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Sudando y resoplando, el calvo López alcanzó a duras penas la azotea de la torre del homenaje que era casi lo único que quedaba en pie de la vetusta fortaleza, se dejó caer sobre una de las almenas, y tras tomar aire repetidas veces masculló malhumorado:
—¡Bien! ¡Hemos conseguido sentarnos en la cima del mundo! ¿Tendrás la amabilidad de explicarme ahora cuál es tu maldita teoría?
Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis, que se encontraba tan cansado como él a causa de la penosa ascensión, se limitó a señalar un punto en el horizonte.
—¡Fíjate en aquel edificio! —pidió tras aspirar profundamente—. Sobre el arco del muro exterior cuelga un letrero que dice: «Paloma y Tórtola Ben-Alcázar. Fundada en 1917».
—A esta distancia y con este agotamiento, no sería capaz de distinguir una paloma de un cóndor, o sea que abrevia.
—¡Vale! Ésa es la bodega en la que sospechaba que se ocultaba el dinero, pero cuando la visité me llevé una amarga sorpresa ya que en su interior no hay nada, como tampoco lo hay en las ruinas de este maldito castillo, que por no tener no tiene ni mazmorras.
—¿Y en ese caso para qué demonios me has hecho subir hasta aquí, venciendo un vértigo que casi me mata y arriesgándome a romperme la crisma o a que me dé un infarto?
—Porque éste es el único lugar desde el que se puede apreciar la bodega en su totalidad —le hizo notar alzando y abriendo las manos como si pretendiera encuadrar la lejana construcción entre ambas palmas—. ¿La ves? ¡De punta a punta!
—La veo. ¿Y qué?
—Que creí haber llegado a un callejón sin salida, pero cuando consulté los archivos parroquiales descubrí que las hijas del fundador de la bodega, don Herminio Benalcázar Sánchez, se llamaban Soledad y Amparo.
—Son nombres bastante corrientes.
—Lo son, pero lo importante es que no se llamaban ni Paloma ni Tórtola.
—¿Y qué tiene eso de tan importante?
—Que fue lo que me confundió y casi me decidió a abandonar las investigaciones. Mi maldita teoría se basa en que el bueno de don Herminio no le puso a la bodega el nombre de sus hijas; le puso el nombre de dos cuevas a las que los lugareños, que por aquel entonces tan sólo cultivaban lechugas, cebada o patatas, nunca habían prestado atención. La de la Paloma era muy grande y la de la Tórtola bastante más pequeña, pero el muy zorro, que debía de ser un águila para los negocios, compró a precio de gallina flaca los campos que las rodeaban, los plantó de viñas y levantó el edificio de la bodega justo entre ambas.
—Creo que empiezo a comprender adónde quieres llegar porque visto desde aquí ese edificio resulta demasiado largo en relación con su anchura.
—La prensa y la embotelladora se encuentran en el cuerpo central pero, como puedes ver, de sus costados parten dos extensas alas de oficinas y almacenes que carecen de sentido cuando lo que sobra es terreno. La rampa por la que Lorena y yo bajamos hasta el túnel que conduce a la bodega nace en el corredor del extremo izquierdo del edificio y desciende en línea recta casi cien metros. Imagino que originalmente en el ala derecha debió de existir otra rampa semejante que conducía a la cueva pequeña.
—Pero tú no la viste…
—No.
—¿Y dónde está?
—No lo sé.
—¡Pues sí que estamos buenos! Pese al inmenso respeto que me mereces, todo esto se me antoja una soberana estupidez.
—Pero una estupidez basada en una lógica irrefutable, porque mientras la bodega estuvo funcionando las uvas se trasladaban en carretilla hasta la prensa, el mosto se distribuía a cada una de las cuevas, y más tarde los vinos se embotellaban arriba. Sin duda don Herminio Benalcázar era un magnífico organizador que sabía cómo ahorrar esfuerzos.
El calvo permaneció pensativo con la vista clavada en el oscuro edificio que dominaba la llanura, se mordisqueó la uña del pulgar izquierdo y por último inquirió:
—¿Y cómo podemos saber si esa cueva aún existe?
—Ése es tu problema —señaló Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis con la mejor de sus sonrisas—. Recuerda que fuiste tú quien me suplicó que averiguara quiénes se dedicaban a ocultar inmensas cantidades de dinero ajeno y, aunque admito que no he sabido decirte sus nombres, sí he sabido decirte dónde es muy posible que lo oculten.
—No es lo mismo.
—Es mejor. ¿O no?
—¡Tal vez!
—Tal vez, no. ¡Seguro! Y hasta aquí he llegado y no pienso continuar porque mi siguiente paso será meter mis bártulos en un camión y largarme a La Rioja, donde incluso es posible que me case.
—¿Al fin te has decidido?
—Me temo que sí.
—No es tan malo.
—Te lo diré dentro de diez años. ¿Qué decides?
Su interlocutor se puso en pie, estudió con suma atención la curiosa disposición, de noroeste a sudeste, del lejano edificio, se introdujo el dedo meñique en la oreja retorciéndolo varias veces y al fin replicó:
—No puedo decidirme porque hay algo que no me acaba de entrar en la cabeza: ¿por qué absurda razón alguien que, según tú, oculta miles de millones en una bodega, decide ponerla a la venta? ¡Es estúpido!
—No es estúpido; es puñeteramente inteligente, porque poner la bodega a la venta es la mejor forma de evitar que se sospeche que oculta algo de valor. De hecho fue eso lo que me desconcertó y lo que me ha tenido tan desorientado todo este tiempo.
—¿Qué te hizo cambiar de idea?
—Que cuando fui a visitar Floreana, mi primo, que lo sabe todo sobre vinos, me comentó que si la tierra es buena, el agua abundante y el precio aceptable, con un enólogo de confianza y cepas riojanas se podría hacer que la explotación fuera rentable y entonces llamé a Londres para preguntar el precio. —Hizo una pausa con el fin de avivar aún más la curiosidad de su oponente—. Sesenta millones.
—¡Sesenta millones! —repitió el otro, incrédulo—. ¡Qué barbaridad!
—Eso pensé yo; sesenta millones por una ruina que, por lo que sabemos, tan sólo produce meadas de burra en celo, y supongo que si hubiera aceptado, me habrían dado tantas largas y puesto tantas pegas que habrían acabado por aburrirme porque a mi modo de ver esos hijos de puta no tienen la menor intención de vender. ¡Son listos los malditos! ¡Jodidamente listos!
—Y eso hiere tu orgullo y supone un reto.
—¿Para ti no?
—Desde luego. —El calvo López sonrió maliciosamente al añadir—: Admito que tienes razón cuando dices que son unos hijos de puta jodidamente listos, pero hay algo con lo que ni los más jodidamente listos suelen contar.
—¿Y es…?
* * *
La mujerona se quedó muy quieta con el documento en la mano, observó alternativamente a los dos hombres, y optó por dirigirse, no al que se lo había entregado, sino a quien ya conocía.
—¿Esto qué es? —quiso saber.
—Una orden de embargo.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que este señor representa a la Agencia Tributaria y puede llevarse todo lo que hay en la bodega porque no ha pagado sus impuestos durante los últimos siete años.
—¿Y qué piensa llevarse…? —fue la asombrada pregunta que contenía un evidente aroma de burla—. ¿Una prensa herrumbrosa? Tendrá que derribar el muro trasero y probablemente el techo se le vendrá encima porque las vigas están podridas.
—Algo de valor habrá… —señaló el calvo.
—Un queso…
Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis no pudo evitar que se le escapara una sonrisa al tiempo que intercambiaba una mirada con el hombre del Infraude aceptando que la servicial pero desconcertada doña Adela no parecía saber que en aquel lugar se ocultara dinero negro, si es que se ocultaba.
—¿Podemos entrar? —quiso saber.
—Y quedarse si quieren… Avisaré al Gurriato.
Se encaminó al extremo del corredor en que nacía la rampa que daba acceso al túnel que bajaba a la bodega reclamando a gritos a su compañero de trabajo, mientras quienes habían entrado tras ella giraban en dirección contraria y cruzaban ante las desvencijadas puertas de lo que tiempo atrás debieron de ser oficinas, comedores, almacenes, baños y vestidores, para acabar encontrándose con un grueso muro de ladrillo.
Se miraron; si la teoría de Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis fuera correcta, bajo sus pies tendría que iniciarse la rampa que conducía a una segunda bodega.
Pero bajo sus pies no había nada.
Las baldosas, de un gris veteado de negro y algo rasposas, debían de llevar allí tres cuartos de siglo y eran todas idénticas, de extremo a extremo y de pared a pared, sin que el más mínimo detalle permitiera suponer que una parte de ellas hubieran sido cambiadas en alguna ocasión.
Se arrodillaron con la intención de introducir la hoja de una navaja entre la unión de dos losetas, y al alzar el rostro se encontraron con los de la mujer y el Gurriato que se inclinaban sobre ellos observando con curiosidad lo que hacían.
—¿Se les ha perdido algo? —quiso saber el segundo.
—Una cueva.
—¿La de la Tórtola…?
—¡Luego existe!
—Existió, pero desapareció durante la guerra —reconoció el otro.
—¿Cómo que «desapareció»? ¿Así de repente?
—¡Y tan de repente! La explosión se escuchó hasta en el pueblo.
—¿Y por qué razón explotó?
—Nadie lo supo nunca, pero mi padre me contó que don Herminio, que era «rojo», se la había cedido a los republicanos para que la utilizaran como polvorín y para evitar que los fascistas la encontraran taponó el túnel con hormigón e hizo cambiar todas las losetas del pasillo.
—¿Todas las losetas? —se sorprendió el calvo.
—De punta a punta… Don Herminio era muy listo aunque serlo no evitó que le fusilaran cuando estalló el polvorín. Mi padre lo respetaba mucho y siguió trabajando para su mujer hasta que se volvió a Cuba porque…
—¡Un momento! —le interrumpió Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis—. Me gustaría oír el resto de la historia, pero no arrodillado en un pasillo, sino cómodamente sentado y acompañado por una cerveza y un poco de queso… —Se volvió hacia doña Adela que escuchaba tan interesada como él con el fin de inquirir—: ¿Sería posible?
—No.
—¿Y eso…?
—Este señor me ha embargado el queso.
—¡Oh, vamos…! —se escandalizó López—. Aún no he embargado nada y por lo que estoy viendo no valdrá la pena intentarlo. Espero que ese queso no esté demasiado curado porque si es muy fuerte me produce gases.
—No creo que esté curado porque que yo sepa nunca ha estado enfermo.
El calvo que avanzaba junto a ella rumbo al comedor se detuvo, la observó de arriba abajo evidentemente perplejo y al fin comentó:
—Me parece que tiene usted un absurdo sentido del humor.
—Pues espero que no sea embargable porque es lo único que me queda.
Acomodados en torno a la desvencijada mesa de mantel de hule a cuadros y ante cuatro cervezas y un gran plato de queso «ni muy curado ni muy embargado», el Gurriato continuó su relato evidentemente feliz por el hecho de saberse el centro de atención, acostumbrado como estaba a vivir en soledad y silencio.
—Como les iba diciendo, al poco de acabar la guerra la esposa de don Herminio decidió regresar a Cuba porque entre que era viuda de un «rojo», medio mulata y muy llamativa en el pueblo no la dejaban en paz. Malvendió la finca y jamás regresaron, ni ella, ni las niñas.
—¿A quién se la vendió…? —quiso saber el hombre del Infraude que lo anotaba todo en una pequeña libreta.
—A los Calcaño, que la explotaron durante casi sesenta años. Luego llegaron los ingleses, que la cerraron mucho tiempo con el fin de hacer reformas, profundizar el pozo e instalar los depósitos de acero, pero a ese respecto no puedo decirles mucho ya que por aquel entonces yo jugaba fuera.
—¿Jugaba fuera…?
—Sí.
—¿Fuera de la casa…?
El Gurriato observó a su interlocutor como si le estuviera hablando en turco, buscó ayuda con la mirada en su compañera de trabajo y al no encontrarla se rascó la coronilla y se estudió las mugrientas uñas en busca de posibles piojos.
—Si la memoria no me falla, porque de eso hace ya bastantes años, jugaba de lateral derecho en el Cádiz, estábamos a punto de subir a primera y durante cuatro temporadas no volví por aquí. Luego las cosas fueron de mal en peor porque me rompí el menisco, murió mi mujer, la bodega se fue al garete y el Cádiz está en fase de descenso. —Abrió la ventana, lanzó un escupitajo y concluyó amargamente—: ¡Lo único que nos faltaba era un embargo y que nos manden al paro!
Su historia, como la de todos los fracasos, que por desgracia solían ser mayoría, resultaba amarga, por lo que Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis se sintió en la obligación de golpearle afectuosamente el antebrazo en un claro gesto de afecto y consuelo tras lo cual comentó:
—Nadie le va a mandar al paro pero hay algo que me gustaría que me aclarase: ¿por qué continúan llegando camiones para traer o llevar vino si la explotación está en venta? ¿Qué clase de vino traen o llevan? Los depósitos de esa bodega tienen aspecto de llevar mucho tiempo sin contener nada.
—Es que ni traen ni se llevan vino, señor… —se adelantó doña Adela con la sana intención de ayudar a su compañero de fatigas—. Tiene toda la razón y el vino se acabó hace tiempo.
—¿Entonces…?
—Lo que se llevan es agua.
—¿Agua…?
—La del pozo es excelente y un par de veces a la semana llegan dos grandes cisternas que lo dejan casi seco, aunque hace tres meses que no vienen.
—¿Por qué…? —se apresuró a inquirir Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis.
—¡Ni idea! Apenas conocemos a los conductores que prefieren llegar cuando ya nos hemos ido.
—¿Y por qué tienen que esperar a que se hayan ido?
—Para que el día de mañana nadie nos pueda acusar de haber participado en algo «ilegal».
—¿Qué clase de ilegalidad? —se interesó de inmediato López.
—No lo tengo muy claro, señor, pero cuando sacan agua del pozo no debemos estar presentes ya que se la revenden a una empresa que luego la embotella como si fuera Agua de Manantial. Y por lo que sé ésa es un práctica muy común pero está prohibido.
Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis sabía muy bien a qué se refería doña Adela porque en cierta ocasión no le quedó otro remedio que gastarse un euro en una botella de Agua de Manantial de menos de un cuarto de litro en un aeropuerto en la que no consiguió encontrar ningún otro tipo de agua potable.
Como el avión se retrasó, se entretuvo en hacer un pequeño cálculo y llegó a una desconcertante conclusión: había pagado por aquella agua cuatro veces más que si se hubiera tratado de gasolina.
Las compañías petroleras gastaban millones en prospecciones en lugares remotos, extraían el crudo, lo transportaban a través de medio mundo, lo refinaban, lo colocaban en los surtidores y vendían esa gasolina a la cuarta parte del agua que se extraía de un simple manantial que se encontraba a un centenar de kilómetros de Madrid.
Se trataba de un vergonzoso negocio que generaba unas ganancias de doce mil millones de euros anuales pero el gobierno lo consentía porque políticos sin escrúpulos habían concedido a empresarios sin escrúpulos derechos de explotaciones sobre unos manantiales que en realidad pertenecían a todos los ciudadanos.
Y como resultaba evidente que entre todos esos manantiales no alcanzaban a producir la totalidad de los seis mil millones de litros que se embotellaba anualmente, no resultaba extraño que a menudo se recurriera a pozos como el de aquella bodega.
Por enésima vez el alma se le cayó a los pies, porque por enésima vez se enfrentaba a una realidad que le hacía comprender que durante todo aquel tiempo no había hecho otra cosa que perseguir fantasmas.
Siempre quiso creer que los misteriosos camiones cisterna que espiara Leopoldo Pastor transportaban billetes ilegales porque con ello reforzaba sus teorías, pero una vez más se había equivocado porque al parecer tan sólo transportaban agua ilegal.
¡Agua! Solamente agua.