CAPITULO II
Jack Fraker temblaba como un flan. A su rostro habían vuelto a asomar diminutas gotas de sudor.
—¡Condenación...! La diligencia siempre ha pasado por aquí con horas de retraso. ¡Siempre fue así! ¡Durante años! Y hoy, precisamente hoy, se le ocurre llegar puntual.
—Tranquilo, Fraker —recomendó Curtis por enésima vez.
Jack Fraker introdujo el dedo índice bajo el cuello de la camisa tratando de aflojar la corbata de plastrón.
Le faltaba respiración.
—Es mi negocio el que corre peligro, Curtis. Si usted está al corriente de mis sucias actividades, también lo estará el senador. Y para completarlo viaja con Virtudes Ursula. Eso significa el fin para mí. Enviarán a los rurales. Todos mis negocios se irán al inferno y yo...
—Ya está ahí la diligencia, Fraker. Compórtese con naturalidad. Si deja de temblar todo saldrá bien.
La diligencia, arrastrada por seis caballos de tiro, hizo su aparición semienvuelta por una enorme polvareda rojiza. Se adentró por la calle principal de Bond Pass hasta detenerse con gran estruendo frente al hotel.
El conductor y su ayudante saltaron del pescante porfiando por abrir la portezuela.
Ambos se hicieron a un lado con profunda reverencia.
Descendió una mujer.
Aunque para Jack Fraker, que contemplaba la escena con marcada palidez, aquella mujer era la mismísima Muerte.
Sólo le faltaba la siniestra guadaña.
Su vestido era totalmente negro. Incluso el sombrero y el velo que cubría su rostro. Guantes también negros. Enlutada de pies a cabeza.
Sí.
Le faltaba la guadaña.
A continuación descendió un anciano de edad imposible de definir. Lo mismo podía tener sesenta años que haber sobrepasado los noventa. Sus movimientos sí eran ágiles.
Vestía con desorbitada elegancia. Levita de excelente corte, chaleco de seda sobre camisa de popelín inglés, pantalones rayados y botas de fina piel de becerro. Se cubría con sombrero de copa. Su diestra empuñaba un bastón con pomo dorado.
—Dentro quedan los guardapolvos, Charles.
Charles, el conductor de la diligencia, siguió encorvado en su servil reverencia.
—Ha sido un honor contar con usted, senador Sellars. Y, por supuesto, con su encantadora hija.
La mujer enlutada giró con rapidez.
Como si hubiera sido una serpiente de cascabel.
—¿Quién le ha dicho que soy encantadora?
—Yo... yo... sólo...
—¡Guarde sus estúpidos comentarios!
—Sí... sí, señora... sí, señorita... —tartamudeó el desconcertado Charles.
El senador Hubert Sellars extrajo varios billetes que ofreció al turbado Charles. Había alrededor de los cien dólares.
—Aquí tiene. Charles. Para usted y su ayudante. Por todas las molestias que les hemos ocasionado. Ya sé que la diligencia no tiene parada oficial en Bond Pass. Siga viaje de inmediato. Los demás pasajeros no deben verse perjudicados por esta demora.
—Muchas gracias, senador... muchas gracias...
Conductor y ayudante retornaron al pescante. Instantes después la diligencia se alejaba del pueblo. Sin haber bajado equipaje alguno.
Sam Dillman, como representante de la ley en Bond Pass, se adelantó nerviosamente.
—Yo... senador... el pueblo de Bond Pass...
—No quiero discursos, sheriff —interrumpió Hubert Sellars con cascada voz—. Es más, desearía que mi corta visita a Bond Pass permaneciera ignorada. Estoy aquí por motivos privados, aunque siempre aprovecho para sacar conclusiones y subsanar defectos. Son muchos los que he descubierto en las ciudades tejanas.
Sam Dillman tragó saliva.
Incapaz de pronunciar ninguna otra palabra.
Jack Fraker también se había adelantado. En compañía de Curtis. Este saludó con abierta sonrisa.
—¿Ha disfrutado de un buen viaje, senador?
—Magnífico, Curtis. ¿Desde cuándo nos espera?
—Se puede decir que acabo de llegar. Sólo el tiempo necesario para que Jack Fraker haya ordenado preparar las mejores habitaciones del hotel. El señor Fraker, aquí presente, me ha sido de valiosa ayuda. Es el propietario del hotel y de algunos otros negocios de Bond Pass. También se le puede considerar como alcalde. Es el encargado de velar por el bienestar de los honrados habitantes del pueblo.
El senador tendió su diestra.
—Apelo también a su discreción, Fraker. Mi visita es de riguroso incógnito. Espero la llegada de cierta personalidad del Gobierno mexicano. Nos hemos citado aquí, ya que Bond Pass está cerca de la frontera y parece un pueblo tranquilo. Nuestra estancia será corta. Ni tan siquiera hemos traído equipaje. Mañana llegará una escolta formada por un grupo de rurales para recogerme.
Jack Fraker, pese a sentirse desfallecer, mantuvo la sonrisa eh los labios. Con gran esfuerzo.
—Será un placer tenerle entre nosotros, senador. Le garantizo la máxima reserva.
—Gracias, Fraker. Esta es mi hija Ursula.
Fraker realizó una leve inclinación de cabeza que fue correspondida por la mujer.
—¿También es usted propietario del saloon?
—En efecto, señorita Sellars.
—Me agradaría verlo.
Hubert Sellars intervino con alegre carcajada.
—Mi hija gusta de inspeccionar los lugares de diversión. Es presidenta de la Asociación de Damas Defensoras de las Buenas Costumbres. En algunos lugares el vicio y corrupción alcanza cotas verdaderamente inadmisibles. Mi hija corta de raíz todo aquello que atenta a la moral. Es de suponer que Bond Pass, por su proximidad con la frontera mexicana, sea un pueblo turbulento. Frecuentado por forajidos de uno y otro lado del Río Grande.
—No podemos evitar a ciertos visitantes muy molestos, senador; pero sí mantenemos la ley y el orden. El sheriff se encarga de ello. En cuanto a mi saloon... no tengo reparo alguno en que su distinguida hija lo pise. Con ello ya digo bastante.
—De resultar ciertas sus palabras me llevaría una agradable sorpresa, señor Fraker —dijo Ursula aceptando el brazo de Jack Fraker—. No sospecha lo vergonzoso que es para mí inspeccionar ciertos lugares donde las mujeres carecen de pudor y los hombres son víctimas de depravados vicios.
—Lo comprendo, señorita Sellars.
—Puede llamarme Ursula. Así se me conoce en todo Texas.
Fraker sonrió a la vez que interiormente maldecía a la mujer. Mantenía el negro velo ocultando su rostro. Aquel detalle también era conocido en Texas. Se comentaba que, en cierta ocasión, Ursula levantó su característico velo. Fue para aceptar el beso de un astuto cazador de dotes. El pobre hombre, al ver el rostro de Ursula, profirió un alarido de terror y escapó como alma que lleva el diablo. Malas lenguas aseguran que Virtudes Ursula ya no se quita el velo ni para dormir.
Llegaron al saloon.
El senador y su hija entraron en primer lugar.
Seguidos de Fraker, Curtis y el sheriff.
Las órdenes de Jack Fraker se habían cumplido a la perfección. Los obscenos cuadros habían sido retirados y reemplazados por espejos o paisajes. Un individuo tocaba al piano una romántica y dulce melodía sureña.
Tres clientes en el local.
El herrero, el encargado de los establos y el barbero. Los únicos habitantes de Bond Pass que, seleccionados por Fraker, tenían aspecto de honrados.
El barbero hacía extrañas muecas. Como si quisiera vomitar. El, acostumbrado al tequila, estaba ahora bebiendo una nauseabunda zarzaparrilla.
—¿Desea tomar algo, senador?
—Pues sí. Tengo la garganta algo reseca por el viaje. ¿Qué me recomienda, amigo Fraker?
Jack Fraker intercambió una rápida mirada con Curtis. Este le hizo un imperceptible guiño.
—Nuestra especialidad es el aguardiente, aunque dudo que sea bebida apropiada para su exquisito paladar, senador.
—¡Nada de eso! —exclamó Hubert Sellars con entusiasmo—. Cuando era un simple capitán de rurales me acostumbré a ese maravilloso licor. ¡Lo acepto!
—¿Señorita...?
La mujer, que contemplaba el local con manifiesto interés, se volvió hacia Fraker.
—No, gracias... No deseo tomar nada. Estoy en verdad admirada, Fraker. Su saloon, aunque con inevitables defectos, es digno de alabanza. Incluso me parece algo demasiado... sorprendente. ¿No tiene chicas para animar a los clientes?
Jack Fraker desorbitó los ojos como si hubiera oído una blasfemia.
—Oh, no... Está Rosita, mi mujer. Apenas sale de la cocina. Iré a buscarla para que…
En ese momento se abrió la puerta situada al final del mostrador.
Apareció Rosita.
Muy distinta a la que horas antes hacía rugir de entusiasmo con su sensual baile. Ahora lucía un vestido azul pálido de escote cerrado al cuello y largas mangas. La mexicana, aun dentro de aquel poco favorecedor vestido, resultaba provocativa. Un vestido prestado que le quedaba demasiado ceñido. Resaltando en demasía sus senos y caderas.
Rosita hizo una graciosa reverencia.
El senador ya había vaciado la copa de aguardiente.
—Magnífico, Fraker... Un licor magnífico. ¿Qué le parece si echamos una partida de póquer hasta la hora de la cena?
Aquella proposición sorprendió a Fraker.
James Curtis acudió de inmediato en su ayuda.
—Fraker no es muy buen jugador, senador; pero ya le he anticipado Sus deseos. Quedó complacido con la proyectada partida. ¿No es cierto, Fraker?
—Oh, sí... desde luego... Será un placer...
—Entonces empecemos. El póquer es uno de mis pequeños vicios. ¿Te quedas, hija?
—No papá. Me retiraré a las habitaciones. Señor Fraker... Me llevo una muy grata impresión de usted y de su saloon. No dudo que, siendo un defensor de la moral, deseará colaborar con un donativo para la causa.
—¿Para quién?
—Me refiero a la Asociación de Damas Defensoras de las Buenas Costumbres. Los fondos son destinados para rehabilitar a mujeres y hombres que han caído en las garras del vicio. Todos los donativos son bien recibidos.
Jack Fraker sonrió sacando una pequeña cartera de su levita.
Apartó cien dólares, pero la mujer no hizo ademán de cogerlos.
—Es usted propietario del hotel, del saloon, he visto su nombre en el almacén... Debe ser más generoso con sus semejantes, Fraker.
Jack Fraker enrojeció.
Hubiera dado aquellos cien dólares por ver el rostro de Ursula, pero aquel maldito velo desdibujaba sus facciones.
—Yo... no sé...
—La cuota mínima, para hombres de su elevada posición, es de quinientos dólares.
—Comprendo... yo... disculpe...
Jack Fraker fue tras el mostrador manipulando en uno de los cajones. Al volver hacia la mujer, se le cruzó James Curtis.
—Ochocientos, Fraker.
La voz de Curtis, aunque apenas un susurro, resultó audible para Jack Fraker.
Tendió ochocientos dólares a la mujer.
—Gracias, Fraker. Nuestra agrupación le quedará eternamente reconocida. Si se encuentra alguna vez en dificultades, acuda a mí. Ahora, si me disculpan, me retiraré a mis habitaciones.
—La acompañaré...
—No se moleste. Mi padre le espera para la partida de póquer. El sheriff me acompañará.
La mujer se alejó en compañía del representante de la ley.
El senador ya se había acomodado en una de las mesas del saloon.
—¡Eh, Fraker...! Me gustaría repetir ese aguardiente para amenizar la velada.
—¡Al momento, senador!
El rostro de Jack reflejaba honda satisfacción.
Seleccionó una caja de los mejores cigarros mientras daba órdenes a Rosita para que llevara la botella de aguardiente y cuatro vasos a la mesa.
James Curtis simuló olfatear uno de los cigarros.
—Fraker...
—Acaba de salvar la prueba más difícil. Airosamente.
—¿Ursula?
—Correcto.
—Me ha costado ochocientos dólares, pero los doy por bien empleados. Todo marcha bien. Incluso es posible que obtenga algún beneficio de la visita del senador. El pasar armas a la frontera mexicana se pone cada día más difícil. No me vendría mal una autorización del todopoderoso Hubert Sellars permitiéndome cruzar con toda tranquilidad el Río Grande.
—De usted depende, Fraker.
—¿Qué quiere decir?
James Curtis se inclinó confidencial.
—Al senador no le gusta perder. Ni tan siquiera al póquer. De ahí que comentara que es usted mal jugador.
—Eso me hizo gracia —sonrió Fraker—, Soy capaz de desplumar al más experto tahúr del Mississippi.
—Pues olvide sus conocimientos, Fraker. Juegue torpemente. Yo haré otro tanto. El senador debe ganar todas las bazas. Eso le pone eufórico. Perder es algo inadmisible para Hubert Sellars. Jugó en cierta ocasión con el alcalde de Dams City. El senador perdió cinco dólares. Y por esos cochinos cinco dólares, el alcalde de Dams City pasó dos años en prisión. Acusado de tramposo.
—¡Infiernos!
—Tranquilo, Fraker. Usted ya está alertado. Jugaremos a perder. ¿Quién será el cuarto hombre?
—Pues... Logan, el barbero. ¿Qué le parece?
—Eso poco importa, siempre que bailemos todos al compás marcado por el senador.
Jack Fraker sonrió feliz.
—Así será, Curtis. Tal como se desarrollan las cosas, empieza a entusiasmarme la visita del temible Sellars. Le sacaré jugo.
Súbitamente se escuchó un leve grito femenino.
Rosita, que había llevado la botella y los vasos a la mesa del senador, retornaba al mostrador con cara de asombro y acariciándose el trasero.
—¡Maldita sea! —murmuró Fraker fulminando a la mexicana con la mirada—. ¿Qué diablos te ocurre? ¿Por qué has gritado?
—Ese... ese fulano me ha pellizcado...
Jack Fraker bizqueó.
—¿Te refieres al senador?
—¡No había otro en la mesa!
Fraker apretó las mandíbulas conteniendo los deseos de abofetear a la mujer.
—Estúpida... Eso son los nervios. Imaginaciones tuyas.
Rosita volvió a acariciarse el trasero.
—Yo juraría que...
—¡Eh, amigo Fraker! —llamó Hubert Sellars desde la mesa—. ¿Ocurre algo? Estoy impaciente por comenzar el juego.
—Seleccionaba unos cigarros, senador. Al momento estamos con usted.
Así fue.
Minutos más tarde se iniciaba el juego.
Una partida de póquer que iba a ser recordada durante muchos años en Bond Pass. Aunque no por todos sus protagonistas.
Uno de ellos tenía las horas contadas.