COMILLAS, AGOSTO DE 1881

LA RECEPCIÓN REAL

 

Tras una noche convulsa llegó la mañana del gran día. Me había levantado temprano, preocupada por lo que sucedería en esa jornada, y sin poder quitarme a Declan de la cabeza. El güelu amaneció al poco rato, e intentó calmarme con buenas palabras. Yo sabía que él no las tenía todas consigo, pero alguien debería mantener la calma en una situación que nos sobrepasaba a todos.

—Declan me dijo que se pasaría temprano por aquí. Creo que me voy a asomar a la plazoleta, puede que ya esté por la zona —dije tras tomar un ligero desayuno que me cayó fatal al estómago.

—Te acompaño, Amaya —respondió el güelu.

Abrí la puerta y me topé de improviso con Declan. Tenía la mano en alto, por lo que deduje que estaba a punto de llamar a la aldaba, aunque yo me había adelantado. Mi abuelo se sorprendió al encontrarse de frente con el rostro acalorado del irlandés, pero enseguida relajó el gesto y le dio un sentido abrazo. Parecía que el hombre se alegraba de verle, y Declan no supo cómo reaccionar.

—¡Dichosos los ojos! —exclamó el anciano—. Menuda casualidad, estábamos hablando de ti. ¿Verdad, Amaya?

En ese momento, traspasé el umbral y me pareció ver cómo a Declan se le iluminaba el semblante. Yo le sonreí a mi vez, pero tal vez mi sonrisa franca pareciera algo mustia debido a la preocupación. Incluso temí que regresara mi leve tic en el ojo izquierdo, algo que me sucedía cuando me encontraba muy nerviosa o en tensión. Lo fundamental era que ya nos habíamos encontrado, quedaba saber si Declan traía novedades que contarnos.

—Menos mal que has llegado, Declan —comencé a decir—. Nosotros nos marchábamos ya. Mi abuelo quiere coger sitio para ver en primera fila la llegada de los reyes.

—Llevo poco rato en Comillas, pero ya he tenido una visión desagradable nada más llegar. Aunque gracias a eso tenemos una pista sobre la que trabajar —replicó Declan muy serio.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

—A uno de los secuaces de Arístides: me acabo de cruzar con él en el puerto.

—Shhh, muchacho, no le des tres cuartos al pregonero —contestó el anciano—. Anda, pasemos dentro un momento y nos lo cuentas.

—No quiero molestar, y menos en casa de vuestro familiar. Yo…

—No te preocupes, irlandés —replicó de nuevo el güelu—. Mi sobrina se ha ido a hacer unos recados y, viendo el panorama ahí fuera, creo que tardará un rato en regresar.

Mi abuelo le franqueó el paso a Mclister, y yo los seguí de cerca. El irlandés se acomodó en una silla, dispuesto a continuar con la conversación, mientras nosotros nos sentábamos a su lado.

—Sí, es increíble la cantidad de gente que hay en la calle. ¿Está todo el pueblo así? —inquirí en ese momento.

—No te lo puedes imaginar, Amaya. He recorrido varias zonas de Comillas y toda la ciudad está atestada de gente. En el puerto no podía ni dar un paso sin tropezar con alguien, y por eso he perdido al tipo este, por la aglomeración de personas. Es horrible, no quiero ni imaginarme lo que se puede montar en el centro para la llegada de los reyes.

—Por eso quería ir yo pronto, para coger un buen sitio —aseguró el güelu.

—Disculpe, pero creo que los Borbones no llegarán hasta la tarde —informó entonces Declan.

—Sí, lo mismo me ha dicho mi amigo el concejal. Por lo visto el marqués les tiene preparado un recibimiento especial y han optado por retrasar el momento. Me da igual, creo que iré para allí, no me lo quiero perder.

—Claro, abuelo, ahora vamos —solté contrariada—. Pero antes deberíamos saber lo que Declan ha averiguado.

Vi a Declan inspirar con fuerza unos segundos antes de contestar. Parecía a punto de contarnos algún detalle importante.

—No es gran cosa, pero podemos localizar con más facilidad a los esbirros de los que os hablé. Eran los amigotes de Arístides, sin duda, los recuerdo de sus correrías en Cienfuegos, y me he topado con ellos comprando chucherías en un tenderete. Uno es cubano, y el otro creo que español, aunque es un tipo difícil de olvidar. Son dos pendencieros de mucho cuidado y no creo que estén aquí de turismo.

—¿Podrías entonces describirlos, Declan? —preguntó mi abuelo.

—Algo mejor, don Ángel. No recuerdo bien la vestimenta que llevaban, pero puedo dar otros detalles que no pasarán inadvertidos para nadie. El que parece llevar la voz cantante, el español, es un tipo no muy alto ni tampoco demasiado grueso. Un hombre moreno, de tez oscura y rasgos anodinos, pero tiene algo que le distingue de sus semejantes.

—¿El qué? —inquirí con curiosidad.

—Tiene una gran verruga en medio de la mejilla derecha.

—¿Como un lunar, pero más grande?

—No, Amaya, es algo más asqueroso, ocupa casi media cara. Si te lo cruzas sabrás enseguida de quién se trata.

—No es por desanimarte, Declan, pero hay montones de hombres con verrugas en el rostro. Es más común de lo que te crees por estos andurriales.

—Puede ser, don Ángel. Pero sabemos que buscamos a dos hombres de unos treinta años, vestidos de colores claros por lo poco que he podido entrever. Uno de ellos, el más bajito, tiene un acento cubano distinguible a distancia, y del otro ya he descrito su característica principal. No habrá muchas parejas similares, por mucho que la ciudad albergue hoy a miles de personas.

Todos nos quedamos callados un momento, sopesando la nueva información. Era hora de ponerse en marcha, no teníamos otra opción.

—De acuerdo —respondí entonces—. Salgamos a la calle a buscarlos, no podemos perder más tiempo.

—¿Y después qué? —quiso saber el anciano—. No podéis enfrentaros a ellos. Tal vez lleven un arma o algo peor.

—Tranquilo, solo los acecharemos. No nos vamos a enfrentar a ellos, son malos enemigos. Quiero localizarlos primero y después avisaremos a las autoridades —contestó el irlandés.

—Me parece muy bien, pero quizás no sea suficiente —aseguré.

—¿Por qué lo dices, Amaya?

—Si tu amigo Arístides es tan previsor como parece, puede que tenga más hombres repartidos por toda la ciudad.

—Ya, pero no podemos saberlo. A estos tipos sí los he visto con mis propios ojos, y sé que no traman nada inocente. Así que tenemos que encontrarlos antes de esta tarde; es lo único que podemos hacer. Y después, si los neutralizamos, podré ir por Arístides. El bastardo no se va a librar de mí, le tengo muchas ganas.

—Tened cuidado, muchachos, es muy peligroso.

—Por supuesto, no se preocupe. Yo cuidaré de su nieta, usted siga con sus planes, ya nos apañaremos nosotros.

—Pero…

—Nada, abuelo, haz caso a Declan. Dirígete a la zona que me has dicho, donde estarán después Angustias y sus amigas. Buscad un buen sitio, a ser posible no demasiado cerca del paso principal, pero desde el que puedas ver bien la comitiva.

—No, yo quiero ver al rey de cerca, es mi última oportunidad.

—Ya lo sé, pero no es seguro. Mejor te apartas un poco, no quiero que te pase nada malo.

—Haga caso a su nieta, don Ángel. Nosotros partimos ahora mismo para comenzar la batida, en un rato iremos a buscarlos.

—De acuerdo, pareja. Por favor, sed muy prudentes. Y, a la más mínima sospecha, dad la voz de aviso. La ciudad está llena de guardias, no os costará trabajo encontrar uno.

Declan y yo salimos de nuevo a la calle con el ánimo algo más recobrado, preparados para descubrir a aquellos tipos. El tiempo se nos echaba encima, no podíamos perder ni un minuto más.

Le di un beso a mi abuelo, y Declan le estrechó la mano. Vi asomar las lágrimas en el rostro de mi abuelo, pero no podía pararme a pensar en ello. El anciano nos dio un sentido abrazo antes de dejarnos marchar, mientras nosotros pretendíamos salir casi a la carrera de allí, dispuestos a remover la ciudad entera si hacía falta. Ya teníamos una pista sobre la que trabajar, y no debería ser tan difícil dar con el paradero de esos individuos, sobre todo con el tipo de la verruga, más fácil de distinguir entre la muchedumbre.

En cuanto nos encontramos de nuevo solos, Declan me contó todo lo sucedido desde la despedida de la noche anterior. Había decidido no regresar a Santillana para pernoctar, ya que a la mañana siguiente tenía que volver a Comillas y no quería fatigar a su caballo.

—¿Y dónde has dormido, si puede saberse? —pregunté.

—A las afueras del pueblo, en una pequeña arboleda que he encontrado alfombrada de hierba. Hacía buena noche, aunque refrescó de madrugada. Pensé que podría dormitar por lo menos hasta el amanecer, pero mi mente no me ha dejado descansar.

Su mente le jugaba malas pasadas, y temió que aquella aventura nos acabara pasando factura a todos.

Estuvo tentado de abandonarlo todo, o eso me aseguró. Pensó incluso en convencerme para escaparnos, para salir de allí con destino incierto: cualquier lugar al que el maldito Arístides no pudiera llegar con sus contactos y sus largas garras, lejos de problemas y preocupaciones.

Declan me confesó sus miedos y temores. Abrió entonces su corazón de un modo que jamás pude imaginar. Admitió que hasta aquel momento no se había percatado de la verdadera magnitud de sus sentimientos hacia mí. No podía obligarme a abandonarlo todo y hacerle aún más daño a una familia que le había amparado cuando de verdad lo necesitaba. Por lo tanto, tenía que seguir luchando.

Yo intenté intervenir, pero Declan me silenció al posar un dedo en mis labios. Supuse que quería desahogarse, soltar todo el lastre que llevaba a la espalda, y en ese momento no quería interrupciones. Yo lo acepté y le hice un gesto para que continuara.

Al parecer lo primordial para él en ese momento, antes siquiera de plantearse nada serio conmigo o con su vida futura, era averiguar el verdadero alcance de la trama en la que Arístides andaba involucrado: carlistas, marqueses, cubanos repatriados, indianos de todo tipo… Una mezcla que Declan no terminaba de asimilar. ¿Qué papel jugaría cada uno en aquella función especial de la vida? No podía desechar ninguna idea; no si de ese modo condenaba al rey o a cualquier otro secundario de la trama.

Descubrí que esa era su verdadera obsesión, el maldito bastardo. Quería acabar con él de una vez por todas. Debía desenmascararle y hundir su burdo montaje para destrozar sus sueños de grandeza. Además, Declan quería vengar la muerte de Andrés Maestro, de la que hacía también responsable a Arístides. Pero eso sí, me aseguró, debía procurar que mi familia se viera lo menos afectada posible por una trama en la que nos había envuelto sin darse cuenta.

Nada más entrar de nuevo en la ciudad, Declan se había percatado de que Comillas respiraba alegría por los cuatro costados, atestada de personas llegadas de poblaciones cercanas, pero también de otros lugares más distantes que querían homenajear a los reyes en una jornada festiva que desbordaría todas las previsiones iniciales. Aunque al parecer la llegada de los monarcas se retrasaría todavía unas horas, tal vez hasta la tarde.

Declan me contó sus siguientes pasos. Al parecer cumplió lo prometido y se acercó hasta la plazoleta donde se ubicaba la casa de Angustias. Bajó entonces del caballo y lo ató al sitio que había convenido conmigo el día anterior. Era temprano y, aunque hubiera preferido toparse conmigo enseguida, decidió darse un paseo por el puerto para hacer tiempo.

Se perdió entonces por la zona pesquera, donde algunos vecinos habían instalado tenderetes para vender todo tipo de mercancías: pescado fresco, ropa, artesanía y otras baratijas. Yo entendía que los comillanos quisieran aprovechar la coyuntura y ganarse unos reales a costa de los visitantes llegados de todos los rincones del reino.

Y entonces se sorprendió al escuchar entre tanto alboroto un deje característico que conocía muy bien; debía averiguar algo más sobre aquellos tipos, por lo que intentó acercarse sin ser descubierto.

Según me dijo Declan, la marea de gente lo arrastró lejos de su objetivo, y el irlandés maldijo su suerte. No podía luchar contra la riada humana que le venía en contra, pero en ese momento tuvo algo de fortuna: el hombre situado a su izquierda volvió la cara y permitió que contemplara su rostro durante unos breves segundos.

No le hizo falta más, lo había reconocido. No sabía el nombre del recién llegado, pero Declan ya le había visto en Cienfuegos, junto a Arístides. Según me aseguró el irlandés, en esa época ya se había fijado en un rasgo distintivo de ese hombre que no pasaría desapercibido para nadie: una gran verruga en su mejilla derecha que afeaba un rostro de por sí mal encarado.

—Me intenté acercar al tenderete por el otro lado, atravesando la bocacalle por detrás para evitar la muchedumbre —me contó Declan—, pero cuando llegué allí ya se habían esfumado.

—También es mala suerte, la verdad —repliqué.

—Le pregunté también al comerciante y a otras personas que andaban por allí, pero nadie supo darme razón de esos tipos. Sí, se acordaban del hombre de la verruga, pero había desaparecido.

—No te preocupes, vamos a encontrarlos. Entre los dos ya verás cómo será más fácil localizarlos.

Pero, una vez más, me equivoqué en mis apreciaciones. Cuando Declan había afirmado que la aglomeración de personas era brutal, no pude siquiera imaginar hasta qué punto tenía razón. Dejamos la zona del puerto para más tarde, por tratarse de la que acababa de recorrer el irlandés, un lugar poco probable para que los delincuentes continuaran por allí. Así que decidimos acercarnos al centro de la ciudad, donde la algarabía era mucho mayor.

Abandonamos las calles principales y atajamos por callejones y recovecos para intentar alcanzar el centro de Comillas. Daba igual: toda la ciudad se encontraba atestada de gente. En verdad nos encontrábamos ante una incontenible marea humana que lo había inundado todo. Y la mañana se iba acercando a su fin sin que nuestro esfuerzo obtuviera ningún fruto.

—Me estoy agobiando, esto es demasiado. ¿Por qué no nos acercamos al palacio del marqués? Tal vez esos hombres estén inspeccionando el lugar al que se dirigirán los reyes cuando lleguen. Puede que tengamos más suerte por allí.

—No sé, Amaya, no creo que se dejen ver por esa zona, aunque no perdemos nada por intentarlo. A mí también me está agobiando tanta charanga y tanta fiesta, la verdad.

Declan se refería a todo el alboroto que se había organizado en la ciudad. Por cualquier esquina se sucedían las orquestas improvisadas, los tenderetes en los que se vendía comida o bebida para deleite del personal, en una verbena inmensa que se extendía por toda la ciudad.

El ambiente festivo nos estaba cargando a ambos, preocupados por lo que pudiera ocurrir mientras nuestros convecinos disfrutaban de una jornada fuera de lo común. Algo demencial, dadas las circunstancias, pero sería mejor que todos permanecieran ajenos al peligro en el que se encontraban. Si se propagaba algún rumor sobre el particular, el pánico podría adueñarse de las calles y provocar una tragedia en forma de avalancha humana. No, debíamos evitarlo en la medida de nuestras posibilidades y atrapar a los esbirros de Arístides antes de que cumplieran su maléfico objetivo, fuera el que fuera.

—Creo que es en esa dirección. Esa calle parece más despejada, y si nos adentramos por allí, puede que salgamos al nuevo barrio donde se ha construido el palacio de Sobrellano.

Declan y yo nos quedamos sin habla al asomar por la esquina. Nos encontramos entonces al borde de la calle principal que partía aquel barrio en dos, una vía que unía además el centro del pueblo con el camino que llevaba hasta Oyambre y San Vicente; una amplia extensión de terreno casi virgen, con una especie de terraza escalonada a dos alturas. Y allí, en lo alto de una pequeña colina artificial desde la que seguramente se divisaría casi todo el pueblo, se hallaba el monumental edificio que andaba en boca de todo el mundo.

La afluencia de gente disminuía en los aledaños del palacio, unas calles menos transitadas por las que pudimos caminar más fácilmente que por las del centro de la ciudad. Nos topamos de todos modos con muchos curiosos que se acercaban hasta el borde de la finca donde se ubicaba el palacio, pero nadie podía acceder a sus inmediaciones.

El edificio se encontraba rodeado por un murete exterior asentado sobre columnas de piedra y rejas puntiagudas de hierro forjado que circundaban toda la propiedad; una pequeña fortaleza enclavada en medio de la nueva zona noble de la ciudad, atalaya de oro para los marqueses y sus invitados.

—No nos dejarán pasar, Declan, es imposible acceder al recinto. Y si nosotros no podemos, tampoco lo conseguirán los tipos que andamos buscando.

—No estoy tan seguro, Amaya. Te recuerdo que son esbirros de Arístides y, por lo que yo sé, el maldito bastardo puede encontrarse ahora mismo ahí dentro, tomando un jerez con el marqués mientras le ríe las gracias y le clava un cuchillo por la espalda, real o figuradamente, lo mismo da.

—No seas agorero, anda. Imagino que ahí dentro estarán ultimando los preparativos para la llegada de los reyes. Es un lugar soberbio, ¿no te parece?

—Bueno, sí. La verdad es que me parece algo pretencioso, pero cada uno puede hacer lo que quiera con su dinero. Aunque no sé si…

Declan se quedó un momento callado y se acercó a la valla exterior en un punto donde no había ningún guardia. Se subió entonces a una de las columnas, dispuesto a atisbar mejor el interior de la finca del marqués desde lo alto de la verja.

—¡Bájate de ahí, Declan! —grité—. Se supone que tenemos que encontrar a los delincuentes sin llamar la atención sobre nosotros. Al final serás tú el que acabe entre rejas.

—Espera un momento, Amaya…

Yo seguía haciéndole aspavientos al irlandés cuando vi que un vigilante se acercaba hasta nuestra posición. Declan se bajó de un salto y me cogió de la mano para que nos marcháramos de allí antes de que nos dieran el alto. Cuando nos hubimos alejado lo suficiente del guardia, Mclister me contó lo que había visto.

—El camino que mira hacia poniente, hacia la nueva salida del pueblo en dirección Oyambre, no está todavía terminado. Sin embargo, sí me ha parecido que han alisado el terreno en la otra vertiente, tanto hacia el mediodía como hacia levante. Seguramente es el camino de acceso al palacio desde la parte de atrás, la que no vemos desde nuestra posición. Lo más probable es que los reyes se acerquen al palacio desde aquel lado.

—¿Y eso qué quiere decir?

Yo no entendía nada, aunque el irlandés parecía tenerlo todo muy claro. Esperé unos segundos para que me lo explicara, ansiosa por conocer la respuesta.

—Los reyes accederán a Comillas por la entrada principal que viene de Santillana, se darán un baño de masas con sus súbditos al atravesar el centro del pueblo, enfilarán esa calle de allí y después subirán por ahí detrás, justo al borde de la entrada principal de la finca. Si te fijas, en ese recorrido ya hay apostados agentes, no puede ser de otro modo.

—Quizás sea así, no digo que no, pero sigo sin comprender lo que me quieres decir.

—El acceso al interior de la finca del marqués, y por supuesto a su palacio, será muy restringido: unas pocas personalidades nada más. De ahí la seguridad, tanto policial como privada, que vemos por todas partes. No van a permitir que la plebe se junte con los nobles, y el pueblo llano no podrá pasar de esa valla para agasajar a los reyes. Por lo tanto, yo creo que si quieren intentar algo contra el Borbón, deben de hacerlo en el mismo centro de Comillas o en ese camino de acceso antes de llegar a la puerta principal de la finca.

—También pueden hacerlo en esa cuesta que lleva a la entrada del palacio, o en la fiesta posterior que se celebrará en el interior del edificio. Tú mismo has dicho que Arístides estará allí, y quizás pueda intentar algo ahí dentro con más posibilidades de éxito que aquí fuera.

—Tienes razón en lo de las posibilidades de éxito, pero te olvidas de un pequeño detalle: Arístides podría intentar colar a alguien en el palacio, cosa harto improbable viendo la seguridad alrededor, aunque no totalmente imposible. Pero si ocurre algo en el interior de la fortaleza todas las sospechas recaerían sobre él, y su plan se truncaría.

—¿Y no crees que…?

—No, es un maldito cobarde y no se atreverá. Puede que acabaran con la vida del rey o del marqués, pero los guardias se echarían enseguida encima de ellos, sin posibilidad de escape al encontrarse dentro de la finca vallada. Y, por supuesto, una vez que se llevara a cabo una investigación posterior, averiguarían enseguida quién les había facilitado el acceso a los asaltantes. No, Arístides no es idiota, no se arriesgaría a acabar sus días en el garrote vil. Puede que me equivoque, pero juraría que pretenden hacerlo antes de que el rey se encuentre bajo la protección del marqués.

—Puede que así sea, pero seguimos sin saber dónde se encuentra el tipo que has visto esta mañana.

—Sí, yo también creo que es lo más probable. Yo, por lo menos, lo planearía así si quisiera llevar a cabo un atentado. Además, Arístides se ha reunido con el marqués y habrá tenido acceso a los itinerarios de la comitiva real; eso debemos suponerlo desde el principio. Ellos tienen toda la información, y nosotros damos palos de ciego, pero no se saldrán con la suya. Daremos con esa gente, no te preocupes.

—¿Qué hacemos entonces?

—Regresemos por allí y recorramos los metros finales del trayecto real en sentido contrario a la marcha que hará la comitiva. Puede que nos encontremos con alguna sorpresa, nunca se sabe.

El rumor ya había corrido por toda la ciudad. Al parecer la entrada de los reyes se retrasaba hasta última hora de la tarde, aunque a la gente no pareció importarle. De ese modo podría prolongarse la fiesta en una jornada histórica para Comillas.

Recorrimos palmo a palmo la zona indicada por Declan, cada vez más atestada de gente. Los lugareños comenzaban a poblar también el trayecto sin dejar casi un resquicio, por lo que era muy difícil fijarse en todas las personas con las que nos cruzábamos. Bastante tenía con no perder el rastro de Declan, ya que el continuo goteo de personas que se arremolinaban en la zona hacía casi imposible caminar por allí.

—No lo lograremos, es como buscar una aguja en un pajar. ¿Por qué no vamos a hablar con ese guardia?

—Seguimos sin ninguna prueba, Amaya. Nuestra única oportunidad es dar con el tipo de la verruga, desenmascararle y llamar entonces a las autoridades. Si conseguimos atraparle, Arístides se quedará vendido ahí arriba y disfrutará del evento de un modo diferente al que tiene en mente, sin derramamiento alguno de sangre.

—No sé, Declan, esto es muy complicado. No lo vamos a conseguir, es una tarea imposible para nosotros. ¿Y si nos separamos para abarcar más terreno?

—Ni hablar. Le he prometido a tu abuelo que cuidaría de ti y no pienso dejarte sola, es muy peligroso. Eso sí, una vez que encontremos a estos tipos quiero que te alejes unos metros, y si yo no puedo hacerlo, avisa tú a las autoridades en caso de que a mí me sea imposible por cualquier motivo.

—No me asustes, Declan. ¿No pretenderás enfrentarte tú solo a dos hombres que pueden ir armados?

—No te preocupes, no pienso dejarme matar.

—No estoy preparada para esto, en serio. Yo no puedo…

—No te rindas tan fácilmente. Anda, repongamos fuerzas y descansemos unos minutos. Si sabes dónde se encuentra tu abuelo, podríamos ir a saludarle; es lo único que se me ocurre ahora.

—Sí, Angustias me dijo por dónde andarían. Aunque no sé si estarán todavía allí, imagino que ya es muy tarde.

Declan levantó entonces la cabeza y divisó el reloj en la torre del campanario.

—Tienes razón, son las tres de la tarde. Venga, démonos prisa. Se nos echa el tiempo encima y se acaban nuestras posibilidades.

Me costó un poco ubicar el lugar exacto que me había indicado mi prima. No era lo mismo andar por unas calles abarrotadas de gente que en un día más tranquilo, ya que todas las esquinas me parecían iguales. Permanecí atenta a los rostros con los que me cruzaba, o por lo menos a todos los que conseguía fijar un momento en mi retina. El continuo fluir de gente por todas partes me estaba provocando un terrible dolor de cabeza y una sensación de agobio que me impedía respirar con normalidad. Pero no podía pararme, ni por supuesto decírselo a Declan. Él contaba con mi ayuda y yo no pensaba fallarle.

Al final dimos con el güelu y la prima, que iban acompañados por un grupo de personas. Angustias había dispuesto allí unos manteles en medio de la pradera y estaban terminando de comer. Declan me miró un momento y yo comprendí su desazón, no podíamos hablar del tema delante de tanto desconocido.

Saludamos a todos los allí presentes, y Angustias nos preparó algo rápido para almorzar. Ni Declan ni yo teníamos muchas ganas de comer en esos momentos, pero algo habría que meter al estómago. Angustias me guiñó el ojo al verme acompañada de tan buen mozo, pero yo preferí ignorarla y acercarme al otro lado del grupo, donde Declan cuchicheaba con mi abuelo.

—¿Habéis encontrado al tiparraco? —preguntó mi abuelo en voz baja.

—Todavía no, don Ángel, pero puede que tengamos algo.

Declan le contó en un aparte a mi abuelo el razonamiento que me había explicado a mí sobre el itinerario de los reyes y la posible ubicación de los delincuentes. El anciano estuvo de acuerdo, le parecía algo plausible. Solo nos quedaba dar con el paradero de esos indeseables e impedir que llevaran a cabo sus fechorías, fueran del calado que fueran.

—¿Se ha vuelto a retrasar la llegada de don Alfonso? —pregunté en voz alta.

—Sí, Amaya. Creo que llegarán a última hora de la tarde. Hemos escuchado rumores entre la gente, aunque nada concluyente. Al parecer el marqués tiene preparado un espectáculo de luces, fuegos artificiales o algo parecido para agasajar a los reyes, y con este solazo iba a quedar bastante deslucido.

—Se me está haciendo eterna la espera. La tensión me mata —confirmé en voz baja para no alertar a los amigos de mi prima.

—Imagino, pequeña. Yo intento no pensar en la situación, pero no puedo olvidar que os la estáis jugando. Si dependiera de mí, lo paraba todo y me iba directo a aquel guardia, pero ya sé que no sería la solución.

—Bueno, don Ángel, nunca se sabe. Puede que sea usted quien atisbe al maldito tipo de la verruga antes que nosotros. Y, si llega a suceder, entonces sí será el momento de acudir a las autoridades, aunque no le crean al principio.

—No te preocupes, si llega el caso no se me escapará tan fácilmente. He visto a varios tipos con verrugas y lunares, pero ninguno como el que nos has descrito —replicó el güelu.

—Sí, a mí me ha pasado lo mismo. Estoy de los nervios. Ojalá se acabe pronto esta agonía —dije alterada.

—No te apures, todo se solucionará. Don Ángel, creo que nos vamos a marchar. Y usted, ya sabe, no se acerque demasiado a la comitiva. Ya le he indicado dónde puede que se aposten los asaltantes.

—Seguro, no os preocupéis por mí. Ojalá tengáis suerte, muchachos, confío en vosotros.

Nos alejamos de allí con el corazón en un puño. Esa vez no pude despedirme de mi abuelo como hubiéramos deseado ambos, no queríamos levantar sospechas en el grupo de Angustias y compañía. Declan me apretó entonces de la mano y salimos de la zona, dispuestos a comenzar la batida de nuevo.

—¿Y si nos acercamos al puerto? —pregunté—. La mayoría de la gente ya se encuentra por aquí, en el centro de la ciudad o en los alrededores del palacio, que es por donde pasará la comitiva. Puede que esos hombres se escondan en una zona menos transitada a estas horas, por disimular.

—No sé, puede que tengas razón. Creo que es más fácil esconderse por aquí, rodeados de gente, pero tal vez sea una estrategia que debamos tener en cuenta. Entraré en todas las tascas de la zona y preguntaré a los taberneros. Mientras, tú puedes interrogar a los tenderos que tienen puestos en las calles adyacentes.

—De acuerdo, vamos allá.

Al ir contra corriente, nos fue muy difícil alcanzar el puerto en pocos minutos. Atajamos por callejuelas y perdimos más tiempo del deseado, y los nervios arreciaron con fuerza.

Nos repartimos la tarea una vez en el puerto, pero no hubo suerte. Declan preguntó a los dueños y trabajadores de los tugurios que nos encontrábamos, como si buscara a un amigo con una característica muy peculiar. Yo adopté la misma estratagema, con el mismo resultado negativo. A algunas personas les parecía saber a quién nos referíamos, pero no obtuvimos ninguna pista fiable. Ni por supuesto nos cruzamos con el hombre en cuestión. Habría sido demasiada suerte toparnos de bruces con él en una taberna, sentado tranquilamente mientras se preparaba para su función de esa tarde.

La angustia se apoderó de nuestros movimientos, pero no podíamos parar. A Declan se le ocurrió en ese momento otro sitio probable donde buscar, ya que el tiempo apremiaba y se acababan nuestras opciones.

—El camino hacia Oyambre parecía bastante despejado, ya viste, por eso pensé que sería una ruta natural de huida para esta gentuza si intentaban algo en las inmediaciones del palacio. Pero también pueden haber pensado lo contrario, atentar en la misma entrada de Comillas.

—¿En la entrada principal del pueblo? Claro, puede ser —confirmé—. Los reyes llegarán de Santander por ese camino, y ellos tendrían también el paso franco para huir en esa dirección.

—Es una posibilidad que no podemos desechar. Vamos allá.

No era mala idea, pero muchas más personas habían pensado lo mismo que nosotros. Las aglomeraciones no parecían tan exageradas como en otros puntos de la población, pero mucha gente se dispuso en aquel lugar estratégico, justo al lado del impresionante arco de bienvenida preparado para la entrada de la comitiva real.

Recorrimos ambos lados de la calle sin éxito. El misterioso hombre de la verruga en el rostro parecía haberse esfumado, no había ni rastro de él en toda la ciudad. Nuestros escasos medios, en una ciudad con miles de almas de un sitio para otro, no nos permitían peinar la zona a conciencia, pero no quedaba otra salida. Había que seguir intentándolo hasta el último momento.

Regresamos a la zona centro, cansados y desanimados ante la falta de resultados. La tarde transcurrió más deprisa de lo que hubiéramos deseado, y seguíamos sin dar con esa gente. El tiempo se acababa, y las opciones se agotaban a marchas forzadas.

Declan sacaba fuerzas de flaqueza, obsesionado con pararle los pies a su mortal enemigo. Pero yo me encontraba agotada y así se lo hice saber. No podía seguir su ritmo, lo único que hacía era entorpecerle y ralentizar su marcha.

—Está bien, vamos a hacer una cosa —dijo Declan—. Te llevo a donde tu abuelo y así descansas un rato. Yo proseguiré con la tarea y regresaré después por ti, no te preocupes.

—De acuerdo, vamos allá.

Cuando llegamos al lugar donde habíamos dejado a mi abuelo, no le encontramos en ninguna parte. Angustias seguía allí, de cháchara con algunas de sus amigas del pueblo. Le pregunté por su tío y no se preocupó lo más mínimo, pero yo me angustié al escuchar su respuesta.

—Se ha ido con un vecino vuestro de Suances que se ha encontrado. Me ha dicho algo de acercarse a la valla del palacio. Al parecer ese hombre tiene un buen lugar desde el que poder contemplar la comitiva, mejor que desde aquí.

—Gracias, prima, voy a buscarle.

Declan no quiso entonces abandonarme, pero yo le dije que él debía continuar con la tarea. Tenía el corazón dividido, pero creí que antes de acompañarle debía saber dónde se encontraba mi abuelo. Pensé que el güelu andaría con Enrique, su amigo concejal de Suances, por lo que era posible que se encontraran a salvo en algún sitio desconocido para mí.

Atravesamos una calle por la que era casi imposible transitar, caminando a empujones para conseguir avanzar un paso. La altura y fortaleza de Declan nos ayudaban en un empeño cada vez más complicado. El irlandés me llevaba sujeta por la mano y tiraba de mí con ímpetu para que no me quedara atrás, pero las fuerzas me abandonaban poco a poco.

De pronto, no sé por qué, se me ocurrió mirar hacia arriba, en vez de seguir cruzándome a media altura con rostros desconocidos en los que era imposible descubrir una horrible verruga. La suerte quiso venir en mi ayuda, y me pareció distinguir a lo lejos a dos personas conocidas, instaladas en el balcón de una casa señorial que se encontraba a mitad del trayecto que seguirían los reyes. Se lo señalé a Declan y él paró un momento para escucharme:

—No lo veo bien desde aquí, pero parece mi abuelo, ¿no?

—Sí, puede que tengas razón. Tampoco lo distingo bien desde aquí. Venga, te llevo hasta allí y te quedas con ellos.

Yo asentí, deseosa de no haberme equivocado. Si de verdad se trataba de mi abuelo, que había encontrado un balcón privilegiado al lado de su amigo para disfrutar del desfile, yo me quedaría mucho más tranquila.

Tardamos un largo rato en recorrer ese tramo de calle, porque la muchedumbre se agolpaba cada vez más. Comenzamos entonces a escuchar a los lejos timbales y trompetas: la comitiva real ya se encontraba cerca.

Entonces todo se precipitó. Los guardias comenzaron a despejar la zona. Intentaban que la gente se colocara detrás de unas improvisadas vallas, dispuestas allí para facilitar el tránsito de la carroza real. Pero la avalancha fue incontrolable, y los golpes de los agentes provocaron murmullos y pequeños altercados entre los visitantes. Aquello podía convertirse en un desastre, Declan tenía razón.

Al alcanzar las cercanías del edificio atisbado en lontananza pude comprobar que, efectivamente, se trataba de mi abuelo. El anciano parecía eufórico, allí subido en el balcón junto a su buen amigo. Los dos señalaban en dirección hacia levante, justo de donde tendrían que llegar los Borbones con toda su comitiva.

—¡Viva don Alfonso! ¡Viva el rey! —gritaba la muchedumbre.

—¡Larga vida al rey de España! —contestaban otros.

—¡Ya llegan, ahí están!

Yo grité con todas mis fuerzas para llamar la atención de mi abuelo. Declan me imitó, y ambos comenzamos a gesticular, moviendo los brazos para que nos viera. Pero allá abajo, en medio de tanta gente, era muy difícil que nos divisara.

La penumbra comenzó a apoderarse del ambiente, mientras el sol se escondía poco a poco. De pronto se escuchó un sonido extraño, una especie de chasquido que recorrió toda la calle, y los murmullos de la gente aumentaron de intensidad.

Al instante, con una simultaneidad que jamás hubiera imaginado, comenzaron a encenderse de forma automática las farolas de esa calle. Fue algo mágico, irreal, un suceso extraordinario. Nadie había tocado aquellas farolas, pero todas se encendieron a la vez con una incandescencia peculiar, muy diferente a la llama alimentada con gas a la que estábamos acostumbrados.

El asombro corrió como la pólvora por las calles de Comillas. El marqués nos mostraba la sorpresa que había preparado para la visita real, aunque en ese momento no supe discernir de qué se trataba aquel milagro. Más tarde me enteraría de la verdad: don Antonio López había mandado instalar en su ciudad natal treinta farolas alimentadas con luz eléctrica, uno de los mayores adelantos de nuestros tiempos. Y Comillas tendría el honor de convertirse, a partir de ese momento, en la primera ciudad española con alumbrado eléctrico en sus calles.

Los gritos de admiración de la gente allí congregada, con muchísimas personas de baja extracción social que no habían escuchado hablar de la electricidad en su vida, se mezclaban también con voces contrarias a aquel «milagro», que lo tachaban de obra del diablo. El sonido envolvente de miles de personas que opinaban a la vez subía y bajaba de intensidad, en una sinfonía peculiar que brotaba de las gargantas de los allí reunidos.

Yo aproveché un momento en el que el sonido se amortiguó un poco y busqué de nuevo la complicidad de Declan para conseguir que mi abuelo nos mirase. Por fin logré mi objetivo, y el güelu me saludó con la mano, aparentemente feliz por habernos encontrado.

Me alarmé al ver el miedo reflejado en el rostro del anciano un instante después. Sus facciones se contrajeron, y un grito se atascó antes de salir de su garganta. Comenzó entonces a señalar hacia delante y a hacer aspavientos con los brazos, mientras murmuraba algo que yo no conseguía escuchar.

—¿Qué dice tu abuelo? —me preguntó Declan al oído—. No entiendo nada, la verdad. No será que…

—No lo sé, parece que señala algo. Pero en la dirección que indica solo veo una de las farolas que se acaban de encender. Por cierto, menuda sorpresa, no me esperaba nada de esto.

—Ni tú ni nadie, al parecer. Anda, vamos a intentar acercarnos al edificio donde está tu abuelo. Quizás podamos subir al balcón con él, es un mirador inmejorable.

Por fin lo comprendí. Si el balcón era un mirador inmejorable, tal vez mi abuelo hubiera visto algo o a alguien que merecía la pena ser señalado. Debíamos averiguarlo enseguida.

La sorpresa por el alumbrado dejó paso a otro murmullo diferente, producido por el avance de la comitiva real, que intentaba abrirse paso entre la multitud. Todavía se encontraban lejos de nosotros, pero en unos minutos alcanzarían nuestra posición. El movimiento de la gente me impedía distinguir con claridad lo que sucedía a mi alrededor, por lo que esperaba que Declan divisara algo más desde su gran altura. En ese instante algo se encendió en mi cerebro, como las lámparas incandescentes que acabábamos de presenciar.

—Declan, súbeme a tus hombros.

—¿Qué? No, es peligroso. Con esta cantidad de gente es posible que te caigas si nos empujan, y acabarías pisoteada por la turba. Ni hablar, no te sueltes de mi mano y vamos hacia allá. Los guardias están despejando la calle y no va a haber sitio para tanta gente.

—No, Declan, no debemos ir hacia este lado de la calle, sino hacia el otro. Venga, súbeme un momento, quiero comprobar algo.

Me puse terca y conseguí que el irlandés me tomara en serio durante un instante. Me subí a sus fuertes hombros y le dije que se girara en dirección hacia donde apuntaba el dedo de mi abuelo, que parecía volverse loco allá arriba, en el balcón.

Entre la gente y los destellos de las farolas, no podía distinguir con claridad. El crepúsculo se cernía sobre nosotros, y las nuevas farolas proyectaban luces poco homogéneas, creando también zonas de claroscuros donde era imposible distinguir ningún detalle. Y justo en ese momento algo me cegó, por lo que dirigí mi mirada hacia el lugar donde me pareció ver el destello fugaz.

Encontré a un hombre subido a un árbol cercano a la farola de enfrente, agachado entre dos frondosas ramas. Las hojas le tapaban casi por completo, en un aparente escondite perfecto, pero la luz le traicionó. En ese momento giró su cabeza para otear el horizonte, y pude ver la inconfundible marca de su cara, iluminada por un leve destello de luz que le alcanzó solo un instante.

—¡Es él, Declan!

—¿Qué dices, Amaya?

Nada más bajar le indiqué al irlandés dónde se encontraba aquel individuo, el tipo que llevábamos todo el día buscando. Era el esbirro de Arístides, sin duda alguna. Había visto su verruga gracias a la luz; su escondite no le sirvió de nada. No me creía que estuviera entre las ramas del árbol únicamente para ver el paso de la comitiva. Esa posición de emboscado no auguraba nada bueno.

—Ponte a salvo a ese lado, o intenta llegar al balcón. Yo voy a cruzar la calle, tengo que pararle antes de que sea demasiado tarde.

—Creo que llevaba algo en la mano, Declan, ten mucho cuidado —dije asustada—. Preferiría seguirte para avisar a los guardias en cuanto lo desenmascares.

—No, es muy peligroso. ¡Corre, ve a buscar a un agente, pero no te acerques a su posición! Yo voy por él. Los reyes están llegando ya.

Declan me dejó allí y se dirigió hacia el criminal. Intentaba abrirse paso entre la aglomeración de gente, pero no conseguía apenas avanzar. La muchedumbre ralentizaba su paso, y supe enseguida que no lograría su objetivo. Solo se me ocurrió gritar:

—¡Allí, allí! Ya llegan los reyes —vociferé señalando en la dirección correcta.

Muchas de las personas que nos rodeaban se dirigieron hacia esa zona, y se creó un pequeño claro que Declan aprovechó para escabullirse. Yo intenté seguirle, pero me fue imposible. La turba me rodeó de nuevo por completo, y perdí el contacto con el irlandés. La suerte estaba echada, y la angustia se apoderó de nuevo de mi alma, dispuesta a arrancarme lo que más quería.

Vi cómo Declan se ayudaba de sus fuertes brazos para avanzar contra corriente, hasta que pudo zafarse de la multitud, a escasos metros de atisbar su meta. Por fin llegó hasta el otro lado de la calzada, a muy poca distancia del asaltante y desde una posición retrasada en la que el esbirro no podría verle. Este se encontraba encarado en la otra dirección, esperando la llegada del Borbón.

Yo quise también acercarme. Pero, cuando me quise dar cuenta, otra columna de gente enfervorecida me arrastró de nuevo en dirección contraria. Había vislumbrado a un guardia que custodiaba la entrada al edificio en el que se encontraba mi abuelo, por lo que pensaba matar dos pájaros de un tiro: avisar a las autoridades de la presencia de los criminales y, de paso, encontrarme de nuevo con el güelu. Pero mis planes se vieron truncados de nuevo, por lo que tuve que improvisar.

Poco después conseguí desembarazarme de la muchedumbre, que se movía como un gusano gigante compuesto de personas sin rostro, y alcancé el otro lado de la calzada, a escasa distancia del lugar donde había visto al asaltante un rato antes. Miré de nuevo hacia el árbol de marras, pero el criminal debía de haberse bajado porque no hallé ni rastro de él. Así que decidí acercarme con cuidado, temerosa de lo que me pudiera encontrar.

Al fin salvé como pude aquel tramo de calle que seguía repleto de gente, una muchedumbre extasiada ante el inminente paso de la comitiva real. Crucé con mucha dificultad el cordón humano, cuyos integrantes me miraban extrañados al comprobar que yo iba en dirección contraria, dispuesta a alejarme de esa zona infernal. Atravesé con mucho esfuerzo ese muro sudoroso de cuerpos entregados a la causa, y por fin alcancé mi objetivo.

Me encontré entonces en una especie de sotobosque, un claro verde repleto de pequeños arbustos, rodeado por los árboles más altos que poblaban esa parte de Comillas. Después de haberme deslumbrado con la luz artificial de las nuevas farolas —farolas en las que casi nadie había reparado antes de su encendido oficial—, tardé en acostumbrar los ojos a la tenue penumbra que se respiraba en ese nuevo entorno, al abrigo de las copas de los árboles.

Un instante después fijé mi vista en un tumulto que se había formado un poco más allá, en un lugar en el que se arremolinaba más gente, dispuesta a disfrutar de un espectáculo diferente.

—Dale duro, amigo —escuché decir a un hombre.

—Yo apuesto por el de la camisa blanca —contestó otro.

—Ni soñarlo, el otro tipo le ganará la partida —replicó un tercero.

Asustada ante unas frases que solo podían significar una cosa, corrí con todas mis fuerzas hacia el lugar del disturbio. Nada más llegar me encontré de sopetón con dos hombres que peleaban en el suelo a cara de perro, luchando por hacerse con el control de algo que a todas luces parecía una pistola.

Vi entonces cómo Declan golpeaba con fuerza en el costado del sicario, pero su rival se rehizo y pataleó desde el suelo para librarse de él. Ambos siguieron forcejeando para apoderarse del arma. El asaltante la tenía todavía en su poder, pero Declan le apretó la muñeca y le obligó a soltar la pistola de nuevo. Los dos contrincantes se revolvían en el suelo y se golpeaban con todo lo que podían: puños, patadas, mordiscos y cualquier otro medio que les sirviera para ganar la disputa.

Estuve tentada de intervenir en la pelea, pero podía ser contraproducente para nosotros. Los parroquianos del lugar seguían jaleando a los contendientes, sin intención de parar aquella salvajada. Yo temía por la vida de Declan, pero también sufría por no haber cumplido mi parte del trato: avisar a las autoridades.

Miré a mi alrededor, pero parecía que ningún guardia se había percatado de la trifulca hasta ese momento; bastante tendrían con contener a las miles de personas que querían ver de cerca a los reyes. Me pareció distinguir que el hombre de Arístides se hacía con el control de la situación, y supuse que Declan podría tener más problemas. Si el criminal se apoderaba definitivamente del arma, la contienda terminaría muy mal para nuestros intereses, por mucho que hubiéramos impedido el atentado contra Sus Majestades.

En ese momento vi cómo otro individuo sospechoso bajaba de uno de los árboles del entorno, se quedaba mirando la escena con ojos asustados y salía al momento corriendo de allí, como un conejo en busca de su madriguera. No me fijé demasiado en él, ni creo que él en mí. Ambos teníamos otros asuntos de los que preocuparnos.

La gente comenzó a arremolinarse a nuestro alrededor, en aquel pequeño claro entre los árboles que se encontraba resguardado, fuera del alcance de la calle principal.

Declan se apoderó por fin del arma y se levantó del suelo. Me pareció verle dudar un instante y ese fue su error. En ese momento su rival le atacó con ferocidad y le atropelló como un animal herido. El hombre de la verruga seguía luchando con uñas y dientes para intentar arrebatarle la pistola de nuevo, pero yo sabía que Declan no se lo permitiría tan fácilmente.

El irlandés sujetaba la pistola con todas sus fuerzas mientras las garras de su rival le apretaban sin piedad para que soltara su presa. Entonces los dos hombres volvieron a caer al suelo en una sucesión de brazos y piernas sin orden ni sentido alguno.

En esos momentos creí escuchar a mi espalda los gritos de la gente al paso de la comitiva borbónica, pero el acontecimiento histórico no me importaba lo más mínimo. Parecía que Declan había evitado el atentado, pero todavía no había conseguido dominar la situación.

La vida de Declan estaba en peligro y eso era lo único en lo que yo podía pensar. Por eso grité con desesperación, utilizando mi garganta como válvula de escape para salir del atolladero. Mi voz angustiada pareció retumbar en el pequeño espacio:

—¡Declan, nooo!

Declan siguió forcejeando, a mi modo de ver había redoblado sus esfuerzos tras escuchar mi voz. Unos segundos después sonó un estampido que atronó a los allí presentes y supe que la pistola se había disparado. Mi mente se nubló por unos instantes al imaginar una enorme mancha de sangre que arruinaba la inmaculada camisa blanca de Declan y la teñía de rojo muerte. Pero no, el disparo se había efectuado al aire, y al parecer nadie resultó herido.

Cuando vi ponerse en pie a Declan, con el arma en la mano, supe que el combate había finalizado. Pero no era el final; no al menos del modo que había supuesto. El esbirro de Arístides se puso a gritar con todas sus fuerzas, reclamando la atención sobre lo que allí acontecía.

—¡A mí, guardias! ¡Este hombre tiene un arma, quiere atentar contra el rey!

Declan no pudo articular palabra, parecía haberse quedado estupefacto ante la salida de su contrincante. En un instante la gente alrededor se puso a vociferar, llamando a gritos a los agentes. Vi cómo más de un espontáneo se acercaba a él en actitud bastante hostil, por lo que el irlandés tuvo que amenazarles con el arma. La situación se complicaba por momentos y Declan miraba en derredor, tal vez para buscar una solución ante el inesperado giro de los acontecimientos.

Entonces Declan tiró el arma a un lado y salió de allí a toda velocidad. El irlandés se perdió entre la arboleda, buscando una salida. Creí que había logrado una pequeña ventaja al pillar desprevenida a la muchedumbre que le rodeaba, pero no se encontraba a salvo.

Los guardias llegaron hasta nuestra posición y comenzaron a hablar con el tipo de la verruga. Vi entonces cómo Declan giraba un momento la cabeza, tal vez fijándose en los agentes, mientras intentaba dilucidar qué hacer a continuación. El esbirro de Arístides le señaló a él con la mano y Declan no lo dudó más. Corrió como alma que lleva el diablo, llevándose por delante a más de un transeúnte y tropezando con multitud de personas. La pesadilla continuaba y en ese momento supe que no saldríamos indemnes de la maldita situación.

Pensé por un momento en parar a alguno de los guardias y contarle la verdad. Pero Declan tenía razón y decidí contenerme. Yo no tenía ninguna prueba en contra del hombre que desaparecía del lugar del crimen disimuladamente, después de azuzar a los perros contra el irlandés, por lo que incluso yo podría salir malparada. Había un montón de testigos que presenciaron otra escena muy diferente, la que sus ojos habían querido ver al ser manipulados por el sicario, por lo que mi idea no prosperaría. Tendría que buscar otra estrategia.

La angustia comenzó entonces a apoderarse de mi cuerpo. En los minutos siguientes escuché rumores de todo tipo en torno a lo sucedido, y ya no supe a qué atenerme. Tenía que salir de dudas.

Me acerqué entonces a un grupo de personas que se alejaban de la pareja de guardias reales al otro lado de la arboleda:

—¿Qué ha sucedido, buena mujer? —le pregunté como una curiosa más a una señora.

—Un hombre ha intentado atentar contra nuestro rey, pero al parecer los guardias ya le han detenido. ¡Lo pagará caro!

—Sí, yo he visto cómo le apresaban. Dicen que estaba al servicio de los franceses —replicó otra parroquiana.

—¿Era francés? —preguntó la primera mujer—. No creo, la verdad. Era todo un hombretón, o eso me ha parecido al verle.

—No te lo discuto, yo también he oído que era un hombre muy guapo. Pero eso no quita para que sea un criminal. ¡Tendrá que pagar por sus actos!

El alma se me cayó a los pies al escuchar a aquellas mujeres. ¡No podía ser! Al parecer habían apresado a Declan, pero yo no sabía si los rumores de las comadres eran ciertos. La desesperación hizo presa en mí y no debía permitirlo. No en esos momentos.

Quise disipar la angustia que envolvía mi cuerpo, aunque mis miembros no me respondían. Estaba convencida de que habían detenido a Declan, pero el instinto de supervivencia me hizo reaccionar.

Me acordé entonces de lo pactado con Declan sobre nuestro lugar de encuentro en caso de que surgiera algún problema. Allí se encontraría atado su caballo, en el que podría haber montado para escapar de Comillas si las circunstancias hubieran sido otras. Yo debía llegar hasta el animal y esconderlo, o tal vez rescatar cualquier cosa que Declan llevara en sus alforjas.

Pensé en la gente que rodeaba la escena de la pelea, la misma que podría haber escuchado mi grito llamando a Declan. Desde esa posición, sumida en las sombras del crepúsculo, era complicado distinguir mis rasgos. Así que me alejé también del lugar; no quería que nadie reparara en mi presencia y me relacionara con un supuesto delincuente.

Me mezclé con la multitud y atajé por callejuelas repletas de personas en busca del centro histórico de la ciudad. La muchedumbre seguía impidiéndome avanzar más deprisa, y me sumí en un estado cercano a la desesperación. No quería llamar demasiado la atención al correr en sentido contrario al de la mayoría de los ciudadanos, pero no me quedaba otra opción. En un día de locos como aquel nadie tenía por qué fijarse en mí.

¿Y después qué? No quería pensar más allá, solo llegar a la plazoleta, mientras mi mente desvariaba y el corazón se desbocaba en mi alocada carrera.

Con los últimos gramos de aire en mis pulmones conseguí alcanzar por fin el barrio pesquero, temerosa de lo que pudiera encontrarme. Y una nube negra se apoderó entonces de mis pensamientos, al ver vacío el lugar donde se suponía que estaría atado el noble bayo de Declan.

Caí de rodillas sobre los adoquines, desolada. La carrera a través de Comillas me había dejado sin fuerzas, pero las lágrimas consiguieron salir de su escondrijo. La desesperación hizo de nuevo su aparición, y mi estómago se atenazó ante el repentino golpe.

¿Se había ido Declan sin mí? No se veía el caballo por ningún lado y eso solo podía significar una cosa: el irlandés había conseguido escapar de sus perseguidores y, tras montar en el animal, había abandonado Comillas para siempre.

No sentí alegría por saber que no habían apresado al irlandés; no en esos instantes. Lo único en lo que pensaba, egoísta de mí, era en que nunca volvería a ver a Declan. Él sería un fugitivo, el delincuente más buscado de toda España tras intentar atentar contra Alfonso XII y, como siempre, había pensado en mí antes que en sí mismo.

Sí, al huir de allí me salvaba, ya que nadie me podría relacionar con él. Pero también me hundía en la miseria, porque yo no quería continuar con mi vida si no era a su lado. No me hubiera importado convertirme en una fugitiva durante el resto de mis días, cualquier cosa antes que quedarme allí sola para siempre.

En medio de la desesperación me pareció distinguir un sonido que se acercaba cada vez más. Entonces distinguí perfectamente el relincho de un caballo y levanté la cabeza. No podía ser…

¡Declan había vuelto por mí! El irlandés iba montado en su caballo y tiró de las riendas con fuerza al verme de rodillas en el suelo.

—¡Gracias a Dios, Declan! —grité nada más verle.

—¡Amaya! —exclamó él antes de desmontar de un salto.

Nos fundimos en un abrazo instantes antes de que Declan me besara con fuerza. Se separó un momento de mí y me miró como si yo fuera una aparición, antes de decirme:

—No sabía si podrías llegar hasta aquí, Amaya, tuve que huir a la carrera. ¿Qué ha pasado allá arriba?

—Declan, yo creí que te habían apresado.

Enjugué como pude mis lágrimas y le conté a Declan lo sucedido tras perderle la pista. Al parecer los rumores escuchados en la arboleda no tenían nada que ver con la realidad.

—¡Madre mía! Tus paisanos son muy dados a fantasear. Menos mal que pude escapar.

El irlandés me explicó lo ocurrido desde que se había separado de mí. Tras sortear la avalancha humana y cruzar la calzada, se acercó sigilosamente a su rival, aunque no se percató de que el otro esbirro de Arístides permanecía también escondido en las ramas de un árbol cercano. Ese individuo gritó entonces algo a su compinche, y el tipo de la verruga se giró hacia Declan.

—El tipo me obsequió con una sonrisa irónica de triunfo, y supe que me habían descubierto. Tenía que jugármela.

Al parecer, el criminal también dudó un instante y Declan lo aprovechó. Tal vez el esbirro pensó que si disparaba al irlandés atraería la atención sobre ellos y eso le impediría atentar contra los reyes. Así que Declan se encaramó de un salto al árbol y atrapó la pierna del criminal.

—Di un tirón seco, el tipejo trastabilló y perdió pie. Antes de resbalar del árbol decidió saltar hacia el interior de la arboleda para alejarse de mí, pero yo le seguí.

Según Declan, el sicario había soltado el arma al caer del árbol, por lo que ambos se lanzaron en pos de la pistola. Fue entonces cuando se enzarzaron en la pelea que yo había presenciado.

—Me pareció verte en una esquina antes de escuchar tu grito. Y después el muy canalla me sorprendió al acusarme delante de todos de pretender matar al rey. Me vi allí de pie, con el arma en la mano, y temí por mi integridad. No sabía qué era peor: ser detenido por las fuerzas del orden o linchado por aquellos energúmenos que se abalanzaban sobre mí.

Declan me explicó entonces cómo consiguió escabullirse de la zona tras mimetizarse con la marea humana que recorría las callejuelas del casco viejo. Él confiaba en que los esbirros de Arístides no se hubieran fijado en mí, para que yo pudiera escapar.

—Intenté pensar en una salida, pero la situación me sobrepasaba. Me había metido en un tremendo embrollo sin pretenderlo y no veía ninguna solución. Y entonces recordé nuestros planes, aunque dudé si dirigirme o no al puerto.

Habíamos acordado encontrarnos en la plazoleta. Pero, según me contó Declan, él pensó que tal vez yo había ido en busca de mi abuelo. Era algo razonable: debía de estar asustada después de lo ocurrido.

De todas maneras él siguió alejándose del lugar de los hechos. En aquellos primeros momentos, según me confesó, se sentía como un fugitivo de la justicia. Sabía que era el sospechoso principal del atentado fallido contra el Borbón y que su vida no valdría nada si le apresaban. Entonces decidió camuflarse mejor entre la gente.

—El suelo estaba lleno de basura y desperdicios, pero también encontré prendas de ropa, sombrillas y otros objetos que la multitud había abandonado o perdido por el camino. Así que escogí este chaleco y la boina para camuflarme mejor.

Yo ni siquiera había caído en ese detalle. Declan había tapado su camisa blanca y también su cabeza, por lo que sería más difícil relacionarle directamente con los sucesos ocurridos en la arboleda. Los guardias no podían haber distinguido con detalle sus facciones desde la distancia, y menos en una zona de sombras como era el lugar donde se habían peleado.

Los únicos que le habían visto bien la cara, me aseguró, eran los espontáneos que le intentaron cerrar el paso al verle con el arma —aparte de los hombres de Arístides, por supuesto—. Pero tendrían que enfrentarle cara a cara con alguna de esas personas, y no lo veía demasiado probable.

—Pude pasar desapercibido por la zona pesquera, todavía había gente en torno a los tenderetes, y por fin llegué hasta el caballo. Yo no quería que te preocuparas pero…

Declan sabía que era muy peligroso permanecer allí, a pesar de que ignoraba lo que había sucedido. Supuso que Arístides estaría al tanto de la nueva situación tras ser informado por sus esbirros, por lo que todo se había ido al traste. Debía huir lo antes posible.

Me dijo que entonces sopesó sus posibilidades y vio que no tenía demasiadas opciones. Había escapado, de momento, pero los largos tentáculos de Arístides podrían llegar hasta él. Declan conocía al hombre de la verruga, pero también él conocía a Declan. De hecho, me aseguró, le pareció distinguir un brillo especial en los ojos de aquel tipo; seguramente le había reconocido de sus tiempos en La Hacienduca. Y con esos datos Arístides podría utilizar sus influencias con el marqués para hacerle caer en desgracia.

—Compréndelo, Amaya. Mi vida ya no vale nada, me he convertido en el hombre más buscado del reino.

Según me contó, prefería perderme para siempre a cambio de no involucrarme en aquel asunto. Incluso aunque únicamente él saliera malparado por la situación, no podría soportar verme sufrir. Y ya había asumido que si le capturaban sería ajusticiado sin remedio, por lo que prefirió ahorrarme el disgusto de presenciar su ejecución.

—Sí, cariño, me fui. Llegué a picar espuelas para alejarme de Comillas. Pero no pude marcharme sin más.

En el último instante decidió regresar para asegurarse de que yo estuviera bien. Y, por supuesto, quería despedirse de mí como yo me merecía.

—Debías haberte ido con tu abuelo, Amaya, aquí no estás a salvo. ¿Tuviste tiempo de dirigirte a algún guardia?

—No, al final no. Llegué a la arboleda justo cuando estabais luchando y me quedé allí parada, sin saber qué hacer. No he podido avisar a mi abuelo y no sé si se habrá enterado de lo ocurrido. Al parecer la comitiva real ha seguido su camino y nadie se ha percatado del altercado, al menos en la calle principal.

—Bien, por lo menos hemos salvado a los reyes. Me tengo que marchar, Amaya, es muy peligroso que siga aquí por mucho que me haya camuflado con estas ropas.

—Vale, me voy contigo. Ayúdame a subir al caballo, tenemos que salir de aquí cuanto antes.

—Ni soñarlo, tú te quedas en Comillas. No pienso llevarte conmigo y convertirte en una fugitiva como yo. Si te quedas aquí, nadie tiene por qué relacionarte con el sospechoso de atentar contra el rey. Sí, puede que la gente de Suances pudiera relacionarnos, pero he tenido cuidado en Santillana, y Arístides no sabe nada de mi vida en España.

—Ya lo hemos hablado, no me hagas suplicarte. Quiero marcharme contigo, empezar una nueva vida junto a ti. Estoy harta de vivir aquí.

—No, Amaya, por favor, no me lo pongas más difícil. Estamos perdiendo un tiempo precioso, al final me cogerán. Además, no puedes abandonar a tu familia de ese modo.

Decidí arriesgarme y tomé la iniciativa. Sin ayuda de Declan me subí al caballo y le hice un gesto para que me acompañara. Él refunfuñó de nuevo, pero me hizo caso y se colocó delante de mí, sobre los lomos del equino. Se dio la vuelta un instante y me advirtió:

—Voy en dirección hacia Santillana y después te dejaré en Suances con tu familia. Me marcho a Santander: es el sitio más cercano donde puedo encontrar un barco que me saque de España. Y nada ni nadie me lo va a impedir.

—Seguro, Declan. Venga, salgamos de aquí de una vez.

Declan espoleó al caballo y enfilamos el camino principal de Comillas en dirección hacia levante. Atravesamos minutos después el arco de bienvenida preparado para agasajar a Sus Majestades y tomamos el atajo que conocía Declan para llegar antes a Santillana, evitando el recorrido habitual de la mayoría de los viajeros que recorrían la comarca.

El crepúsculo se iba apagando poco a poco, mientras una noche de luna llena caía sobre nosotros. La oscuridad venía bien para nuestros planes, pero la falta de luz nos impediría avanzar a la máxima velocidad por miedo a caernos y rompernos la crisma.

Pero Declan no se amilanó, y yo tampoco podía demostrar miedo después de obligarle a llevarme con él. El caballo parecía conocerse el camino mejor que nosotros, por lo que confié en su intuición para dejarnos sanos y salvos en nuestro destino final.

Me sorprendió comprobar que Declan se adentraba en Santillana, aunque atemperó el ritmo del caballo para no despertar sospechas. Yo pensé que rodearía la villa para seguir el camino de la costa, siempre teniendo en mente la meta final de Santander. Pero al parecer el irlandés tenía otros planes.

Declan dirigió el caballo hasta su casa. Bajó del animal y me ayudó a mí a llegar también al suelo. Ató el animal para que no se escapara y entró a la carrera en su vivienda, conmigo detrás.

—¿Qué haces? —pregunté angustiada—. No puedes esconderte aquí.

—No vengo a esconderme; solo quiero recoger unas cosas.

El irlandés se movía a toda velocidad por las estancias de la casa. Recogió una cartera con documentos y una bolsa con algunas pertenencias. Miró un momento en derredor para asegurarse de que no se le olvidara nada y salió de nuevo sin reparar en mi presencia.

—¿Se puede saber qué haces, irlandés?

—Sin mi documentación y el poco dinero ahorrado que tengo no podría llegar a ninguna parte. También he aprovechado para coger algo de ropa. Y ahora, a Suances. No hay tiempo que perder.

—No hace falta, Declan, yo no puedo pasar por casa. Llevo mi cédula de identidad encima y algo de dinero, pero muy poco. Si me acerco a Casa Abascal por ropa o cualquier otra cosa, mi madre no me dejará salir de allí. Ella no sabe nada y no puedo contarle ahora toda la aventura, porque no se creería ni una palabra.

—Mira que eres terca, Amaya. No tienes que recoger tus pertenencias, no hace falta. Te quedas en tu casa y esperas a que llegue tu abuelo.

Declan tenía razón, había dejado a mi abuelo solo en Comillas. No es que tuviera ningún problema, podría pasar unos días con Angustias o regresar después con su amigo el concejal, pero de todos modos me sentí culpable por no haberme preocupado de él. Las circunstancias mandaban y en esos momentos yo únicamente quería partir hacia Santander con Declan; era la única salida posible.

—Monta de una maldita vez, irlandés. Suances está de camino, la ruta más corta para llegar a Santander es por los caminos paralelos a la costa. Cuanto más tiempo perdamos, menos posibilidades tendremos de llegar con éxito a la capital.

—Eres imposible, Amaya. No quiero discutir contigo. No es el momento ni el lugar. Está bien, vámonos de aquí.

La escasa luz que nos ayudaba a distinguir el camino desapareció al abandonar la villa, y tuvimos que guiarnos solo por la presencia de la luna al encontrarnos ya bajo el influjo de la noche más oscura. Salimos de Santillana por el camino principal, pero enseguida le indiqué a Declan otro atajo menos transitado para pasar cerca de Suances. Él obedeció y no se percató del engaño. El sendero bordeaba mi pueblo sin entrar en él y era más corto para enfilar los terrenos situados hacia levante, buscando el camino que desembocaba en la mismísima bahía de Santander.

Cuando llegamos a la bifurcación del camino, Declan se dio cuenta de mi argucia. Suances quedaba a un lado, pero habría que dar un amplio rodeo para entrar en el pueblo. Sin embargo, si seguíamos recto por el mismo camino en el que nos encontrábamos, llegaríamos a Santander en poco tiempo; solo nos separaban unas pocas leguas del mayor puerto de la zona, nuestro objetivo final.

Declan detuvo un momento el caballo. El animal respiraba con dificultad debido al esfuerzo al que le estábamos sometiendo. Giró sobre las patas traseras del bayo, mirando en una y otra dirección, y blasfemó en voz alta.

—¡Me la has jugado!

—Sí, y me lo tienes que agradecer. Si te hubieras entretenido en entrar en Suances, quizás no lo habríamos contado. No hay tiempo que perder, tenemos que galopar hasta Santander. Mira lo cerca que estamos de la bahía.

Señalé con mi mano hacia la hermosa ensenada que protegía el puerto de Santander, el mismo lugar en el que años atrás mi padre falleció por un trágico accidente que había marcado la ciudad para siempre. Declan me observó sin disimulo, y creí ver un destello de satisfacción en su rostro. Tal vez estaba orgulloso de mi determinación, del coraje que intentaba ponerle a la situación para no caer abrumada por las circunstancias.

—De acuerdo, maldita sea. Hacia Santander entonces, aunque no sé cómo vamos a conseguir salir los dos de aquí.

Yo le di un rápido beso en sus labios, algo agrietados debido a la tensión de esas terribles horas. Declan se colocó de nuevo en posición, espoleó con premura al caballo y le sacó las últimas reservas de fuerzas que le quedaban. El pobre animal iba a reventar del esfuerzo, pero en esos momentos no podíamos pararnos en la última etapa de nuestra accidentada huida.