11
—¿Y cómo está mi querido amigo César?
—Un poco muerto.
—¡Perdón! ¿Qué ha dicho?
—Que lleva un par de semanas pudriéndose en el sótano de un caserón abandonado en las afueras de Caracas.
René Delacroix observó estupefacto al desconocido que se había presentado en la puerta de su casa alegando que venía de parte de un viejo compañero de aventuras, y que según los criados se había negado a cruzar el umbral señalando que se sentía más cómodo en el jardín.
Tardó unos momentos en recuperar el habla y tras carraspear nerviosamente quiso saber:
—¿Qué le ocurrió?
—Tuve que volarle la cabeza, y créame si le digo que le hice un favor porque su otra opción, morir de un empacho de monedas, era mucho más dolorosa.
—Pero ¿de qué diablos está hablando? —exclamó el francés, que hablaba un castellano impecable aunque con acento sudamericano—. ¿Es que se ha vuelto loco?
—Para volarle la cabeza a alguien no hace falta estar loco; basta con estar necesitado…
—Sigo sin saber de qué me habla.
El hombre de la barba rojiza y las gafas oscuras se expresaba con la calma y naturalidad de quien está contando una intrascendente anécdota que casi no viene a cuento.
—No se haga el tonto porque sabe muy bien de qué estoy hablando. Y para que no se llame a engaños le aclararé que hace algún tiempo me pagaron para que le cortara los huevos a un tipo que se desangró hasta morir —dijo—. Luego me pagaron para que congelara a otro, y por último me pagaron para que liquidara a César Madroño, pero antes de estirar la pata admitió que le había entregado una curiosa moneda a un francés que vivía en Niza, y para el que había realizado algunos trabajillos cuando los obreros de su empresa intentaron iniciar una huelga en los pozos petroleros del Orinoco. —Aguardó a que su interlocutor se repusiera del golpe porque entendía que lo que acababa de escuchar lo habría puesto nervioso. Luego concluyó—: O sea que si tiene a bien entregarme esa moneda me largaré por donde he venido, se la devolveré a sus propietarios y aquí paz y en el cielo gloria.
—¡Pero es que no la tengo! —acertó a protestar el propietario de la mansión cuyo umbral el matón de las oscuras gafas se había negado a atravesar.
Su imperturbable e inesperado visitante se limitó a agarrarlo con suavidad del antebrazo al tiempo que se acercaban a un grupo de niños que jugaban al fondo del jardín y añadió en el mismo tono monocorde:
—Pues es una lástima porque en ese caso me haría perder mucho dinero, o sea que si es cierto que no la tiene, y como no me gusta dejar cabos sueltos le voy a descerrajar tres tiros en el ombligo, por lo que esos pobres chicos se pasarán el resto de su vida con horrendas pesadillas porque a nadie le gusta ver cómo su papá agoniza con las tripas fuera y barboteando sangre.
—¡No sería capaz!
—¡Cómo que no sería capaz! —pareció escandalizarse el intruso como si semejante aseveración le ofendiera—. Nací en Medellín, y debía de tener la edad de ese rubito de la camisa a cuadros cuando me cargué a un soplón. De entonces acá, y de eso hace ya demasiados años, he perdido la cuenta de los encargos, en ocasiones bastante incómodos, que he tenido que cumplir, por lo que creo que me he ganado un buen retiro.
—¡Pero le repito…!
El otro lo interrumpió con un gesto y se abrió ligeramente la chaqueta con el fin de que viera la culata de su arma.
—Que yo sepa, esa puñetera monedita ya se ha cobrado cuatro vidas: la de su dueño, las de los dos ineptos que se la robaron y la del mentecato que les ordenó que se la robaran. Estará de acuerdo conmigo en que sería absurdo añadir la vida del que ordenó al que ordenó, porque esto se convertiría en el cuento de nunca acabar, y a mí lo mismo me da cargarme a tres que a cien. ¿Qué me dice?
—Que se la traeré.
—Mientras va a buscarla me entretendré jugando con sus chicos y tenga en cuenta que si comete un error se organizaría una balacera en la que alguno podría salir malparado.
—¡No, por Dios!
—No es mi intención causarles daño, pero si algo desagradable ocurriera tendríamos que explicarle a la policía que ha habido un montón de muertos debido a que una pandilla de pendejos demasiado ricos se empeñaron en premiar sus estúpidas hazañas con un trofeo que no se cubriera de polvo en una vitrina.
—Fue una insensatez que siempre lamentaremos.
—Pues hacen bien en lamentarla porque hay que ser muy imbécil para llegar a esos extremos, y si lo que les gusta es correr como locos jugándose la vida y poniendo en peligro a inocentes, seguro que lo son. —Negó una y otra vez con la cabeza como si incluso a alguien tan acostumbrado a la muerte como él le costara admitir que existiera gente así—. ¿Qué les pasa? ¿No les basta con yates, alcohol, drogas, juego y mujeres, o es que tienen un orgasmo cuando alcanzan los trescientos kilómetros por hora?
—Es un reto.
—Pues deberían retarse jugando a la ruleta rusa porque de ese modo tan sólo se harían daño entre ustedes y supongo que disfrutarían mucho contemplando los sesos de sus amigos esparcidos por las paredes. Le garantizo que resultan de lo más decorativos…
Media hora después, cuando ya había dejado atrás la bahía de Niza, el hombre de la barba rojiza y las gafas oscuras se detuvo en un área de descanso y extrajo del bolsillo una moneda que hizo girar entre los dedos observándola con especial atención.
Sin duda se trataba de una pequeña obra de arte, pero no conseguía entender por qué absurda razón se le atribuía tan exorbitante valor.
—A mucho descerebrado le debe sobrar mucho dinero si está dispuesto a pagar tanto por tan poco —no pudo evitar comentar para sus adentros—. Mi querido Ramirito, cuánta más gente matas, menos la entiendes…
Buscó su teléfono, marcó un número y cuando le contestaron señaló:
—Ya la tengo.
Escuchó atentamente, pareció desconcertarse y al poco inquirió:
—¿Qué clase de trabajo? —Escuchó de nuevo y al fin frunció el ceño como si le asombrara la petición al tiempo que comentaba—: Tu jefe debe de estar majara, pero lo haré aunque calculo que tardaré por lo menos tres semanas. —Colgó y agitó la cabeza al tiempo que mascullaba—: ¿Y dónde coño están las islas Maldivas?
* * *
Pese a haber presumido siempre de poseer una excelente memoria no conseguía recordar ni el título ni en qué sección lo había colocado, por lo que tuvo que ir repasando estantería por estantería, de punta a punta y de arriba abajo, hasta dar con un farragoso libro publicado veintitantos años atrás, del que lo único que le había llamado la atención era la curiosa exposición que hacía un viejo profesor sobre la necesidad de impedir que los ricos fueran siempre ricos y que sus fortunas pasaran de padres a hijos.
Aseguraba que las abiertas guerras armadas estallaban de cuando en cuando e incluso algunos países tardaban años en involucrarse en una, pero las solapadas guerras económicas se libraban día tras día, mes tras mes, año tras año y siglo tras siglo sin que jamás se decretase un alto el fuego o se estableciera una tregua con el fin de curar a los heridos o enterrar a los muertos.
Según sus novedosas teorías, tan garrafal error histórico estribaba en intentar arrebatar las riquezas por la fuerza, lo cual no había conducido más que al fracaso o al cambio de manos de esas riquezas porque la lucha de clases tan sólo provocaba contiendas que contribuían a deteriorar la situación, ya que a la larga el problema no se centraba en la persona que acababa poseyendo el dinero, sino en el propio dinero.
«El poder del dinero es tan fuerte porque sabemos que es ilimitado en el tiempo —aseguraba el viejo iluso—. Pero ¿qué ocurriría si tuviera una caducidad determinada con un tiempo de validez preestablecido y nunca superior a cinco años? En ese caso se cortarían de raíz los problemas que genera el dinero fiduciario, ya que a nadie le interesaría acaparar unos billetes que en muy poco tiempo perderían todo su valor. ¿Dónde está escrito que el dinero tenga que ser eterno? Si mañana el gobierno lanzara un papel moneda diferente y diera un plazo de seis meses para canjear el viejo por el nuevo, sería un problema que únicamente afectaría al cuatro por ciento de la población que lo oculta. Cuando un cliente normal acudiera a un banco a retirar fondos de su cuenta corriente se lo entregarían en los nuevos billetes, y por lo tanto el cambio no le afectaría, pero los políticos corruptos, los evasores de impuestos y los traficantes de drogas se encontrarían de pronto con que sus montañas de estampitas no les iban a servir ni para limpiarse el culo».
A Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis le admiraba que el autor de tan curioso planteamiento reconociese sin tapujos que el sistema traería aparejado una inmediata desestabilización provocada por la rápida aparición de tanto capital oculto, admitiendo que durante unos meses se asistiría a un brusco proceso de inflación debido a que los poseedores de tales estampitas querrían canjearlas por casas, coches, joyas y obras de arte, aunque ese súbito aumento del consumo repercutiría en beneficio del comercio a un coste mínimo porque para conseguirlo bastaba con cambiar el color de los billetes.
En su opinión, se debían conservar los mismos diseños y las mismas planchas pero intercambiando los depósitos de tinta, por lo que si un billete de diez mil pesetas era azul, a partir de un determinado día tan sólo tendrían valor los rojos; los de cinco mil se volverían verdes; los de mil, marrones y así sucesivamente. De ese modo no habría más costo que el de impresión y, advirtiendo de antemano que cada cinco años cambiarían nuevamente de color, se evitaría que nadie cayera en la tentación de acaparar algo que acabaría valiendo menos que un montón de periódicos.
Aquel descatalogado libro había sido publicado en unos tiempos en los que la moneda en vigor aún era la peseta, lo cual habría permitido que el cambio resultara más factible ya que la decisión dependía de un solo gobierno, pero su autor advertía que el euro se convertiría en una trampa al servicio de los acaparadores puesto que resultaría imposible poner de acuerdo a varios países a la hora de intentar variar el tamaño o el color de los billetes de una moneda común, teniendo en cuenta que cada uno de esos gobiernos recibiría presiones por parte de cuantos no deseaban que se produjeran tales variaciones.
El futuro de Europa se limitaría por tanto a emitir cada vez más papel moneda, que de igual modo se iría ocultando, mientras la única medida que se tomaba al respecto era procurar que esos billetes tuvieran cada vez menor valor adquisitivo, por lo que quienes lo almacenaban necesitarían cada vez más espacio.
Era como limitarse a rebajar el calibre de las armas para que un asesino tuviera que disparar cuatro balas en lugar de una a la hora de acabar con sus víctimas; quien tuviera intención de matar continuaría haciéndolo pero con unos cuantos cartuchos de reserva.
Manteniendo las lógicas dudas sobre la viabilidad o no de la curiosa fórmula del viejo profesor, puesto que se sentía incapaz de determinar si se trataba de una idea genial o de una soberana estupidez, Humberto Alejandro Espinosa de Mendoza Spencer-Wallis tenía muy claro que si se hubiera aplicado en su momento ahora él no estaría trabajando doce horas diarias inmerso en un mar de dudas, números y acotaciones puesto que, incluso admitiendo que avanzaba por el buen camino, ese camino se ramificaba en tantos senderos que se perdería mil veces antes de alcanzar el éxito.
Conocía desde niño el mundo del vino y desde un primer momento había comprendido que las enormes bodegas de laberínticas galerías repletas de botellas y barricas constituían un escondite idóneo si lo que se pretendía era mantener a salvo grandes cantidades de papel moneda, ya que algunas de esas bodegas se encontraban a casi treinta metros de profundidad, lo que las convertía en lo más parecido a la cámara acorazada de un banco.
Esa inicial suposición se había visto respaldada por las notas de Leopoldo Pastor que hacían referencia a una iglesia que le había servido de atalaya mientras espiaba camiones cisterna. Evidentemente Leopoldo Pastor era un personaje desconcertante, atrabiliario y tal vez errado en muchos de sus planteamientos, pero debía saber muy bien lo que hacía cuando le seguía el rastro a un tipo de vehículos que debían ser muy seguros a la hora de transportar dinero.
De dónde obtuvo la información o cómo se le ocurrió la idea no figuraba en sus escritos, pero en cierto modo respondía a una conclusión bastante acorde con su condición de arquitecto al que se le hubiera planteado un problema relacionado con la seguridad.
Mencionaba un pueblo y una iglesia, pero no hacía ni la menor referencia a la zona o a su entorno; además, se refería a un país plagado de pueblos que por lo general solían contar con más de una iglesia.
* * *
A Ildefonso Ballester le costaba aceptar que el tiburón que durante años había amenazado con devorarlo hubiera desaparecido en unas profundidades abisales de las que nunca regresaría, al tiempo que miles de depreciadas acciones del que fuera su poderoso banco quedaban flotando sobre el océano a la espera de que indecisos pececillos acudieran a mordisquearlas.
En aquellos momentos nadie en su sano juicio estaba dispuesto a pagar por ellas ni la tercera parte de su cotización de una semana antes, puesto que nadie se sentía capaz de calcular el volumen de pérdidas que había generado una incalificable huida, cuyas consecuencias podían ser la desaparición del banco o su adjudicación por la simbólica cantidad de un euro a cualquiera de sus competidores.
Pasó la mayor parte de la mañana haciendo cálculos con lápiz y goma de borrar sobre una libreta de hojas amarillas, maniática costumbre adquirida en sus ya lejanos tiempos de estudiante, y tras la corta siesta que seguía al almuerzo y que solía ser el momento en que tomaba decisiones debido a que pensaba mejor cuando estaba acostado tal vez a causa de que el cerebro recibía más cantidad de sangre, le pidió a su viejo compañero de colegio que acudiera a su despacho.
—Voy a llamar a Vicente Moliner que es quien permanece provisionalmente al frente de la entidad hasta que se decida la cuantía de los daños y si existe o no posibilidades de mantenerla a flote.
—Mi impresión personal es que no tardará más de veinte días en hundirse —señaló seguro de sí mismo Víctor Cifuentes—. Le ha metido más torpedos bajo la línea de flotación que al Bismarck.
—Pero si el Bismarck hubiera conseguido arreglar el timón y llegar a puerto, al mes habría vuelto a ser un formidable acorazado —replicó—. En el fondo del mar un barco es pura chatarra pero mientras navega conserva la esperanza, y siempre me ha llamado la atención que tan sólo una letra diferencia la palabra «barco» de «banco». Ayudaré a Moliner a mantener su nave a flote si a cambio me abre las puertas del puente de mando.
Víctor Cifuentes, alias Canales, inclinó la cabeza a un lado con el fin de dedicarle a su amigo una de aquellas largas miradas inquisitivas que en su mudo lenguaje venía a decir: «¿Qué coño se te ha ocurrido ahora?».
—Le compraré lo que tan eufemísticamente llama activos tóxicos, y que en realidad no son más que mojones de mierda, ofreciéndole cinco mil millones garantizados a pagar en tres años por el total de los inmuebles que posee en estos momentos.
—¡Pero si la mayoría están hipotecados a insolventes e incluso en proceso de desahucio! —fue la inmediata protesta de su colaborador y amigo.
—Si no fuera así tendría que ofrecerle veinte mil millones —le hizo notar Ildefonso Ballester abriendo las manos como queriendo indicar que eso era lo que había—. Se las estaré comprando a precio de saldo y Vicente sabe que en determinadas ocasiones las rebajas consiguen salvar un negocio.
—Dudo que acepte.
—Lo hará porque al mismo tiempo le ofreceré otros cinco mil millones por acciones del banco a la cotización de esta mañana con un descuento del doce por ciento por pronto pago. —Hizo una larga pausa mientras dibujaba en su libreta amarilla un ramillete de margaritas y al poco añadió—: Si yo fuera él, aceptaría porque cuando se está en la unidad de cuidados intensivos el simple hecho de anunciar que se ha recibido una transfusión de diez mil millones auténticos al tiempo que se libra de unos activos que sólo le proporcionan disgustos, puede significar la diferencia entre que un médico te pase a planta o que un cura te dé la extremaunción.
—¿Y qué sacaremos nosotros si nos hacemos cargo de cinco mil millones de «disgustos»? —La pregunta tenía tanta lógica que casi resultaba obligada—. Si hasta ahora hemos salido adelante es porque tenemos fama de ser el único banco que jamás arroja a sus inquilinos a la calle y no creo que debamos cambiar de estrategia.
Ildefonso Ballester se empeñó en dibujar una abeja que rara vez le salía bien, se mordió la lengua, lanzó un gruñido de disgusto por el resultado de su desafortunada obra y al poco señaló:
—Y no cambiaremos; por el contrario, lo que haremos será suspender las actuaciones judiciales hasta que se ponga en marcha una Plataforma de Ayuda a los Desahuciados que contará con un aporte inicial de cien millones de nuestros propios fondos, pero que muy pronto se verá incrementado por generosas contribuciones en metálico de donantes anónimos.
—¡No jodas! —A «Canales» no le quedó otro remedio que admirarse una vez más ante las complejas maquinaciones de su jefe, y tras ponerse en pie, observar el frustrado dibujo de la abeja y dar su silenciosa desaprobación, añadió remarcando las palabras—: Y, o mucho me equivoco, o será el difunto hijo del coronel Gadafi quien aporte la mayor parte de tan generosas contribuciones en metálico.
—¡Algo bueno tenía que haber hecho en esta vida!
—Luego, si lo estoy entendiendo bien, esa Plataforma de Ayuda entregará a las familias en apuros dinero en metálico con el fin de que abonen la cuota correspondiente a la hipoteca que han pasado a tener con nosotros.
—Lo estás entendiendo muy bien.
—Ese dinero habrá salido de nuestra bodega en forma de billetes sucios y por medio de un simple cambio de manos podrá anotarse en los libros de contabilidad como dinero legal. ¿Me equivoco?
—En absoluto.
—De una sola tacada habrás conseguido un buen número de propiedades a la cuarta parte de su valor, hacerle un favor a miles de desgraciados, un paquete de acciones con una rebaja del doce por ciento sobre su valor mínimo y desbloquear una enorme cantidad de dinero que no sabíamos cómo aflorar. Si no fuera porque me tomarías por un lameculos, sería capaz de besarte el culo.
—Lo doy por besado —fue la rápida respuesta—. Pero ahora lo que importa es extremar las precauciones. ¿Qué espacio queda libre en el almacén pequeño?
—Para un máximo de tres mil millones.
—Con eso basta para las transacciones momentáneas porque dudo que nadie tenga interés en retirar grandes cantidades en los tiempos que corren. —Alzó el rostro, miró con desconcertante fijeza a su colaborador y amigo, y su tono cambió de forma perceptible al inquirir—: ¿Alguna vez has pensado en prepararte una vía de escape como la de Cardenal por si las cosas se ponen feas?
—Siempre la he tenido, y me consta que tú también, aunque no quiero saber cuál es porque a Cardenal tan sólo le perseguirán algunos acreedores, mientras que a nosotros nos perseguirán la mafia, los narcos y los traficantes de armas, y a ésos sí que resulta muy difícil despistarlos.
—¿Tienes miedo?
—No, no tengo miedo; hace años que el miedo me teme a mí, que no es lo mismo, pero cuando convives con él a todas horas acabas por acostumbrarte. ¿O no?
—Supongo que sí porque nuestro gran problema estriba en que la familia nos ata, mientras que Raimundo dejó atrás a una mujer a la que aborrecía y a una amante que ya no le ponía cachondo. A la hora de ocultarse, eso de no tener hijos se convierte en una bendición.
Ildefonso Ballester levantó el teléfono, estudió una lista de números, apretó una tecla y cuando le contestaron exclamó:
—¡Mi querido Vicente! No sabes cómo lamento lo ocurrido. ¿Quién se lo hubiera imaginado? —Escuchó la retahíla de lamentos que le llegaban desde el otro extremo de la línea y al poco añadió—: De eso quería hablarte porque creo que puedo echarte una mano. ¿Cuándo nos vemos?