EL AVENTURERO
C. M. KORNBLUTH
Cyril M. Kornbluth quizá es más conocido por su obra en colaboración con otros autores, como Judith Merrill y Frederik Pohl, que por sus propios relatos. No obstante, su elocuencia en éstos es tal, que cuentan las leyendas del fandom que, ya de bebé, al acercársele una señora con complejo maternal y dedicarle esos sonidos dulzones con que ciertos adultos creen comunicarse con los niños, Kornbluth le dijo, muy serio: «Señora, no soy el tipo de niño que usted piensa», ejemplo de la prosa directa que le iba a hacer luego famoso.
ilustrado por FRANCISCO BURGOS
El Presidente Folsom XXIV le dijo petulantemente a su Secretario del Tesoro:
—Que me trague el infierno, Bannister, si comprendo una sola palabra. ¿Por qué no puedo comprar la Colección Nicolaides? Y no empiece de nuevo con el redescuento y ese asunto de la Serie W. Dígame tan sólo por qué.
—Se debe simplemente a… que no hay dinero, Señor Presidente —dijo el Secretario del Tesoro con un aire de aprensión y una sensación de ahogo en la garganta.
El Presidente estaba demasiado ensoñado con la idea de la maravillosa colección para montar en cólera.
—Es un saldo tan grande —dijo tristemente—. Una figura arcaica de Henry Moore… realmente demasiado grande para llevarla encima, pero gracias a Dios no soy un snob cultural, y además quince Morrison primitivos y no sé cuantas cosas más —miró esperanzado al Secretario de Opinión Pública—. ¿No podría confiscarla declarándola de interés público?
El Secretario de Opinión Pública negó con la cabeza. Su expresión era severamente profesional:
—Ni hablar de ello, Señor Presidente. No lograríamos salir bien de ello. Los aficionados al arte pondrían el grito en el cielo.
—Supongo que si… ¿Por qué no hay dinero? —se había vuelto de nuevo, peligrosamente, hacia el Secretario del Tesoro.
—Señor, la venta de las nuevas emisiones de bonos del tesoro de la Serie W, ha estado muy por debajo de las previsiones porque los compradores potenciales se han sentido atraídos hacia…
—¡Basta, basta, basta! Ya sabe que no entiendo una palabra de eso. ¿A dónde va el dinero?
El Director del Presupuesto dijo cautamente:
—Señor Presidente, durante el bienio que acaba de finalizar, el Departamento de Defensa ha recibido el 78 por ciento de las asignaciones…
—¡Espere un minuto, Felder! —gruñó el Secretario de Defensa—. Votaron para…
El Presidente le interrumpió débilmente irritado:
—¡Ah, pillastres! ¡Mi padre habría sabido qué hacer con ustedes! Pero no crean que no puedo resolver la situación. No piensen que pueden manejarme. —Golpeó un botón con fuerza; su estúpido rostro estaba contorsionado por la ira y se notaba una cierta tensión en todas las caras de alrededor de la mesa del Gabinete.
Abruptamente, se descorrieron paneles en las paredes, revelando hoscos miembros del Servicio Secreto. Cada miembro del Gabinete estaba encañonado al menos por dos rifles automáticos.
—¡Llévense a ese… ese traidor! —gritó el Presidente. Su dedo señalaba al Secretario de Defensa, que se derrumbó sobre la mesa, sollozando. Dos agentes del Servicio Secreto se lo llevaron medio a rastras de la sala.
El Presidente Folsom XXIV se recostó en la silla, sacando el labio inferior. Luego, le dijo al Secretario del Tesoro:
—Consígame el dinero para la Colección Nicolaides. ¿Comprende? No me importa cómo lo haga. Consígalo —lanzó una mirada reprobadora hacia el Secretario de Opinión Pública—. ¿Tiene algo que objetar?
—No, Señor Presidente.
—De acuerdo, entonces —el presidente se relajó, y dijo quejumbrosamente—: No sé por qué no pueden ser ustedes más razonables. Yo soy un hombre muy razonable. No veo por qué no puedo tener algunas alegrías junto con todas mis responsabilidades. Realmente, no veo por qué. Y soy muy sensible. No me gustan estas escenas. Muy bien. Eso es todo. Se levanta la sesión del Gabinete.
Se alzaron y marcharon en silencio, siguiendo el orden del escalafón. El Presidente se dio cuenta de que los paneles aún estaban corridos, y apretó el botón que los cerraba y ocultaba los rostros de granito de los miembros del Servicio Secreto. Se sacó del bolsillo una pieza táctil de la última etapa de Morrison y comenzó a girarla en su mano, con una sonrisa de descanso y satisfacción extendiéndose sobre su rostro. ¡Un tal contraste de texturas, tan divertido! ¡Unas tales variaciones de las secuencias clásicas, tan inesperadas!
El Gabinete, con la excepción del Secretario de Defensa, estaba teniendo una reunión no autorizada en un rincón sin micrófonos del gimnasio de la Casa Blanca.
—Dios mío —dijo el Secretario de Estado, blanco como el papel—. ¡Pobre viejo Willy!
El profesionalmente serio Secretario de Opinión Pública comentó:
—Deberíamos matar a ese bastardo. No me importa lo que pase luego…
—Todos sabemos lo que pasaría —dijo secamente el Director del Presupuesto—. El Presidente Folsom XXV tomaría el mando. No; tenemos que seguir capeando el temporal como hasta ahora. Tan sólo algo invencible podría derribar la República…
—¿Qué les parecería una guerra? —preguntó combativo el Secretario de Comercio—. No tenemos prueba alguna de que nuestro programa vaya a tener éxito. ¿Qué les parecería una guerra?
El Secretario de Estado replicó cansinamente:
—No mientras exista un equilibrio de fuerzas, querido amigo. El Asunto de Io-Calisto probó eso. La república y el Soviet casi perdieron los pantalones en la prisa que se dieron por arreglar las cosas tan pronto como pareció que iba a haber tiros de verdad. La inteligencia de Folsom XXIV y de su excelencia el Premier Yersinsky llega al menos a comprender eso.
—¿Qué les parece Steiner para Defensa? —dijo el Secretario del Tesoro.
El Director del Presupuesto estaba asombrado:
—¿Aceptaría?
El Secretario del Tesoro se aclaró la garganta:
—Lo cierto es que le he pedido que se pasase por aquí ahora —lanzó una pelota al estómago presupuestario.
—¡Ufff! —exhaló el Director—. Bastardo. Steiner sería perfecto, lleva Estándares con la precisión de un reloj —traicioneramente le disparó la pelota al Secretario de Materias Primas, que la cogió sin esfuerzo y la devolvió.
—Aquí viene —comentó el Secretario de Materias Primas—. ¡Steiner! ¡Ven a sudar un poco de grasa!
Steiner se aproximó, un macizo hombre de unos cincuenta años, y le contestó:
—No me importaría lograrlo. ¿Dónde está Willy?
—El Presidente lo desenmascaró. Debe de haber sido ya ejecutado por traidor —le contestó el Secretario de Estado.
Steiner parecía hosco, sobre todo cuando el Secretario del Tesoro le dijo, a bocajarro:
—Querríamos proponerle a usted para Defensa.
—Estoy bien en Estándares —replicó Steiner—. Y mucho más seguro. El padre del Jefe se interesaba por la ciencia, pero el Jefe nunca va por allí, por lo que hay tranquilidad. ¿Por qué no invitan a Winch, de la Comisión Nacional de Arte? No saldría perdiendo mucho con el cambio.
—No tiene cerebro —dijo simplemente el Secretario de Materias Primas—. ¡Más deprisa!
Steiner cogió la pelota y se la devolvió con fuerte impulso.
—¿Para qué sirve tener cerebro? —preguntó suavemente.
—Juntémonos más, caballeros —dijo el Secretario de Estado—, estos tiros largos son demasiado para mis brazos.
Se aproximaron, y el Gabinete le explicó a Steiner para qué servía el cerebro. Acabó aceptando el cargo.
La Luna es toda de la República. Marte del Soviet. Titán de la República. Ganímedes del Soviet. Pero Io y Calisto, por el Tratado de Greenwich, son mitad de la República y mitad del Soviet.
A lo largo de la calle mayor de la principal colonia de Io corre una línea invisible. A un lado de ella, se conoce a la colonia como New Pittsburgh, al otro como Nizhni-Magnitogorsk.
A la casa de un minero en New Pittsburgh llegó un día tambaleándose un niño de ocho años llamado Grayson, con la cabeza ensangrentada. Sus ojos estaban hinchados y casi no podía abrirlos.
Su padre se puso trabajosamente en pie, derribando una botella. Miró atontado la botella, poniéndola en pie demasiado tarde para haber salvado el alcohol, y luego contempló fijamente al chico.
—¿Ves lo que me has hecho hacer, bastardo? —gruñó, y agarró al muchacho para darle un bofetón en el ensangrentado rostro que lo lanzó contra la pared de la casucha. El chico se alzó lenta y silenciosamente y miró con odio a su padre; parecía funcionarle mal un brazo.
No dijo nada.
—Otra vez peleándote —le recriminó su padre, en una voz que quería ser amedrantadora. Sus ojos se desviaron ante el peculiar fuego de la mirada del chico—. Maldito estúpido…
Llegó una mujer de la cocina. Era alta y delgada. Con voz átona le dijo al hombre:
—Lárgate.
El hombre hipó y contestó:
—Tu crío me tiró la botella. Dame un dólar.
Con la misma voz átona:
—Tengo que comprar comida.
—¡Te he dicho que me des un dólar! —el hombre le abofeteó el rostro, que no cambió de expresión, y le arrancó un pequeño monedero del cordón por el que colgaba de su cuello. De repente, el niño se convirtió en un demonio, atacando a su padre con puños y dientes. Tan sólo duró uno o dos segundos; el padre lo lanzó a patadas a un rincón en donde se quedó derrengado, aún mirándolo con odio, mudo y sin quejarse. La madre no se había movido; la mano de su marido todavía marcada en rojo en su rostro, mientras éste salía fuera, con el monedero.
Después, la señora Grayson se inclinó hacia el rincón en que estaba el niño.
—Querido Tommy —dijo suavemente—. ¡Mi querido Tommy! ¿Cruzaste de nuevo la línea?
Estaba sollozando entre sus brazos, histéricamente, mientras ella lo acariciaba. Al fin, pudo decir:
—No crucé la línea, mami. Esta vez no fue eso. Fue en la escuela. Dijeron que nuestro apellido era, en realidad, Krasinsky. ¡Maldito sea mi padre! —gritó el muchacho—. ¡Dijeron que su abuelo se llamaba Krasinsky y pasó la línea y cambió su apellido a Grayson! ¡Dios lo maldiga! ¡Hacernos eso a nosotros!
—Ya basta, cariño —lo consoló su madre, acariciándolo—, ya basta.
Sus temblores comenzaron a calmarse. Ella le dijo:
—Saquemos las grabaciones, Tommy. No tienes que retrasarte en la escuela. Harás eso por mí, ¿no, cariño?
—Sí, mami —contestó él; le rodeó el cuello con sus delgados brazos y la besó—. Saca las grabaciones. Ya verán de lo que soy capaz.
El Presidente Folsom XXIV yacía en agonía, no sintiendo dolor alguno sobre todo porque su médico personal lo había rellenado de morfina. El Doctor Barnes estaba sentado junto a la cabecera, asiendo la muñeca presidencial y esperando, dando alguna cabezada ocasional y recuperándose con una mirada de beligerancia al resto de la alcoba. A los cuatro periodistas no les importaba un comino si se quedaba dormido o no; estaban preocupados en discutir la naturaleza y hábitos del primogénito del Presidente, que pronto le sucedería en el más alto cargo de la República.
—Me han asegurado que es un demagogo —dijo disgustado el periodista de la A.P.
—No me preocupan los demagogos —dijo el de la U.P.—. Puede publicar todas las notas incendiarias que desee mientras no sea un partidario de los ejercicios. Ya no estoy tan joven como antes. Vosotros no recordáis al viejo Presidente, Folsom XXII. Acostumbraba a hacer marchas campo a través. Su héroe era Franklin Delano Roosevelt.
—Entonces estaba equivocado de héroe —comentó el del I.N.S.—, el Roosevelt atleta fue Teddy.
El Doctor Barnes tuvo un sobresalto, dejó caer la muñeca presidencial, y llevó por un momento un espejo a sus labios.
—Caballeros —anunció—, el Presidente está muerto.
—De acuerdo —dijo el de la A.P.—. Vamos, muchachos. Yo enviaré el telex. U.P., tú ve a ocuparte del Colegio de Electores. I.N.S., ocúpate del Candidato a la Presidencia. Tribune, recoge algunas entrevistas y datos históricos…
Se abrió la puerta de un empellón; un coronel de infantería, jadeante, se enmarcó en ella, con un rifle automático dispuesto.
—¿Está muerto? —preguntó.
—Sí —dijo el de la A.P.—. Si me deja pasar…
—Nadie sale de esta habitación —dijo autoritariamente el coronel—. Represento al General Slocum, Presidente Provisional de la República. El Colegio de Electores está ya dispuesto a ratifi…
Una ráfaga de balazos le dio en la espalda; giró y se desplomó, con un solo grito ronco. Se oyeron más disparos a través de la Casa Blanca. Un agente del Servicio Secreto sacó la cabeza por la puerta:
—¿Está muerto el Presidente? Quédense aquí, muchachos. Habremos limpiado esto en una hora… —se desvaneció por donde había venido.
El doctor tartamudeó su miedo, y los periodistas lo ignoraron con su pose profesional. El de la A.P. preguntó:
—¿Y quién es ese Slocum? ¿Del Mando de Defensa?
—Lo recuerdo —dijo el del I.N.S.—. Un general de tres estrellas. Mandaba la Fuerza Táctica Aerotransportada, en Kansas, hace cuatro o cinco años. Creo que luego lo pasaron a la reserva.
Una granada de fósforo atravesó la ventana y estalló con un globo de llamas amarillas del tamaño de una pelota de baloncesto; surgieron densas nubes de pentóxido de sodio y el sistema de rociado contra incendios se puso en marcha, inundando la alcoba.
—¡Salgamos! —aulló el de la A.P., y escaparon de la habitación, cerrando la puerta. La bata del doctor estaba ardiendo en dos o tres puntos, y estaba vomitando sobre el piso del corredor. Le arrancaron la bata, y la lanzaron al interior de la alcoba.
El de la U.P., maldiciendo terriblemente, se sacó un ardiente trocito de fósforo del dorso de su mano con un cortaplumas y se desplomó, sudando, cuando lo hubo logrado. El del I.N.S. le pasó una botella de petaca y engulló un cuarto de litro de licor.
—¿Quién lanzó eso? —preguntó desmayadamente.
—Nadie —dijo sombríamente el de la A.P.—. Eso es lo peor del asunto. Nada de esto está sucediendo. Tal cual nunca existió el Candidato Taft en el ’03. Igual que nunca se produjo el Motín del Pentágono en el ’67.
—En el ’68 —dijo débilmente el de la U.P.—. No se produjo en el ’69 y no en el ’67.
El de la A.P. golpeó una palma con un puño y maldijo:
—Maldita sea —dijo—. Me gustaría poder algún día…
Se quebró su voz y quedó en amargo silencio.
El de la U.P. debía de haber estado algo trastornado por el shock y algo borracho para hablar como lo hizo:
—A mí también. Me gustaría poder contar la verdad. Quizá fue en el ’67 y no en el ’68. Uno no puede escribirlo, así que se pierden los detalles, y luego ya no se está seguro, y al cabo de un tiempo es como si nunca hubiera sucedido. Sería una buena cosa que hubiera una Revolución. Pero para hacer una Revolución se necesita gente. Gente. Con ojos y orejas. Y memorias. Hacemos que las cosas no pasen y que la gente no vea y no oiga… —se desplomó de nuevo contra la pared del pasillo, cuidándose la mano quemada. Los otros lo estaban mirando, muy asustados.
Entonces, el de la A.P. vio al Secretario de Defensa andando a zancadas por el pasillo, rodeado por agentes del Servicio Secreto.
—¡Señor Steiner! —gritó—. ¿Cómo van las cosas?
Steiner se detuvo, respirando trabajosamente, y le contestó:
—Slocum se ha atrincherado en el Estudio Oval. No queremos destruirlo todo. Es ya casi el último que queda. Tan sólo eran unos cincuenta o así. El Candidato a la Presidencia ha tomado el mando en el Estudio. ¿Quieren venir?
Lo hicieron, y hasta arrastraron al de la U.P. tras ellos.
El Candidato a la Presidencia, que se convertiría en el Presidente Folman XXV tan pronto como lograse presentarse ante el Colegio Electoral, tenía el rostro de su padre: los labios petulantes, la mandíbula retraída, sobre un duro cuerpo juvenil. También tenía un rifle automático dispuesto a disparar desde la cadera. La mayor parte del Gabinete estaba presente. Cuando llegó el Secretario de Defensa, se volvió hacia él.
—Steiner —dijo malhumorado—, ¿puede explicarse cómo se ha producido una rebelión contra la República en su departamento?
—Señor Presidente —le contestó Steiner—, Slocum fue pasado a la reserva hace dos años. Me parece que debe considerarse que entonces cesó mi responsabilidad, para pasar a Seguridad.
El dedo del Candidato a la Presidencia abandonó el gatillo, y su labio se alzó un poco.
—Tiene razón —aceptó lacónicamente, y se volvió hacia la puerta—. ¡Slocum! —gritó—. Sal de ahí. Podemos usar gases si queremos.
Inesperadamente, se abrió la puerta, y en ella se vio a un hombre de aspecto cansado, con tres estrellas en cada hombro y las manos vacías.
—De acuerdo —dijo tristemente—, fui tan tonto que pensé que se podía hacer algo con el régimen. Pero sois tan asombrosamente estúpidos que vais a seguir, y seguir, y…
El tartamudeo del rifle automático le interrumpió. Los nudillos del Candidato a la Presidencia estaban blancos mientras aferraba el manguito y culata del arma; el torrente de proyectiles siguió machacando y arando el cuerpo del general hasta que el cargador estuvo vacío.
—Quemen eso —dijo secamente, dándole la espalda—. Doctor Barnes, venga aquí, quiero saber cómo murió mi padre.
El doctor, ronco y lloroso por la bocanada de humo fosforoso, habló con él. El miembro de la U.P. se había dejado caer atontado sobre una silla, pero los otros periodistas se dieron cuenta de que el Doctor Barnes daba ojeadas en su dirección, mientras hablaba con un murmullo confidencial.
—Gracias, doctor —dijo finalmente el Candidato a la Presidencia, con tono decidido. Hizo un gesto a un agente del Servicio Secreto—. Llévese a esos traidores.
Se fueron, anonadados.
El Secretario de Estado se aclaró la garganta.
—Señor Presidente —dijo—, aprovecho esta oportunidad para presentar mi dimisión y la de mis compañeros de Gabinete, según es costumbre.
—Está bien —dijo el Candidato a la Presidencia—. Aunque da lo mismo que sigan en sus puestos. De todas maneras, pienso dirigir las cosas yo mismo —cambió de mano el rifle automático—. Usted —le dijo al Secretario de Opinión Pública—, tiene trabajo que hacer. Haga que se borre el recuerdo de las preocupaciones… artísticas de mi padre, tan pronto como sea posible. Quiero que la República tome una posición más militarista… Sí, ¿qué pasa?
Un tembloroso mensajero contestó:
—Señor Presidente, tengo el honor de informarle que el Colegio de Electores le ha elegido como presidente de la República, por unanimidad.
El Cadete de Cuarta Clase Thomas Grayson estaba acostado en su litera y sollozaba su agonía de soledad. La carta de su madre estaba arrugada en su mano: «… más orgullosa de lo que te puedo decir con simples palabras por tu aceptación a la Academia. Cariño, apenas si conocí a mi abuelo, pero estoy segura de que cumplirás con tu deber tan brillantemente como él lo hizo, para eterna gloria de la República. Te ruego que seas bravo y fuerte…».
Habría dado todo lo que tenía o que jamás podía esperar tener por estar de vuelta con ella, y lejos de sus bromistas y abusivos compañeros cadetes del Cuerpo. Besó la carta… y luego la introdujo apresuradamente bajo el petate, cuando oyó pasos.
Se puso en posición de firmes, pero tan sólo era su compañero de cuarto Ferguson. Éste era de la Tierra, y era feliz en la más ligera gravedad lunar que era una maldición para los músculos, acostumbrados a Io, de Grayson.
—Descansen —sonrió Ferguson.
—Pensé que era la inspección nocturna.
—Está a punto de llegar. Ahora están en el vestíbulo. Déjame que te apriete el petate o te verás en problemas… —apretándoselo, sacó la carta, y murmuró, socarrón—. ¡Ajá! ¿Quién es ella? —y la abrió.
Cuando los cadetes de guardia llegaron a la habitación, encontraron a Ferguson en el suelo siendo estrangulado por el pequeño y enjuto Grayson. Fueron precisos los esfuerzos conjuntos de los tres para separarlo. Ferguson fue llevado a la enfermería y Grayson a la oficina del Comandante.
El Comandante miró reprobadoramente al cadete frunciendo las cejas más espectaculares de todo el Servicio.
—Cadete Grayson —dijo—, explique lo sucedido.
—Señor, el cadete Ferguson comenzó a leer una carta de mi madre sin mi permiso.
—Eso no está aceptado por el Cuerpo como excusa para la agresión física. ¿Tiene algo más que decir?
—Señor, perdí la noción de lo que hacía. En lo único que pensaba era en que se trataba de una falta de respeto a mi madre y de que, en alguna forma, también al Cuerpo y hasta a la República… que el cadete Ferguson estaba deshonrando al Cuerpo.
Palabrería, pensó el Comandante. El chico está tratando de justificarse, y lo hace bien mal. Estudió al muchacho. Nunca había visto una posición de firmes tan rígida en un cadete de cuarta clase criado en Io. Debía ser una tortura para unos músculos aún no endurecidos para resistir la gravedad de la Luna. Cinco minutos más y el chico tendría que relajarse, y le serviría de lección por hacerse el duro.
Estudió el expediente de Grayson. Era muy pronto aún para hablar de su trabajo académico, pero ese cadete de cuarta era un aficionado a los trabajos extra, o un estúpido. Se había apuntado a media docena de equipos, y solicitado entrar en el estricto Club Matemático y en el Club de Escritores. El Comandante alzó la vista; Grayson seguía en su rígida posición. Tuvo repentinamente la extraña idea de que aguantaría hasta caer muerto.
—Cien horas de instrucción con mochila —ladró—, que serán realizadas antes del final de este trimestre. Cadete Grayson, si consigue sobrevivir a las carreras por el patio, recuerde que este Cuerpo tiene una tradición de compañerismo que se espera mantengan sus miembros. Retírese.
Tras el enérgico y exacto saludo de Grayson y su salida, el Comandante profundizó más en el expediente. Aparentemente, parecía funcionarle mal un brazo, pero esto había sido pasado por alto por el equipo examinador que había visitado Io. Muy inusitado. Muy irregular. Pero ahora ya no podía hacerse nada al respecto.
El Presidente, que ahora no tenía un cuerpo tan bien preparado físicamente como en el día de su elección, y que era infinitamente más cauto, exclamó:
—Es muy fácil crear un incidente. Pero, ¿de dónde va a salir el dinero? Y, de todas formas, ¿quién quiere el resto de Io? Y, ¿qué pasará si hay una guerra?
El Secretario del Tesoro le contestó:
—Los avaros nos proporcionarán el dinero, Señor Presidente. Daremos un porcentaje de lo recogido a las personas que nos informen sobre atesoradores de dinero, y luego les obligaremos a unos y otros a comprar bonos del Estado.
El de Materias Primas añadió:
—Necesitamos ese hierro, Señor Presidente. Lo necesitamos desesperadamente.
El de Estado concluyó:
—Todas nuestras previsiones muestran que el Premier soviético no considerará motivo bastante para una guerra total algo menor que una invasión declarada de su territorio metropolitano. La facción pro bienes de consumo del Soviet se ha incrementado de una forma desmesurada durante los últimos cinco años y, naturalmente, su armamento ha salido perjudicado. Su astuta orden de poner a la República en una actitud belicista ha dado fruto, Señor Presidente.
El Presidente Folsom XXV los estudió detenidamente. La necesidad de un incidente de fronteras que culminase en una compra forzada del resto de Io no le parecía a él tan vital como ellos pensaban, pero, después de todo, ellos eran los especialistas. Y no había forma alguna en la que se pudieran beneficiar de ello personalmente. La única otra alternativa era que estaban ofreciendo su consejo profesional, y que lo mejor sería seguirlo. No obstante, había un vago y molesto no sé qué…
Tonterías, decidió. Los expedientes del espionaje sobre su Gabinete mostraban tan sólo lo usual. Uno de los miembros había sido chantajeado por una actriz tras tener un asunto con ella, tras lo que la había obligado a marcharse de la Tierra. Otro tenía el hábito de aceptar sobornos para recomendar a los hijos favoritos para mejores puestos en el ejército y la administración. Y así los demás. La República no podía sufrir a sus manos; la República y la dinastía eran inatacables. Uno tan sólo tenía que espiar a todo el mundo, incluyendo a los espías, y ordenar ejecuciones sumarísimas lo bastante a menudo como para demostrar que uno no dejaba las riendas, y mantener al público ignorante: tontamente sordomudo e ignorante. El sistema de espionaje era de una simplicidad extrema: uno tan sólo tenía que dejar que las cosas se enmarañasen y confundiesen tanto como fuera posible, hasta que nadie supiera quien era quien. Las ejecuciones no presentaban problema alguno, ya que no importaba la culpabilidad o inocencia. Y el control de las mentes cuando tan sólo habían cuatro periódicos, seis revistas y tres estaciones de radio y televisión, era tarea de un puñado de burócratas.
No, el Gabinete no podía estar preparando una jugarreta. El sistema era invencible.
El Presidente Folsom XXV dijo:
—De acuerdo. Llévenlo a cabo.
La señora Grayson, viuda, de New Pittsburgh, Io, desapareció una noche. La noticia estuvo en toda la prensa y en las emisiones. Algún tiempo después fue hallada arrastrándose de regreso a través de la línea entre Nizhni-Magnitogorsk y New Pittsburgh en un terrible estado. Tenía una aterradora historia que contar acerca de lo que había sufrido a manos de los Nizhni-Magnitogorskniks. Una nota diplomática de la República al Soviet fue contestada por otra nota a la que se contestó con el envío de la Primera Flota de la República a Io a lo que se contestó con el envío de la Primera y Quinta Flotas del Soviet a Io.
La Primera Flota de la República destruyó el acostumbrado casco vacío utilizado como blanco, fulminó un ataque de comandos y mandó sus destructores en avanzadilla. Se entabló batalla.
El alférez Thomas Grayson tomó el mando de su destructor cuando el capitán murió en el puente. Una tripulación electrizada vio cómo el extraño y pensativo joven realizaba prodigios de habilidad y valor, y respondió al ejemplo. En una semana de acciones poco convencionales, el destructor había destruido siete destructores y un crucero soviéticos.
Tan pronto como las noticias llegaron a la nave almirante, se condecoró a Grayson y se le dio el mando de una flotilla. Su extraño magnetismo personal se extendió a cada marinero y oficial a bordo de las siete naves. Atacaron cual fantasmas, destrozando cruceros y acorazados en acciones desprovistas de toda ortodoxia, que no deberían haber tenido éxito, pero que lo tenían, siempre. Grayson fue malherido dos veces, pero su tremenda energía nerviosa le hizo sobrevivir.
Se le condecoró de nuevo, y se le dio el acorazado de un capitán enfermo.
Aterrizó, sin órdenes para ello, en el lado soviético de Io, se puso al frente de una partida de desembarco compuesta por infantes de marina y tripulantes, se abrió camino entre dos regimientos de infantería del Soviet, y regresó a su acorazado con prisioneros: los mandos supremos, civiles y militares, del Io soviético.
Discutieron, nerviosamente, acerca de él en la nave almirante:
—Tiene un aura casi mística, Almirante. Sus hombres le seguirían al interior de un horno atómico. Y… casi me inclino a creer que los podría sacar indemnes del mismo, si lo desease —la risa sonaba histérica.
—No tiene un aspecto impresionante; pero, cuando quiere ganarse la lealtad de una persona… ¡cuidado!
—Es… es un afortunado. Aunque no sé exactamente lo que quiero expresar con esto.
—Le comprendo. Surgen de tanto en tanto. Gentes que no pueden ser detenidas. Gentes que consiguen lo que quieren: Napoleones, Alejandros, Stalins. Aparecidos de la nada.
—Soleiman, Hitler, Folsom I, Gengis Khan.
—Bueno, acabemos con el asunto.
Se arreglaron sus guerreras orladas de oro e hicieron una señal a la guardia de honor.
Se recibió a Grayson a toque de silbato, y recibió otra condecoración y escuchó otro discurso. Pero, esta vez, pronunció otro en contestación.
El Presidente Folsom XXV, no sabiendo que otra cosa hacer, reunió a su Gabinete.
—¿Bien? —gruñó al Secretario de Defensa.
Steiner le contestó con un pequeño alzamiento de hombros:
—Señor Presidente, no se puede hacer nada. Tiene la flota, los medios de difusión y al pueblo.
—¡Pueblo! —rugió el Presidente. Su dedo golpeó un botón y se descorrieron los paneles de las paredes para mostrar a los agentes del Servicio Secreto, atrincherados en sus nichos. El dedo apuntó trémulo a Steiner—. ¡Maten a ese traidor! —babeó.
El jefe del pelotón dijo, incómodo:
—Señor Presidente, estuvimos escuchando a Grayson antes de entrar de guardia. Dice que, ahora, él es el Presidente de facto…
—¡Mátenlo, mátenlo!
El jefe continuó, impertérrito:
—… y nos gustó lo que dijo acerca de la República, y dijo que los ciudadanos no tenían que obedecer las órdenes de usted, y que le iba a sustituir…
El Presidente se dejó caer hacia atrás.
Grayson entró, llevando su humilde uniforme de alférez y sonriendo débilmente. Iba flanqueado por almirantes y capitanes.
El jefe del pelotón le preguntó:
—¡Señor Grayson! ¿Se hace usted cargo?
El hombre con el uniforme de alférez le respondió seriamente:
—Sí. Y llámeme tan sólo Grayson, por favor. Los títulos vendrán luego. Puede retirarse.
El jefe sonrió complacido y formó su pelotón. El joven, algo enjuto, y al que algo parecía funcionarle mal en un brazo, se había hecho cargo… por completo.
—Señor Folsom —dijo Grayson—, queda destituido de la presidencia. Capitán, lléveselo, y… —acabó con un despreocupado alzamiento de hombros. Un marcial capitán aferró a Folsom por un brazo. Como un drogado, el presidente depuesto se dejó llevar fuera.
Grayson miró alrededor de la mesa.
—¿Quiénes son ustedes, caballeros?
Notaron su magnetismo, como el zumbido que se escucha al pasar junto a una central energética.
Steiner era el portavoz.
—Grayson —dijo sobriamente—, éramos el Gabinete de Folsom. Tenemos algo importante que revelarle. A solas, si lo permite.
—Muy bien, caballeros —los almirantes y capitanes se retiraron, con aire preocupado.
—Grayson, la historia comenzó hace muchos años —explicó Steiner—. Mi predecesor, William Malvern, decidió hacer caer al régimen, creyendo que era una afrenta a la dignidad humana. Ha habido muchas tentativas de hacerlo. Todas han naufragado en los arrecifes del espionaje, terror y control de la mente; las tres armas que el régimen controla firmemente.
»Malvern intentó otra vía que no fuera espionaje contra espionaje, terror contra terror y control de la opinión contra control de la opinión. Decidió usar el hecho básico de que hay algunos hombres que mueven la historia: que hay hombres nacidos para romper moldes. Son los Filipos de Macedonia, los Napoleones, Stalins y Hitlers, los Soleimanes: los aventureros. Una y otra vez, brotan en la Historia, derrumbando un antiguo imperio, convirtiendo a vulgares soldados de línea en invencibles demonios de la guerra, desarraigando culturas, dando nueva vida a pueblos moribundos.
»Hay unos ciertos factores comunes a todos esos aventureros. La inteligencia es uno de ellos, naturalmente. Otras cosas son más misteriosas, pero siempre se dan: son extranjeros. Napoleón, corso. Hitler, austríaco. Stalin, georgiano. Filipo, macedónico. Siempre hay un complejo de Edipo. Siempre hay un defecto físico: la estatura en Napoleón, el brazo atrofiado de Stalin… y el de usted. Siempre hay un pequeño impedimento físico, real o imaginado.
»Esto puede ser un shock para usted, Grayson, pero tiene que enfrentarse con ello: Usted fue hecho a medida.
»Malvern llenó el Gabinete con los más grandes tramposos que pudo hallar, y juntos se pusieron al trabajo. Fueron plantados ochenta y seis bebés en las fronteras de la República en contextos familiares simulados. Su madre no era en realidad su verdadera madre sino una de las actrices más brillantes que jamás abandonaran la Tierra. Su nivel de inteligencia hereditario era tan bueno que no podían dejar de aceptarlo por una pequeña deficiencia física. Le atrofiamos ligeramente un brazo con rayos gamma. Espero que nos perdone. No había otra solución.
»De los ochenta y seis, usted fue el que resultó. En alguna forma, la combinación dada en usted era minúsculamente diferente de todas las demás, genética o ambientalmente, y funcionó. Era lo único que perseguíamos. El molde está roto, y usted ya sabe lo que es. Que venga el caos que tenga que venir; la muerta mano del pasado ya no yace sobre…
Grayson fue hasta la puerta e hizo un signo; dos capitanes entraron. Steiner se interrumpió en su perorata cuando les dijo:
—Esos hombres niegan mi divinidad. Llévenselos y… —acabó con un despreocupado alzamiento de hombros.
—Sí, divinidad —dijeron los capitanes, sin la más mínima traza de ironía en sus voces.
Título original:
THE ADVENTURER
© 1953, by Space Pub. Inc. Published by arrangement with E. J. Carnell.
Traducción de Z. Álvarez