CAPITULO 2
Poco menos que desnuda, Dexy apareció sobre un peñasco y se quedó mirando al fotógrafo.
—¿Extiendo los brazos, como si fuera a zambullirme?
—¡Sí! Pero todavía no he enfocado... Ya te avisaré.
Sobre el trípode estaba la máquina de fotografiar.
El fotógrafo anuló el fulgente día, colocándose el trapo negro sobre la cabeza.
No muy lejos, en la orilla del camino, había quedado el carruaje. Junto a un árbol cercano a la roca donde se había situado la muchacha, se encontraban dos individuos que vestían americana.
Miraban el cuerpo bronceado de Dexy, sus maravillosos contornos.
El sol encendía su cabellera rubia. La muchacha había mirado hacia donde estaban los dos individuos, e hizo un gesto de desagrado.
Iba a protestar de que estuvieran tan cerca, pero se encogió de hombros, pensando: «Ahora arriesgo más que ser vista por esos canallas.»
—¡Va, Dexy! ¡Extiende los brazos y permanece quieta! ¡Mira aquí! ¡Y sonríe!...
El fotógrafo era un hombre delgado, de cabellos grises. En vano se esforzaba por disimular que estaba nervioso.
—¡Te has movido, Dexy!
—Pues a tirar otra —contestó la muchacha.
La tercera fotografía se hizo estando la muchacha sentada, medio envuelta por un albornoz, en actitud pensativa.
Los dos individuos se impacientaban. Dexy se dio cuenta y se acercó al fotógrafo.
—En el cercano meandro están las balsas y me han hecho la señal... ¿Tendrá valor para cargar con la máquina y echar a correr?
—¡Qué remedio! Pero, ¿y si la ayuda no llega a tiempo?
—Están trepando por las rocas como lagartos... Voy a situarme otra vez donde estaba antes.
Los dos pistoleros se habían detenido, mirando con recelo al fotógrafo.
—¡Vamos a repetir la de la zambullida! —les dijo Dexy, riendo, mientras saltaba de un peñasco a otro.
Los pistoleros estuvieron unos momentos mirándola, fascinados. Ninguno de los dos se atrevió a expresar con palabras lo que pensaba, porque sabían que era muy peligroso salirse de lo que se les encomendaba.
Pero en ambos regía la misma idea: arrebatar a la muerte, aunque fuera por unas horas, aquella hermosa presa.
Dexy ya estaba en el peñasco más alto. Y miró hacia el fotógrafo.
—¡Avise cuándo he de estar quieta!...
El fotógrafo tardó en tener listo el nuevo enfoque.
Los dos individuos, agachados, iban trepando hacia el peñasco.
Uno había cogido una gran piedra. El otro, tenía sujeto por el cañón un revólver.
Dexy no les veía. Pero por la forma en que el fotógrafo mantenía encogido el brazo izquierdo comprendió que el golpe a la cabeza y el empujón al río, estaban cerca.
—¡Quieta, Dexy! ¡Será una gran foto!...
Transcurrieron unos segundos de total silencio. Dexy permanecía inmóvil, en actitud de lanzarse al río.
—¡Ya está! —avisó el fotógrafo.
Los dos individuos saltaron. Uno, teniendo en alto la mano que sujetaba por el cañón el revólver.
El otro, en actitud de arrojarle la piedra a la cabeza.
Pero Dexy desapareció. Se oyó el choque de su cuerpo en el agua.
—¡Ha caído!
—¡Se escapa!
El que tenía la piedra la soltó para sacar el arma de la sobaquera.
Sumergido, moviéndose con la habilidad de quien domina la natación, vieron el cuerpo de Dexy deslizándose, para salir del meandro, buscando la corriente del río.
Los dos apuntaron, pero no llegaron a disparar.
Rob había surgido de un grupo de peñascos, muy cercano adonde estaban los dos pistoleros.
—¿Por qué no dejáis tranquilo ese hermoso pez? —preguntó, ya con las armas listas.
Dexy no pudo oír las detonaciones, pero presintió que de un momento a otro aquella agua se ensuciaría por el cuerpo de alguno de los pistoleros.
Fueron los dos los que cayeron de espaldas, uno de ellos emitiendo un estremecedor alarido.
El fotógrafo, mortalmente pálido, miraba a Rob, como no comprendiendo.
Por varios sitios cercanos al río aparecieron hombres
Armados. Cuando el fotógrafo reconoció a Scher, soltó un respingo.
—¡Tengo la ropa empapada!... ¡No me ha dicho esa condenada... que ya había aquí ayuda! —exclamó, señalando a Rob.
—Tal vez porque ella no ha visto a Rob —dijo Scher—. Está deslizándose por esta área desde antes de que amaneciera.
Dos armadías entraron en el meandro. En una se ellas se colocó en seguida Dexy.
Y braceó, mientras preguntaba:
—¿Todo bien?
Le contestaron afirmativamente.
—¿En el coche tienes algo que merezca la pena recogerlo, Condell? —preguntó Scher al fotógrafo.
—¡Sí! ¡Muchas placas y fotografías que he podido escamotear a los que registraban mi laboratorio! ¡Pensé que te serían de utilidad!
—¿Y esos imbéciles no han sospechado que las llevabas?
—Dexy se ha encargado de distraerlos, mientras veníamos. Seguramente, al regreso, habrían registrado mi maleta.
Uno de los hombres de Scher se encargó de alejarse con el coche, para dejarlo muy apartado del camino.
La máquina quedó dentro de una maleta.
Mientras iban acercando las balsas al lugar más propicio para que saltaran los que estaban en tierra, Scher habló aparte con Rob.
Empezó preguntando:
—¿Convencido de la frialdad con que matan incluso a muchachas tan bonitas como Dexy? Y ten por seguro... que las dos fieras estaban deseando traicionarse, para llevársela y devorarla. Pero el miedo es lo que les obliga a comportarse como se les ha ordenado...
Llevando el sombrero inclinado, ocultaba la cicatriz que tenía en la frente. Otras rúbricas hechas con cuchillo tenía en el cuello y en el pecho.
Scher era un hombre prematuramente envejecido. Apenas había rebasado los treinta años.
—Ya estaba convencido esta madrugada, cuando me hablaste de lo que iba a ocurrir —dijo Rob—. El capitán Maguer no es fácil de engañar, y él confía en ti. Lo que no comprendo es que después de escapar de la muerte, has podido desplazarte de un lado a otro, sin correr peligro.
—A mí solamente llegaron a verme los dos que me acuchillaron e intentaron ahorcarme. Ellos, y luego tú, el capitán Maguer y algunos de su tripulación...
—Cuando te dejé en el carguero, no podías hablar. Ahora, quizá no quieras, por no creerlo conveniente.
—Pregunta.
—¿Por qué te querían matar aquellos dos individuos?
—Perseguían a un compinche que se rebeló. Iba herido. Yo me dirigía a caballo al embarcadero más próximo, cuando tropecé con el herido. Lo atendí durante dos días, en el interior de un bosque. Allí me habló de lo que ocurría en un valle donde regía la ley de un demente... Creí que desvariaba. Cuando murió, lo enterré y no tuve prisa en marcharme. Ese fue mi error... Me seguían los dos individuos que tú mataste. Cuando empecé a creer que el muerto no había dicho desvaríos, ya era demasiado tarde. Los dos individuos me interrogaban a punta de cuchillo, cada vez que acampábamos. «¿Y qué más sabes?» Les dije todo lo que recordaba... Al principio no pudieron disimular que muchas de las cosas que yo les revelaba, les cogía por sorpresa. Comprendí que ellos no eran más que elementos de choque. Muchas cosas que ocurren en ese valle las saben solamente los que están dentro de ese infierno, como cautivos o como guardianes...
—¿Por qué no te mataron con unos cuantos disparos?
—Porque, en mi desesperación, me puse a inventar... Les decía que a medida que me serenara iría recordando... Cuando tú y el capitán oísteis mis gritos, los individuos ya me habían escupido que era innecesario que siguiera «recordando». ¡Sé que fui cobarde, Rob! ¡Les juré, llorando, que todo lo «olvidaría»!...
—No fuiste cobarde, Scher. Muy pocos habrían soportado las torturas con las largas pausas, que son las que más desmoralizan. Me has dicho que apenas te recobraste, saltaste a tierra y te pusiste a indagar.
—Sí, Rob. Y he tenido la suerte de encontrar ayuda donde menos lo imaginaba.
Descendieron por las grietas de las rocas, hacia donde estaba una de las balsas.
Era la que ocupaban Dexy y el fotógrafo Condell. La muchacha se hallaba envuelta en una manta, el cabello chorreando agua.
Los ojos de Dexy eran grandes, de un azul verdoso.
Cuando Rob y Scher se sentaron frente a ella, la muchacha cerró los ojos y dijo:
—¡Gracias!
—A ti, Dexy —contestó Scher—. Sin tu ayuda, Condell no habría confiado en mí.
—¡Tenía miedo! —exclamó el fotógrafo—. ¡Estoy demasiado complicado! La serenidad de esta chica fue la que me dio valor... Anoche mismo, en el hotel, me dijo: «Yo puedo morir mañana... Pero no me importa si apresan a los culpables.»
—En cualquier momento habrías caído tú, Condell.
—¡Me lo he dicho millares de veces! Pero, ¿cómo escapar?
Rob, cuando ya las balsas iban río abajo, hacia donde aguardaba el carguero, preguntó:
—¿Por qué todos estabais tan seguros de que a esta joven no la matarían antes de sacar las fotografías?
—Porque al demente que reina en el valle de los ídolos le interesa que la estampa de esta criatura llegue a manos de cierto cautivo —contestó Scher.
—¡A manos de Belk Lewin! —dijo Dexy—. ¡El hombre al que quiero desde que era una niña!...
* * *
En el camarote del capitán, el acuchillado Scher expuso a Rob lo que sabía del infierno de los ídolos.
Hablando, miraba a hurtadillas a Rob, esperando un indicio de estupor.
—La última actuación de la cantante de ópera, Gelia Vogel, fue en San Francisco. En pleno éxito, emprendió el viaje a Europa con un fabuloso contrato. Así apareció en la prensa... Más tarde se dijo que permanecería apartada de los escenarios por cuestiones sentimentales... Ese ídolo está, o estaba, en el valle que rige un demente...
Scher hizo una pausa. Había dado el nombre de otras celebridades, como el de una danzarina llamada Sikie.
—Según me reveló el herido, que escapó de ese infierno...
Rob le interrumpió:
—¿Era otro ídolo?
—¿Quién?
—El herido que durante dos días atendiste.
—No. Ya te he dicho esta mañana que era un compinche que se rebeló. Uno de los que veían demasiado de cerca ese infierno... Los ídolos viven en cabañas. Pasan hambre. Por lo menos, se les niega una alimentación adecuada, hasta el demente siente deseos de efectuar una fiesta.
—¿Para él solo?
—Sí. Días antes, los ídolos ya no tienen que ser ellos mismos quienes se preparan la comida. Todo cambia... Aparece el licor... Y llega la fiesta. Desde su escondite, el rey del infierno los ve actuar. En una de las barracas hay un piano. Ese instrumento suena hasta en las horas más negras...
—¿Qué hace el campeón de rodeos?
—Montar potros salvajes... También hay jockey, a los que se les proporcionan buenos caballos...
—¿Dónde está ese valle?
—En un laberinto de montañas y ríos.
—¿Dónde?
Scher se quedó mirando fijamente a Rob.
—¿Por qué supones que lo sé?
—Porque hablaste con un moribundo, que dices que era guardián de ese infierno. ¡Habla claro, Scher o como te llames!...
—¡Te exaltas, Rob! ¡Por fin! —exclamó el acuchillado, fingiendo que se alegraba—. ¡Todo esto te parece absurdo, reconócelo!
—Me parece algo peor, Scher. Si como supongo, eres policía, o estás en contacto con los federales...
Scher inclinó la cabeza.
—Soy policía. Me designaron para que investigara en la región donde está ese infierno. Se sabía que ocurrían cosas raras, pero nada más. Fui de un lado a otro, sin conseguir una pista...
—Entonces te encontraste con el que desertaba —dijo Rob, con ironía—. Y lo hallaste con suficiente vida para que te refiriera desvaríos.
—¿Por qué ese tono zumbón, Rob?
—¡Porque no te creo!
Después de un silencio, preguntó Scher:
—¿Y si te digo... que yo seguía los pasos a ese guardián del infierno, y que yo le disparé? ¿Lo creerás?
—Continúa.
—Nos tiroteamos, Pero yo tenía ventaja. Sabía por dónde iba a pasar... Me lo llevé, herido. Quedándole pocas horas de vida, me juró que huía... Luego...
Scher se cubrió el rostro con las manos, pareciendo que iba a ahogar un sollozo.
—¡Yo sé que fui un cobarde, Rob! ¡Lo fui! Cuando me alcanzaron los dos individuos que me acuchillaron... hice todo lo posible por congraciarme con ellos. Les revelé que era policía y que si me dejaban con vida, me olvidaría de ellos...
—Ya pagaste, Scher. Esto que me acabas de decir, ¿lo saben tus superiores?
—¡Sí! Por lo menos lo sabe el comisario Kaplan, que es quien me designó para este trabajo. Y él opinó lo mismo que tú me has dicho esta mañana. El ser torturado... con prolongadas pausas, derrumba al más firme. Me preguntó si quería seguir en este asunto. No fue necesario que le contestara. Ya ves que sigo...
—¿Te ayudan?
—Sí. Pero con mucha cautela. Tú vas a pedir un empréstito para adquirir acres de bosque...
—¡Deja en paz mi bosque y sus pleitos! ¡Nos estamos refiriendo...!
—...A lo mismo, Rob. Sin saberlo, estás consiguiendo las llaves de ese infierno. Muchos jaleos entre los pequeños propietarios han sido promovidos desde muy lejos.
—Eso es lo que siempre he querido meter en la cabeza de mis vecinos, pero pocos me han hecho caso.
—Y cuando estaban heridos y lo mandaban todo al diablo, tú decías: «¡Compro!»
—¡Qué remedio!
—Neya me ha dicho que en el hotel de Glauder ganaste con mucha facilidad... Eres buen jugador, pero allí tenías peligrosos competidores. ¿No se te ha ocurrido pensar que te estén dando rienda suelta?
—Sí. Y por eso mismo voy a solicitar ese empréstito. Soy yo quien va a hacer que marchen por donde me conviene. Según las facilidades u obstáculos que me pongan en Kivdol, donde están los aserraderos a los que interesa mi madera, deduciré...
Scher se levantó.
—Ya de noche, pasaremos a un carguero más rápido. Te acompañaré a Kivdol, pero el enemigo no se dará cuenta de que nos conocemos.
—¿Me acompañarás como mi guardaespaldas? —preguntó Rob, en tono burlón.
—Eso ya lo harán otros, si llega a ser necesario. Tú sabes defenderte... Pero quizá no puedas juzgar bien a los madereros con los que vas a tratar. No tengo pruebas terminantes para señalar quién es el demente que rige el valle de los ídolos. Tampoco te diré de quién sospecho... No quiero predisponerte contra un hombre determinado. Solamente te digo... que ese perturbado está con los que vas a entrevistarte para negociar...