SUANCES, ABRIL-JUNIO DE 1881
UN NUEVO MIEMBRO DE LA FAMILIA
Después de arreglarme para la cena, salí de la habitación y me crucé con mi abuelo Ángel, un hombre a la antigua usanza al que no se le escapaba una. Me miró con un gesto de ligero reproche al verme más arreglada de lo habitual, pero enseguida escondió el mohín de su boca. Aunque no pudo reprimirse cuando mi hermana María nos adelantó a toda velocidad por el camino, seguramente para evitar que reprobáramos su apariencia.
—¿Dónde vas tan deprisa, Mariuca? —preguntó asombrado el güelu, al tiempo que se apartaba para no ser arrollado por mi hermana pequeña.
—Me ha parecido ver que la niña…
No pude terminar la frase, pero no me había equivocado en mi primera apreciación. María llevaba puesto el vestido de los domingos, y parecía que enseñaba algo más de pierna de lo que aconsejaba el decoro. Sin embargo, eso no fue lo que más me llamó la atención, como le ocurrió a mi madre cuando se topó con María en el antepatio, camino de la casona.
—¿Quién te has creído que eres, mocosa? Ahora mismo te vas a tu habitación y te quitas todos esos potingues de la cara, pareces una pilingui.
—Pero, madre…
María no pudo siquiera rechistar. La matriarca la cogió por el brazo, apretando con fuerza a conciencia, y la arrastró dentro de nuestra casa antes de que alguien más la viera de esa guisa. La discusión siguió en la cocina, y allí se desataron las hostilidades.
—No pienso permitir que mi hija de trece años vaya a una cena familiar vestida y pintada como una fulana. Quítate ese vestido, lávate la cara y péinate como es debido.
—Ya no soy una niña, y solo me he pintado un poco los labios y espolvoreado la cara. Es la moda entre la burguesía de Santander, me lo ha dicho Marina.
—¡Basta ya, Mariuca! —exclamó mi madre—. No te lo pienso repetir más. Obedece ahora mismo o estarás castigada durante un mes.
—¡Eso no es justo! Yo solo quería estar presentable en la cena, y no ir como una pordiosera del campo. ¡Te odio!
María salió de allí escaldada. De un tirón se liberó del brazo de mi madre y se dirigió con aire furibundo a su habitación. Yo no las tenía todas conmigo. Mi hermana pequeña era bastante rencorosa, y yo sabía que la trifulca no terminaría así.
De todos modos, la niña se había excedido con el maquillaje. Por aquel entonces estaba de moda que las jóvenes se blanquearan la cara, pero María ya tenía la tez bastante clara. No como yo, que había salido tan morena como mi padre. En una cosa tenía razón mi madre: en nuestro pueblo marinero no se estilaban esas cosas, y las jóvenes de Suances eran mucho más sencillas en sus modos y maneras que las de las grandes ciudades.
—Tengamos la fiesta en paz, Inés —dijo el güelu—. Espero que nuestro huésped no haya escuchado las voces desde su habitación. Voy a acercarme a hacerle compañía mientras se sirve la cena. A lo mejor ya está en el salón esperándonos.
—Sí, será lo mejor. Y tú, Amaya, espabila, parece que te haya dado un aire. Venga, ayúdame a preparar lo que hay que llevar a la mesa —dijo mientras rezongaba por lo bajo.
Hice unos cuantos viajes más a la cocina mientras mi madre terminaba de prepararlo todo. Me llevé hasta el saloncito de la casona el pan de hogaza, cortado en trozos y dispuesto en una cestilla, así como un pequeño aperitivo a base de pescado que había preparado mi madre antes del guiso principal, compuesto de verduras de nuestra huerta y algo de carne. Y es que, en el fondo, todos queríamos impresionar a nuestro invitado.
Mientras tanto, Declan charlaba con mi abuelo, los dos sentados a la mesa esperando al resto de comensales. El irlandés llevaba la misma ropa que yo le había visto por la tarde, y su semblante parecía sereno. Si había escuchado los gritos en nuestro hogar, lo disimulaba muy bien.
Entré de nuevo en el salón, y Mclister levantó la vista. Posó sus inquietantes ojos en mí, un segundo más de lo considerado decente, y me miró de una manera que me turbó por completo. Parecía satisfecho de lo que veía a simple vista, o eso pensé al ver el fulgor de sus pupilas.
Justo en ese momento apareció mi madre por el umbral. Su gesto adusto la delataba, aunque ella se esforzaba en disimularlo en presencia de Declan. El enfado con María no se le había pasado y creí intuir la tormenta que pugnaba por salir al exterior de su cuerpo. Por ella, seguramente, habría suspendido la cena, pero ya no había marcha atrás.
—No sé si nuestro invitado puede tomar vino, Ángel, sírvale si acaso un vasito.
—No creo que le haga mal, la verdad. Beba un poco de esto, muchacho, seguro que se recupera mucho antes de sus heridas.
—Estoy seguro, don Ángel. Y muchas gracias por invitarme a su mesa, señora Inés. Es un honor para mí.
Yo permanecía de pie, detrás de mi madre, contemplando fascinada aquel diálogo. Me fijé entonces en un rasgo del irlandés que se acentuaba en determinadas circunstancias. Declan tenía un poderoso mentón, con un pequeño hoyuelo en la barbilla. Pero lo que más llamaba la atención cuando sonreía eran los pequeños hoyos que se le formaban justo en las mejillas, algo que le hacía incluso más atractivo.
Intenté centrarme de nuevo, ya que mi mente comenzaba a desvariar y no quería parecer despistada. Hasta que mi madre me sacó del trance.
—Amaya, ve a buscar a tu hermana, es hora de cenar. Y ayúdame después con los platos.
Salí de allí con paso apresurado, de regreso hacia nuestra casa. Mi madre vino detrás de mí y se dirigió directamente hacia la cocina mientras yo iba en busca de María. La encontré justo al salir de su habitación, todavía enfurruñada; aunque mi hermana cambió su semblante enseguida, nada más verme, como si fuera una consumada actriz.
Se había quitado todo rastro de maquillaje de la cara y se había peinado su cabello rubio de un modo más infantil. Llevaba puesta una falda más larga, una blusa blanca y una chaquetilla oscura de lana, un atuendo bastante menos atrevido que el anterior.
Cuando llegamos a la cocina, mi madre le echó una mirada reprobadora a Mariuca, aunque se relajó al ver su nuevo atuendo. Ella mejor que nadie conocía a su hija, y sabía que la escaramuza no se podía dar por concluida. De todos modos ninguna de nosotras podía hacer mucho más, solo esperar que la cena transcurriera de forma pacífica.
Enseguida nos sentamos todos a la mesa y comenzamos a degustar el aperitivo, aunque la tensión se podía casi cortar con cuchillo. Fue mi abuelo el que rompió el hielo para hacer más agradable la cena:
—El guiso huele muy bien, Inés. Y el aperitivo está riquísimo. Yo soy viejo y cada vez tengo menos caprichos, pero una buena comida como esta revive el alma a cualquiera.
—Tiene razón, don Ángel —contestó el invitado—. La verdad es que se me hace la boca agua. Creo que es la mejor manera de olvidarme de mi percance y reponer fuerzas.
Mi madre asintió por educación, pero no contestó nada. María y yo seguíamos en silencio, por miedo a provocar de nuevo su ira. Y el bueno de Nelu se había percatado de la situación y ni siquiera hacía alguna de sus bromas ni se movía en su sitio para no enfadar a nuestra madre. Todos la conocíamos bien y temíamos su reacción.
—Señor Mclister, ¿ha viajado usted mucho? —soltó María de improviso.
—Bueno, he viajado, pero no tanto. Salí de mi Irlanda natal hace ya algunos años y acabé en Cuba por diversas circunstancias. Creí que con el tiempo conocería otras islas del entorno, o que incluso viajaría a Norteamérica, pero al final no me moví de allí. Hasta que llegué a este hermoso país, claro está.
—María, no molestes a nuestro invitado. Y siéntate como es debido en la mesa, así no os he enseñado a comportaros. —Mi madre habló con voz melosa, pero todos sabíamos que era una orden directa. María enrojeció ante la humillación recibida delante de Declan, y percibí entonces un odio exacerbado en sus pupilas. Allí se avecinaba galerna del Cantábrico y no se podía saber cuándo iba a estallar—. Debe usted disculparla, señor Mclister, es solo una chiquilla.
—No se preocupe, no es ninguna molestia. Ustedes me han acogido en su casa y les estoy muy agradecido por todo lo que han hecho por mí. Lo menos que puedo hacer yo es contestar a sus preguntas, faltaría más.
Declan intentó sonreír a María, pero ella seguía a lo suyo, avergonzada por el trato dispensado por mi madre en presencia de los demás.
—Seguro que corrió muchas aventuras allí, ¿verdad? —terció entonces Nelu—. ¿En qué trabajaba en Cuba, Declan? Mis amigos dicen que en la isla todavía quedan piratas, pero yo creo que es mentira.
—Bueno, alguna aventura sí que viví, eso es cierto. Pero no, ya no quedan piratas en la isla ni en todo el Caribe; esos tiempos pasaron. En cuanto a lo de trabajar en La Habana, he hecho un poco de todo: contable en el puerto, camarero en una taberna e incluso capataz en una plantación.
—¿En serio? Vaya, me encantaría conocer alguna de esas historias.
Declan comenzó a contar anécdotas divertidas sobre su viaje a Cuba y su estancia en La Habana. Nelu no parpadeó mientras el irlandés narraba las peligrosas tormentas que había padecido en su viaje en barco desde Irlanda. Por fin mi madre se relajó y le agradeció a nuestro invitado la paciencia que estaba teniendo con el chiquillo.
Mi abuelo metía baza de vez en cuando, y yo únicamente escuchaba, sin participar demasiado en la conversación. Estaba preocupada por la actitud de María, aparentemente ensimismada. Hasta que la niña reaccionó en ese preciso momento y se dirigió a mi madre.
—¿Puedo ir un momento a refrescarme? No me encuentro muy bien…
Mi madre se sorprendió ante la petición de Mariuca y seguramente sospechó que se trataba de una estratagema de su hija para librarse de la cena después del rapapolvo anterior. Me miró entonces a mí y enseguida entendí su gesto:
—Claro, hija, ¿estás mareada? Amaya, acompaña a tu hermana por si acaso.
—No hace falta, estoy bien. Solo necesito refrescarme un poco. Hace demasiado calor aquí. No hace falta que me acompañe nadie. Podéis seguir cenando y conversando con nuestro invitado.
Esto lo dijo con retintín, aunque ninguna contestó a la provocación. María se levantó de la silla, se quitó la chaqueta de lana, y salió al exterior, camino de nuestra casa. Mi madre la siguió con la mirada, pero el güelu retomó la charla para desviar su atención.
—Al final tenía yo razón. El guiso estaba riquísimo, parece que el huerto cada día nos da mejores verduras.
—Es cierto, me ha gustado mucho la comida. Y sus verduras son muy sabrosas. Ya me ha enseñado Nelu el huerto que tienen ustedes ahí atrás —contestó Declan.
—Poco a poco va dando sus frutos, ¿verdad, Amayuca? Ojalá pudiera ayudar a mi nieta con la dura tarea, pero mi espalda ya no me permite agacharme demasiado. Quizás si…
En ese momento escuchamos pasos, y todos pensamos que María regresaba a la mesa. Yo no estaba preocupada: suponía que no se encontraba mal, como había dicho, aunque tal vez a los demás les hubiera engañado con su ardid. Vi entonces algo diferente en los ojos de Declan y enseguida me di la vuelta para averiguar lo que había llamado la atención del irlandés.
María llegó hasta la mesa con paso firme. Venía con las mejillas arreboladas y el pelo despeinado de un modo nada casual. Sus ojos encendidos echaban chispas, y su porte no era nada infantil. Depositó la chaqueta en el respaldo de la silla y se sentó de nuevo a mi lado, muy ufana, confirmando su mejoría.
—Ya estoy mucho mejor, era solo el calor. ¿De qué estábamos hablando?
Mi madre y yo nos dimos cuenta a la vez, pero ambas nos contuvimos para no discutir en presencia de Declan. El forastero también se había percatado del sutil cambio de Mariuca, aunque fue prudente y apartó la vista en un principio para seguir conversando con mi abuelo. De todos modos, por el rabillo del ojo me pareció ver que intentaba mirar de soslayo a mi hermana, un gesto que no me hizo ninguna gracia.
María se había desabrochado los dos botones superiores de la blusa y había dejado entrever el nacimiento de sus senos. Parecía haberse colocado los pechos de modo que destacara su volumen, y la tierna piel blanca asomaba impúdica por el escote. Nuestra madre parecía un dragón a punto de echar fuego por la boca, y yo temí que se levantara de golpe y con las mismas le cruzara la cara a la niña delante de todos.
Declan seguía mirando a María con disimulo, como cualquier hombre con sangre en las venas habría hecho al ver aparecer a la bella ninfa. Y los celos comenzaron a consumirme. Yo había estado bastante tranquila hasta ese momento, pero el evidente cambio de actitud en Declan me desasosegó por completo. Hasta entonces, parecía que el irlandés no se había fijado en María como mujer y la trataba de forma similar que a Nelu. Hasta que llegó la transformación, claro está.
Por nuestra parte, entre Declan y yo se había cruzado más de una mirada traviesa durante la cena, poco más. En un momento concreto había estirado la pierna sin querer y había rozado la suya con mi pie derecho. Él se percató y sonrió extrañado; quizás supuso que jugueteaba con él. Pero no, no fue esa mi intención, y lo retiré inmediatamente, pidiéndole disculpas con un gesto que nadie pareció percibir en el fragor de la conversación.
—María, acompáñame a la cocina. Pareces restablecida, y necesito que me ayudes con el postre.
—Pero si yo no he terminado todavía de…
El gesto de mi madre no admitía réplica. Se levantó de la mesa y apoyó su mano en el brazo de María. Ella quiso zafarse y por un momento temí que montara el espectáculo, pero se contuvo. Se levantó también, muy dispuesta, y la acompañó fuera de la casona, pero antes le lanzó a Declan una sonrisa seductora.
Nosotros cuatro continuamos charlando animadamente. Mi abuelo le hacía preguntas ingeniosas a Declan, y Nelu metía baza divertido, encantado de compartir experiencias con un viajero de ultramar. Y yo seguía intranquila, sabiendo que la situación podía todavía empeorar.
Permanecí alerta, con los oídos bien abiertos, atenta a la conversación que tenía lugar a mi lado, pero también pendiente por si escuchaba algo que proviniera de nuestra cocina. Mi madre debía de estar abroncando a María en voz baja, ya que no llegó hasta mí ni una sola palabra más alta que otra. Unos minutos después ambas regresaron al saloncito, con una actitud bastante diferente.
María se había peinado y se había abrochado la camisa, y su gesto revelaba rabia contenida. Mi madre intentaba disimular su enfado, pero yo sabía que la procesión iba por dentro. Los demás no nos dimos por enterados, pero atendimos entonces a las palabras de la matriarca.
—He preparado un flan de huevo. Espero que le guste —dijo en deferencia a nuestro huésped.
—Seguro que sí, señora Inés. Es usted una cocinera excelente, podría ganarse muy bien la vida si montara un restaurante —contestó Declan.
—Uff, eso es mucho trabajo. Bastante tengo con atender la casona, a mis hijos y preparar de vez en cuando alguna comida para los huéspedes.
Mi abuelo retomó el asunto del que habíamos hablado minutos atrás, y yo supuse que lo hacía por alguna razón en especial.
—Declan y yo hablábamos sobre los cuidados que necesita nuestro huerto y sobre la mejor manera de explotarlo para incrementar la producción.
—¿Ah, sí? —preguntó mi madre con fingida indiferencia.
—Claro, el muchacho es todo un experto. Ha trabajado en algunas de las plantaciones más importantes de Cuba y tiene experiencia en explotaciones agrícolas —contestó el güelu.
—Imagino que explotando también a los esclavos. ¿Verdad, señor Mclister?
Mi madre venía calentita y se desahogó con Declan. Mi abuelo enrojeció ante la irrespetuosa contestación, aunque en el fondo todos pensáramos que aquello seguía sucediendo en una de las últimas colonias españolas de ultramar.
—¡Inés! —protestó mi abuelo—. Nosotros hablábamos sobre la siembra y la cosecha de determinados productos, y la diferencia entre climas, nada más…
—No se preocupe, don Ángel —respondió el irlandés muy orgulloso—. No tengo nada de lo que avergonzarme, señora Inés. Sí, he visto todavía formas de esclavitud en La Habana, pero yo trabajaba en La Hacienduca, la plantación de don Andrés Maestro, y allí todos los trabajadores eran libres y cobraban un jornal.
—¿La Hacienduca? —pregunté yo extrañada.
—Sí, no se lo había contado. Mi jefe era oriundo de Ubiarco, un pueblecito del concejo de Santillana.
—¡Pero si eso está aquí al lado, muchacho! —exclamó el abuelo—. Puede que yo conociera a ese hombre, ahora que caigo, o por lo menos a algún familiar suyo.
—Por lo visto se marchó de muy joven a hacer las Américas, don Ángel. Y creo que no le queda ningún familiar vivo en España. Quería regresar algún día a su tierruca, como me decía él, para construirse una casa en Santillana junto a los potentados del pueblo, pero falleció antes de ver cumplido su sueño.
—¡Menuda casualidad! —exclamé.
—La verdad es que sí, aunque mi primer destino al desembarcar en España no fue este. El barco atracó en el puerto de Bilbao y he estado trabajando unos meses en las minas de Vizcaya, pero no es trabajo para mí. Un tiempo después decidí conocer la tierra natal de mi antiguo patrón, sin saber exactamente por qué, y aquí me encuentro ahora narrando su historia.
El rostro de Declan reflejó tristeza e incluso cierta angustia, un gesto que no pasó desapercibido a nadie. Mi madre agachó entonces la cabeza, avergonzada por la lección que le había dado nuestro invitado.
—Bueno, volviendo al asunto que nos traía… —El abuelo no cejaba en su empeño, y mi madre torció de nuevo el morro ante su insistencia—. Le decía a Declan que aquí siempre hacen falta un par de brazos fuertes. Yo estoy ya muy mayor, los críos tienen que estudiar y entre vosotras dos no podéis con todo. El muchacho podría trabajar en el huerto, ayudarnos con la carreta para recoger o llevar pedidos, y cualquier otro trabajo duro que hubiera que hacer en la casona, ¿verdad?
Por lo visto el güelu le había estado dando vueltas en su cabeza, masticando la idea sin compartirla con nadie. O eso pensé yo al ver la cara de sorpresa de Declan, igual de aturdido que el resto de la familia.
—No tenemos dinero para pagar a nadie, ya lo sabe —respondió mi madre—. Bastante nos cuesta salir adelante, y como no tengamos más huéspedes en la posada este verano, no sé lo que va a ser de nosotros.
La respuesta fue bastante comedida, dentro de lo que cabía esperar, y más teniendo en cuenta lo sucedido minutos antes con María. En ese momento pensé que quizás existiera una oportunidad e imploré con la mirada a Declan para que no se diera por vencido.
—No se preocupe por eso, señora Inés. En unos días estaré repuesto y seguiré sin tener dinero para pagarles. Naturalmente, no pienso abandonar esta casa sin pagar lo que les debo. Así que, si les parece bien, puedo hacerlo trabajando para ustedes, en las labores que necesiten, durante el tiempo que consideren necesario. Con un plato de comida y un jergón donde dormir me daría por satisfecho. Y si después de saldada la deuda quieren que siga trabajando en Casa Abascal, siempre podríamos llegar a un acuerdo beneficioso para ambas partes.
—¡Sí, madre! Sería genial que Declan se quedara con nosotros —exclamó a voz en grito Nelu, mientras yo asentía y mi hermana esbozaba una tímida sonrisa.
—No sé, no sé…
—El muchacho tiene razón, Inés. Es un chico fuerte y nos puede ser de gran ayuda. Además, tú misma decías que alguien tendría que encargarse de pagar su manutención de estos días. Don Anselmo únicamente se hacía cargo de los primeros gastos. Pues ya tienes la solución, por lo menos para estas semanas. Después ya veremos.
El abuelo dictó sentencia, pero quien llevaba los pantalones en casa era mi madre. Hasta que ella no diera el visto bueno no podríamos cantar victoria. Todos aguantamos unos segundos la respiración mientras ella se levantaba de la mesa para recoger los platos de postre.
—Bueno, ya veremos. Me lo tengo que pensar.
Eso ya era un triunfo. Y yo sabía que mi madre estaba a punto de claudicar…
Al final mi madre dio su brazo a torcer, y Declan Mclister se quedó con nosotros. Tras reponerse de sus heridas comenzó a trabajar en la huerta, tarea que he de decir se le daba mucho mejor que a nosotras. También se encargaba de llevar o recoger pedidos, tanto en Suances como en poblaciones cercanas, utilizando para ello una desvencijada carreta que teníamos, enganchada a un viejo mulo que ya había ofrecido sus mejores años.
El irlandés decidió olvidarse de la denuncia a las autoridades por la paliza que había recibido, y nosotros no insistimos. Declan consiguió incluso ablandar un poco a nuestra madre, sin llegar a ganársela del todo, pero sí consiguió su respeto. Y, por supuesto, aparte del nuestro, se ganó el afecto de vecinos, huéspedes y comerciantes con los que tratábamos.
Enseguida le colocaron un apodo en Suances, y ese no podía ser otro que «el inglés». Al principio Declan se enfadó un poco, e intentó explicar al que le llamaba de esa manera la diferencia entre los irlandeses y los ingleses, pero terminó por desistir. Los montañeses no atendían a razones y, para todos ellos, Mclister sería siempre el extranjero llegado de ultramar.
El güelu y mi madre enseguida se percataron de las habilidades de Declan. Sobre todo cuando Mclister encontró errores puntuales en facturas que debíamos pagar. El irlandés entendía de números, y a mi madre le habían colado algún que otro gazapo que le pasó desapercibido. Gracias a Declan nos ahorramos unos reales y eso contribuyó a mejorar la confianza de los mayores de la casa en su desempeño.
La primavera acabó pronto y con la inminente llegada del verano terminaron las clases para los más pequeños. Nelu nos ayudaba con algunos recados, pero pasaba más tiempo subido a los árboles o en la playa con sus amigos de la escuela. Aunque el caso de María era completamente distinto.
Tras la desastrosa cena donde había estallado todo, mi madre y Mariuca andaban siempre a la gresca. El castigo tras su bochornosa actuación delante de Declan fue de órdago, pero la niña no había dicho la última palabra. A mi hermana se le había metido el irlandés entre ceja y ceja, y eso era muy peligroso.
En más de una ocasión sorprendí a María hablando muy animadamente con Declan, ya fuera en el huerto, en la cocina o incluso al pie del carromato cuando el irlandés se dirigía a cualquier recado. Sus gestos la delataban: formaba un remolino con su pelo mientras le ponía ojitos de cordero degollado, se arrimaba demasiado a él cuando se cruzaban o incluso le tocaba sin disimulo a la menor oportunidad.
Al principio no me preocupé en exceso por los devaneos de María, ya que Declan parecía no darse cuenta y la seguía tratando como a una niña. Tal vez cometí un error en ese punto, y debí cortar de raíz cualquier intento de acercamiento por parte de mi hermana pequeña. De ese modo quizás me hubiera ahorrado más de un disgusto.
De todos modos, permanecí ojo avizor, atenta a los movimientos de todos los habitantes de la casa. Declan y yo nos llevábamos bien, y nuestra amistad fue creciendo durante la primavera. Al principio pensé que me trataría como a una hermana o una prima suya, algo bastante alejado del cariz romántico que yo imaginaba en mis ensoñaciones, pero poco a poco Declan comenzó a comportarse de manera diferente conmigo. Incluso las chanzas e insinuaciones de los primeros días dieron paso a un flirteo algo más sutil.
En el fondo no me quería hacer ilusiones, ni tampoco me decidía a dar un paso más allá por diversos motivos. Declan era un forastero, un viajero llegado de lejanas tierras que buscaba todavía un lugar en el mundo. Y yo sabía que el irlandés no se quedaría en Suances para siempre.
La primavera siguió su camino sin inmutarse y una mañana de junio mi madre me envió a comprar pescado fresco. Solíamos dirigirnos a los alrededores de la playa de la Riberuca, donde podíamos adquirirlo recién traído del mar. Me gustaba ir dando un paseo hasta allí, aunque luego tuviera que subir la cuesta cargada con las provisiones.
—Si quieres te ayudo, Amaya. ¿Puedo ir yo también, señora Inés? —dijo entonces Declan dirigiéndose a mi madre—. Ya he acabado con la tarea de hoy en el huerto.
—De acuerdo, pero no os entretengáis por el camino. Hay que limpiar luego el pescado, y queda todavía mucho que hacer por aquí.
Ambos asentimos, incrédulos ante la facilidad con la que mi madre había claudicado a semejante petición. Yo me guardé la sonrisa para no alertar a la matriarca de los Abascal, y salí de allí en compañía de Declan.
Después de semanas de trato entre ambos, habíamos terminado por tutearnos, aunque esa familiaridad no estuviera bien vista entre un hombre y una mujer que no fueran parientes. Trabajábamos juntos, vivíamos en la misma finca —aunque yo siguiera en la casa familiar y Declan en su habitación de la casona principal, de la que no había querido moverse—, y el roce era continuo, sin contar con el arte del flirteo que yo empezaba a descubrir. No pareció que la gente le diera importancia, así que comenzamos también a tutearnos en público sin apenas darnos cuenta.
De camino a la Riberuca nos detuvimos un momento en el mirador natural que se abría en un recodo del camino.
—Es una vista muy hermosa, vivís en un lugar maravilloso. Suances es increíble y esta zona me trae también muy buenos recuerdos de mi querida Irlanda.
—La verdad es que sí, me encanta mi tierra. Aunque también me gustaría visitar otros países, como has hecho tú. Aquí nos conocemos todos y a veces es un poco asfixiante. Tal vez algún día decida irme a vivir a una gran ciudad, donde pueda ser una persona anónima y no Amayuca, o la hija de la señá Inés.
—Creo que te entiendo. Lo mismo me ocurría a mí en Cork, mi condado en Irlanda. Los pueblos pequeños son así, para lo bueno y para lo malo.
—Bueno, pero tú llevas mucho tiempo fuera de casa. ¿Echas de menos tu tierra?
—Nada más llegar a Cuba sí la eché de menos, muchísimo en realidad. Me sentía perdido en un lugar donde yo era un extraño, el extranjero que ni siquiera hablaba bien el idioma nativo. Pero al final me acostumbré y puedo decir que fui feliz en una isla donde crecí como persona.
—Y ahora llegas aquí y te apodan «el inglés».
—No me molesta, te lo aseguro. Pero entiendo lo que quieres decir. En Cuba era el extranjero, aquí soy el inglés, siempre estoy desubicado… Y quizás por eso, y por estos paisajes que me recuerdan a Irlanda, a veces vuelvo a pensar en mi tierra con nostalgia.
—¿Y por qué no regresas? —me aventuré a preguntar con miedo.
—Ya no me queda nadie allí. Y mis amigos se habrán olvidado de mí después de tantos años fuera.
Ambos nos quedamos pensativos unos instantes, y continuamos nuestro camino, serpenteando a través de la colina para alcanzar el nivel del mar justo al llegar a la playa de la Riberuca.
Las pescadoras se afanaban con la tarea y los barcos llegados de mar adentro atracaban en los pantalanes para descargar su mercancía. Mis paisanas trabajaban muy duro, mientras cantaban a pleno pulmón, o contaban chistes picantes que las demás comadres agradecían y reían con ganas.
—¿Dónde vas tan bien acompañada, Amayuca? —preguntó Rufina, una de las más vocingleras.
—Uy, uy, uy, si es el inglesito. Ten cuidado, mi amol, que será inglés, pero igual se le ha pegado algo bueno en Cuba, ja, ja —dijo Teresa, su mejor amiga.
—Yo sí que le hacía algo bueno al muchacho. ¡Está de toma pan y moja!
—Calla, Rufina, que como te oiga el Nicolás te vas a enterar.
—A ver si es verdad, que me tiene a dos velas desde hace meses.
No hubiera creído yo que Declan fuera un chico vergonzoso, pero las pescadoras consiguieron sacarle los colores. Quizás se debía al hecho de encontrarse en mi compañía; en esos momentos no podía saberlo. Hice oídos sordos y fui en busca del tenderete de Antonia, una de las habituales para comprar el pescado de Casa Abascal. Declan sonrió algo azorado y me acompañó, con las risas de las comadres de telón de fondo.
Antonia fue sirviéndome lo que le había pedido, mientras Declan lo depositaba en el interior del capazo de mimbre que llevábamos. La mujer nos miró de hito en hito, y yo sabía que se estaba mordiendo la lengua, aunque al final no se aguantó las ganas:
—Deja que lo lleve él al hombro, Amayuca. Parece buen mozo y no se le van a caer los anillos. Tendrás que comprobar si esos músculos son solo una fachada o tiene algo más debajo, tú ya me entiendes. No vaya a ser que a la hora de la verdad te lleves una desilusión con el muchachu.
Sonreí para mis adentros, pero no me di la vuelta ni dije nada, y continué mi camino. De todas formas, Declan hizo caso a la mujer y cargó con el capazo, impidiendo que yo pudiera ayudarle a llevarlo.
—Mejor cogemos cada uno de un asa, que la cesta pesa bastante para uno solo —aseguré mientras echaba mano al capazo.
Nuestros dedos se rozaron solo un instante, pero la descarga eléctrica nos sorprendió a los dos por igual. Mi piel ardió al contacto con la de Declan, y eso no podía rebatírmelo nadie. Allí había sucedido algo especial en lo que ninguno quisimos profundizar, por lo menos en ese momento. Azorada, solté el asa con rapidez y Declan se rehizo también enseguida.
—No te preocupes, tampoco es para tanto —contestó envarado—. Cargué mucho más peso en el barco que me llevó a Cuba, o en el mismo puerto de La Habana cuando trabajaba allí, te lo aseguro.
—Ya me imagino… Pero no quiero que te lesiones y luego mi madre me eche la bronca si te lastimas por mi culpa o recaes de tus viejas heridas.
—Gracias, Amaya; de verdad que no hace falta, me encuentro bien.
El momento mágico había pasado y ambos preferimos obviarlo, aunque nos hubiera turbado a los dos. Continuamos andando unos metros, justo hasta el comienzo de la ascensión. Declan paró un instante, bajó el capazo al suelo y miró hacia arriba, oteando la línea de casas donde se encontraba nuestro hogar. Suspiró, tomó aire y se subió de nuevo la cesta al hombro, al tiempo que reanudaba la marcha en silencio.
Yo preferí también callar, sumida en mis propios pensamientos. Declan forzó entonces el paso con sus largas piernas, obligándome a caminar también a mí más deprisa para no perder comba. No podía permitir que él llegara antes que yo a casa, y eso que iba cargado con casi dos arrobas de pescado.
Con el paso de los días, el irlandés me iba desconcertando cada vez más y no sabía a qué atenerme con él. No quería comportarme como María en presencia de Declan —aunque a decir verdad llevaba una temporada sin ver esas peligrosas actitudes en la niña—, pero debía de ser evidente hasta para un ciego que yo andaba interesada en Declan. Y él a veces parecía seguirme la corriente, cuando jugueteábamos en lo alto del carro para ver quién se encargaba de llevar las bridas, o trabajábamos juntos en el huerto. Yo aspiraba a algo más y no quería ponerme en evidencia, pero a veces su comportamiento me sacaba de quicio.
En presencia de mis mayores, Declan evitaba tratarme con tanta familiaridad, pero cuando nos encontrábamos a solas se convertía en una persona diferente. Su atrevimiento subió un escalón e incluso en cierta ocasión me puso en un serio compromiso mientras limpiaba las habitaciones de la planta superior.
El irlandés entró en el cuarto que yo estaba arreglando y cerró la puerta a su espalda. Yo estaba a punto de protestar por su comportamiento cuando él se acercó a mí, me agarró de la cintura y acercó su rostro al mío. Me quedé un momento paralizada. No sabía lo que estaba sucediendo. Mi cerebro no se dejó llevar por el pánico y arrinconó el deseo de mi cuerpo antes de que el drama sobrevolara nuestras cabezas. Hasta que noté el aleteo de una mariposa en mi estómago tras sentir en los labios el fugaz beso que Declan me robó sin avisar.
—¿Qué haces?, ¿estás loco? —susurré más que grité, asustada por si mi madre nos pillaba in fraganti.
—Nada, Amaya. No hace falta ponerse así.
—Sal de aquí, tengo que trabajar. Y tú tienes también tareas pendientes, ¿verdad?
Me desembaracé de sus fuertes brazos como pude, mientras la sonrisa cínica de Mclister se apagaba poco a poco. No sabía lo que se proponía con ese avance, y me pilló con la guardia baja. Tal vez fuera solo un juego inocente, o quizás Declan se había intentado sobrepasar de los límites que imponía el decoro.
No había sucedido nada grave, pero no podía quitármelo de la cabeza. Tal vez fui una idiota al comportarme así y perder la oportunidad de aclarar las cosas. Yo me estaba enamorando de Declan y esperaba que él también sintiera algo por mí.
Las bromas, chanzas y chascarrillos se sucedían con más frecuencia, y aumentaba poco a poco el grado de intimidad entre los dos, pero yo no le dejaba traspasar el umbral de lo correcto. No iba a permitir que me tratara como a una cualquiera, y dejarme besuquear o manosear a salto de mata, escondidos como dos vulgares delincuentes. Si Mclister pretendía algo de mí, tendría que hacer lo correcto: hablar con mi familia, y pedirles permiso formal para cortejarme.
Unos días después, y cuando menos lo esperábamos, algo vino a enturbiar la aparente aunque frágil tranquilidad que se respiraba en nuestra casa. Y eso que la tarde había comenzado de la mejor manera, cuando escuchamos a mi madre decir:
—Venga, chicas, dejad lo que estéis haciendo. Hoy es sábado y mañana es el día del Señor; que no se diga que la señá Inés impide a sus hijas disfrutar de las fiestas del barrio de la Cuba.
La actitud de nuestra madre nos pilló por sorpresa, pero ambas asentimos antes de que cambiara de idea, con ganas de disfrutar de las fiestas de San Antonio. Incluso ella nos aseguró que más tarde quizás se pasara también por la verbena con el abuelo, aunque no terminamos de creerlo.
Nos fuimos juntas por el pasillo adelante, con Mariuca dando saltos por el camino. Parecía muy feliz, y yo conocía los motivos. Aparte de olvidarse de las duras tareas del hogar y de poder disfrutar de un rato de diversión en la verbena, mi hermana seguramente pensaba que podría pasar un rato con Declan fuera de los muros de nuestra casa.
Elegí un conjunto veraniego para esa tarde calurosa, con aquel bochorno tan típico de las zonas costeras. Sabía que refrescaría más tarde al encontrarnos tan cerca del mar, así que me eché también una chaqueta por si acaso. Mientras tanto, vigilé como pude los movimientos de María: no quería que mi madre sufriera un síncope de nuevo al verla aparecer toda descocada.
A mi hermana se le iluminaba la cara al hablar de Declan, y ni siquiera había caído en la cuenta de que yo también estaba colada por el irlandés. Lo peor era que esa misma semana la había sorprendido en una actitud que no me gustó nada: miradas, cuchicheos y sonrisitas entre los dos que me enervaban. Pero yo debía mantenerme en mi posición, aun a riesgo de ser la idiota de aquella historia.
¿Sería Declan un simple embaucador? ¿O solo le gustaba flirtear con las jóvenes de Casa Abascal? Debía pasar página y desechar esas absurdas ideas.
María escogió un vestido sencillo, se hizo un recogido en su pelo rubio, y ni siquiera pensó en maquillarse la cara. Su tez pálida había comenzado a sonrosarse con la llegada del buen tiempo, y la verdad es que estaba muy guapa, con aquellas hermosas pecas que le enmarcaban su bonito rostro.
Cuando salimos al exterior, Declan y Nelu ya estaban esperándonos para acompañarnos a la verbena, mi madre debía de haberles avisado. Declan llevaba un pantalón de algodón y una camisa de cuadros. Se le veía jovial, contento por cambiar las rutinas de todos los días. Y Nelu estaba entusiasmado, encantado de acudir a la verbena con los mayores.
Nada más llegar a la era nos encontramos de golpe con un montón de personas que habían tenido la misma idea que nosotros. La fiesta se encontraba ya muy animada, y el ambiente distendido nos contagió enseguida el buen humor.
En un lateral divisamos a varios hombres que preparaban una sardinada. El aroma del pescado fresco del Cantábrico, asado a la vieja usanza, impregnó entonces el aire, avisando a los habitantes de Suances de la inminente degustación.
Nada más llegar a la era perdí de vista a los pequeños, aunque los encontré de nuevo instantes después. Nelu se unió a sus amigos y María se había acercado a un grupo de chicas jóvenes, demasiado arregladas para mi gusto. Vamos, que el caso de Mariuca no era el único en el barrio; aquellas mocosas querían crecer todas antes de tiempo.
Distraída con mis hermanos, ni me había dado cuenta de que Declan se había alejado algo de mí. Cuando me di la vuelta le vi acercarse con dos vasos de limonada en la mano y una sonrisa franca en el rostro.
—Vaya, veo que te desenvuelves muy bien entre mis paisanos —le dije—. Vamos, que eres casi más conocido que yo entre la gente de Suances.
—No seas exagerada, anda. Tú y tu familia sois muy conocidos en toda la comarca, te lo puedo asegurar.
—¿Ah, sí? ¿No me digas que has escuchado algo por ahí de nosotros? —pregunté curiosa.
—Bueno, sí, alguna cosilla. Sobre todo hablan de lo trabajadores que sois, de lo contentos que salen los huéspedes de Casa Abascal y todo eso —dijo Declan sin demasiada convicción—. ¿Y sobre mí has escuchado algo?
—Poca cosa. Al parecer se sorprenden de que un buen mozo como tú, en edad de merecer, no tenga novia ni mujer… —me aventuré a decir.
—Claro, ya imagino. Y seguro que en el pueblo también hay rumores sobre nosotros.
—¿Nosotros? —inquirí intranquila. No sabía si Declan se refería a que los vecinos nos habían visto juntos en más de una ocasión.
—Ciertos rumores han llegado hasta mis oídos, sí: que si me aprovecho de vuestra generosidad y solo quiero sacaros los cuartos; que si soy un delincuente buscado por la policía que se oculta en Casa Abascal con vuestra connivencia; que si soy tu hermanastro perdido, un invertido al que protegéis…
—¿Qué has dicho? No puede ser cierto.
—Lo último se lo escuché decir a dos borrachos en una taberna del centro el otro día. Según uno de ellos, tu padre había tenido un romance con una inglesa que vivía en Castro. Años después este pobre inglesito llegó a vuestra casa huyendo de las autoridades, porque había sido sorprendido en actitud más que indecorosa en cierto antro de Santander.
—Pero ¿de dónde se han sacado semejante disparate?
—No lo sé, y tampoco le doy mayor importancia. Al principio me enfadé al escuchar tantas sandeces, pero al final me reí por lo absurdo de la situación.
—¿Absurdo por ser mi hermanastro, por ser invertido o…?
—Por todo, Amaya, da igual.
Creí ver un flanco abierto y decidí probar suerte. Nos habíamos ido acercando al espacio reservado para el baile, donde algunas parejas de distintas edades, y también grupos de chicos y chicas jóvenes, bailaban al compás de la música.
—No importa, allá la gente con sus habladurías —afirmé para finiquitar el asunto—. ¿Te gusta bailar?
El irlandés me miró ligeramente sorprendido, pero no le dio tiempo a contestarme. En ese momento escuchamos unas voces masculinas que se dirigían a Declan, y ambos nos dimos la vuelta al mismo tiempo:
—Hombre, inglesito, me alegra verte por aquí —dijo Julián, uno de los mozos más conocidos en el pueblo por ser el hijo del alcalde.
—Déjalo, Julián, este no tiene ni idea. No perdamos más el tiempo —soltó Tomás, uno de sus acólitos.
Julián era el líder de una cuadrilla de jóvenes, casi todos sin oficio ni beneficio, que ganduleaban por el pueblo debido a su posición social. Tomás no era tan pendenciero como su amigo, pero su sentencia hizo mella en mi acompañante.
—¿De qué estáis hablando, si puede saberse? —preguntó curioso Declan.
Julián le sostuvo la mirada, y pensé que se avecinaban problemas. Declan no era de los que se achantaban fácilmente, y menos si le tocaban la moral. Aquellos dos gallitos se medían frente a frente, y yo solo quería que el duelo no terminara a puñetazos.
Varias personas se acercaron a nosotros e hicieron corro, dispuestas siempre a presenciar una buena pelea. Julián era grande y fuerte, ancho de espaldas y con unas manazas enormes, pero estaba algo fofo. Y Declan era más alto y fibroso, con unos músculos más trabajados y mayor velocidad de movimientos. Yo hubiera apostado sin dudarlo por Declan, pero no me apetecía verle otra vez lleno de moratones debido a una pelea.
Iba ya a interponerme entre los dos contrincantes cuando escuché de nuevo la voz de Julián.
—No te piques, inglesito. Solo le decía a mi compadre que los extranjeros no conocéis nuestras costumbres. Ahora comienza el torneo de cucaña, y nos preguntábamos si serías capaz de mancharte para llegar a la meta el primero.
—¿Eso de la cucaña es como el «palo encebado»? —preguntó Declan antes de confirmarlo conmigo.
Al parecer nuestro juego rural había llegado también al otro lado del Atlántico, aunque allí se llamaba de otra manera. Declan parecía picado con esa gente, que seguía burlándose de nosotros, y yo intenté convencerle para alejarnos de allí.
—Ya sé de qué se trata, y no puede ser tan difícil.
—Claro, claro, ya te lo ha explicado tu «hermanita» —replicó Julián.
Declan se quedó un momento parado, pero no quiso entrar al trapo. El hijo del alcalde había puesto el dedo en la llaga sobre el tema del que habíamos estado hablando anteriormente, y yo no sabía cómo podía reaccionar Declan. Le pedí tranquilidad con la mirada, pero no supe si me había entendido a la primera. Afortunadamente no se sintió ofendido, ni pensó que tenía algo que demostrar por nuestra relación. Así que sonrió con su habitual mueca irónica y le contestó con chulería al aprendiz de cacique.
—En mi tierra también tenemos nuestras costumbres, no os creáis tan especiales, Julianín. Y puede que este «inglesito» os dé una sorpresa…
—¡Uuuh, fantasma! —exclamó Julián, molesto por haber escuchado su diminutivo usado de forma despectiva—. Muy bien, veamos lo que sabes hacer. Organizaremos una competición entre los dos grupos: los Abascal y tú, contra nosotros. El que pierda tendrá que pagarle una ronda al equipo ganador.
—¡Pero eso no es justo! —grité sin poder controlarme.
Nelu y María se habían acercado hasta nuestra posición durante el rifirrafe. Yo no quería meter a los niños en la discusión, pero al parecer ellos no opinaban lo mismo. Debatimos unos instantes entre todos, y al final dimos nuestra aprobación.
—De acuerdo, allá vamos —confirmó Declan como cabeza del grupo.
—Muy bien, la familia al completo. Nos vamos a echar unas risas entre el enano, el extranjero y las niñitas, si es que las damiselas pretenden subir a lo alto de la cucaña con esos vestiditos de domingo.
María le echó una mirada furibunda a Julián y yo tuve que agarrarla del brazo para que no se fuera directa por el bravucón. Allí todos teníamos la sangre caliente, pero vi que Declan estaba aparentemente muy calmado.
—Venga, chicos, que no se diga. Nelu, tú vienes conmigo —dijo el irlandés—. Vamos a enseñárseles a estos lo que es bueno…
—¡Sííí!
El niño saltó y gritó alborozado, acompañando al resto de la comitiva hasta el extremo sur de la era. Allí estaba dispuesta la cucaña, con su pañuelo rojo en la punta, lo que significaba que nadie había conseguido aún trepar hasta lo más alto.
Una multitud se agolpó entonces a nuestro alrededor. Nelu y María corrieron delante, justo al lado del grupo de Julián, pero Declan y yo fuimos algo más despacio, rodeados por varios de nuestros vecinos y amigos. Las discusiones sobre el tema se sucedían a nuestro alrededor; parecía que la verbena popular había quedado a un lado, y ya solo importaba el reto de los gallitos de pelea.
Declan me cogió entonces de la mano, tal vez para que supiera que todo iría bien. No quise interpretarlo de otra manera; no bajo aquellas circunstancias. Pero aquellos escasos metros que recorrimos con nuestros dedos entrelazados, sintiendo su piel contra la mía, me hicieron anhelar aún más esa cercanía que necesitaba de él.
Aunque traté de no delatarme, seguramente tuve alguna reacción que debió de revelar a Declan lo que yo había sentido en ese momento. Ignoraba lo que pasaba entonces por su mente, pero el irlandés me observó de reojo, dejó caer mi mano y apretó el paso para no quedarse atrás. Le miré de frente y creí distinguir un asomo de rubor en sus mejillas, fruto quizás del momento que acabábamos de vivir.
—Hombre, por fin han llegado nuestros contrincantes. ¡Prepárate a perder, inglesito! —fanfarroneó Julián.
El cacique decidió que el turno comenzaba por él, y así se dio la oportunidad de conseguir el premio a la primera. Nosotros no protestamos, aunque debería haberse echado a suertes. No nos preocupaba lo más mínimo que él consiguiera llegar hasta arriba, no con ese cuerpo.
El tiempo vino a darme la razón. Julián se encaramó al tronco embadurnado con grasa y no subió más de medio metro. Enseguida vimos cómo resbalaba y volvía a caer, por mucho que sus secuaces le sujetaran desde abajo. Le cogían de las posaderas y le daban impulso hacia arriba, algo que tampoco estaba permitido en una competición de cucaña, pero seguimos sin protestar. No nos valdría de nada: las reglas las imponía el hijo del alcalde y todos lo sabíamos.
Sudoroso y jadeante, el bravucón se dejó caer hasta el suelo, exhausto. Julián nos miró con gesto desafiante, sabiendo que había hecho el ridículo delante de todo el pueblo, pero nadie levantó la voz a nuestro alrededor. Habíamos empezado ganando la batalla, pero la guerra estaba lejos de terminar y yo sospechaba que el cacique guardaba ases bajo su manga.
—Es tu turno, extranjero —escupió Julián de mala gana—. Ya veremos si se te quita esa sonrisita estúpida de la cara.
Declan llevaba dibujado en su rostro el gesto cínico que yo tan bien conocía, y al parecer a su contrincante no le había sentado nada bien. El irlandés se encaramó entonces al tronco, ayudado por algunos mozos del pueblo. Declan se había desprendido de su chaquetilla, pero su atuendo no era el más adecuado para trepar por un palo engrasado. De todos modos consiguió avanzar poco a poco, ayudado de manos y piernas, mientras la multitud le jaleaba, dividida en dos bandos irreconciliables.
—¡Así se hace, Declan! —exclamó un vecino.
—El maldito inglés se agarra como un mono, eso es trampa —gritó otro paisano.
—Cállate, Narciso. El muchachu lo está haciendo muy bien para ser su primera vez.
Yo permanecía absorta, con los ojos fijos en lo alto de la cucaña, casi ajena a lo que se comentaba a mi alrededor. Nelu animaba a Declan con todas sus fuerzas, y María permanecía también atenta, pero muy callada, situada a escasos metros de nosotros.
Declan miró a la multitud desde lo alto, situado más o menos a la mitad del recorrido, y desistió en su primer intento. Estaba agotado, agarrado a un palo resbaladizo que no le daba la más mínima oportunidad, por lo que se dejó caer hasta poner de nuevo los pies en el suelo.
—Ha sido mi primera vez, pero ya le voy cogiendo el truco. Voy a descansar un poco, creo que puedo conseguirlo en un par de intentos más.
—Seguro que sí —contesté no muy convencida.
—No os preocupéis, yo lo haré —dijo Nelu muy ufano.
Declan le revolvió la cabeza con un gesto cariñoso, porque sin duda sabía que el crío lo tendría también muy difícil. Por muy bien que trepara a los árboles, aquello era muy diferente. Se necesitaba habilidad, pero también aguante, fortaleza y resistencia física. Y en los ojos del irlandés creí entrever que no confiaba demasiado en las posibilidades de mi hermano pequeño.
—Muy bien, es nuestro turno. Sebas, te toca… —dijo Julián dirigiéndose a la multitud, como un consumado maestro de ceremonias ante su público.
—¡Alto ahí! —salté entonces—. Sebas no iba contigo en tu grupo. No puede participar en el torneo.
—Sebas es de la cuadrilla de toda la vida, ¿verdad? Nadie le va a impedir que participe y gane el torneo para nosotros.
Julián nos miró con gesto triunfal, mientras los allí presentes asentían. Algunos le reían las gracias al hijo del alcalde, aunque el pueblo entero supiera que Sebas no era de su cuadrilla. Solo le habían reclutado porque había sido el campeón regional de cucaña durante los tres últimos años. Una trampa en toda regla por la que íbamos a perder la partida.
Sebas se encaramó él solito al palo de madera y comenzó a trepar a un ritmo endiablado. Se notaban su entrenamiento y la maña que se daba para agarrarse al poste sin caerse. Se fue acercando poco a poco a la meta mientras la gente gritaba, pero se quedó a escasos centímetros de su objetivo. Yo llevaba unos segundos aguantando el aire en mis pulmones y lo solté de golpe cuando vi que se dejaba caer hasta el suelo.
—¿Qué ha pasado, Sebas? Creía que tú no fallabas nunca…
—Lo siento, me encontraba un poco frío, no me ha dado tiempo a calentar. Tranquilo, a la próxima lo consigo, ya lo verás.
—Más te vale, Sebas. Si no, te vas a enterar.
A tenor de lo visto, nos quedaba una sola oportunidad para ganar. Declan todavía no se había recuperado del esfuerzo y le veía respirar trabajosamente. Entonces Nelu dio un paso al frente para llamar nuestra atención.
—Quiero intentarlo yo, Amaya. ¿Puedo?
Declan me miró y yo asentí. Después de todo, era su hermana mayor y Nelu estaba a mi cuidado en la verbena. Sabía que mi madre no lo aprobaría, pero no iba a permitir que se rieran de nosotros en la cara.
—De acuerdo, Nelu. ¡A por ellos! —confirmé en voz alta.
—Venga, muchacho, ¡tú puedes! —le animó Declan.
Nelu nos miró con una pizca de orgullo y salió disparado hacia la cucaña. El irlandés le iba a ayudar a encaramarse, pero el crío no lo necesitó. María se situó a su lado y yo permanecí detrás, atenta a la jugada.
Mi hermano comenzó con calma, tanteando el terreno. En ese juego no había un tiempo límite, y vi que Nelu quería asegurarse, agarrarse al tronco resbaladizo como si fuera uno de los árboles de nuestra finca, ganando altura centímetro a centímetro. No era mala técnica, pero en ese momento ignoraba el grado de cansancio que le ocasionaría estar tantos minutos allá arriba, sometido a una tensión tan grande.
—Ánimo, Nelu, ¡eres el mejor! —gritó uno de los amigos del chico.
Todo el mundo le jaleaba, pendiente de sus evoluciones. Nelu miró un momento hacia nuestra posición, y le animamos entonces con más fuerza al ver que flaqueaba. El niño subía un trecho pero a continuación caía otro, por lo que su penoso avance se fue haciendo cada vez más lento. Se encontraba a un metro escaso de la meta, pero parecía a punto de rendirse.
En mi afán por no perder ojo de lo que ocurría en la cucaña, no me había percatado de la actitud de María. Aparte de saltar y gritar, animando a Nelu, también se agarraba descaradamente a Declan, presa del nerviosismo. O eso pretendía hacer creer a los allí presentes.
Nelu perdió la posición ganada y descendió casi un metro por el tronco, pero consiguió agarrarse y seguir aguantando. María pegó un gritito por el susto y se abrazó sin rubor a Declan, como temiendo contemplar el fatal desenlace.
—No puedo mirar, esto es demasiado…
La mocosa se pegó contra el pecho de Declan y dejó su mejilla apoyada en el hueco entre la cabeza y el cuello del irlandés. No sé si fueron imaginaciones mías, pero me pareció incluso que se restregaba un poco contra él. Y yo sabía que Declan notaría sin duda sus turgentes senos al acercarse de ese modo, mientras sentía todo su cuerpo arrimado y su boca a escasos centímetros de la suya.
No podía soportar esa visión, pero no quería montar un escándalo. Y menos distraer a Nelu en su propósito. El crío se había recuperado y parecía trepar ahora a mayor velocidad. Declan también lo vio y se desembarazó como pudo de María:
—Perdona, voy a colocarme debajo de la cucaña, no vaya a ser que Nelu pierda pie y caiga de mala manera.
Debería evitar que esa situación fuera a más, pensé en esos momentos. Ese gesto de la cría podría malinterpretarse, y más delante de todas las cotillas del barrio. Vi alguna mirada aviesa a nuestro alrededor, mientras los cuchicheos comenzaban a extenderse entre las comadres más rancias del pueblo.
Me coloqué entonces al lado de María y le lancé una mirada que pretendía decirlo todo. Ella se hizo la digna e ignoró mi advertencia, mientras continuaba animando a pleno pulmón a nuestro hermano.
Seguí con la vista fija en Mariuca y no me percaté de lo realmente importante. Nelu había alcanzado por fin su meta y agarró el pañuelo rojo con un gesto triunfal. El público rugió, le jaleó y gritó su nombre a los cuatro vientos.
El chico se dejó caer, agotado, pero sin soltar el pañuelo de la mano. Declan le recogió antes de llegar a tierra, y ambos se dieron un cariñoso abrazo. María y yo acudimos también hasta ellos y nos abrazamos todos en un gesto que esperaba fuera inocente a ojos de los vecinos. De todos modos no me separé ni un instante de Mariuca para impedirle expresarse del modo que realmente pretendía, por lo menos de cara a Declan.
—Hemos ganado, Julianín —recalcó Declan mirándole con gesto despectivo—. Creo que el chaval os ha demostrado quién es el mejor. Ahora tenéis que pagar la ronda. Habéis perdido delante de todo el pueblo y es lo que toca, ¿verdad?
—Así es, el niño ha sido el primero en alcanzar el pañuelo, así que es justo vencedor. Y yo, como buen Revilla, pago mis deudas. Todos vosotros estáis invitados a lo que queráis, faltaría más.
Declan hizo un gesto de asentimiento para agradecerle su buen perder. El resto de la gente también lo vitoreó, aunque el espectáculo había terminado y habría que buscar otra diversión esa noche. Nada complicado para los mozos del pueblo en medio de una verbena.
Vi alejarse a Julián, y su mirada fría, distante, me heló un momento el corazón. Sus ojos se habían dirigido expresamente a mí porque era a la que más conocía, ya que éramos de la misma quinta. Su mirada me confirmó que no estaba todo dicho. Pero por el momento tendría que olvidarme del hijo del alcalde.
—¡Venga, chicos! —exclamó Nelu—. Vamos a celebrarlo.
Todos le acompañamos, alborozados, mientras un grupo reducido de personas nos siguió también hasta un puesto de bebidas. Había comenzado además el reparto de sardinas para todos, así que cogimos varios platos y unos vasos de limonada para acompañar.
Declan se alejó entonces unos pasos para hablar con uno de nuestros proveedores, que al parecer quería invitarle a otra ronda por su arrojo al enfrentarse al bravucón de Julián. El irlandés me pidió permiso con la mirada, detalle que agradecí aunque no hiciera falta, y asentí con un gesto. Yo no era su madre ni su novia, pero el simple hecho de que quisiera complacerme me llenó de orgullo. Declan se marchó y yo me quedé un instante absorta, admirando sus andares, hasta que llegó María para estropearme el bonito momento.
—¿Se puede saber qué haces? —me espetó María de muy malos modos.
—No sé de qué me hablas, la verdad —contesté sin caer en su provocación.
Mi hermana, por el contrario, parecía tener ganas de pelea. Sus ojos encendidos y las mejillas arreboladas así lo atestiguaban. Me habló entonces en voz baja para no llamar la atención, pero su mirada de odio me dio mucho miedo, aparte de una pena increíble. ¿Qué le había hecho para que me tratara así? En todo caso debería ser yo la que le echara la bronca por su comportamiento indecoroso delante de los vecinos.
—¿Te crees que no te he visto? —me dijo María—. No soy tonta, sé lo que intentas hacer. Quieres alejar a Declan de mí, pero no lo conseguirás.
—Estás loca, solo dices tonterías. Anda, recapacita y pídeme perdón antes de que le cuente a madre tu comportamiento de hace un rato, restregándote contra Declan delante de todo el mundo.
—No cambies de tema ni quieras hacerme pasar por tonta —soltó ignorando mi comentario—. Tú quieres quitarme a Declan, ya he visto antes como le intentabas coger la mano, camino de la cucaña.
—Eso no ha sido así, te estás equivocando. Además, no creo que tenga que darte explicaciones.
—No tienes ni idea, hermanita. Declan y yo estamos enamorados, y tú no pintas nada en medio. Así que apártate.
María hablaba con una seguridad pasmosa, algo increíble para una niña de su edad. Eso me asustó aún más. ¿Había estado yo tan ciega? Deseché esos pensamientos funestos y los alejé de mi mente a todo correr. No podía perder ni un segundo en elucubraciones, no antes de que mi mente pensara de más. ¿Se le habría insinuado María anteriormente? No creí que Declan cayera en sus redes, pero un escalofrío recorrió entonces mi espalda.
No podía obviar la realidad. Miré a mi hermana de arriba abajo y comprobé que no estaba tan equivocada en mis apreciaciones. Por mucho que se hubiera vestido ese día más recatadamente, María ya no era tan pequeña. Muchos hombres podían sentirse atraídos por una mujer como ella y olvidar su edad, claro. De todos modos sus palabras habían hecho mella en mí y la velada se había estropeado en un momento.
Tenía que actuar con cabeza, sopesar la situación. No me dejaría llevar por el mal genio: había que razonar y actuar menos con el corazón. Aunque me costara aguantarme las ganas de cruzarle la cara a la mocosa con un buen bofetón.
María se marchó y me dejó con la palabra en la boca. La vi alejarse hacia un corro de gente joven que se encontraba en una esquina de la zona de baile. Y allí se quedó, hablando con sus amigas mientras todas me señalaban; tenía que atajar ese problema lo antes posible.
Segundos después apareció de nuevo Declan a mi lado. Se le veía contento, quizás algo achispado después de beber con los paisanos.
—Ya estoy aquí, ¿me echabas de menos? —bromeó al llegar.
—Ni lo sueñes, irlandés. Y tú tampoco; ya he visto lo bien que te lo pasabas con los mozos del pueblo.
Solté lo primero que me vino a la mente para disimular el disgusto. Intenté cambiar mi gesto, contrariado tras la discusión con mi hermana, pero él lo notó enseguida. Al momento escondió esa sonrisa tan maravillosa que me había cautivado desde un principio y fijó sus profundos ojos en mí:
—Venga, anima esa cara. Hemos vencido a esos idiotas, y ya no nos van a molestar más. Y Nelu es todo un héroe.
—No creas que será tan sencillo. Julián es un tipo rencoroso y nos la tendrá jurada durante una larga temporada.
—Bueno, pero no hoy. Anda, vamos a divertirnos. Creo que antes me preguntaste si me gustaba bailar. Pues sí, señorita Abascal, como buen irlandés soy todo un danzarín.
Declan tenía el puntillo después de haber bebido unos vasos de más, pero yo no pensaba contradecirle. Relajé entonces mi gesto, buscando con la mirada a María. No la encontré por allí cerca, y recé para que la niña no estuviera contemplando la escena. Tampoco quería vanagloriarme, como si yo hubiera vencido y me hubiera llevado al galán de la función.
—¿Me concede este baile, señorita?
—Por supuesto, señor Mclister. Será un placer.
Las canciones populares dieron paso a unos ritmos más pausados y vimos entonces algunas parejas de mediana edad bailando agarradas en el centro de la pista. También algunos jóvenes, parejas de enamorados que estaban recién ennoviados o a punto de casarse. Sabía que atraeríamos las miradas sobre nosotros, pero no le podía hacer ese feo a Declan. Además, tampoco era algo tan extraño que dos amigos bailaran en una verbena.
Eso creí entender yo, pero me pareció distinguir algún gesto de reproche en las caras de las cotillas del pueblo. Menos mal que mi madre no se juntaba mucho con ellas, pero ya iría algún alma caritativa a contarle las novedades a casa, aunque no se dirigieran la palabra en años.
Una vez en sus brazos me olvidé de todo, como si ambos estuviéramos bailando solos en el salón de un gran casino, ajenos al resto de la humanidad. Mis preocupaciones se disiparon como por encanto y lo único que deseaba era dejarme llevar y bailar sin cesar con aquel hombre maravilloso. Su mano izquierda sujetaba mi derecha con firmeza mientras su diestra se posaba con delicadeza en mi espalda, y me quemaba con un calor que traspasaba el fino vestido de verano.
Las canciones se fueron sucediendo sin apenas darme cuenta, y Declan parecía tan encantado como yo. Reía, hacía bromas y disfrutaba como un niño. Hasta que un instante después, nada más acabar un giro que dejó nuestros rostros frente a frente, paró un momento y me obligó también a mí a dejar de bailar.
Nos miramos profundamente, perdido cada uno en los ojos del otro, buscando quizás algo más allá. Su boca se torció en un gesto que no había visto nunca, muy alejado del deje cínico o irónico que yo había conocido hasta ese momento. Sus labios se curvaron en un movimiento sensual que me produjo un estremecimiento de placer. Mi columna vertebral acusó el golpe, y todo mi cuerpo vibró ante la nueva situación.
Yo sonreí con disimulo y entreabrí los labios para mostrarme más receptiva. Miré entonces con descaro a Declan y pasé de sus ojos a sus labios sin apenas respiro, esperando el momento final. Pareció que nuestros cuerpos se agitaban al mismo tiempo. Yo solo quería que Declan me besara.
El tiempo se detuvo, y una nebulosa se instaló a mi alrededor. No escuchaba los murmullos de la gente, no veía a nadie más que a Declan. Lo tenía tan cerca, y a la vez tan lejos, que el sufrimiento comenzó a avanzar, hasta triunfar sobre el resto de sensaciones. Sabía que los segundos transcurrían y, aunque para mí fueran más lentos que para el resto de la gente, llevábamos demasiado tiempo parados en medio de la pista, sin bailar, mirándonos embobados como dos enamorados.
Declan reaccionó a tiempo y me sacó de golpe de mi atolondramiento. El hechizo había remitido, y el encanto de esa escena desapareció en un instante. El irlandés quiso disimular y siguió bailando conmigo, pero puso mayor distancia entre nosotros, azorado quizás por lo sucedido.
Yo seguía en una nube y temía bajar a tierra para no llevarme una desilusión. ¿Qué había sido eso? Aquel momento mágico lo llevaría conmigo para siempre, aunque nunca más pudiera volver a acercarme a Declan.
Instantes después vimos que una pareja joven se acercaba a nosotros bailando. No me había dado cuenta de que se trataba de María con uno de nuestros primos lejanos. ¿Habrían visto nuestro particular momento? No podía saberlo, pero pronto lo averiguaría.
—¿Cambiamos de pareja? —me preguntó María nada más llegar a mi vera—. El primo David quiere bailar también contigo.
—Claro, faltaría más —contestamos a la vez Declan y yo.
María me lanzó una mirada triunfal mientras yo comenzaba a bailar con David. Vi entonces como mi hermana se pegaba bastante más de lo aconsejable a Declan, que aparentemente no se percataba de nada. Y mi primo me susurraba algo al oído, pero mis sentidos se encontraban en otra parte.
Y es que María sonreía, e incluso lanzaba alguna que otra carcajada, llevada en volandas por los diestros brazos de un consumado bailarín como era Declan. El irlandés parecía también encantado y a mí se me llevaban los demonios con la situación.
Mariuca aprovechaba cada giro comprometido para apoyarse más en Declan y rozarse descaradamente contra él. Sus armas de mujer saltaban a la vista, y me pareció que incluso se había vuelto a subir los pechos, más turgentes a cada momento que pasaba.
¿A qué jugaba Declan? Tal vez ambas creíamos que el irlandés bebía los vientos por nosotras, pero lo único que hacía él era seguirnos el juego sin tomar partido. Y, si era así, yo era una ilusa, una completa idiota que había esperado que sus labios se posaran sobre los míos en ese segundo mágico en el que me cautivó el corazón.
El descaro de María estaba llegando a unos límites inaceptables, y hasta mi primo la miró con reprobación. Las comadres comenzaron con el cuchicheo, y los murmullos se podían adivinar desde la pista de baile. Pero la parejita feliz no hacía caso de nuestros gestos.
En el siguiente giro llamé la atención de mi hermana cuando nuestros cuerpos casi se tocaron en la pista. Ella me oyó perfectamente, pero siguió a lo suyo. Hasta que un instante después me pareció ver un destello de alarma en sus ojos, que ya no me veían, pero miraban a través de mí como si mi cuerpo fuera invisible o transparente.
Entonces comprendí. Algo o alguien había llamado la atención de María, alguien que se acercaba por detrás de mí. El miedo me paralizó y temí las terribles consecuencias que podía acarrearnos si mi madre aparecía por la pista en esos momentos. Me di la vuelta y me topé de frente con el rostro contrariado del güelu, que llegaba solo a la verbena. Afortunadamente mi madre no andaba por allí, o yo no la veía en esos momentos.
—Chicas, ya es tarde. Creo que va siendo hora de regresar a casa.
—Pero si acaba de empezar el baile y…
—Sí, María, ya he visto lo bien que te desenvuelves en el baile. Pero vuestra madre me ha dicho que os recoja y a eso vengo. Así que espabilad, no quiero volver a repetirlo.
María se soltó de los brazos de Declan nada más ver la mirada cargada de reproche de nuestro abuelo, pero permaneció al lado del irlandés con gesto altivo. Por su parte, Declan parecía seguir en la inopia, ajeno a la batalla de miradas entre las hermanas y a la velada reprimenda que el abuelo nos lanzó en su presencia. Yo pensaba que el irlandés era más perspicaz, pero en el fondo no se diferenciaba tanto de la mayoría de los hombres. O tal vez es que le daba todo igual.
María se acercó al abuelo, y yo seguí sus pasos. Me despedí de David y le lancé a Declan el fuego de mis ojos. Él siguió sin comprender y se encogió de hombros, mientras permanecía parado en un lateral de la pista. Se dirigió entonces directamente al güelu y nos ignoró a María y a mí con descaro.
—Me gustaría quedarme un rato más por aquí, don Ángel. Espero que no haya ningún inconveniente.
—Claro, no te preocupes. Pero no vuelvas muy tarde ni le des mucho a la botella, tú ya me entiendes.
Creí ver un guiño en la cara de mi abuelo, que parecía reírle las gracias a Declan. Si no le había gustado la actitud de María en su baile con el irlandés, e intuía que tampoco mi indiferencia al no cuidar de ella como era debido, tampoco entendía que premiara al irlandés como si él no fuera también responsable.
Declan nos sonrió, y su gesto irónico me confirmó que no se había percatado de nada. ¿Cómo podía ser tan estúpido? Se dio la vuelta y se alejó de nosotras, al parecer contento de poder continuar la juerga con los mozos del pueblo.
Nelu nos vio de lejos y se acercó también a nosotros. Al ver nuestros gestos y el rostro alargado del abuelo, supo que la diversión había acabado por esa noche.
Comenzamos a caminar hacia nuestra casa, mientras Nelu le contaba al abuelo su gran triunfo de esa noche.
—Me alegra verte tan contento, Nelu, pero no deberías haber sido tan inconsciente. La cucaña no es un juego para niños —dijo el güelu antes de dirigirse a mí—. Y tú deberías haber evitado que la situación llegara hasta ese punto.
—Yo no quería…
Mi abuelo me hizo un gesto con la mano e ignoró mi evasiva respuesta. El niño continuó detallándole al abuelo todo lo que había sucedido, siempre desde su particular punto de vista. Aproveché la ocasión al verlos distraídos y reduje el paso para que María me alcanzara.
La cogí de la muñeca con gesto fiero y me encaré con ella:
—¡Eres una inconsciente! Por no decirte algo más fuerte, la verdad. Me avergüenzo de tu comportamiento, eres una deshonra para la familia.
—No eres nadie para darme lecciones, hermanita. Yo he visto también cómo le ponías cara de cordero degollado.
—Estás muy equivocada, María. Eras tú la que te insinuabas descaradamente delante de todos nuestros vecinos; si casi le metes las tetas en la cara al pobre Declan, por Dios.
—No te atrevas a juzgarme, yo no he hecho nada malo. Simplemente bailábamos en la verbena, hasta que has venido tú a estropearlo todo.
—Sí, claro, todo muy inocente. Por eso has puesto esa cara de susto al ver al güelu. Has pensado que llegaba madre detrás y que se te iba a caer el pelo… Te lo advierto, esto tiene que acabar ya.
—Olvídame, Amaya. Declan me ama y nadie me impedirá casarme con él.
—¿Estás loca? Solo tienes trece años, estás muy mal de la cabeza.
—Tú sí que estás mal, loca de celos me parece a mí.
Estuve a punto de cruzarle la cara, allí paradas las dos en el camino, enzarzadas como dos gallos de pelea. El abuelo se dio la vuelta y nos vio allí plantadas, discutiendo, pero no quiso intervenir. Solo nos dio una voz, con un tono de advertencia que ambas captamos a la perfección.
—No os retraséis, vuestra madre nos está esperando.
—Sí, ya vamos.
Llegamos a casa y nos dirigimos a nuestras habitaciones, después de despedirnos de nuestra madre sin mencionar nada más. Su gesto severo denotaba que no estaba para muchas bromas y ambas preferimos resguardarnos de una posible bronca. Nelu también se percató de la situación y silenció cualquier detalle relativo al asunto de la cucaña. El abuelo ya le había aleccionado, y al niño le pareció bien que guardáramos el secreto para que nuestra madre no lo conociera.
A la mañana siguiente nadie mencionó nada de la verbena. De todos modos el pequeño Nelu no pudo contenerse, y preguntó por su particular héroe en esa mañana de sábado.
—¿Y Declan? ¿No se ha levantado todavía de la cama?
—Estará durmiendo la mona —respondió nuestra madre—. A saber a qué hora volvió de la verbena.
—Creo que no fue tan tarde, me pareció oírle llegar —afirmó el abuelo—. Dejémosle descansar un rato. Total, hoy es domingo y no tiene mucho que hacer.
—Yo tengo que atender a varios huéspedes, Ángel, y hay tarea por terminar, tanto en el huerto, como encargarse de otros recados que hay que hacer con el carro —informó mi madre—. Así que ve a llamarle cuando termines, Amaya, ya se le han pasado las burras de leche.
—Sí, madre, ahora mismo —asentí.
Intenté contestar con gesto neutro, evitando mostrar cualquier sentimiento a través de mi rostro. Agaché la mirada y ni siquiera afronté los ojos retadores de María, que buscaba guerra desde la mañana temprano. Me adentré en la casona, recorrí el pasillo de las habitaciones y me paré frente al cuarto de Declan. Llamé a la puerta con los nudillos, primero suavemente y después con más firmeza, pero nadie me contestó:
—¡Declan, Declan! Despierta, hay mucha tarea por hacer y mi madre te está esperando.
Escuché gruñidos a través de la puerta, pero me pareció que el bello durmiente seguía postrado en la cama. Al final iba a tener razón mi madre y estaba durmiendo la borrachera, con una resaca de órdago tras la noche de juerga. Me daba algo de reparo, pero entré en la habitación dispuesta a enfrentarme de nuevo con esos ojos misteriosos.
—Despierta de una maldita vez —dije enfurecida ante su indiferencia. Mclister se enrollaba en las sábanas y se arrebujaba mientras me ignoraba—. Ya es hora de levantarse, no haber bebido tanto anoche.
—Déjame un rato más, Amaya, todavía es pronto.
—Yo en tu lugar me levantaría de una vez. Mi madre no se anda con chiquitas, y no te lo va a permitir. Te aseguro que es muy capaz de curarte esa resaca con un balde de agua fría, no la provoques.
—Vale, vale, ahora mismo voy.
Declan abrió por fin los ojos, castigados por una mala noche de mucho alcohol y poco sueño. Las ojeras, el mal olor corporal y aquel pelo rebelde despeinado no consiguieron apartar de mi mente el pensamiento único instalado allí desde hacía tiempo: quería besar a ese hombre. Lo deseaba, lo necesitaba imperiosamente, y estuve tentada de lanzarme allí mismo, en la intimidad de su habitación.
Pero la prudencia triunfó de nuevo y me obligó a salir de esa habitación antes de cometer una tontería. No podría enfrentarme a Declan en esas condiciones, así que esperaría a hablar con él en otro momento. A ser posible intentaría coincidir en algún recado que tuviera que realizar en los próximos días, decidida a zanjar el tema lo antes posible.
Con un nudo en el estómago y un puño invisible aprisionando mi corazón, regresé a nuestra casa con gesto compungido. Mi madre salía de allí en dirección hacia el huerto, cargada con un cesto con ropa recién lavada. El verano ya había llegado para quedarse, y la temporada alta parecía ofrecernos buenas perspectivas de huéspedes para la tórrida estación.
—¿Ya se ha despertado nuestro invitado? —me preguntó con retintín.
—Sí, madre, se está levantando.
—Imagino que estará en unas condiciones lamentables después de la juerga. No sé qué diversión es esa de emborracharse hasta perder el sentido, la verdad.
Yo continué hacia nuestra casa, aunque no llegué a entrar y me paré al instante al escuchar esta conversación a través de la puerta:
—¡Que sea la última vez, María! Si lo llega a ver tu madre, te manda con la tía Petra, o te mete en un colegio interno.
—Pero, ¡güelu! Si no he hecho nada, yo solo me divertía bailando y…
—No me hagas comulgar con ruedas de molino. Soy viejo pero no tonto. Sé lo que vi en el baile, no me hagas enfadar de verdad.
—Tú no lo entiendes, abuelo. Yo le quiero y…
—¡Se acabó! No quiero oír ni una palabra más. Que esta conversación no salga de estas cuatro paredes.
—No, pero yo…
—A tu cuarto, ya está bien. Espero que tu madre no llegue a enterarse, esas no son actitudes para una niña decente. No querrás que estemos en boca de todo el pueblo y te tachen de lo que no eres, ¿verdad?
—¡Ya no soy una niña! Y no he hecho nada malo, ninguno me entendéis.
—Se acabó, no lo voy a repetir más.
—Esto no se va a quedar así, ya lo verás…
La mocosa contestó en tono desafiante, y eso que el abuelo había querido evitar una catástrofe mayor. María estaba ofuscada y no atendía a razones. Mi madre terminaría por enterarse, Mariuca se chivaría después de mí, y al final acabaría todo como el rosario de la aurora. ¿Qué podía hacer yo para evitarlo?
Menos mal que no le había dicho nada al irlandés minutos antes, en su cuarto. Pero él debía de conocer el lío en el que se estaba metiendo. Declan no podía ser tan tonto, debía de haberse percatado de todo. Tanto de lo de María como de lo que yo sentía hacia él.
Estaba decidido. Sacaría el tema a la menor ocasión, aunque tuviera que utilizar a mi hermana para explicarle a Declan lo sucedido. Ya vería cómo afrontaba después mi propia situación. Y, sobre todo, lo que debía averiguar era si él jugaba con nosotras, si sentía algo por alguna, o si simplemente ese era el comportamiento de un irlandés ante las mujeres.