SUANCES, JULIO DE 1881

EL SUEÑO DE UNA NOCHE DE VERANO

 

Los días se me hicieron eternos hasta que recibí de nuevo noticias de Declan. Al parecer se había instalado en una vivienda amplia en el mismo centro de Santillana y había comenzado también a trabajar en la finca de Arístides Maestro, su enemigo según lo que me había relatado.

Después de la conversación con el irlandés me quedé bastante confundida. Por un lado, me sentía orgullosa de que Mclister quisiera pararle los pies a un supuesto criminal que pretendía seguir cometiendo fechorías en nuestra tierra después de sus desmanes en Cuba. Pero, por otro lado, estaba indignada con él por jugarse el tipo de esa manera. Nadie se lo iba a agradecer, y si salía mal, perdería mucho más de lo que hubiera podido ganar en caso de éxito.

Y luego estaba la cuestión personal. Seguía sin tener claros los sentimientos de Declan hacia mí, pero aquel dulce beso de despedida me llenó mucho más que el fogoso arrebato de pasión con el que nos dejamos llevar en el medio de la villa, antes de cruzarle la cara de un bofetón. Por una vez había sentido al Declan más sincero, al muchacho irlandés que partió de su tierra con rumbo incierto tras perder a su familia, buscando su lugar en el mundo. Un hombre que se había hecho a sí mismo y que había luchado contra viento y marea ante las duras circunstancias que la vida le había planteado a la hora de salir adelante.

Eso era lo que más me gustaba de Declan, aparte de su imponente fuerza de voluntad y una belleza varonil que me dejaba sin habla. Pero yo no era tan superficial, y a mí me había enamorado también su gran corazón y su nobleza de carácter, aunque él lo intentara disfrazar con socarronería y donaire, y se escudara en ese parapeto invisible que se había trenzado alrededor para no sufrir daños. Una firme coraza en la que yo había podido descubrir un mínimo resquicio y que pensaba aprovechar para colarme sin remedio en su corazón, por mucho que me costara.

Por eso mi cuerpo reaccionó de ese modo cuando le vi aparecer a lomos de un caballo bayo, por ese camino que tantas veces habíamos recorrido juntos, bordeando el barrio de la Cuba, mientras admiraba las vistas sobre la ría de San Martín.

—Buenos días, Amaya —saludó antes siquiera de que me percatara de su llegada.

—Buenos días, Declan —contesté algo sorprendida al verle a lomos del equino—. ¿Y ese caballo?

—Ya ves, una de las ventajas de mi nuevo trabajo —contestó guiñándome el ojo.

El maldito irlandés seguía en sus trece, sin tomarse nada en serio. Quizás era una buena estrategia, de ese modo no se preocuparía por los problemas que le podía acarrear haberse metido en la mismísima boca del lobo. Yo le seguí el juego, no tenía ganas de comenzar una discusión. Más bien lo que deseaba era lanzarme a su cuello y besarle hasta que se hiciera de noche, e incluso más allá.

Pero no pude, ya que Declan seguía subido en su jamelgo y me acompañaba al paso mientras yo enfilaba el camino de entrada a Casa Abascal. ¿No se pensaba bajar del animal, o qué? Mclister seguía a lo suyo, sacándome de quicio a la menor oportunidad, aunque quizás él ni siquiera era consciente.

—¿Piensas entrar montado en mi casa?

—No, Amaya, disculpa —dijo Declan antes de bajarse del equino—. Estoy un poco nervioso: vengo a hablar con tu familia y a disculparme ante ellos.

—Vaya, veo que no me incluyes a mí. ¿No me merezco una disculpa o una explicación?

—Yo, perdona, no sabía si…

—Anda, tonto, te estaba poniendo a prueba, nada más. No quería molestarte, ni cargar más peso sobre tu conciencia. Además, con las explicaciones del otro día tuve suficiente, por lo menos hasta que te veas con ánimos para afrontar esa conversación que tenemos tú y yo pendiente.

—¿Cómo…?

—Nada, ya habrá tiempo. Lo primero es lo primero, mayoral —le solté medio en broma—. Tendrás que enfrentarte al juicio sumarísimo de la familia Abascal, voy a reunirlos a todos. ¿Estás preparado?

—Ni mucho menos, Amaya. Pero bueno, vamos allá.

Le dejé esperando en el antepatio de nuestra finca, a medio camino entre la casona de huéspedes, donde él se había instalado durante los últimos meses, y la vivienda familiar. Me adentré primero en el edificio principal en busca de mi madre, pero me topé de bruces con mi abuelo, al que le resumí la situación, sin mencionarle de momento nada de Arístides y compañía. El güelu se apiadó del irlandés —había sentido debilidad por él desde el primer día— y salió al exterior para hacerle compañía. Mientras, yo seguí buscando al resto de la familia, con la intención de reunir el cónclave sin que mi madre pusiera el grito en el cielo.

—Tengo mucho que hacer, no puedo perder el tiempo con tonterías. Si ese muchacho no ha querido volver aquí, sus razones tendrá, yo no soy quién para echarle nada en cara. Además, viendo lo sucedido en nuestra casa, es mejor que se mantenga alejado de nosotros, por el bien de todos.

Mi madre lo dijo sin despegar sus ojos de los míos, esperando quizás encontrar una respuesta a la pregunta que le rondaba desde hacía tiempo. Yo no le di oportunidad y desvié la vista, antes de que se percatara de mi azoramiento. Lo primero era afrontar las disculpas de Declan a la familia. Ya tendríamos tiempo de encarar otro problema más adelante: la posibilidad de que Declan y yo comenzáramos una relación, algo que no llenaría de gozo ni a mi progenitora ni a mi hermana María.

Cuando llegué junto a mi hermana, ella no quiso saber nada del asunto. No quise insistir demasiado, así que la ignoré deliberadamente y le di a entender que nos íbamos a reunir toda la familia en un rato, con su presencia o sin ella. Pareció que mi leve desprecio la hería en su orgullo, y la niña me siguió como un perrito faldero. Aunque yo sabía que el volcán iba por dentro y podía entrar en erupción en cualquier momento. Para ella, Declan era el amor de su vida, y yo la mala pécora que me había interpuesto en su camino.

Un rato después conseguí reunir a la familia al completo y nos sentamos todos en el saloncito, expectantes ante las palabras de Declan. El irlandés se paseaba arriba y abajo, desazonado, mientras se frotaba las manos en un gesto que denotaba nerviosismo. Yo le intenté tranquilizar con la mirada y con un gesto le exhorté para que comenzara cuanto antes sus explicaciones.

—Buenos días a todos —saludó Declan al comenzar—. Esto es muy difícil para mí. Lo siento, estoy un poco nervioso.

—Abrevia, muchacho, tengo mucha tarea pendiente —soltó mi madre para añadir más leña al fuego.

—Sí, disculpe. Yo solo quería pedirles perdón por mi comportamiento de los últimos días. Verán, de hecho…

Al final no llegó la sangre al río. Declan se disculpó con toda la familia en un tono bastante ambiguo y general, sin entrar en demasiados detalles, asegurando que se había demorado más de lo necesario al intentar arreglar sus problemas burocráticos. Y que después, a su vuelta, se había cruzado con un problema grave, relacionado con sus últimos años en Cuba, que debía solucionar antes de reanudar su vida.

—No puedo contarles mucho más, primero debo averiguar lo que realmente sucede y afrontarlo yo solo. Después, cuando ya esté todo solucionado, regresaré a Casa Abascal si así lo desean.

Yo guardaba respetuoso silencio en una esquina, observando a los demás miembros de aquel particular sainete. Nelu sonreía al encontrarse de nuevo con su amigo irlandés, y el gesto sereno del güelu me hizo suponer que también estaba de nuestra parte, por lo menos en principio. María permanecía pensativa, casi ajena a todo, y eso me daba mucho más miedo. Intuía que podía sorprendernos con una de sus habituales salidas de tono, y la situación tal vez no lo soportaría. Y mi madre, por su parte, soltó amarras sin encomendarse a nadie.

—Eso habrá que verlo, Mclister. —El tono agrio de mi madre nos indicó que no estaba por la labor, y Declan no quiso insistir en la cuestión—. Muy bien, por mi parte hemos terminado, asunto concluido. Si me disculpáis, tengo mucha faena pendiente. Y tú, María, ven conmigo, necesito tu ayuda. No te retrases tú tampoco mucho, Amaya, tienes que hacerme unos recados.

—Sí, madre —refunfuñó María, acompañando a mi madre mientras nos lanzaba una mirada furibunda que hubiera fundido los polos.

Nelu salió también corriendo; prefería estar en la calle jugando que aguantando discusiones de los mayores. Declan se había quedado estupefacto ante el devenir de los acontecimientos. Tal vez esperara gritos, increpaciones o algo más, pero lo cierto era que le habían dejado hablar y nadie le había puesto ni un pero.

Yo preferí que sucediera así, no tenía ganas de enfrentarme a una gran bronca familiar. Tal vez María nos la guardara, y mi madre simplemente prefería olvidarse del asunto.

Sabía que mi madre no era tonta y que me aguardaba una conversación pendiente con ella. Pero ya tendría oportunidad, yo no pensaba adelantarla si ella prefería evitarla. Ni siquiera conocía yo lo que iba a ocurrir en mi relación con Declan, así que mucho mejor si me ahorraba una discusión con mi madre sobre una cuestión todavía incierta. Por no hablar del problema en el que andaba metido Declan, que, por mucho que no quisiera reconocerlo, me afectaba a mí también.

—Bueno, no les entretengo más, regreso a mis quehaceres. No quiero que mi nuevo patrón me eche en falta. Gracias por todo, don Ángel, ya nos veremos. ¿Me acompañas hasta la salida, Amaya?

Declan me miró un instante, implorando ayuda con la mirada. Mi abuelo se había quedado muy serio, plantado en medio de la puerta de salida, sin contestar y sin apartarse a un lado ante la despedida de Declan. Intenté reconducir la situación, pero el güelu se percató y me hizo un gesto con la mano con el que me hizo entender que aún no había dicho su última palabra.

—Alto ahí, irlandés, no tan deprisa. Tú y yo tenemos una conversación pendiente sobre mis nietas. Tal vez mi nuera haya querido quitarle hierro al asunto, pero yo no soy así. Además, no me gusta ver sufrir a mis niñas, y no te voy a permitir que les hagas daño a ninguna de ellas.

—Pero, ¡güelu! —repliqué ruborizada.

—Ni güelu, ni leches. Sal un momento fuera, Amaya, tengo que hablar con nuestro amigo.

Declan se alarmó, pues sabía que no tenía escapatoria. Intentó relajar su gesto y me indicó con la cabeza que todo iría bien. Yo me marché con los hombros caídos, temiendo que la trifulca que nos habíamos evitado con mi madre tuviera ahora lugar con mi abuelo. Él era el hombre de la familia en ausencia de mi padre y, aunque fuera anciano, todavía tenía autoridad y un carácter que podía asustar, a pesar de que no lo mostrara en la mayoría de las ocasiones.

Obedecí y salí de la casa. Quería quedarme allí fuera, junto a la entrada, para ver si conseguía entender lo que ocurría en el interior de la casona. Pero sentí un par de voces más altas que otras y me asusté. Enseguida pareció que los ánimos se calmaban y escuché una conversación, pero no comprendía bien de qué hablaban. Así que preferí alejarme de allí y buscar a Nelu para matar un tiempo que sabía se me haría eterno.

Al cabo de un rato largo vi cómo se abría de nuevo la puerta. Declan se asomó y me hizo un gesto para que me acercara. Parecía tranquilo, o por lo menos sus gestos no eran crispados. Eso era buena señal, aunque ignoraba lo que podía haber sucedido en nuestro saloncito. Tal vez mi abuelo le hubiera cantado las cuarenta a Declan, y al irlandés no le quedara más remedio que desaparecer de nuestras vidas si no quería meterse en más problemas. Pero yo no pensaba permitirlo; no después de creer que Mclister también estaba enamorado de mí.

—¿Qué ocurre? —pregunté asustada nada más llegar a su lado.

—Nada, no te preocupes, ya te lo contaré —replicó Declan entre murmullos—. Tu abuelo quiere hablar con los dos, nos espera dentro.

—¡Madre mía! —dije abochornada—. No sé si puedo hacerlo.

—No pasa nada, no te preocupes por tu abuelo, la cosa no va contigo —aseguró—. Le he contado por encima el problema que tengo en ciernes y le he dicho que quería pedirle consejo sobre unos detalles que habían llegado a mi conocimiento por casualidad. Y, como tú tampoco los sabes, ambos queríamos que estuvieras presente.

—Ah, menos mal, me habías asustado. Muy bien, te acompaño.

Declan me miró con gesto tierno y me agradeció con sus dulces ojos que estuviera a su lado en momentos tan complicados. Yo no podía hacer otra cosa. Por fin me había dado cuenta de lo que quería en la vida, y era estar con él. Así que nada ni nadie me impedirían permanecer junto al hombre que amaba.

—Creo que lo que tiene que decirnos Declan puede ser importante. De momento, sabemos que sus nuevos amigos hablaban del pretendiente carlista, don Carlos —comenzó mi abuelo—. Este Borbón se autoproclamó duque de Madrid, pero no tiene ningún título, y mucho menos el tan cacareado nombre de Carlos VII con el que pretendía coronarse en España.

—Me suena de algo eso de los carlistas, güelu, pero la verdad es que ando bastante perdida en estas cosas. Metida en esta casa y sin salir de Suances, no se puede decir que tenga oportunidad de conocer lo que ocurre en el mundo.

—Muy bien, os daré unas breves pinceladas sobre el asunto, que viene de lejos y es largo de contar —afirmó el güelu.

No recuerdo todos los detalles pero, según nos contó mi abuelo, el carlismo había surgido en España como alternativa a la vigente dinastía borbónica. Por lo visto promulgaban que otra rama de la familia era la que realmente tenía la legitimidad sobre los derechos sucesorios. El problema llevaba años enquistado en nuestro país: los carlistas pregonaban que don Carlos María Isidro, hermano del rey Fernando VII, era el legítimo heredero al trono una vez muerto su hermano, y no su hija, la que después fue conocida como Isabel II.

—Según la ley, las mujeres no podían reinar, y como Fernando VII no tuvo descendencia varonil, cambió las leyes para que reinara su hija Isabel. Y, claro, a su muerte, se lio la de san Quintín. Tú no habías nacido, Amaya, pero los años 30 fueron muy sangrientos.

—Vaya, no tenía ni idea —aseguré.

—No me extenderé mucho, pero debéis entender que no solo era una guerra por los derechos dinásticos en nuestro país. También estaba en juego la forma de gobernarnos y la evolución que España tendría como nación a partir de entonces. Del absolutismo de Fernando VII se pasó al régimen isabelino, una época con más libertades, con visión progresista y abierta al mundo. No hay más que ver a nuestro buen rey Alfonso XII, que ha mejorado incluso a su madre, para comprobar cómo intenta llevar a España hacia la modernidad. Casi se podría decir que es el primer rey liberal de la historia. La otra rama, por el contrario, es más tradicionalista y, por supuesto, inmovilista. Promulgan una Corona más autoritaria y pretenden mantener los privilegios de la nobleza y el clero, con recios principios católicos y obviando el progreso que los nuevos avances industriales han traído a Europa.

—Creo que me he metido en algo que me queda muy grande, don Ángel —sentenció Declan compungido.

—No te preocupes, esto es solo una breve lección de historia. Pero quiero que sepas a lo que te enfrentas. Este país se convirtió en territorio abonado para una guerra europea.

El abuelo no quiso aburrirnos demasiado, pero al parecer a esa primera guerra civil sucedió otra similar una década después. Tuvimos entonces una paz de más de veinte años, hasta que el sucesor en los supuestos derechos dinásticos de la estirpe carlista, el tal Carlos María de Borbón, se levantó en armas, primero contra el efímero Amadeo I, y después contra Alfonso XII, heredero legítimo de la dinastía isabelina al ser hijo de la anterior reina.

—Desde luego nos haría falta mucho más tiempo para entender todas las implicaciones de este asunto. Y me quejaba yo de Irlanda. —soltó Declan por sorpresa.

—Bueno, ya termino, no os preocupéis —aseguró el güelu—. Don Carlos creyó que se podía aprovechar del destierro de Isabel II, pero no se salió con la suya. Y al entronar a Alfonso XII, los carlistas regresaron con más ímpetu. Se sucedieron diversas escaramuzas en Navarra y algunas poblaciones vascas, nada que ver con la sangrienta guerra de 1833. Pero el pretendiente tuvo que salir por piernas; de nuevo volvió a fallar. El general Martínez Campos le puso en su sitio y aplastó la insurrección. Y don Carlos se exilió en Francia, o eso creo.

Declan se quedó un momento pensativo, tal vez asimilando la lección acelerada de historia que nos había brindado mi abuelo.

—¿En qué piensas? —me adelanté al ver su gesto serio.

—No sé, no me termina de cuadrar todo esto. En casa de Arístides hablaban de ayudar al duque a recuperar el sitio que le corresponde. Lo que no entiendo es qué lugar ocupa el cubano en toda esta complicada trama. El hijo bastardo de un terrateniente español y una esclava de origen africano, nacido y criado en Cuba, no creo que tenga mucho que ver con trifulcas palaciegas ni derechos dinásticos de supuestos monarcas españoles. No me convence, la verdad.

—Tampoco es tan complicado, Declan, todo tiene que ver con el poder. Si como dices ese Arístides es un hombre rico, le habrá ofrecido dinero a esta gente para ayudarles en su tarea. ¿No me comentaste antes que un hombre trajeado y un militar se presentaron el otro día en su casa? —preguntó mi abuelo.

—Sí, es cierto. ¿Sería un general de los carlistas?

—Por la descripción que me has hecho del uniforme militar, sin duda. Y el otro tipo puede ser un representante político, abogado o similar; alguien que hable en nombre de don Carlos al no poder este regresar a España de momento, quizás un emisario.

—Sí, podría ser. Pero por mucho dinero que tenga mi amigo cubano, no creo que disponga del suficiente para sufragar una guerra y pertrechar a todo un ejército que se levante en armas contra el poder establecido.

—Bueno, no sabemos exactamente lo que tienen en mente. Pero estoy de acuerdo con Amaya: creo que deberías denunciarlo a las autoridades. Esto te queda demasiado grande y, por mucho que elucubremos aquí, desde un saloncito no vas a solucionar nada.

—No sé, no puedo abandonar ahora. Esta semana he confraternizado algo más con los hombres de Arístides, sin sacarles mucho en claro, la verdad. Debo insistir y averiguar lo que se proponen; sin pruebas no puedo hacer nada.

—Eso es cierto —afirmó mi abuelo.

Yo asentí y sin darme cuenta apreté la mano derecha de Declan con mi izquierda, para infundirle ánimos. No lo hice con mala intención, pero el güelu me lanzó una mirada reprobadora. Fue reconfortante sentir la piel caliente del irlandés entre mis dedos durante unos fugaces instantes, pero la vergüenza pudo más y lo solté unos segundos después.

—Algo malo se traen entre manos. Y si son tan bocazas como para lanzar bravatas por ahí, miedo me da lo que de verdad estén tramando en la oscuridad de sus aposentos.

—¿A qué te refieres?

—El otro día, uno de los lugartenientes de Arístides me dijo cuando estaba borracho algo que se me quedó grabado, aunque no le había encontrado ningún sentido hasta ahora.

—¿El qué, alma de cántaro? —preguntó mi abuelo.

—Dijo: «Le vamos a dar su merecido al bastardo de la Isabelona. ¡Un brindis por don Carlos!». Y, entonces, otro de los allí presentes le pegó una patada e impidió que siguiese diciendo tonterías en público.

—Está claro, se refería a nuestro actual rey, Alfonso XII. Yo ni confirmo ni desmiento, pero a Isabel II la llamaban «La Isabelona», y se rumorea que era algo ligera de cascos. Vamos, que tuvo varios embarazos, pero al parecer ninguno encargado por su legítimo esposo.

—Mejor no digo nada. La catadura moral de vuestros reyes deja mucho que desear en la tan cacareada monarquía católica de la vieja España.

—Ya lo sé, en el pecado llevamos la penitencia. Pero, bueno, son nuestros monarcas y prefiero seguir teniendo a Alfonso XII de rey que soportar otra guerra que quizás pase a mayores y ser gobernado por un meapilas como don Carlos.

¡Güelu! —le reprendí ante su afirmación.

—No te asustes, niña. Este anciano todavía tiene sangre en las venas. Y sí, soy un sentimental, pero es mi opinión. Lo que no quiero para mis últimos años, y sobre todo para vosotros, mis descendientes, es que volvamos a los tiempos del absolutismo de su abuelo Fernando VII, sin más derechos y obligaciones que servir a nobles y curas.

—¡Bien dicho! —le aplaudió Declan.

—Vale, me habéis convencido. Pero, entonces, ¿qué se propone esta gente? —pregunté.

—No lo sé, y es lo que tengo que averiguar. Intentaré conseguir más datos si es que planean una insurrección militar, aunque no creo que me sea fácil.

—Ten mucho cuidado, Declan —terció el güelu—. Después de todo, tú eres extranjero en estas tierras, y ni te van ni te vienen estas escaramuzas entre familias de sangre azul.

—Tal vez tenga razón, don Ángel. Pero La Montaña es la tierra que me acogió con los brazos abiertos y donde pretendo seguir viviendo. —Declan se detuvo un instante y me miró, con esos ojos profundos que me derretían hasta las entrañas. Me estaba enviando una señal, y yo me acaloré al saber que él quería quedarse en nuestra región por mí—. Además, a Arístides se la tengo jurada, y por mis antepasados celtas que impediré que se salga de nuevo con la suya.

—Muy bien, mantenedme informado. Y, si necesitáis cualquier otra cosa, no dudéis en acudir a mí. Del otro asunto, parejita, ya hablaremos.

El anciano me miró un instante y yo me ruboricé de nuevo. Me levanté entonces como un resorte, dispuesta a acompañar a Declan hasta la salida. Mclister se despidió también de mi abuelo, y ambos salimos al antepatio.

—Te acompaño hasta la curva del mirador —afirmé mientras Declan desataba a su caballo.

Ambos salimos de la finca en silencio, tal vez pensando cada uno en nuestras cosas. No había pasado ni una hora desde que nos habíamos vuelto a encontrar, y la verdad es que todos los asuntos pendientes habían avanzado bastante en tan poco tiempo.

El encuentro entre Declan y mi familia no había sido tan malo como esperaba, aunque todavía ignoraba lo que habría sucedido entre Declan y mi abuelo al quedarse los dos allí encerrados hablando. No pensaba sacar el asunto, por lo menos de momento. Seguro que el irlandés me lo comentaría en cuanto estuviera preparado. El güelu habría dejado clara su postura: solo deseaba que no se hubiera excedido con el hombre al que amaba.

Mi madre prefirió obviar aquella cuestión y dejarnos a nuestro aire. Seguía rumiando todo lo sucedido en la familia a cuenta de Mclister, por lo que supuse que no sería tan fácil que se olvidara de todo. Por lo menos ella no había añadido más leña al fuego, y yo se lo agradecí en silencio. Al igual que a mi hermana María, que nos deleitó con algunos de sus mejores gestos de desprecio y miradas furibundas, pero no se salió del guion establecido.

Y luego estaba el asunto de los carlistas y todo lo que conllevaba. La lección de historia me había dejado ligeramente confundida. Y, sin embargo, desconocíamos las verdaderas intenciones de los conspiradores. Si es que de verdad tramaban algo contra la Corona, que todavía estaba por ver. Aunque viendo los antecedentes de unos y otros, ya fuera Arístides o sus interlocutores carlistas, podíamos deducir que allí se fraguaba algún tipo de traición hacia la monarquía española.

Llegamos al sitio indicado, una curva pronunciada donde comenzaba realmente el camino que bordeaba todo mi barrio, con un mirador natural sobre la imponente ría de San Martín. Declan parecía no tener prisa, pero yo debía volver cuanto antes a casa; no deseaba irritar aún más a mi madre. Se lo hice saber con gestos algo nerviosos e intranquilos, mientras él demoraba todavía el momento de nuestra despedida.

—Es duro marcharme de nuevo ahora. Y más después de todo lo que nos ha contado tu abuelo. No sé si estoy preparado para esto; en el fondo soy un bocazas.

—¿Estás asustado? No importa, es lo normal. Ya te he dicho que no te tienes que encargar tú de este maldito asunto, y el güelu te lo ha confirmado. ¿Qué demonios se le ha perdido a un irlandés en toda esta historia?

—Sí, ya sé, puede que tengas razón —respondió—. Y por supuesto que tengo miedo; si no lo tuviera, quizás fuera ya hombre muerto. Estoy atento, alerta, siempre en tensión y eso no es bueno para mi salud. No duermo por las noches, no rindo en el trabajo, y la situación comienza a pasarme factura. Pero creo que todo se va a precipitar en estos días. Sé que Arístides tiene otra reunión con un par de personas importantes, intentaré conseguir más datos sin arriesgarme más de la cuenta.

—¡Por favor, Declan! —grité acongojada—. Esto es muy peligroso, quiero que abandones. Tu valentía está fuera de toda duda, no tienes que demostrar nada a nadie. Iremos a las autoridades con la información que tienes, y que ellos decidan. Ya no sería asunto tuyo y podríamos respirar tranquilos.

—No, yo no soy así. En mi casa me enseñaron a terminar las cosas que empezaba. Y con esa sentencia me refiero a todo tipo de cosas, no creas que me escabullo. Ya he cumplido con lo de pedir disculpas a tu familia y la situación ahí dentro ha sido rara, ¿verdad?

—Sí, el mundo al revés. María ignorándonos y mi madre fingiendo que no sabe lo que ha sucedido. Sin embargo, ha sido mi abuelo el que te ha echado la bronca, ya me contarás.

—No ha sido para tanto, no te preocupes. Él me ha dado su punto de vista, bastante razonable he de decir, y yo le he contado mis argumentos. Al final hemos alcanzado un acuerdo entre caballeros, así que todo arreglado. Don Ángel es un buen hombre y te quiere con locura.

—Pero…

—Nada, ya lo hablaremos. No quiero que te vuelvan a reñir por mi culpa. Te echaré de menos, pero prometo regresar aquí enseguida. Tanto si averiguo algo más como si no, volveré el domingo. Habla con tu madre, a ver si te da el día libre. Me gustaría pasarlo contigo sin preocupaciones de ningún tipo: podríamos ir a comer por ahí, o a la playa, o recorrer la comarca a lomos del noble bayo que me han dejado.

—Me encantaría, pero no sé si podré escaparme. Ya sabes que hay mucho trabajo en Casa Abascal, y más en plena temporada alta.

—Seguro que sí, tonta. Anda, vuelve a casa. Pórtate bien en estos días y verás cómo tu madre te da permiso. Al fin y al cabo tengo el beneplácito de don Ángel para cortejarte. Así que no tienes excusa.

¿Cortejarte? ¿Declan había dicho cortejarte? Una nube pasó a recogerme sin darme cuenta y me alzó hasta los cielos en un santiamén. En un instante se me habían olvidado las preocupaciones y me sentí de nuevo como la mujer más feliz del mundo.

Declan saltó de improviso hasta lo alto del caballo, pero antes me dejó sin habla al robarme un beso fugaz que me supo a poco. No quería que nos sorprendieran allí en medio, así que lo había hecho sin avisarme. Espoleó al caballo y se alejó camino adelante, dibujando una enorme sonrisa en su bello rostro; sonrisa que se apoderó también de mi semblante durante esos segundos mágicos en los que pude saborear un momento único.

Regresé a casa con los ánimos renovados. Las dificultades serían extremas, en ese y en otros asuntos en los que nos encontrábamos involucrados, pero tenía confianza en nuestras posibilidades. Al fin y al cabo, el amor siempre triunfa, o eso quería creer con mi inocencia juvenil. Inocencia que tendría que ser desterrada para siempre si quería sobrevivir a los acontecimientos que el destino nos tenía preparados.

Pasaron los días con lentitud, asustada ante el futuro que se le presentaba a Declan. La intranquilidad se apoderó de mí y no conseguía concentrarme en nada, temerosa de que Arístides descubriera que Declan le espiaba y todo se precipitara de mala manera. Un hombre de su calaña tal vez no pestañearía a la hora de acabar con la vida de alguien que le traicionaba en su propia casa. Y si él no quería mancharse las manos, siempre podía disponer de sus matones, un detalle que helaba la sangre en mis venas.

Con esta situación que me crispaba los nervios, no había tenido ni el tiempo ni la oportunidad de pedirle permiso a mi madre para ausentarme el domingo. Era un día festivo, pero yo sabía que en Casa Abascal siempre había tarea por hacer.

Llegó la mañana del domingo y yo no albergaba ninguna esperanza, pero mi abuelo me tenía preparada una sorpresa. Me crucé con él en el pasillo y vi que salía arreglado de su habitación, con el rostro relajado y contento. Yo me había perdido algo y tenía que averiguar lo que sucedía.

—Buenos días, güelu. Vaya, vas hecho un pincel; veo que te has acicalado a conciencia —bromeé con él—. ¿Qué se celebra hoy?

—Poca cosa, Amaya, no te creas. Nos vamos a pasar el día fuera, ya sabes, creo que tu madre nos preparará una cesta de comida por si acaso.

Seguramente se me tuvo que iluminar el semblante y no me puse a saltar de alegría allí mismo de milagro. No sabía cómo lo había conseguido el güelu, pero mi madre había cedido, aunque imaginaba que no habría puesto muy buena cara.

—¿A Santillana? —pregunté casi a gritos.

—Claro, criatura, pero baja la voz. Le conté a tu madre que tenía asuntos que atender en Santillana, aparte de conocer de una vez las dichosas cuevas rupestres, y que necesitaba ayuda para conducir el carro. ¿Quién mejor que mi nieta preferida para conducir el carromato y acompañarme a la hora de cumplir con mis encargos?

—¡No me lo puedo creer! Mi madre sabe perfectamente que Declan anda por Santillana y se puede imaginar que…

—No te preocupes, si desconfía no es asunto nuestro. Tenemos su permiso y debemos aprovecharlo, así que espabila.

—¿Cuándo marchamos?

—Lo antes posible, no vaya a arrepentirse tu madre a última hora.

Un rato después atravesábamos los límites de la finca subidos en el carromato y enfilamos el camino que bordeaba nuestro barrio. No era la mejor manera para salir de Suances en dirección Santillana ya que habría que dar un buen rodeo, pero quería comprobar si Declan asomaba por el sendero donde habíamos disfrutado de algunos de nuestros mejores momentos. El irlandés me había asegurado que vendría a buscarme y no quería que nos cruzáramos por el camino.

Esperamos allí plantados, al lado del mirador, durante un rato que se me antojó eterno. Declan no apareció y, sin embargo, algunos de nuestros vecinos sí desfilaron por allí, y además de saludarnos nos preguntaron qué hacíamos parados en ese lugar. Mi abuelo se los quitaba de en medio como podía, pero en los pueblos ya se sabía. Al final tuvimos que comenzar a movernos; no podíamos seguir en el mismo lugar por más tiempo.

—Dale brío antes de que los vecinos monten una reunión parroquial a nuestro alrededor.

—Ahora mismo, güelu —contesté enseguida. Mi abuelo no soportaba los cotilleos, y en mi pueblo, como en otros muchos de España, estaban a la orden del día. Lo mejor sería largarnos de allí y que los habitantes del barrio de la Cuba siguieran a lo suyo, sin preocuparse de nosotros.

Un puño de hierro apretaba mi estómago, y el corazón me palpitaba a toda velocidad. Pero obedecí al anciano y arreé al mulo, esperando que nos cruzáramos con Declan más adelante. Por desgracia eso no llegó a producirse en la media hora siguiente, por lo que el malestar empezó a pesar en mi ánimo.

El anciano intentó entretenerme al percatarse de mi pesimismo. Comenzó a contarme sus batallitas, recuerdos y anécdotas de su infancia y juventud. Muchas ya las conocía, y otras me sonaban, pero él siempre se las apañaba para añadir algún detalle nuevo, algún giro emocional que le aportara mayor valor a la narración. Y es que el güelu tenía alma de trovador o juglar, siempre lo había dicho.

De ese modo conseguí olvidarme de nuestros problemas y quise creer que nada iba a salir mal. Poco antes habíamos dejado atrás el término municipal de Suances y nos dirigíamos a buen paso hacia Santillana del Mar. Un camino que ya habíamos recorrido en otras ocasiones, la última con motivo de la infructuosa visita de mi abuelo a las cuevas de arte prehistórico.

¿Nos dejaría el güelu a Declan y a mí a nuestro aire, o haría de carabina de la pareja? No le veía yo en esa tesitura. Pero si quería ejercer de cabeza de familia que controlara al pretendiente de su nieta, algo debería haberse planteado.

La angustia no me abandonó en ningún momento, pero una pizca de esperanza prendió en mi corazón al sentir, a lo lejos, el golpeteo de los cascos de un caballo contra el terreno. No podía distinguir desde la distancia si se trataba de mi querido irlandés, pero todo podría ser. Nos hallábamos en un camino bastante transitado, y más al tratarse de una jornada festiva, un soleado día de verano que invitaba a desplazarse, pero la esperanza anidó en mí de un modo que no sabría explicar.

Poco después pude atisbar la silueta de Declan a caballo, una simbiosis perfecta con el equino que se asemejaba a algún animal mitológico. Él nos vio también de lejos, saludó con la mano y puso su corcel al galope para llegar hasta nuestra posición lo antes posible. Tal vez no se había percatado de la presencia de mi abuelo, ya que torció ligeramente el gesto al vernos aparecer a los dos juntos, sentados en el carromato; pero enseguida se rehizo y nos regaló una de sus magníficas sonrisas antes de saludarnos.

Declan me interrogó con la mirada, y yo me encogí de hombros. El anciano parecía haber tomado la iniciativa y yo no pensaba contradecirle en nada. No después de haberme proporcionado la posibilidad de encontrarme con Declan, y mucho menos sin atisbar todavía lo que tenía en mente para ese día que quedaría grabado en mi memoria para siempre.

—¿Estás bien, Declan? —pregunté.

—Sí, estoy bien, ahora os cuento las novedades. ¿Hacia dónde se dirigen exactamente, don Ángel? —preguntó Declan con fingida indiferencia.

El anciano le observó con gesto divertido, alternando su mirada entre Declan y yo. No sabía lo que le hacía tanta gracia, pero me lo pude imaginar.

—A Santillana, muchachu, ¿adónde si no?

Declan acompasó el trote de su caballo, mucho más ligero que el paso de nuestro carromato. El viejo mulo no estaba en su mejor momento y no teníamos prisa. Mientras, aproveché para interrogar a Declan. Llevábamos varios días sin noticias suyas, y seguro que algo nuevo tendría que contarnos sobre su patrón y el resto de personajes de la oscura trama.

—Y bien… ¿qué ha sucedido en estos días?

—Bueno, sigue habiendo mucho movimiento en la finca. Pero a mí me han tenido bastante apartado mientras me ocupaba de todas las tareas encargadas. Creo que Arístides no sospecha nada, está más preocupado por otras cosas. Además, hoy es un día señalado para él: tiene un viaje importante.

—Imagino que, al ser hoy domingo, has tenido menos problemas para escaparte de allí —aventuró mi abuelo antes de que Declan asintiera con la cabeza—. ¿Y adónde iba el pájaro, si puede saberse?

—Creo que a Comillas. Vuestro vecino, el tal Barreda, ha venido a buscarle esta mañana temprano. El otro día escuché algo de una reunión en no sé qué palacio de Comillas, juraría que van a ver al marqués.

—Vaya, esto cambia el cuento y le da otro matiz diferente. Seguro que te refieres al palacio de Sobrellano.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

El anciano hizo un gesto con la cabeza, quizás buscando las palabras adecuadas. Yo conducía el carruaje casi por inercia, y Declan se había acercado a nosotros lo máximo posible. Ambos intercambiamos un gesto de complicidad y esperamos la sentencia de mi abuelo.

—En un primer momento pensamos que Arístides estaba confabulándose con enemigos del Estado, ya fueran carlistas u otra gente de similar calaña. Hablamos del derrocamiento de Alfonso XII, de una posible sublevación militar y demás.

—Sí, ya recuerdo —aseguré—. ¿Qué ha cambiado ahora?

—Bueno, Amaya, está claro. Barreda es socio y amigo del marqués, y se lleva al cubano para presentárselo al gran hombre. Algo falla en esa ecuación; no me cuadra. A no ser que Arístides esté jugando a dos bandas.

—Sí, eso podría ser. El muy sibilino hacía lo mismo en la plantación. A mí me contaba una cosa de los trabajadores del ingenio, a ellos les decía otra y a su padre una tercera, diferente a las demás, para que todos anduviéramos a la gresca siempre. Le encanta sembrar cizaña y siempre tiene un as en la manga. Puede ser plausible, sí, pero sigo sin entender los mecanismos de su mente retorcida.

Declan soltó esa parrafada del tirón, y mi abuelo se quedó un momento pensativo.

—Lo que dices es cierto, Declan, debe de tener un as en la manga. Tal vez Arístides se juegue parte de su patrimonio en el alocado plan de los carlistas, sea el que sea. Pero se ha guardado una parte importante para impresionar al marqués, no os quepa duda. Si invierte en sus negocios o le facilita algo que necesite don Antonio, tal vez el noble tenga que pagárselo después con creces. Y todos sabemos que al marqués le nombró grande de España el mismísimo Alfonso XII. Creo que son grandes amigos y puede que el cubano intente jugar a lo seguro.

—Demasiado rebuscado me parece.

—No te creas, hija. Esta gente no tiene una mente como la nuestra: Arístides estará analizando los pros y contras de apostar con fuerza a una cosa o a la otra. Y, para no pillarse los dedos, sigue trabajando en dos posibles planes para obtener lo que desea: más dinero y poder, aparte de mejorar su posición social; es la única explicación. Se guarda las espaldas ante posibles inconvenientes.

—Vamos, que no le importan los carlistas ni los alfonsinos. Él sigue mirando por lo suyo, como siempre —afirmó Declan.

—Claro, tú le conoces mejor que nosotros. Lo mío son puras conjeturas, pero creo que pueden tener algo de sentido. De todos modos, tal vez sea otra cosa, no lo sabemos. Ahora recuerdo que el otro día me contó Enrique, el concejal de Suances, que la familia real está pensando hacerle una visita a su amigo el marqués.

—¿En Comillas? —pregunté.

—Sí, eso creo. Los reyes pasan temporadas en Santander, y Comillas no queda tan lejos. Tal vez se dignen visitar la zona, sería todo un acontecimiento.

—Desde luego, yo no me lo perdería por nada del mundo.

Mclister no dijo nada, pero su semblante se había tornado siniestro. Seguramente intentaba ordenar las diferentes piezas del rompecabezas en su cabeza, sin tener una idea clara de todos los matices. Y es que aquella trama se nos escapaba de las manos, y sin todos los datos lo único que podíamos hacer era elucubrar.

—Bueno, ya lo iremos viendo. De momento, estamos llegando a Santillana —afirmé— ¿Hacia dónde vamos?

—Vamos a la plaza principal. Después, ya veremos.

El patriarca de los Abascal dijo la última frase en un tono misterioso, jugando todavía con la situación. Ninguno dijimos nada y yo obedecí sus órdenes, con Declan a nuestra vera en todo momento.

Nada más parar nuestro vehículo —la villa estaba atestada de gente, se notaba que era domingo y los visitantes querían disfrutar del buen tiempo—, ayudé a bajar al anciano del pescante. Declan descabalgó también y se acercó a nosotros, pero sin relajarse del todo. Al fin y al cabo ambos queríamos abrazarnos, tocarnos y sentirnos, aunque no era el momento ni el lugar, ni por supuesto, la compañía soñada para recrearnos en nuestros cuerpos.

—Amaya, acércame el capazo con la comida, anda.

—Sí, claro, ahora mismo.

Declan nos miraba sin entender nada, pero yo obedecí. Entonces, en un rápido movimiento y sin encomendarse a nadie, mi abuelo cogió una amplia bandolera que llevaba Declan prendida debajo de la silla de montar.

—Con tu permiso…

Mi abuelo cogió parte de la comida preparada por mi madre, colocada con mimo en el capazo, y la guardó entonces en la bandolera. Me pasó de nuevo la cesta para que la dejara otra vez en el pescante del vehículo y le entregó a Declan su bandolera ya cargada.

—Ahí tenéis, jóvenes. Espero que os aproveche.

Declan y yo nos miramos confundidos, sin creer lo que nuestros ojos estaban viendo. ¿Sería posible?

—Venga, largaos de aquí antes de que me arrepienta. Pero eso sí, irlandés, te advierto una cosa.

—Lo que usted diga, don Ángel.

—La quiero aquí de vuelta a las seis de la tarde, que luego se nos hace de noche en esos caminos de Dios para regresar a casa. Y, por supuesto, tiene que volver sana y salva, tú ya me entiendes.

Mi abuelo le dio un sonoro golpetazo a Declan en la espalda para acompañar su última frase. Mclister enrojeció entonces hasta las orejas, y yo tampoco supe dónde meterme. Ambos asentimos y nos separamos de él, pero antes nos despedimos con emoción del artífice de aquel pequeño milagro: nuestro primer día juntos como una pareja que quería conocerse mejor, lejos de miradas indiscretas.

—Muchas gracias —respondimos al unísono.

El anciano negó con la cabeza, como si se arrepintiera de sus actos. Nosotros no le dimos oportunidad de echarse atrás y nos alejamos de allí andando. Declan llevaba las riendas del caballo en la mano. Cuando perdimos de vista a mi abuelo, paramos un instante y relajamos nuestros músculos, tensos ante una situación tan irreal.

—¿Tu abuelo acaba de hacernos de alcahuete o como se diga?

—Sí, Declan, eso mismo. Nunca lo hubiera dicho, la verdad. Pero es que mi abuelo es genial, creo que ya te habrás dado cuenta.

—Desde luego, Amaya. Don Ángel es un gran hombre, eso ya lo suponía, pero su comportamiento con nosotros lo confirma.

—Bueno, ¿y ahora qué?

—La verdad es que no he tenido mucho tiempo de preparar nada, Amaya, espero que no te arrepientas de haber venido hasta aquí.

—Ni lo sueñes, irlandés. Solo por estar aquí contigo, lejos de las miradas de las cotillas de mi pueblo, hubiera pagado todo lo que tengo en esta vida, que no es mucho, pero bueno. —No me importaba ser sincera con él, ya había perdido demasiado el tiempo con tonterías. Sí, le estaba abriendo mi corazón, pero quizás Declan lo necesitara para soltarse también él, si es que de verdad sentía lo mismo por mí—. Además, lo que importa es que estemos aquí juntos los dos, ¿no? Lo demás es secundario. Seguro que se nos ocurre algo para pasar el día. Confío en nuestra imaginación.

Añadí esta frase con un gesto al que quise conferir picardía, pero Declan pareció no comprenderme. Tal vez él siguiera pendiente de mi abuelo, aparte de que a él sí le empezaban a conocer en Santillana, nada menos que como empleado de Arístides Maestro, el rico hacendado llegado de Cuba. A lo mejor no había sido tan buena idea después de todo el quedarnos allí.

—Estaba pensando en algo: tal vez te gustaría acompañarme a un sitio.

—¿Dónde, si puede saberse? —pregunté pensando en su nuevo hogar.

Un sofoco comenzó entonces a apoderarse de mí. La culpa y la vergüenza me perseguían, pero mi cuerpo se rebelaba contra las doctrinas moralistas adquiridas en una sociedad en la que estaba muy mal visto que un hombre y una mujer permanecieran siquiera juntos un rato si no estaban casados o eran parientes, todo gracias a los recios principios cristianos que nos gobernaban desde hacía siglos. Aunque los nobles y reyes no tenían esos problemas y se saltaban esos preceptos a la menor oportunidad. Pero, claro, nosotros no pertenecíamos a la alta sociedad y nunca lo haríamos.

Declan se percató de mi estado y sonrió maliciosamente. No sabía lo que pasaba por su mente, pero yo lo tenía muy claro. No me importaba lo que pensaran los demás, solo quería disfrutar de los besos y las caricias de Declan, y para mí no había nada más en el mundo. Anhelaba ese momento, lo deseaba con todas mis fuerzas, y mi cuerpo ansioso lo demandaba por todos sus poros.

El rubor tiñó mis mejillas, pero conseguí aguantar el tipo. Declan me miró con descaro, con esos ojos profundos en los que me perdía cada vez que los posaba en mí. Utilizó su embrujo para llevarme a su terreno y supe que estaba perdida de antemano. Él anulaba mi voluntad y yo quería entregarme a él, en cuerpo y alma.

Pero Mclister tenía otra cosa en mente, por lo menos en ese instante. Me besó con dulzura en los labios y se separó sin darme tiempo a reaccionar. Refunfuñé al ver cómo me quitaba la fruta prohibida, pero él me pidió paciencia con la mirada. Debía esperar, ser paciente, disfrutar de cada instante hasta que llegara el momento adecuado. Si él lo quería de ese modo, yo no le iba a estropear la sorpresa.

—Don Andrés siempre me hablaba de un enclave muy especial de su tierra, un lugar mágico al que solía acudir en su juventud. No he tenido tiempo de buscar su ubicación exacta, pero tal vez nos pueda ayudar alguien del pueblo. Creo que no queda muy lejos de aquí.

—¿Cómo se llama el sitio? —pregunté curiosa.

—Creo que es algo así como la ermita de Santa Justa.

—Claro, está muy cerca de Suances. Pertenece a Ubiarco, pero no está demasiado lejos de aquí. Es un sitio precioso y me encantará enseñártelo si quieres.

—¿Seguro?

—Seguro, tonto, vámonos enseguida. No sé cuándo subirá la pleamar, pero mejor no encontrárnosla en todo su apogeo.

—De acuerdo, tú mandas. ¿Sabrás guiarme?

—Claro, yo te indico.

Declan me ayudó a montar en el caballo y él se acomodó delante antes de que me diera cuenta. Colocó también la bandolera con la comida, sujeta por las cinchas de la silla de montar, justo antes de espolear al caballo sin que le hubiera dado ninguna indicación.

Me agarré tímidamente a su cintura, pero enseguida puso el caballo al galope y tuve que asirme mejor para no salir despedida. Declan parecía contento, contagiado de una alegría de vivir que me hizo temblar de la cabeza a los pies. Aquel sentimiento se lo producía yo, pensé con deleite, y mi cuerpo se estremeció entero cuando el irlandés me cogió de las manos y las apretó con fuerza sobre su cuerpo. Yo estiré mis brazos y me agarré a su pecho, posando la cabeza en su espalda para acompasar nuestros cuerpos al vaivén del caballo.

Me olvidé de todo y me dejé llevar por las sensaciones. De vez en cuando levantaba la cabeza, respiraba aire puro y sentía la brisa fresca que me golpeaba en el rostro. Con la velocidad del caballo y el ruido de los cascos al golpear contra el suelo, aparte del viento que nos azotaba, no podíamos apenas hablar. Así que apretaba a Declan en su costado izquierdo o en el derecho, dependiendo de la dirección que quisiera indicarle para proseguir nuestro camino.

Poco después comenzamos a escuchar el rumor de las olas al chocar contra los acantilados. Mi Cantábrico andaba algo revuelto, aunque en un día tan despejado la marejada no sería demasiado peligrosa. Yo había visto cómo el mar se tragaba barcos y personas, y arrasaba también playas y lo que encontrara a su paso cuando la fuerza de la naturaleza se mostraba en todo su esplendor.

En comarcas como la nuestra terminábamos por acostumbrarnos a esos sucesos. El mar nos lo daba todo, pero también nos lo quitaba. A mis pocos años ya había asistido al funeral de algún vecino pescador, tragado por las inmisericordes aguas negras de un mar más que traicionero cuando arrecia la galerna. Sepelios sin cuerpos presentes, ya que la voracidad del mar no permitía muchas veces recuperar los restos de las embarcaciones destrozadas; esos pobres barcos que parecían de papel cuando una tormenta del Cantábrico los engullía. Un espectáculo único para ver desde la orilla, a salvo y en tierra firme, pero algo muy diferente cuando te enfrentabas con olas gigantes desde una pequeña embarcación poco preparada para esos terribles embates del mar.

Instantes después nos detuvimos para contemplar el paisaje. No sabía si Declan había mandado parar al caballo o este se había detenido por su propia voluntad, pero lo entendía perfectamente. La panorámica dejaba sin aliento, y allí permanecimos, ensimismados, admirando un escenario de los que quedan para siempre grabados en tu retina.

—Esto es impresionante. No me extraña que don Andrés lo echara de menos, menudo lugar.

—Todavía no has visto nada. Dirige al caballo por ese sendero, vamos a acercarnos un poco más a la playa.

Afortunadamente la marea no se encontraba alta y pudimos incluso ver un trozo de playa en aquel rincón salvaje de nuestra geografía. La pequeña playa de Santa Justa era devorada por las olas cuando subía la pleamar, y el agua espumosa alcanzaba incluso las paredes de roca del acantilado que limitaba la ensenada por la derecha, lugar donde se encontraba enclavada una de las construcciones más pintorescas de toda la región.

—¿Está realmente construida en la roca? —preguntó entusiasmado Declan.

—Sí, ahora lo verás mejor.

Mclister se refería a la ermita de Santa Justa, una construcción incrustada en la misma roca del acantilado. Dos paredes del edificio estaban construidas por la mano del hombre con piedra caliza, pero las otras dos paredes eran completamente naturales, formadas por la misma cueva creada en el acantilado por la erosión del mar a lo largo de los siglos.

—Anda, vamos a bajar del caballo. El animal no puede seguir mucho más.

—Sí, será lo mejor.

Desmontamos del bayo y Declan lo ató a un recio arbusto que encontramos de camino. El sendero pedregoso era complicado, por lo que debíamos ir con cuidado para llegar hasta el borde de la pequeña playa sin torcernos un pie o algo peor.

No llevábamos recorridos ni cincuenta pasos cuando Declan se quedó parado un momento. Nos encontrábamos sobre una elevación del terreno, rodeados por suaves colinas repletas de frondosa vegetación, una vegetación de un verde salvaje que brillaba a la luz del sol: las lluvias de la primavera pasada habían provocado que los valles y colinas de La Montaña rebosaran vitalidad.

Unos metros más allá, frente a nosotros, las olas morían en la arena de la playa y llenaban de espuma toda la zona. La playita estaba encajada entre dos formaciones rocosas. La elevación de la izquierda era más suave, pero la que llamaba la atención de verdad era la situada a la derecha. Un acantilado de decenas de metros que desafiaba las inclemencias del océano, guardián silencioso de la bahía desde tiempos inmemoriales.

Y en la parte central de ese acantilado aparecía la peculiar ermita de Santa Justa. Por lo visto unos lugareños encontraron unas reliquias de la santa, allá por el siglo XII, y allí se construyó un santuario para honrarla. Tiempo después, ya en el siglo XVI, se edificó la actual construcción, mucho más recia y duradera.

Declan propuso entonces acercarnos hasta la ermita y yo acepté. Solo esperaba que la subida de la marea no nos sorprendiera en pleno trayecto; el Cantábrico no era un mar para tomarse a broma.

El irlandés regresó junto al caballo, se colgó la bandolera con la comida, cogió una manta y después me invitó a seguirlo. Declan estaba en todo, y yo se lo agradecí con un beso rápido, imitando su comportamiento conmigo en ocasiones anteriores.

—¿Y eso a qué ha venido? —preguntó divertido.

Declan sonrío, me agarró por la cintura y acercó mi cuerpo al suyo, totalmente a su merced. Entonces me besó con pasión: un beso en condiciones, mostrándome todo el amor que un hombre pude depositar en los labios de una mujer con un gesto tan ancestral como la misma raza humana.

Afortunadamente no me había soltado del todo cuando nuestros labios se separaron. Fui yo la que quise sorprenderle con mi beso, para agradecerle el momento mágico, y su respuesta fue la que de verdad me dejó sin respiración. Las piernas me flojearon, él se percató y me agarró por la cintura con más fuerza.

Instantes después, Declan comenzó a escalar como un rebeco de nuestras montañas; parecía nacido para esa función. Unos segundos después nos encontramos junto a la base de la playa, enfilando ya el lateral derecho del acantilado, justo enfrente de la ermita. Declan quería bajar al borde del agua, junto a la arena, pero la marea subía por momentos y no debíamos demorarnos. Así que le convencí para proseguir nuestro camino.

Cuando alcanzamos nuestro objetivo, distinguimos mejor lo que a mí me había parecido un sendero de piedra. Simplemente se trataba del mismo lecho rocoso de la montaña, algo más despejado para que la gente pudiera acceder a la ermita. A nuestra izquierda, justo al borde del mar, se había construido una especie de barandilla de piedra para proteger la entrada, ya que las olas podían golpear con fuerza en ese lateral.

—No me extraña que don Andrés añorara este sitio. Es realmente hermoso, Amaya, un lugar salvaje que te deja sin aliento.

—Sí, a mí también me lo parece.

—¿Qué es aquello de allá arriba? No me había dado cuenta hasta ahora.

—Es la torre de San Telmo, una especie de vigía para los barcos.

—Vaya, la verdad es que este enclave es único. Desde aquí arriba tenemos una panorámica fantástica; me alegro de haber venido contigo.

—Sí, yo también. En verdad es un sitio especial, casi mágico. Parece sacado de un cuento o algo así.

—Tal vez tengas razón. Quizás vuestras anjanas o trasgus hayan construido la ermita y nos estén esperando allí dentro —bromeó Declan de nuevo.

—Anda, no seas bobo. Y no te rías de nuestro folclore y tradiciones. La mitología de aquí es muy rica y variada; yo de ti me andaría con ojo. Las anjanas son nuestras hadas buenas, con ellas no hay problemas. Los trasgus son duendecillos traviesos, tampoco son demasiado peligrosos, pero mejor no mentar a otras criaturas horribles, como los ojáncanos.

—Vale, vale, no bromearé sobre ellos. Lo prometo, palabra de irlandés.

Ambos nos quedamos ensimismados, mirando al frente desde aquel lateral de roca que cerraba la ensenada en su parte derecha. Contemplamos el mar en toda su extensión, buscando ese horizonte que una ligera bruma recién levantada no nos permitía distinguir con claridad.

—Si pudiéramos dar un salto desde aquí para atravesar el mar, girados ligeramente hacia el noreste, llegaríamos en un santiamén hasta Irlanda.

—Me encantaría conocer tu tierra. Debe de ser preciosa.

—Sí, Amaya, lo es. Y a mí me encantaría enseñártela, sería estupendo.

—La echas de menos, ¿verdad?

Declan se enjugó una pequeña lágrima que había asomado a su rostro. Fue un gesto rápido que quiso disimular, pero a mí no me importaba que llorara. Ese gesto me demostraba que era un hombre tierno, sensible, que amaba con todo el ímpetu de su corazón. Entonces me prometí a mí misma que le acompañaría cuando pudiera hasta su pueblo natal; no podía ser tan egoísta de no comprender su añoranza.

—Sí, echo de menos Irlanda. Pero no es tiempo de melancolías, hoy es un día feliz. ¿Qué hay de esa ermita? Vamos a explorarla antes de que las sirenas de tu Cantábrico nos hagan una visita en forma de impetuosas olas.

Declan salió corriendo tras darme un cariñoso golpe en el hombro. Yo le grité para que tuviera cuidado, pero le seguí a mi pesar. Al fin y al cabo habíamos llegado sin un rasguño hasta allí, no era cuestión de acabar en el fondo del océano por comportarnos como niños. Y es que el mar se embravecía por momentos, y aquello me empezó a preocupar.

—Corre, Amaya —gritó Declan desde la base de la ermita—. La puerta está cerrada, pero sin pestillo. Hemos tenido suerte.

—Espérame, no entres sin mí —contesté mientras llegaba a su lado.

Declan maniobró con el picaporte, y ambos empujamos a la vez la desvencijada puerta de madera. Nos adentramos en la ermita, un sitio mucho más pequeño de lo que parecía desde fuera.

En el lateral izquierdo distinguimos una especie de construcción de madera, pero el resto de la estancia estaba casi desnuda, un efecto multiplicado al encontrarnos de frente con las paredes naturales de roca de la cueva. El día había sido soleado hasta que el cielo comenzó a nublarse, pero allí dentro la penumbra reinaba por encima de todo. Entraba algo de luz por los ventanucos y divisamos además un destello vacilante en el interior de la cueva, quizás la llama de alguna vela allí dispuesta, tal vez a modo de altar improvisado.

Declan me cogió de la mano y nos adentramos juntos en la cueva, sumidos en un silencio turbador. Un escalofrío recorrió entonces mi cuerpo y el irlandés se percató de ello. Afuera disfrutábamos de un caluroso día de verano, pero en el interior de una cueva tan lóbrega, excavada en un acantilado donde el mar tenía su refugio, la humedad y el ambiente frío me hicieron estremecer sin darme cuenta.

En ese momento una ola rompió contra la roca, y el estruendo reverberó dentro de la ermita. Unas gotas de agua se filtraron por uno de los ventanucos, pero allí nos encontrábamos a salvo.

—Bueno, podemos comer aquí y esperar a que las olas se calmen un poco. ¿Te parece bien?

Yo asentí, aunque la humedad me estaba calando los huesos y mis dientes comenzaron a castañetear. Y eso que yo estaba acostumbrada al frío húmedo de la zona, sobre todo en invierno. Sin embargo, en ese momento, el contraste de aquel ambiente con el calor bochornoso del exterior había descompensado mi cuerpo en apenas unos minutos.

Declan cogió la manta que llevaba conmigo, la echó sobre mis hombros y me tapó lo mejor que pudo. Me abrazó entonces con fuerza y me resguardó en su pecho, el único lugar del mundo en el que quería estar en esos momentos.

Un instante después dejé de temblar; mi organismo había entrado en calor gracias a los desvelos de Declan. Levanté la cabeza y le miré con todo el sentimiento que albergaba mi corazón, encantada de estar allí, sintiendo su pecho contra el mío. Él me devolvió el gesto y se agachó unos centímetros para buscar una boca que deseaba ser besada.

Nuestros labios se encontraron en un punto intermedio y se enzarzaron en un duelo que ambos anhelábamos. Sentí su boca en la mía, primero tanteando con timidez, y después abriéndose paso sin mesura, derribando todas las defensas del castillo. Su lengua ávida recorrió mi cavidad bucal, mientras sus manos acariciaban mi espalda por encima de la ropa.

Declan me arrebató entonces la manta que me envolvía y la dejó caer al suelo. Sus manos recorrieron mi cuerpo con deleite, sin escatimar esfuerzos, mientras su barba de dos días me hacía cosquillas en el cuello y en la cara; una dulce tortura que acompañaba a sus besos eternos, una sucesión de pequeños ataques, rápidos y certeros, por todos los rincones de mi rostro y parte del cuello que combinaba con explosivos besos en los que me devoraba la boca con pasión desatada, la misma que me aceleraba el corazón a trompicones.

Sentí el pecho estremecerse de lujuria, y mi cuerpo reaccionó como el de una mujer deseada y excitada. No pensé ni por un instante en que aquello estaba mal, no era momento para pararme en disquisiciones morales. Arqueé mi espalda y junté mi cuerpo aún más contra el de Declan, sintiendo cómo mis caderas se movían a su aire, demandando sin pudor el baile animal que llevábamos grabado en nuestros genes.

Declan se apartó de mí durante un instante y yo protesté. Él posó un dedo en mis labios para pedirme silencio, mientras recogía la manta y la colocaba con mimo, doblada para ejercer de improvisado cojín en un lateral de la cueva, junto a la fría pared de roca. A continuación se agachó, se sentó al lado y me invitó a colocarme junto a él, sobre la manta.

Yo obedecí al instante, y Declan reanudó su ataque. No permanecimos demasiado tiempo allí sentados, con la espalda helada al apoyarnos en la pared. Cuando me quise dar cuenta ambos nos encontrábamos tumbados en el suelo y Declan apoyaba su espalda en la superficie rocosa para evitarme el frío y la incomodidad. Aunque ya no sentía nada de eso, mi cuerpo únicamente pedía una cosa a gritos, y le daba igual todo lo demás.

De hecho, un calor que provenía de las entrañas de mi cuerpo comenzó a devorarme por dentro y a salir al exterior de una forma irrefrenable. Me coloqué encima de Declan, los dos tumbados mientras retozábamos, y en ese momento comencé a sentir sus cálidos dedos debajo de mi ropa. El contacto de sus manos ardientes casi me quemó la delicada piel de la espalda, pero mi mundo se vino abajo cuando comenzó a acariciarme los senos, enhiestos debido al frío y a la excitación del momento.

Declan no se encontraba cómodo del todo, por lo que enseguida cambió de postura. Colocó de nuevo la manta en el suelo, esta vez a modo de sábana, y me tumbó con delicadeza allí. Se ubicó a mi lado y siguió besándome sin piedad, escudriñando hasta el último rincón de mi cuerpo. Cuando sus movimientos alcanzaron mi feminidad, solté un gritito de sorpresa. Noté entonces el nivel de excitación al que había llegado con sus caricias, y cuando sentí un dedo dentro de mí, creí que moriría de placer.

Yo era virgen, y mi mente quería torturarme, recordándome que lo que estaba haciendo era pecado. Pero enseguida aparté esas imágenes de mi cabeza; me daba todo igual. Quería que Declan me hiciera suya, nada más. Lo que ocurriera después no importaba, solo deseaba sentirle dentro de mí.

Declan se percató de mis movimientos agitados. Yo frotaba mi pelvis contra su mano, y mi pecho subía y bajaba al compás de una respiración muy alterada. Le imploré con la mirada: no podía esperar mucho más. Estaba preparada y quería que él se perdiera dentro de mí para siempre. Gemí de placer, mientras todo mi cuerpo se tensionaba, esperando el momento final.

—Por favor, Declan. Te necesito.

—¿Estás segura, cariño?

—Shhh, no hables. Solo quiero que me ames.

Declan comprendió mis deseos, que también eran los suyos. Quizás tenía miedo y no esperaba haber llegado tan lejos conmigo, pero ya nada nos detendría. Nuestros cuerpos desbocados se buscaban con desesperación y no había vuelta atrás.

De pronto el mundo se paró a nuestro alrededor. Declan se colocó sobre mí, y sentí cómo se adentraba con una lentitud no exenta de firmeza. Tuve un momento de zozobra, y un dolor pasajero se instaló en mis entrañas. Pero él me calmó, mirándome a los ojos mientras me besaba con dulzura y me decía a la vez cuánto me quería. Fue la llave perfecta para abrir el candado de mi verja y regalarme el instante supremo de felicidad.

Cuando sentí que nuestros cuerpos se acoplaban a la perfección, me di cuenta de que había encontrado la paz que buscaba. Olvidé la incomodidad del lugar, el frío o el dolor lacerante que sufrí durante unos instantes al abrirse paso su hombría, y me recreé en la danza ancestral que empezamos a bailar acompasados, como un solo ente racional.

Nos dejamos llevar por un ardor juvenil, acelerando nuestros movimientos al compás de la imaginaria melodía instalada en nuestras mentes. Las olas golpeaban con fuerza contra las paredes exteriores de la ermita, pero ambos nos encontrábamos en nuestro particular mundo, ajenos a todo lo que sucediera fuera de allí. Para nosotros solo había un aquí y un ahora, un momento irrepetible del que disfrutamos con toda la pasión que éramos capaces de albergar en nuestros corazones.

Las sensaciones infinitas nos embargaban por momentos, buscando sin cesar esa meta que nos llenara de gozo; un carrusel de emociones que amenazaba con colapsarnos, subidos en un tren a punto de descarrilar. Sentí mi cuerpo estremecer, ajena a lo que sucedía dentro de mi organismo, cuando una ola interna de calor subió desde lo más profundo de mi ser y me hizo gemir con una fiereza inusitada. Declan lo notó también y se movió incluso más deprisa, gritando con toda su alma antes de dejarse caer sobre mí, exhausto, después de alcanzar ambos el éxtasis divino.

Nos quedamos los dos abrazados, acurrucados durante unos segundos que se me antojaron eternos. Yo no quería que aquel momento de felicidad suprema terminara, pero Declan se apartó de mí para no aplastarme con su peso. Se quedó a mi lado, acariciando mi pelo y contemplándome con los ojos de un hombre enamorado.

—Amaya, yo…

—No digas nada, por favor. Disfrutemos del momento, no te pido más.

Él me hizo caso y se acurrucó a mi lado. Adecenté un poco mi atuendo, aunque Declan había ido con cuidado y no me había roto la ropa interior ni rasgado ninguna prenda. Me habría muerto de vergüenza si mi abuelo o alguien de mi familia se hubiera percatado de algo nada más verme, aunque ni por un momento soñé con lograr ocultarlo. Y es que la felicidad que me embargaba debía de saltar a la vista; seguro que mi rostro mostraba las señales de lo que acababa de suceder en aquella cueva.

No quería amargarme y deseché esas ideas; ya tendría tiempo de preocuparme cuando llegara el momento. Sí, había perdido la virginidad a manos del hombre que amaba, y eso no me parecía ningún pecado. No cuando esperaba pasar el resto de mi vida junto a él, si antes no se cansaba de mí, claro. Por no mencionar el embrollo en el que Declan andaba metido, que por unas horas habíamos apartado de nuestras mentes para disfrutar sin preocupaciones de la vida.

Declan se incorporó y se quedó sentado sobre el suelo. Yo le imité y le miré embelesada. En esos momentos no había nadie más para mí en toda la faz de la tierra. No podía negar que estaba enamorada de aquel hombre, la única persona que compartía mis ganas de vivir, mi alma gemela. Era lo mejor que me había pasado, y no pensaba dejarle escapar nunca más, quisiera él o no quisiera.

Me recosté sobre su pecho, mientras él seguía mimándome. Sus largos dedos recorrían mi cuello y acariciaban después con mesura mi cabello. Me acunó entre sus brazos y cantó en voz baja alguna melodía irlandesa de su infancia que me relajó por completo. Poco a poco fui entrando en un agradable sopor que me hizo atravesar las puertas del sueño, y caí sin remedio en un abismo onírico en el que yo flotaba sin problemas de ningún tipo.

No sabía cuánto tiempo había pasado, pero al despertarme de improviso noté cómo la luz que entraba por el ventanuco había cambiado de orientación. El arrullo de las olas había mitigado también su brutal cadencia contra las rocas, por lo que entendí que había permanecido dormida más tiempo del supuesto en un principio. Miré hacia arriba y comprobé que Declan también se había quedado adormilado, echado de cualquier manera en el suelo de la ermita.

Sentí las piernas algo entumecidas después del rato transcurrido en esa posición, aunque afortunadamente la mayor parte de mi cuerpo se había quedado apoyada sobre el pecho de Declan. Quería moverme, pero me daba lástima despertarle. Pude entonces contemplarle con calma mientras dormía como un bendito. Su gesto relajado me reconfortó, y supe que ambos nos encontrábamos en la misma sintonía.

No sentí remordimiento alguno por haberme entregado a Declan de esa manera, ni siquiera si tenía en cuenta que nos encontrábamos en una ermita consagrada a santa Justa. Lo que allí había sucedido era lo más natural del mundo, el acto de amor más profundo entre un hombre y una mujer que se querían. Eso no podía ser malo, y nadie me haría pensar lo contrario.

Decidí despertar a Declan con suavidad. La pleamar parecía haber perdido fuerza, y debíamos salir de allí. Si otro viajero tenía la misma idea que nosotros, podíamos vernos en una situación comprometida al cruzarnos con cualquier desconocido. Además, temía que se nos hiciera demasiado tarde y no llegara a tiempo a Santillana. Eso sí que no lo podía consentir, demasiado permisivo había sido mi abuelo al darnos semejante libertad de movimientos.

—Declan, amor mío, despierta —susurré con voz dulce.

El irlandés comenzó a desperezarse, pero Morfeo le había atrapado con fuerza y no conseguía salir de su estado de somnolencia. Así que me incorporé un poco y alcancé su rostro con mi boca. Comencé a besarle en los párpados, en las mejillas y en los labios para que tuviera un dulce despertar. Él ronroneó de placer, y supe que ya estaba de vuelta conmigo:

—No siga por ahí, señorita, o se encontrará con una sorpresa inesperada.

—No sería tan inesperada. Yo era una joven pura e inocente hasta el día de hoy, pero ya conozco las mieles del amor. Y, aunque me encanta su dulzura, creo que debemos espabilar.

—Sí, nos hemos quedado dormidos como troncos. Y tú roncabas.

—¿Yo? —pregunté ofendida—. Mira que me extraña, Mclister, eres un mentiroso.

Y entonces le golpeé con fuerza en su pecho, mientras él se reía de mí. Puse cara de enfadada y me calmó con un beso apasionado que me devolvió a los momentos vividos unos minutos antes en la cueva. Mi cuerpo reaccionó de inmediato a los estímulos, pero no podíamos dejarnos llevar de nuevo.

—Anda, deja de decir tonterías y vamos a movernos. ¿Qué hora es?

—Mucho más de mediodía, pero tenemos tiempo de sobra para llegar a Santillana, no te apures.

—¡Madre mía! Es tardísimo.

—No es tan tarde, nos da tiempo a reponer fuerzas. Anda, vamos a comer algo, que para eso hemos cargado con el almuerzo.

Declan se incorporó y recogió la bandolera del lugar donde la había dejado. Colocamos la manta a modo de improvisado mantel y devoramos los alimentos en un santiamén. Se veía que el paseo a caballo —y lo que después había ocurrido en la cueva— nos había abierto el apetito. Me ruboricé al recordar los momentos más vívidos de nuestra unión y agaché el rostro para que Declan no me viera así.

—¿Qué ocurre, preciosa? ¿Te encuentras mal?

—Ni mucho menos. Soy la mujer más feliz del mundo y me gustaría parar el tiempo para que nos quedáramos así para siempre.

Mclister prefirió no añadir nada y dejó que el eco de mis palabras se perdiera entre las paredes de la cueva.

Eché un último vistazo al interior de la cueva antes de partir, fijando en mi memoria los detalles del lugar mágico donde me había convertido por fin en una mujer completa.

Regresamos junto al noble bayo, que nos esperaba algo inquieto al pie de la colina que dominaba el terreno. El animal relinchó nada más vernos.

—Es una lástima que tengamos que desandar el camino. Decías que desde aquí es más fácil llegar directamente a Suances, ¿no?

—Sí, pero no podemos hacer otra cosa. Mi abuelo está esperándonos en Santillana, y le hemos prometido regresar.

—No te preocupes, no tardaremos demasiado.

—Por cierto, ten cuidado con tu nuevo patrón, no quiero que te pase nada malo.

—Ni yo tampoco, te lo aseguro. No sé si Arístides habrá regresado de Comillas, pero tengo que revisar unas tareas que les dejé encargadas a los obreros. Así me doy una vuelta por la finca, me dejo ver y si averiguo algo más, mucho mejor.

—Muy bien, pero no te arriesgues demasiado.

—Algo tendré que hacer, Amaya. Si no espabilo, el pájaro se nos puede escapar, y yo quiero saber lo que se trae entre manos.

La magia del momento recién vivido se fue evaporando poco a poco, angustiada al recordar lo que nos estábamos jugando.