III
“Algún día llegará una verdadera lluvia que limpiará las calles de esta escoria”.
Taxi Driver
Algunos lectores se sentirán un poco desviados por la mención (dirán indebida) de uno que otro término que me aferra a mi podrida ciudad natal, de cuyo nombre no quiero acordarme (no por citar a Cervantes sino porque de verdad no merece recordarse); los cuales he utilizado a lo largo de mi relato y quisiera aclararlos, pues a pesar de no tener sinónimos aceptados a nivel internacional, son indispensables para el desarrollo de esta tragedia.
Como en todo lugar del mundo, aquí existen subculturas urbanas que le dan un tinte de zoológico a la sociedad y que despojan a toda persona de cualquier originalidad, atribuyéndole a cada uno, una raza acorde a sus ideologías. No hablaré de mi raza porque soy de los que al ser tan marginados —tan afortunadamente marginados diría yo— son únicos, o al menos pocos en su clase, conservando algo de autenticidad. Por ello me centraré solo en definir una raza que carece de mi respeto y, por el contrario, me genera vergüenza semejante grado de subdesarrollo ideológico y banal normalidad en tremenda manada de desastres genéticos que habitan un país en vía de progreso.
Me refiero a las “neas”: plural de “nea” (véase también “ñero”, “valija”, de apariencia desechable, gamín, “piropero”, “lacra”, “coleto”), derivado originalmente de la palabra gonorrea: enfermedad venérea también denominada blenorragia, blenorrea y uretritis gonocócica. Es una enfermedad de transmisión sexual desagradable al extremo, provocada por la bacteria neisseria gonorrhoeae. El termino como tal nació unos años antes en los barrios más degradados de la ciudad, donde, quienes no tenían un buen uso del lenguaje, tras conocer esa palabra, “gonorrea”—en alguna campaña de educación sexual de la alcaldía o algo parecido—, la interpretaron incorrectamente como “gorronea”; la utilizaron como un insulto entre ellos y, para hacerla más propia a su tan venerado léxico (léase con sarcasmo), la abreviaron poco a poco hasta quedar en “nea”.
Pasaron los años y gracias al dinero fácil que un mágico polvo blanco brindaba, una gran porción de esta gente subió de estrato y en vez de empaparse de cultura, sembró su subcultura a barrios clase media-alta. De allí en adelante, ser “nea” se convirtió en una moda y un estilo de vida. En un pensamiento, en una motivación, en una religión, en una estirpe adoptiva identificada con estas características:
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Uso extravagante de prendas que de alguna manera los unifica. Entre las que se encuentran: gorras de talla grande; gafas de sol que se utilizan para y solo para la noche o en interiores; camisas o camisillas también superiores a su talla, con estampados vistosos cargados de tribales y en algunos casos de imágenes religiosas, casi siempre de la Virgen de Guadalupe o hasta del mismo Jesús crucificado; sudaderas negras o camufladas, también superiores a su talla (valga la redundancia).
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Intereses consumistas y físicos, basados sobre todo en el anhelo desesperado de conseguir —el viernes, su día santo— un “parche” donde puedan alicorarse; bailar reguetón como el único género musical que los entiende al aludir a fantasías sexuales quizá reprimidas; probar sustancias malignas para el organismo, que al ser ilegales se hacen bastante atractivas; y siempre hacer lo posible por ir en contra del sistema, cual francés ilustrado. Solo que en este caso su ideología es o inexistente o muy parecida a la del homo erectus en proceso evolutivo.
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Talentosa habilidad para la poesía escrita. O mejor, para citar poesía sin nombrar la fuente; esencialmente en sus dispositivos celulares (véase casi siempre: iphone). Con el ánimo de atraer mujeres que, tras conocer a un Neruda por chat, tienen sexo fácil con quien, en persona, resulta ser tan romántico como un Bukowski sobrio.
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Tendencia a la “humildad egocéntrica”. Me explico: quieren demostrar modestia y sencillez a la hora de vestirse, hablar y tratar a los que no son de su linaje, con actos tan visiblemente heroicos y altruistas que tienen como final y único objetivo, subirles el ego. (Ejemplos: darle detalles “desinteresados” a las niñas del salón de clase; ser los primeros en dictar una improvisada y desesperante cátedra de moralidad cuando hay una injusticia; vender dulces en el colegio y recoger la plata solo para «ayudarle a la cucha» (ayudarle a la mamá); narrar, cuales héroes de guerra, cómo se salvaron de ser apuñalados en el estadio el domingo pasado luego de defender con la vida a “su equipo”.
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Lo anterior, no lo culpo en su totalidad. Al fin y al cabo, todos buscamos la humildad para hacernos sentir mejor de nosotros mismos. Pero esa maliciosa vanidad puede ser disimulada con un poco de prudencia y no, como ellos suelen hacer, a los ojos del puto mundo.
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NOTA: Lo que más me emputa no es esa hipocresía barata, sino la ignorancia del resto de la gente.
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Dependientes por completo de su manada. Al estar solos se vuelven vulnerables y pierden su rumbo. Por eso, cuando por asuntos vacacionales se separan, deben de mantenerse siempre en línea con el fin de conocer las nuevas tendencias, modas e influencias del mundo Nea, pues son inexcusables para el equilibrio de la especie al reunirse de nuevo el clan.
Quienes me leen, y no son imbéciles, de seguro notaron que la anterior anatomía sobre las neas, fue escrita por alguien que ha sido afectado con dureza por la presencia de dicha masa. Alguien inducido por la cólera, por el rencor, por la ira, por la venganza y, por qué no, por la envidia. Alguien que está claro que fue alguna vez el desgraciado príncipe de un cuento de hadas cuya princesa prefirió al antagonista. Con el alma en pedazos y el corazón endurecido de rabia, tengo que aceptar que tienen toda la razón mis queridos lectores.
A excepción de la tan anónima Alicia (y lo digo no por certeza, sino por desconocerlo. Siendo fatalistas pudo no ser la excepción) todas las chicas que me gustaron, se fueron con un tipo así. Fue siempre una nea quien me arrebató la ilusión irrenunciable de cualquier enamorado empedernido. Desde Sofía hasta Daniela, desde Mariana hasta, por último, Ella. Dios mío, ¡Ana! ¿Por qué Ana?
Hoy supongo que lo que más me hiere al recordarlo, es realizar lo ingenuo que fui fijándome en quienes las enamoró sencillamente lo banal y lo superficial. ¿Soy yo el único que piensa en otras cosas, maldita sea? ¡Ay, mis confidentes!, excúsenme si manipulo la información de manera que parezca un mártir, ¿quién soy para darle un sujeto a la trivialidad? ¿Acaso es Fulano el verdadero villano de este relato?, pensarán ustedes. Pues lo cierto, señoras y señores, es que si lo que buscan es la verdad en mí pierden el tiempo. Yo soy solo una versión. Soy el antihéroe de mi propia historia. Soy el espectador de otra historia. Soy el puto mejor amigo de todas las historias.