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En este momento me despido del lector orgulloso, impaciente, aristócrata y obsesivo por historias con perdices y sin pecado, quien estará a punto de estancarse en esta página, de cerrar de manera indefinida este libro y de condenarlo a ser vecino de otro infortunado título en ese estante maldito donde yace exiliado quizá Cien años de soledad junto con La Biblia. No lo culpo. Total, el tolerante, curioso, morboso, desocupado y demente lector que continúe con la segunda parte, verá aislado su protagonismo en esta tragedia pues ya no puedo evitar dirigirme solo a mi lectora estrella. Le ruego no piense mal de mí, implícito y leal lector, no lo abandonaré por completo, pero déjeme recordarle la única razón de este texto. Si lo hace sentir mejor, véase como el objetivo comercial por el que esto llegará a Ella. Es por usted que será publicado, pero es para Ella que será publicado.
Su nombre: Ana (y excúsame si lanzo con osadía tu nombre al alba). Fortuna tuya y mía, que ese nombre de apenas tres letras siga siendo tan trivial entre las masas. Dicha el poder disfrutar casi a diario, hasta por boca de malhablados, la tonalidad preciosa, personal, secreta, encriptada, codificada, de dos silabas magníficas que a ningún otro mortal en la faz del tiempo y la historia deleitaría como me encandila a mí. Me pregunto lo que sería del mundo si pudiesen saber cuántos lirios florecen al conjurar “A” y “Na”. ¿Es tanta la fuerza de tu nombre, que ni la más burda, profana combinación le quitaría gracia? Ni el María, ni el Paulina, ni siquiera el Marcela después del Ana, logran robarte crédito alguno. Con cierta frecuencia mis oídos se aturden por la sorpresiva mención de “Ana”. Lo oigo en la calle, en el colegio, incluso en mi salón. Su cotidianidad esconde una toxina que me afecta solo a mí. Basta practicar esa bisílaba para convertirse en un fonético profesional. Lo hago a menudo, anoto tu nombre en cada vidriera empañada, sucia o mojada que me da la oportunidad. Es curioso cómo puede arrullarme y arrollarme a la vez, el tener que escuchar tu nombre, el tener que leer tu nombre, el tener que decir tu nombre, el tener que escribir tu nombre. Estoy seguro que si estuviese, aparte de ciego de amor, ciego de vista, tocar tu nombre en Braille me mataría punto por punto.
“Ana, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. A-na: la punta de la lengua emprende un corto salto, impulsado desde el inciso inferior, roza a fugacidad el paladar hasta acariciar los dientes superiores y caer de nuevo. A.Na. Era Ana, sencillamente Ana, por la mañana, un metro sesenta y cuatro con Converse negros. Era Ana en shorts. Era Ana en el colegio. Era Ana cuando firmaba. Pero en mis brazos hubiese sido siempre Ana”.
No fue gratis escoger el poema de Nabokov como la base del tuyo, que, aunque vago, insensato y satirizado sin pavor del original, no deja de reflejar aquella analogía que dije antes. Que no renuncia a bofetearme la cara y a inundar este papel de tachones, de lágrimas bipolares y de olor a hierba sofocada por los días calurosos que se escondió entre mis bóxeres.
Eres la Lolita que solo pudo existir por una primera. Por Alicia, a quien llegaste a conocer por este mismo medio y a quien le debes tu propia esencia pues sin ella no eres nadie. Sin ese flashback de alicorada noche errante aún archivada en un par de neuronas, quizá eres la insípida pelirroja que el resto del mundo ve. Gracias a Alicia, a unas cuantas pepas, a tu impalpable holograma y al cine mismo, serás condenadamente famosa, maldita ladrona de almas. Entre los presentes y futuros desvalidos segundos platos, tu nombre será inmortalizado. Será el referente inmediato de tu palabra favorita. Si Celestina es alcahuetería, si María es pureza, si Amélie es bondad, si Venus es divinidad, si Helena es discordia, si Lolita es nínfula, Ana será friendzone.
Porque reptas sobre prejuicios al ser cascabel. Porque eres preciosa, malvada y angelical, musa y espiración. Perdición, salvación, alivio y hecatombe. Las siete maravillas, los siete artes y las siete plagas. Porque muero de ti y eres muerte. Porque eres sencilla y complejamente, tú, valga la redundancia.