hablar con usted. ¿Le parece bien en el tocador? La señora March ha ido a cambiarse para la cena y sé que ahora no hay nadie. —Estaba detrás de ella, como si quisiera conducirla físicamente en la dirección que deseaba tomar.
Por no mostrarse inexplicablemente grosera, ella no se negó.
La habitación le pareció una de las más feas que había visto nunca. Era un ejemplo del peor gusto de los últimos cincuenta años, y se sintió asfixiada tanto por lo que simbolizaba cuanto por la mera presencia de los muebles, el color chillón y la desmesura de cortinajes y adornos. Parecía la expresión de una mojigatería que era vulgar en su misma conciencia de las cosas que pretendía encubrir; una opulencia que carecía del menor asomo de riqueza genuina. Le costó mucho no mostrar su desagrado.
Por una vez, Eustace no abrió las ventanas como era su costumbre, cuando ella lo habría deseado fervientemente. Eustace parecía ocupado en dar forma a sus pensamientos.
—Señora Pitt, espero que se encuentre cómoda aquí, pese a las trágicas circunstancias que atravesamos.
—Desde luego, gracias, señor March. —Estaba confusa. Seguro que no le había hecho entrar allí sólo para preguntarle esa tontería.
—Bien, bien. —Eustace se frotó las manos y continuó mirándola—. Usted no nos conoce bien, es lógico. Y puede que tampoco a nadie de nuestra posición. Le pareceremos muy raros. Quería explicárselo para que al dolor que siente por su hermana no se añada mayor confusión. Si puedo ayudarle en lo que sea, mi querida…
Charlotte intentó decir que ella no estaba más confusa que los demás, pero él siguió hablando y le privó de protestar.
—Perdone las excentricidades de lady Cumming-Gould. En sus tiempos era muy guapa, sabe, y se le permitía tener una conducta escandalosa, y mucho me temo que siga comportándose como si los años no hubieran pasado. Yo diría que incluso ha ido a más; me consta que mi querida madre la encuentra insoportable a veces. —Se frotó las manos y sonrió a la expectativa, para ver cómo reaccionaba Charlotte—. ¡Todos hemos de tener paciencia! —prosiguió rápidamente al presentir que ella no estaba de acuerdo—. Es importantísimo en toda familia. La piedra angular de este país. Lealtad y continuidad, una generación tras otra; de eso se trata al fin y al cabo la civilización. Es lo que nos distingue de los salvajes, ¿no cree?
Charlotte quiso objetar que, en su opinión, los salvajes tenían un excelente sentido de la familia y eran conservadores, razón por la cual seguían siendo salvajes en vez de explorar o inventar cosas nuevas. Pero de nuevo Eustace le impidió participar.
—Y entiendo que desde su punto de vista Sybilla pueda parecer cruel y maleducada, porque lógicamente usted se pone de parte de Emily. Pero usted sabe que hubo más cosas en juego. Oh, pues claro. Me temo que fue George quien la perseguía a ella, sabe. Y nuestra querida Sybilla está tan acostumbrada a que la admiren que no logró disuadirle oportunamente. El fallo fue de ella, por supuesto. Y así pienso decírselo a la cara. Y George debería haber sido más discreto…
—¡No debió intentarlo siquiera! —le interrumpió acaloradamente Charlotte.
—¡Ay, querida mía! —Su cara se iluminó con paternal resignación. Sacudió un poco la cabeza—. Hay que ser realistas. Uno espera que chicas como Tassie tengan ilusiones románticas, y yo no quisiera herir su susceptibilidad a una edad tan tierna como la suya, a punto de prometerse. Pero una mujer casada de la edad de Emily ha de saber amoldarse al carácter de los hombres. Una mujer realmente femenina sabe perdonar nuestras fobias y debilidades, como los hombres sabemos perdonar las debilidades de la mujer. —Le sonrió y por un momento su mano quedó suspendida sobre la de Charlotte.
Ella estaba furiosa. Había algo en Eustace March que le traía a la memoria todas las actitudes condescendientes que había tenido que soportar en su vida. Necesitaba arrancar aquella complacencia de su saludable cara.
—¿Insinúa que si Emily se hubiera acostado con el señor Radley, por ejemplo, George la habría perdonado? —preguntó con sarcasmo, retirando la mano por si acaso.
Había tenido éxito. Eustace estaba perplejo. Charlotte había mencionado algo que él no se habría atrevido a expresar con palabras. Eustace se quedó lívido y luego recuperó el color súbitamente.
—¡Vaya! —farfulló—. Entiendo que haya sufrido una gran conmoción, y que tal vez tema usted por Emily, es lógico. Pero mi querida señora Pitt, ¡no hay necesidad de ser vulgar! Le haré el favor de alejar de mi mente que es usted capaz de propasarse hasta el punto de hacer tan infame insinuación. No volveremos a referirnos a ello. Ataca usted todo lo bueno y decente. Si las mujeres hubieran de conducirse de esa manera, ¡cielo santo!, ¡ningún hombre sabría si su hijo es realmente suyo! El hogar desaparecería, la base misma de la sociedad se iría resquebrajando. ¡No quiero ni pensarlo!
Charlotte se ruborizó, tanto de ira como de vergüenza. Quizá había hecho el ridículo y el gesto de la mano de Eustace no había sido malintencionado.
—¡Yo no insinuaba eso, señor March! —protestó, alzando la barbilla y mirándole a la cara—. Sólo quería decir que tal vez Emily esperaba de George un comportamiento igual al que ella estaba dispuesta a mostrar.
—Veo que le falta a usted experiencia, señora Pitt, y que es un poco romántica. —Eustace meneó la cabeza, pero su expresión volvió a desembocar en una sonrisa—. Las mujeres son muy distintas de los hombres, querida, mucho. Nosotros tenemos las virtudes del intelecto, la hombría y el arrojo. —Inconscientemente flexionó los músculos del brazo—. El cerebro de un hombre es mucho más potente que el de una mujer. —Sus ojos se pasearon con placer por el cuello y el pecho de ella—. Piense en lo que hemos hecho por la humanidad. Pero si a una mujer le falta modestia, paciencia y castidad, un carácter dulce, ¿qué es entonces? ¿Qué es, en fin, el mundo sin el influjo de nuestras esposas y madres? Un mar de barbarie, señora Pitt, eso es lo que es. —Se la quedó mirando y ella sostuvo inflexible su mirada.
—¿Era eso lo que quería decirme, señor March?
—Oh, bueno, no… —Eustace parpadeó confuso; se había perdido por completo y ella no le echaba un cabo—. Sólo deseaba cerciorarme de que estuviera cómoda en casa —optó por decir—. Debemos mostrar al mundo una casa unida. Usted forma parte de nosotros a través de la pobre Emily. Hemos de hacer lo que sea mejor para la familia; no es momento para egoísmos. Estoy seguro de que lo comprende.
—Desde luego, señor March —concedió ella con expresión solemne—. Puede estar seguro de que no dejaré de ser leal a mi familia.
Él sonrió con cierto alivio, olvidando al parecer que Thomas Pitt era el pariente más próximo de Charlotte.
—Excelente. Estoy seguro de ello. Ahora la dejo para que se cambie y por si quiere ir a ver a Emily. No me cabe duda de que le será de gran ayuda, a la pobre.
Después de cenar las damas salieron del comedor y mantuvieron una conversación afectada, porque Emily estaba con ellas por primera vez desde el asesinato y nadie sabía qué decir. Hablar de la muerte de George parecía una crueldad innecesaria, pero conversar como si nada hubiera ocurrido daba a todos los otros temas una artificialidad rayana en lo grotesco. Así pues, Charlotte se levantó poco después de las nueve y se excusó diciendo que quería acostarse temprano. Emily salió con ella, para alivio de las demás. Charlotte imaginó que oía los suspiros cuando cerraron la puerta, y que todas se acomodaban en sus butacas.
Despertó en plena noche creyendo haber oído a Emily en la habitación contigua, y le preocupó que su hermana no pudiera dormir. Pensó que lo mejor era ir a verla.
Se incorporó y se disponía a alcanzar un chal cuando reparó en que el ruido procedía de otro lugar, en la dirección de la escalera. ¿Para qué querría bajar Emily a aquella hora?
Bajó de la cama y, sin buscar las zapatillas, fue hacia la puerta, la abrió y salió a hurtadillas hacia el descansillo. Acababa de asomarse a la esquina cuando vio lo que había al pie de la escalera a la luz de la lámpara de gas; se quedó petrificada como si la hubieran dejado sin aire.
Tassie March subía la escalera con rostro imperturbable y fatigado, pero con una serenidad extraordinaria. La inquietud había desaparecido, la tensión también. Llevaba las manos extendidas al frente, las mangas arrugadas, señales de sangre en los puños y una mancha oscura cerca de la bastilla de su falda.
Cuando Tassie llegó arriba, Charlotte comprendió su propia situación y se retiró hacia las sombras. Tassie pasó de puntillas a menos de un metro de ella, con la misma sonrisa calmosa, dejando a su paso un repugnante, fuerte e inequívoco olor. Nadie que hubiera olido sangre fresca podía olvidar ese olor.
Charlotte regresó a su habitación, y vomitó.