5

Excepto cuando la puerta se encontraba cerrada con llave, lo que indicaba que su niño estaba muy bien acompañado, la fiel Gregoria tenía la inveterada costumbre de irrumpir en el dormitorio a las diez en punto de la mañana.

Solía entreabrir las cortinas, darle los buenos días con un beso en la frente, colocarle delante la bandeja del desayuno y sentarse en la cama con el fin de ponerlo al corriente de las noticias ya que llevaba tres horas escuchando la radio, viendo televisión o leyendo periódicos, cosas que podía hacer simultáneamente ante el asombro de propios y extraños.

Su explicación a tan sorprendente capacidad de concentración llamaba la atención por su simpleza:

—Tengo dos ojos y dos oídos y cada uno me sirve para una cosa.

A sabiendas de que la principal preocupación de su niño era el golf, empezaba informándole sobre la previsión del tiempo para continuar con la lista de los personajes fallecidos y los titulares de los diferentes diarios.

No obstante aquella luminosa mañana se vio obligada a cambiar su rutina con el fin de señalar en tono de reconvención:

—Una señora que dice llamarse Canaima, lo cual no debe de ser culpa suya, lleva casi una hora esperándote. ¿Qué ocurre, hijo? ¿La has preñado?

—Pero ¿qué coño dices? —fingió indignarse Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis—. ¿Por quién me tomas?

—Por alguien que no ha dejado de tocarse la pilila desde que tenía dos años, y que yo sepa ninguna mujer se presenta sin avisar a no ser que venga a decir que espera un hijo. Son cosas que no se cuentan por teléfono.

—Nunca me he acostado con ella.

—Pues procura no hacerlo porque me da la impresión de que destila muy mala uva. ¿Qué le digo?

—Dame cinco minutos para hacer pis y asearme un poco y hazla pasar.

—¿Piensas recibirla en la cama? —se asombró la anciana.

—Dale a elegir: o eso, o esperar a que disfrute en paz del desayuno, me duche, me afeite y me vista. Como comprenderás, no voy a cambiar de hábitos cada vez que alguien se presente de improviso, y ésa es de las que están acostumbradas a que todo el mundo salte en cuanto chasquea los dedos.

La fiel Gregoria sonrió feliz al tiempo que abría el balcón con el fin de permitir que entrara el sol agitando al mismo tiempo los brazos como si pretendiera que el aire se extendiera rápidamente por la estancia.

—¡Ése es mi niño! —exclamó—. Pero antes echaré un poco de ambientador porque continúas tirándote unos pedos hediondos.

Cuando Canaima Andrade hizo su entrada en el dormitorio, se enfrentó a un sonriente Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis limpio y aseado que se entretenía untando una tostada con mermelada de frambuesas y le hacía un gesto para que ocupara el lugar en que solía acomodarse la anciana a los pies de la cama.

—Si has venido a disculparte, ahórrate el mal trago porque nunca he sido rencoroso ya que el rencor exige memoria y un notable esfuerzo —dijo—. Y si vienes a insistir en que te ayude también puedes ahorrártelo porque sigo opinando que éste es un negocio que me queda muy grande.

—¿Has leído lo que dejó escrito Leopoldo? —fue la única respuesta de la recién llegada, y ante el mudo gesto de asentimiento de quien en esos momentos mordisqueaba la tostada, insistió—: ¿Y qué opinas?

Se vio obligada a esperar; masticaba sin prisas y se tomaba su tiempo como si dudara sobre lo que iba a decir; luego, tras beber un poco de café con leche, señaló:

—Aún no he conseguido determinar si se trata de una tomadura de pelo, de las elucubraciones de un lunático o del primer paso hacia un futuro en el que los ricos se enfrentarán a los ricos con el fin de que el entramado social no se desmorone y puedan continuar siendo ricos. —Abrió las manos como si con su gesto lo explicara todo mejor que con palabras—. Y visto lo poco que ha durado en el campo de batalla, me inclino a pensar que ése no es un futuro con demasiado futuro.

—Leopoldo tenía una idea muy clara de lo que significaba la concentración del dinero en pocas manos; sabía que esas manos cada vez quieren ser menos manos. La codicia de unos…

Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis la interrumpió con un gesto brusco.

—Ya no se trata de codicia, querida; ésa es una etapa que la mayoría de los banqueros superaron hace mucho tiempo —argumentó seguro de sí mismo—. Ahora hemos entrado en una especie de circo romano, en el que los extremadamente poderosos se consideran gladiadores y no están dispuestos a permitir que ningún contrincante quede en pie sobre la arena con el fin de ser los únicos en recibir la gloria y los honores. Es una lucha a muerte entre quienes se consideran los elegidos, porque cuanta más alta es la cima mayor es su soberbia y más corto es su horizonte, por lo que tan sólo alcanzan a distinguir las cimas que los rodean y que amenazan su hegemonía. Podríamos llamarlo «Vértigo de las alturas», y me recuerdan a esos alpinistas que prefieren morir de frío a ocho mil metros que vivir felices a la orilla del mar. —Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis lanzó un breve reniego mientras se preparaba una nueva tostada y añadió—: Nunca entenderé ni a los unos ni a los otros.

—Tampoco yo, pero lo cierto es que existen, y si los que tenemos la oportunidad de detenerlos no lo intentamos, seremos culpables si la humanidad se precipita a un abismo. Si su megalomanía los vuelve ciegos, nuestra obligación es abrirles los ojos.

—¿Por qué?

—Porque se supone que somos personas decentes y ello no sólo significa no hacer daño a nadie sino evitar que otros lo hagan.

—¡Disiento! —fue la cínica respuesta, acompañada de una amplia sonrisa—. Una cosa es no hacer daño a nadie y otra muy diferente meterse a redentor. Aunque no pertenezca totalmente a él, vivo en un ambiente en el que hay tipos que coleccionan relojes de trescientos mil euros, tienen dos yates pese a que se marean en cuanto salen a mar abierto y no dudan a la hora de desahuciar a cien familias si ello les sirve para comprarse un avión privado. Es lo que los psicólogos comienzan a denominar Síndrome de Van Gogh.

—¿Síndrome de Van Gogh? —repitió la ecuatoriana evidentemente confusa—. ¿Qué clase de gilipollez es esa?

—No se trata de ninguna gilipollez, querida, puesto que afecta al ser humano desde que éste vivía en cuevas y cazaba dinosaurios; es la imperiosa necesidad que experimentan algunos de poseer algo que los distinga del resto de sus congéneres; una mujer más hermosa, un coche más lujoso, un diamante más grande o una obra de arte más costosa. Todo ello constituye la expresión del Síndrome de Van Gogh, que llega a su máxima expresión cuando alguien se convierte en el poseedor de un cuadro por el que ha pagado unos cuantos millones. Si el bueno de Vincent, que pintaba por amor al arte hubiera sabido en qué manos acabaría su obra, se habría cortado la otra oreja. A diario trato con algunos de esos tipos, les divierto porque soy todo lo que ellos no son, pero me consta que en cuanto sospecharan que supongo una amenaza para ellos me destruirían tal como acabaron con el pobre Leopoldo.

—¿Eso quiere decir que te consideras una especie de bufón de la corte?

—A los bufones les pagan por hacer reír, yo nunca cobro, y por lo general son ellos los que hacen reír con sus ridiculeces y sus aires de grandeza porque algunos incluso intentan comprar títulos nobiliarios. Por cierto, ¿en qué circunstancias murió Leopoldo?

—Nunca se han aclarado.

—Eso viene a reforzar mi inatacable teoría: «Si quieres continuar desayunando en la cama, nunca te metas donde no te llaman».

Canaima Andrade lanzó un bufido; tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo para no volcar la bandeja encima de quien se concentraba ahora en empapar una magdalena en el café. Se puso en pie y se aproximó al balcón con el fin de contemplar a quienes ya se movían sobre el verde césped del campo de golf.

—¡Eres despreciable! —masculló casi fuera de sí—. Venderías tu alma al diablo con tal de continuar siendo un parásito.

—¡Y dale con lo del parásito! —protestó su anfitrión—. ¡Planta decorativa! Y nunca vendería mi alma al diablo por dos razones: la primera porque no creo que tengamos alma, y la segunda, si la tuviéramos el diablo no pagaría un céntimo por la mía; ha comprado ya tantas… Pujaría por la de La Madre Teresa de Calcuta o Vicente Ferrer, pero nunca por la de un tal Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis que jamás se ha atrevido a provocarlo intentando hacer una buena acción.

Apartó la bandeja, se puso en pie y comenzó a realizar sus rutinarios ejercicios de gimnasia ante el asombro de Canaima Andrade que no podía dar crédito a sus ojos; también pudiera ser que se estuviera burlando de ella.

No obstante al poco se interrumpió, respiró profundo y, apoyándose en los pies de la cama, señaló:

—Lo que más me confunde de todo este disparatado embrollo es que en un principio pensé que se trataba de averiguar dónde se ocultaban miles de millones en billetes tangibles, pero en poco tiempo se ha convertido en una especie de Santa Cruzada contra banqueros y expoliadores… —Volvió a hacer flexiones al tiempo que añadía—: Y a mi modo de ver son cosas distintas.

Canaima Andrade lo observó cada vez más sorprendida, reflexionó unos momentos y volvió a tomar asiento a los pies de la cama. Dio un mordisco a la única magdalena que había quedado antes de inquirir:

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que muy poco tienen que ver quienes se dedican a esconder billetes que han obtenido ilegalmente, y cuya obsesión es pasar desapercibidos, con ostentosos banqueros especuladores que multiplican sus beneficios a base de triquiñuelas contables que les permiten acumular sumas ingentes de un dinero que en realidad no existe. Si fuera algo más listo de lo que soy, lograría descubrir dónde esconden el dinero físico, pero no me siento capaz de averiguar adónde ha ido a parar el dinero fantasma.

—Nunca había oído esa expresión —admitió la ecuatoriana.

—Será porque se me acaba de ocurrir. Estos días me he percatado de algo muy curioso: según los responsables económicos, actualmente se encuentran en circulación unos cuatro billones de euros en billetes, y si tenemos en cuenta los dólares y todas las monedas conocidas, y según esos mismos responsables el dinero bancario debería ser nueve veces más. Sin embargo, basta con echarle un vistazo a los movimientos de las principales Bolsas para comprobar que las cifras que se manejan superan exageradamente dichas cantidades, lo cual significa que se está trabajando con dinero que no existe; es decir, dinero fantasma. Vivimos sobre una inmensa mentira que se va resquebrajando y acabará con hundirnos en la mierda. —Dejó escapar un sonoro reniego antes de concluir—: Y los españoles seremos de los primeros en irnos al fondo.

—¿Por qué?

—Porque una sucesión de políticos estúpidos y corruptos han permitido que España sea uno de los países que más cantidad de ese dinero fantasma ha creado en proporción a su riqueza.

Canaima Andrade terminó la magdalena, se sirvió lo que quedaba de café pese a que estaba frío, reflexionó sobre todo cuanto acababa de escuchar y como si se diera por vencida comentó:

—¿Te importaría explicármelo de una forma más sencilla?

El demandado tomó a su vez asiento al otro lado de la cama, le dirigió una mirada de reprobación al descubrir que le había dejado sin café, hizo una especie de esfuerzo mental como si buscara las palabras, y al fin señaló con una de sus burlonas sonrisas:

—Lo intentaré de una forma muy simple teniendo en cuenta la capacidad intelectual del auditorio. Durante los últimos veinte años, España es el país europeo que más viviendas ha construido en relación con su superficie y densidad de población, sobre todo en urbanizaciones turísticas. ¿Estamos de acuerdo?

—Eso me han contado.

—Pues supongamos que un banco o una caja de ahorros tenía una de esas casas valorada en setenta mil euros, pero convenció a un pardillo para que se la comprara en cien mil ofreciéndole una cómoda hipoteca a treinta años con un interés digamos del cinco por ciento. ¿Claro hasta ahora?

—Muy claro…

—El gran problema estriba en que desde el momento en que se firmaba el contrato algunos bancos y cajas de ahorros anotaban en sus libros de contabilidad que disponían de un activo de doscientos y pico mil euros adicionales, y eso es lo que yo llamo «dinero fantasma» puesto que ha sido creado en torno a la hipótesis de que el pardillo pagaría hasta el último céntimo. Además, algunas de esas hipotecas se revendían a otros inversores, lo que aumentaba aún más los beneficios, y ante tan espectacular aumento de capital ficticio los directivos de las entidades financieras se repartían ingentes cantidades en forma de esos malditos bonus que ellos mismos se conceden y entregaban la parte que les correspondía a los políticos que se habían dejado sobornar. Naturalmente del dinero real, no del ficticio.

—Hasta el día en que estalló la crisis…

—¡Exacto! En ese momento el pardillo dejó de pagar, le pusieron los muebles en la calle y naturalmente nadie quiso comprar su vivienda ni por cincuenta mil euros. Multiplica esos doscientos y pico mil euros fantasmas por los millones de viviendas vacías que hay en estos momentos en el país, y obtendrás la astronómica suma que los bancos y cajas nunca tuvieron y por la que ahora no pueden responder porque han ido a parar a las cuentas de políticos y a los bonus de los banqueros.

—Deberían meterlos a todos en la cárcel.

—¿Y quién los metería? ¿Sus propios compinches? Lo que hacen es continuar dándoles dinero sin pararse a pensar que España deberá refinanciar este año treinta mil millones de euros.

—Y eso a ti no parece importarte.

—Los polinesios tienen un dicho: «El mejor marino no es el que sabe enfrentarse a una tormenta, sino el que la detecta a tiempo de encontrar refugio…». Y los tibetanos, otro: «En tiempo de aludes guarda silencio…». Éstos son tiempos de aludes y tormentas, y por lo tanto lo aconsejable es buscar refugio y quedarse en silencio, sobre todo cuando sabes que quien te está rondando es Hacienda.

—En este caso es nuestra aliada —protestó ella.

—¿Aliada? —se escandalizó Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis fingiendo mesarse los cabellos de forma harto exagerada—. Pero ¿qué tontería dices? Ninguna agencia tributaria puede ser aliada de nadie puesto que se han convertido en los organismos más tiránicos e injustos que se han creado desde que existe el mundo. Según todas las leyes, divinas y humanas, los delitos que comete una persona, desde robos hasta asesinatos incluidos los genocidios, finalizan con su vida, bien sea porque la hayan ejecutado o porque haya fallecido de muerte natural… ¿O no?

—Supongo que sí… —admitió Canaima Andrade un tanto confusa porque no sabía a qué venía una argumentación tan fuera de lugar—. La muerte significa el final de todo.

—El hombre nace, crece, se reproduce y es el único responsable de sus actos ante el resto de los seres humanos hasta el día en que muere, momento en que tan sólo Dios pasa a tener derecho a juzgarle. Ésa es la ley lógica y natural para todos, excepto para la Administración de Hacienda que se arroga el derecho a juzgarle incluso después de muerto, responsabilizando a sus familiares por los delitos que haya cometido contra ella, e incluso en ocasiones de los errores y abusos que ella misma haya cometido y contra los que el difunto ya no está en condiciones de defenderse. Yo tenía un compañero de dominó, Roberto Arias, un excelente pediatra, divorciado y que le pasaba una generosa pensión a su mujer con la que se llevaba muy bien. No obstante, al cabo de unos años, Hacienda le embargó exigiéndole una deuda millonaria, aumentada por descomunales intereses, alegando que no existía una sentencia judicial que avalara el pago de una pensión que había sido estipulada de común acuerdo mediante un convenio regulador. —Chasqueó la lengua y negó una y otra vez con la cabeza como si a él mismo le costara admitir que algo así pudiera haber sucedido; luego añadió—: Y lo más amargo del caso es que sí existía la maldita sentencia judicial pero el funcionario que decidió multarle ni siquiera se había molestado en solicitarla. Roberto presentó un recurso que nadie atendió, vivió un infierno sin tener derecho a disponer de una cuenta corriente o trabajar, acabó suicidándose, y la maldita Agencia Tributaria aún acosa a sus hijos pretendiendo cobrar la supuesta deuda… Cuando hemos llegado a unos extremos en los que una Administración permite a los caciques regionales gastarse millones en construir aeropuertos en los que nunca aterrizarán aviones pero considera que está por encima de las leyes de la naturaleza, apaga y vámonos.

* * *

Ildefonso Ballester sabía perfectamente con quién se enfrentaba, por lo que consideró innecesario andarse con rodeos.

—¿De qué cantidad estamos hablando? —inquirió sin ambages.

—De unos cinco mil millones. Y otros dos mil anuales.

—¿Billetes grandes?

—Un poco de todo.

—¿Usados?

—Bastantes, pero no la mayoría.

—Como comprenderá, el hecho de que existan billetes pequeños y usados aumenta los gastos. La tarifa es de un uno por ciento por el traslado y un dos por almacenaje durante los cinco primeros años. A partir de esa fecha el porcentaje se reduce a la mitad.

—¿Incluye seguro de retorno?

—¡Naturalmente! —se apresuró a responder Ildefonso Ballester en el tono de quien considera que el tema no deja lugar a dudas—. Pero para el retorno tiene que avisarnos con una semana de antelación porque la logística del traslado de semejante volumen de papel exige un notable esfuerzo de organización.

—¿Nunca lo prestan o lo invierten? —quiso saber su interlocutor.

—Para eso tenemos el banco en el que trabajamos con cifras, no con billetes. En estos casos actuamos como simples depositarios de una mercancía expuesta a graves peligros.

—¡Y tan graves! —se vio obligado a reconocer muy a su pesar quien se había presentado a sí mismo como Natalio Vargas—. La policía nos tiene en el punto de mira y no podemos guardar el dinero bajo el colchón porque este año me han decomisado cuatrocientos millones. ¡Y cuesta mucho ganarlos!

El banquero esbozó una leve sonrisa que no pasó desapercibida a su oponente, que se apresuró a añadir:

—¡No se lo tome a la ligera! Admito que el margen de beneficios es grande, pero también lo es el de riesgos: un treinta por ciento de los cargamentos no llega a su destino y un veinte por ciento de las ganancias se destina a sobornos; si a ello se le añade los inmuebles y coches que nos decomisan, no es para tanto.

—En ese caso, ¿de dónde provienen esos casi dos mil millones anuales?

—De mucho trasiego, pero supongo que no hemos venido a enfangarnos los zapatos en mitad de un bosque para criticar la forma que tenemos de ganarnos la vida, sino para cerrar un trato. Porque hay algo que resulta sorprendente: en este último año han quebrado tantos bancos supuestamente decentes, que he perdido más dinero por mis negocios lícitos del que perdería confiándole a usted el de los ilícitos. No es momento de invertir, y Luigi me ha asegurado que lleva mucho tiempo guardándole el suyo, o sea que por lo que a mí respecta acepto las condiciones. ¿Cuándo puede hacerse cargo de la mercancía?

—A partir de la próxima semana, pero de forma escalonada. Cada entrega no debe superar los trescientos millones porque tenemos que contar, clasificar, empaquetar y trasladar al destino final, lo cual exige infinitas precauciones. —Ildefonso Ballester se frotaba las manos porque caía la tarde y la humedad del ambiente le afectaba, pero en un momento dado se detuvo y mostró las palmas como si estuviera intentando detener un grave peligro al añadir en un tono que no admitía discusión—: Y tenga en cuenta algo esencial: ni usted, ni nadie de su entorno, deberá abrir cuentas corrientes en nuestro banco ni relacionarse nunca con él.

—Lo daba por descontado.

—Me alegra saberlo porque a partir de ahora no volveremos a vernos. Pasado mañana el señor Canales, recuerde bien el nombre, se pondrá en contacto con usted. Éste, de ahora en adelante para nosotros, pasará a llamarse simplemente Eduardo. ¿Alguna duda respecto a los nombres?

—¡En absoluto! —fue la divertida respuesta—. He tenido tantos que no me costará aprender uno más.

Emprendieron el regreso cada cual por donde había venido, y a pesar de haber recorrido en demasiadas ocasiones el intrincado sendero entre la densa espesura, Ildefonso Ballester tan sólo se sintió seguro en el momento en que se encerró en el coche.

Cuando media hora después se sintió protegido por el intenso tráfico de la autopista empezó a plantearse que tal vez había llegado el momento de dejar de acudir a tan peligrosos e incómodos encuentros.

Entendía que alguien dispuesto a confiarle tanto dinero quisiera cerrar los tratos personalmente, pero también sabía que la mayoría de cuantos disponían de tales sumas no era gente en la que se pudiera confiar.

Entre los Luigis, Nikólas, Alains, Mubaraks, y ahora el recién denominado Eduardo, del que le constaba que manejaba gran parte del narcotráfico de media Europa, sumaban miles de millones de euros, pero también miles de muertos sobre los que habían levantado con mucho trabajo y pocos escrúpulos sus incalculables fortunas.

Tan sólo se sentía realmente a salvo de ellos cuando le habían hecho las primeras entregas, porque si había algo que respetaran más que las vidas ajenas era el dinero propio ya que solían guiarse por el viejo dicho: «Protege a quien te protege».

Tiempo atrás jamás habría imaginado que se vería obligado a tratar con individuos de semejante calaña, pero un buen día llegó a una amarga conclusión: algunos de ellos eran auténticos angelitos comparados con ciertos miembros de su propio gremio.

Año tras año había ido asistiendo al espectáculo, cada vez más cruel y descarado, de cómo un puñado de grandes bancos devoraban a los de menor tamaño, asimilaban lo que les interesaba y el resto lo defecaban sin importarles destruir docenas de sucursales que proporcionaban cientos de puestos de trabajo.

No hacía falta que nadie le advirtiera que su propio banco se encontraba en la lista de los condenados a ser fusionados porque algunos políticos aseguraban que un sistema bancario más poderoso y saneado contribuiría a mejorar la economía, pese a que sabían muy bien que los gigantes también enfermaban y que cuando lo hacían contagiaban a infinidad de inocentes que acababan en la ruina.

Ildefonso Ballester nunca aceptó estafar a nadie con hipotecas basura aprovechando el boom de la burbuja inmobiliaria, por lo que ni un solo de sus clientes podía echarle en cara que le hubiera engañado con la letra pequeña y al cabo del tiempo se encontrara en la calle.

Prestó dinero con prudencia, lo recuperó con paciencia y ajustó al máximo sus márgenes de beneficios, pero no consiguió evitar que muchos de aquellos a los que con tanto mimo había cuidado lo abandonaran deslumbrados por el espejismo de quienes les habían tendido una trampa en la que se precipitarían juntos.

Y con la gran debacle los grandes depredadores no se volvieron más prudentes; por el contrario el caos aumentó lo que ya parecía una insaciable y casi enfermiza voracidad.

Tal como suele suceder cuando política y dinero van de la mano, el más débil debe pagar las consecuencias del desastre, aunque sea el que mejor lo haya hecho. Actuar de otro modo significaba reconocer que se había elegido la peor opción, y eso era algo que estaba fuera de toda discusión cuando de lo que se hablaba era de millones de euros… Y de votos.

Cuando llegó a la conclusión de que jamás conseguiría salvar su banco si se atenía a las reglas impuestas por quienes se habían adueñado de los ases de la baraja, Ildefonso Ballester decidió jugar a la contra y aprovechar aquello que sus enemigos rechazaban: el dinero sucio.

Al fin y al cabo los criminales que se lo confiaban, por malvados que fueran, se arriesgaban a acabar en prisión o a que les volaran la cabeza, mientras que los miserables que no dudaban un segundo en firmar cien órdenes de embargo que condenaban al hambre a familias enteras lo hacían a sabiendas de que jamás pagarían por ello.

Y por si fuera poco pretendían arrebatarle el fruto de años de trabajo y dejar en la calle a la mitad de sus empleados.

Le constaba que el riesgo era enorme pero en ocasiones ese riesgo le proporcionaba fabulosas sorpresas; un prepotente hijo de Muamar el-Gadafi le había confiado años atrás tres mil millones de euros de los casi doscientos mil millones que conformaban la portentosa fortuna familiar, con lo que el devenir de unos inesperados acontecimientos que concluyeron con el linchamiento del dictador y la muerte de su hijo había dado como resultado que nadie estuviera en condiciones de reclamar ese dinero.

Se trataba por tanto de beneficios limpios que le ayudarían a salvar su banco si sabía elegir a los políticos adecuados porque muchos de ellos solían preferir maletines de billetes palpables, a cuentas cifradas en paraísos fiscales. Sabía perfectamente que ni su padre ni su abuelo habrían accedido a cederle la dirección del banco de sospechar que acabaría negociando con dictadores, traficantes de drogas o la mafia, pero le constaba que en aquellos momentos esa mafia disponía de una liquidez de sesenta y cinco mil millones de euros, es decir, el equivalente a tres de los planes de austeridad aprobados por su gobierno, convirtiéndose en el primer banco italiano con una facturación de ciento cuarenta mil millones, lo que la convertía en el agente económico más importante de su país.

Un buen número de sus cabecillas se refugiaban en aquellos momentos en España. Se trataba de temibles pero poderosos aliados que únicamente exigían fidelidad. Cuando daban su palabra la mantenían hasta el final, y eso era muy de agradecer cuando se estaba tan acostumbrado a sopesar continuamente el doble sentido de una frase, las veladas amenazas de sus antiguos socios o los cantos de sirena de quienes se suponía que deberían ser sus aliados.