—Estás perfecta.
—Tú también.
Mario la contemplaba como si fuera lo único importante en este mundo. Lucía no podía parar de sonreír. Sentía tal cosquilleo por su cuerpo que creía estar flotando entre nubes de algodón. Al final había descartado el vestido de Fin de Año y se había decantado por uno que había comprado meses atrás, pero que le encantaba, más apropiado para un baile: de color caramelo, entallado en la cintura y con falda de vuelo. Lo mejor era el contraste tan maravilloso que hacía con los pendientes que le había regalado Mario. Para los pies, sus amadas zapatillas rojas que combinaban a la perfección con todo. No podía ir mejor calzada en un día de celebración.
Su chico había ido a recogerla a su casa y ahí estaban los dos, contemplándose mutuamente, a solas. Como su madre y José María habían retomado el negocio del restaurante volvían a ser el matrimonio ocupado que era. Sin embargo, Lucía había advertido a su madre que Mario la recogería y ella no había puesto objeciones. Todo lo contrario: se había mostrado de lo más satisfecha con su total sinceridad.
—Te has puesto camisa —le dijo Lucía para pincharle, puesto que sabía que la odiaba.
—Es que te lo prometí. Y lo prometido es deuda.
—Te queda bastante bien —le comentó Lucía con sonrisa traviesa.
—¿Solo bastante? Entonces vuelvo a casa a por la camiseta.
Comenzó a darse la vuelta en dirección a la puerta de salida del piso.
—¡No! Te queda superbién. ¿Mejor?
—Sí —respondió él cogiendo de la mano a Lucía y acercando la cabeza hacia ella lentamente. Ella recibió su segundo beso encantada.
Después cogió el abrigo y el bolso y le recordó que debían darse prisa si no querían llegar tarde.
Le resultó extraño y a la vez excitante repetir el recorrido que cada día realizaba ella sola hasta el colegio, en compañía de Mario. Sentado a su lado, no le soltaba la mano y, cada dos por tres, le preguntaba si habían llegado.
—¡Pareces un crío! —le había soltado, harta de su insistencia.
Cuando al fin llegaron a su destino, Mario se puso en pie el primero, bajó los escalones de un salto y le ofreció la mano en forma de reverencia.
—Princesa —la invitó a salir.
Lucía se echó a reír aunque, realmente, se sentía como si estuviera viviendo un cuento de hadas. Solo esperaba que a las doce su carroza no se convirtiera en una calabaza, ni su vestido en harapos.
Desde la puerta exterior del recinto ya se escuchaba la música de la banda que tocaba en el gimnasio. Resonaba por todo el patio.
—Al fin voy a ver tu colegio por dentro... Procuraré portarme bien —soltó Mario travieso.
—Ni se te ocurra causarme problemas o te obligo a ponerte pajarita...
—No podías elegir una amenaza mejor.
Lucía se tronchaba de la risa. A pesar de lo insólito que era estar allí, en el colegio, a media tarde y en compañía de Mario, enseguida encajaron en aquel espacio. Su chico había hecho un gran esfuerzo acompañándola a ese baile, en plenos exámenes. Quiso darle las gracias una vez más antes de entrar y encontrarse a toda la gente desconocida que estaría allí metida. Por eso le plantó un beso en la mejilla sin avisar.
—¿Y eso? —preguntó él con ojos chispeantes.
—Por esto.
Lucía señaló con la mano el colegio, el baile, a ellos, los pendientes...
—Ah, ya me lo cobraré, no te preocupes —dijo él guiñándole un ojo.
Escuchó que alguien la llamaba a lo lejos y al buscar la fuente resultó ser Frida, con un chico más alto incluso que ella, muy delgado y algo desgarbado, pero con una cara muy simpática. Por las fotos que les había enseñado Frida, debía de ser Leo, el chico que estaba conociendo y por el que había abandonado su posible relación con Marcos, el hermano mayor de Bea. Por muchas fotos que les hubiera enseñado, aquella era la presentación oficial, así que a Frida se la veía algo nerviosa.
—¿Qué te parece? —le susurró Frida.
Ellas caminaban retiradas de los dos chicos, que se habían puesto a hablar la mar de animados sobre un campeonato de esquí mientras las seguían de camino al gimnasio.
—¡Creo que hacéis una pareja perfecta! —respondió Lucía con sinceridad.
—Ya está la romántica —soltó Frida pellizcándole el brazo.
Lucía se vengó revolviéndole un poco el peinado. Ese día se había dejado la melena morena suelta y se había maquillado un poco, por lo que tenía un aspecto fabuloso. Su vestido negro con el escote redondo también armonizaba muy bien con las zapatillas rojas. ¡Ya no les hacía falta ni ponerse de acuerdo antes!
Al entrar al gimnasio Lucía se encontró con un montón de gente vestida elegantemente. No parecía el mismo sitio en el que Maite las machacaba varias veces por semana. Se habían tapado las espalderas con cortinas y se había montado un escenario para la banda de rock que estaba tocando versiones de canciones más o menos conocidas. Del techo colgaban corazones de cartulina y por el suelo había lo que parecían pétalos de rosa. Todo era tan bonito que seguía en la línea de su cuento de hadas. Cuando divisó en una esquina la melena oscura y la silueta tiesa de Morticia se le acabó el ensueño.
Recorrió con la mirada el espacio hasta distinguir a Raquel con Charlie y a Bea con Aitor, justo al lado de la mesa de las bebidas. Se acercaron a ellos para saludarlos. Era imposible no pensar en que faltaba una de ellas... Susana no había aparecido. Como si le hubiera leído la mente, Frida le preguntó a Aitor, que no se separaba de Bea.
—¿Va a venir Susana?
—No lo sé. Cuando he salido de casa estaba tirada en el sofá comiendo palomitas...
Bea frunció la boca y las chicas comprendieron que aquella posibilidad era del todo remota.
—Hola, petardas —las saludó Marisa al pasar por su lado, con el resto de las Pitiminís. Dejaron el rastro de una enorme burbuja de perfume fuerte que las hizo toser a todas.
Las chicas la saludaron con un leve movimiento de cabeza. Aunque hubieran trabajado unidas por una causa, su enemistad permanecía intacta. Marisa les hizo un gesto de la mano bastante evidente para señalarles quién entraba por la puerta en ese momento... Alicia había elegido un vestido con estampado de leopardo, ajustado y bastante vulgar. Parecía asistir al baile sola, pero nadie conocía cuál era la verdadera historia. La chica del pelo azul les dedicó una de sus sonrisas victoriosas cuando pasó por su lado en dirección a los lavabos. Lucía sentía náuseas solo de pensar en que aquella chica fuera a salirse con la suya: amargarle la fiesta a una de sus mejores amigas. No podía permitirlo. Estaba sacando el móvil de su bolso de fiesta para convencer a Susana de que era cuestión de vida o muerte que fuera cuando Frida le dio un codazo.
—Que sí, que ya he visto a Alicia. ¡No quiero verla más!
—Sí, pero a ella no la has visto...
Lucía levantó la vista hacia donde Frida señalaba y sus ojos no dieron crédito: Susana entraba por la puerta como una auténtica reina del baile. Se había repeinado su pelo a lo garçon y había escogido un outfit de lo más atractivo sin dejar de ser ella, la rebelde: un vestido negro con brillantes con el escote de gasa y la espalda completamente descubierta. Además, se había maquillado y los ojos, oscurecidos con la sombra, el rímel y el lápiz, se veían más grandes que nunca debajo de su flequillo. Se quedaron con la boca abierta.
—¿Habéis visto un fantasma? —les preguntó.
—Estás... —dijo Bea.
—Espectacular —acabó la frase Lucía guiñándole un ojo. Susana le devolvió el gesto al tiempo que le susurraba «gracias».
Se la veía resplandeciente, contenta, tranquila... Y lo mejor de todo era que no parecía estar fingiendo ninguno de esos sentimientos.
—¿Puedo hablar contigo? —sonó una voz que nadie esperaba. Iván acababa de salir de la nada.
Susana comenzó a negar con la cabeza, pero Lucía le echó el broncote a través de la mirada y cambió la negativa por una pregunta:
—¿Qué me vas a decir que no sepa ya?
—Si no me has dejado decir nada todavía...
Susana volvió a mirar a Lucía, que asintió para dar la razón al pobre chico. Empezaba a sentirse en medio de una conversación demasiado íntima. Susana centró su atención en Iván para responder:
—Está bien. Hablemos.