Lucía permanecía delante del espejo de pie: ¡era incapaz de encontrar el modelo adecuado! Y es que... tener a los padres y a tu novio (hasta hace poco odiado) en la misma sala no era algo fácil de imaginar. No debía ponerse demasiado atractiva porque su madre encontraría contras al estilismo seleccionado, que se atrevería a ridiculizar delante de Mario. Tampoco se iba a poner en chándal, o como si fuera a comer a casa de su abuela Agustina, con la ropa más sencilla que guardaba en el armario, porque era aburrido y no iba con ella. Así que la decisión era, cuando menos, MUY compleja.
La verdad era que le había sorprendido un montón que Mario aceptara aquel reto, sobre todo teniendo en cuenta que no estaban en su mejor momento... Cuando su madre le había propuesto esa mañana que le dijera a Mario que fuera a comer a su casa ese día, ella le había explicado que con todos los exámenes y trabajos que estaba teniendo en ese momento lo veía difícil. Aun así, le envió un whatsapp poco (o nada) convencida:
Sorprendentemente, Mario había respondido inmediatamente:
Lucía no daba crédito. Miraba el mensaje y no podía creerse que: uno, su novio estuviera libre ese sábado para verla; y, dos, aceptara estar en la misma habitación que su madre, después de cómo lo había tratado la última vez que habían coincidido. ¿Quizá era su manera de recompensarla por no querer ir al baile de San Valentín?
—¿Vendrá? —le había preguntado su madre, todavía sentada a su lado en la cama.
Lucía se había quedado tan petrificada que solo consiguió hacer un gesto afirmativo con la cabeza. María se dio por satisfecha y salió de la habitación dispuesta a preparar la casa para su invitado.
De eso hacía exactamente dos horas... Y ahí seguía Lucía, en pijama, totalmente dudosa. Se volvió en dirección a la cama, completamente cubierta de vestidos, faldas, camisetas, pantalones y jerséis, igual que el suelo, la silla ergonómica del escritorio, el escritorio en sí, el ordenador... Su habitación se había convertido en una leonera más caótica que la de Frida. Más le valía elegir ya la combinación perfecta y ordenar aquello antes de que su madre...
Sonidos en la puerta. Los mismos que esa mañana. Igual de suaves. La diferencia era que ahora sí estaba despierta y sabía de dónde provenían.
—¿Sí? —preguntó contenta de que su madre se hubiera vuelto a acordar de llamar antes de entrar. Si veía su cuarto en el estado en que se encontraba en esos momentos se le iba a caer el pelo (a ella, no a su madre). Y se negaba a que Mario la viera calva... ¡La dejaría antes de que pudiera abrir la boca!
—¿Puedo pasar?
—¡NO! Es mejor que ahora no pases... Me estoy cambiando y entra frío —respondió Lucía lo primero que se le ocurrió.
—Vaaale. —Sonó una sonrisita al otro lado de la puerta y se imaginó a su madre entornando los ojos—. ¿A Mario le gustan los huevos rellenos?
—Sí, no sé... ¡Yo qué sé! Imagino que sí...
Lucía daba vueltas por la habitación para
recoger a toda velocidad la ropa. Primero haría una montaña sobre
la cama, y después ya la guardaría como pudiera en el armario.
—Bueno, hija. Vale, tranquila. Eso le gusta a todo el mundo.
—Supongo que sí —volvió a contestar Lucía harta de esa conversación intrascendente que no le permitía concentrarse en su objetivo: el outfit ideal para esa comida de presentación.
—Tienes media hora para estar lista, Lucía. Mario llega a las dos, ¿verdad?
Lucía suspiró sonoramente y se aguantó las ganas de gritarle a su madre que sí, y que si seguía entreteniéndola, no estaría preparada ni a las dos, ni a las tres, ni a las cuatro. Solo dijo:
—Ahora termino.
¿Ahora? ¡Ni de coña! Tenía que ducharse, vestirse, pintarse, peinarse... De pronto, un sonido muy identificable le llegó del recibidor; más concretamente, del telefonillo de la calle. ¿Acababa de sonar el timbre? No se lo podía creer... ¡Este Mario se había adelantado a la hora! ¿Y qué hacía? Porque era totalmente impensable que saliera con esas pintas a recibirle... Con el pijama de cuadros violeta, el pelo enmarañado y la cara llena de legañas. ¡No! Tendría que hacerlo todo en unos segundos y dejar que su madre se ocupara de su invitado hasta que estuviera lista, a riesgo de que Mario acabara huyendo para siempre jamás.
Sin darle más vueltas, Lucía cogió los leggins de animal print, la camiseta negra con bordados y los botines moteros. Se metió en el baño para echarse encima un chorro rápido de agua templada. Ya envuelta en la toalla, se desenredó el pelo (afortunadamente, no hizo falta alisarlo), se pintó con el rímel y el gloss de melocotón, se vistió y se puso su colonia favorita: Amor Amor. No sabía cuánto había tardado, pero a ella le pareció que solo habían transcurrido cinco segundos desde que había sonado el timbre. Decidió dejar el caos de su habitación para más tarde. En una cuartilla en blanco escribió
(como cuando se estropeaban los lavabos, o los ascensores en las películas) y lo colgó con celo en su puerta. Así su madre no entraría hasta que ella lo hubiera ordenado todo y evitaría que le diera un soponcio.
Expulsó el aire lentamente mientras recorría el pasillo en dirección a la sala. Temía que a su madre le hubiera dado tiempo de echar a Mario; o, incluso peor, que se hubieran enzarzado en una horrible discusión y hubiera llegado, definitivamente, la sangre al río; o que Mario se hubiera rendido al fin por miedo a que Lucía, de mayor, se convirtiera en la histérica de su madre; o que... ¡Basta! Lucía frenó sus pensamientos porque no la llevaban a ningún sitio bueno y se centró en el aquí y en el ahora. Caminó con el paso más seguro del que fue capaz y abrió la puerta de la sala.
—Hola —la saludó Mario poniéndose en pie.
Estaba sentado en el sofá junto a su madre, mientras José María permanecía en la butaca de enfrente. Por lo menos, no había nadie gritando y Mario permanecía allí.
—Ya era hora —le dijo su madre con la boca un poco apretada, a modo de amonestación.
—Perdón, se me ha echado el tiempo encima. ¿Hace mucho que has llegado? —preguntó haciéndose la ingenua.
—No, un ratito solo...
—Sí, media hora, más o menos —le corrigió su madre antes de añadir—: Espero que no le hagas esperar siempre así al pobre chico.
Lucía alucinó con el hecho de que su madre se pusiera del bando de Mario para defenderlo, pero no le molestó: debía tomarse aquel detalle, sin duda, como una buena señal.
Aprovechó que su madre se metía en la cocina para acercarse a Mario, que se había quedado parado en el sitio, y preguntarle con sutileza qué tal había pasado esa media hora en compañía del ogro.
—Muy bien —susurró él con una sonrisa muy sincera.
—¿Comemos? —sugirió María ya de vuelta en la sala, cargada con la jarra del agua y la botella de vino para ella y José María.
Después de decirle a Mario dónde podía sentarse, Lucía siguió a su madre para ayudarla y, de paso, averiguar qué opinaba del chico. Al entrar en la cocina, se la encontró sacando de la nevera la fuente con los huevos rellenos.
—Tienen muy buena pinta —dijo Lucía.
—Anda, coge ese cubremanteles de ahí y no me hagas la pelota —le respondió con media sonrisa.
Aquello fue suficiente para que Lucía se diera por satisfecha. Su madre había decidido dar una oportunidad a Mario. Ahora solo faltaba superar una comida llena de interrogantes. Solo esperaba que Mario tuviera el aguante que hacía falta.