POTENCIAL
ROBERT SHECKLEY
Robert Sheckley, Bob para los amigos, es otra de las luminarias de la SF norteamericana. Neoyorquino de nacimiento, ha realizado la habitual serie de trabajos por la que parece tener que pasar todo escritor que se respete (al menos en los Estados Unidos): jardinero, vendedor de galletas, camarero, vigilante, soldado, metalúrgico… hasta lograr colocar sus primeras historias, tras lo que pasaría a dedicarse a la literatura, profesionalmente, de lo que estamos realmente satisfechos, ya que ello nos ha dado relatos como éste, o como los del «Extra» 3 de ND, a él dedicado.
ilustrado por ADRIÁN PUIG
Recuperó el conocimiento lentamente, consciente de los golpes y magulladuras, y con un nudo agónico en su estómago. Probó a estirar las piernas.
No tocó nada con ellas, y se dio cuenta de que nada soportaba su cuerpo. Estaba muerto, pensó. Flotando en el espacio…
¿Flotando? Abrió los ojos. Sí, estaba flotando. Sobre él había un techo… ¿o era un suelo? Resistió un deseo casi irrefrenable de gritar; parpadeó, y sus alrededores quedaron enfocados.
Se dio cuenta de que estaba en una espacionave. La carlinga estaba alborotada. A su alrededor flotaban cajas y equipos, evidentemente desencajados de sus retenciones por algún súbito tirón. Por el suelo corrían cables quemados. Una hilera de armarios que se alineaba contra una pared había sido fundida hasta deformarse.
Miró, pero no logró reconocer aquello. Parecía como si lo estuviese viendo por primera vez. Alzó una mano y se impulsó haciendo fuerza contra el techo; flotó hacia abajo, hizo fuerza de nuevo y logró asir un pasamanos de la pared. Apretándolo con fuerza, trató de pensar.
—Tiene que haber una explicación lógica para todo esto —dijo en voz alta, tan sólo por oír su propia voz—. Lo único que tengo que hacer es recordar.
Recordar…
¿Cuál era su nombre?
No lo sabía.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien ahí?
Sus palabras produjeron ecos por las estrechas paredes de la nave. No hubo respuesta.
Se impelió a lo largo de la carlinga, haciendo fintas para evitar las cajas flotantes. Al cabo de media hora sabía que era la única persona viva a bordo de la nave.
Se empujó de regreso a la proa. Había allí una silla acolchada, con un gran panel frente a la misma. Se ató a la silla y estudió el panel.
Consistía en dos pantallas apagadas, una mucho más grande que la otra. Bajo la grande había dos botones, marcados VISIÓN PROA y VISIÓN POPA. Un mando entre los botones calibraba el foco. La pantalla pequeña no tenía instrucciones.
Al no hallar otros mandos, empujó el botón VISIÓN PROA. Se encendió la pantalla, mostrando el espacio negro con los brillantes puntos de las estrellas. Lo miró durante largo rato, con la boca abierta, y luego se volvió.
Lo primero que debía hacer, se dijo a sí mismo, era reunir todos los conocimientos con los que contase, y ver qué podía deducir de ellos.
—Soy un hombre —dijo—. Estoy en una astronave, en el espacio. Sé lo que son las estrellas, y lo que son los planetas. Veamos… —tenía un conocimiento rudimentario de astronomía, y aún más vago de física y química. Recordaba algo de literatura, aunque no podía pensar en otro escritor que no fuera Traudzel, un novelista popular. Recordaba los autores de varios libros de historia, pero no el contenido de los mismos.
Sabía el nombre de lo que le aquejaba: amnesia.
De pronto, tuvo un gran deseo de verse a sí mismo, de contemplar su propio rostro. Seguramente podría entonces recordar. Se propulsó de nuevo a lo largo de la cabina, y comenzó a buscar un espejo.
Había armarios adosados a las paredes, y los abrió apresuradamente, derramando su contenido por el ingrávido aire. En el tercer armario encontró un equipo de afeitado con un pequeño espejo de acero. Estudió ansiosamente la imagen reflejada.
Un largo rostro irregular, exangüe. Pelillos oscuros creciendo en la barbilla. Labios lívidos.
El rostro de un extraño.
Luchó contra el pánico que le invadió y buscó por la carlinga, tratando de hallar alguna clave de su identidad. Rápidamente, trasteó entre las cajas flotantes, apartándolas cuando veía que nada más contenían alimentos y bebida. Continuó investigando.
Querido Ran, comenzaba, los chicos de bioquímica han hecho algunas investigado de última hora, a toda prisa, acerca del pento. Parece ser que hay muchas posibilidades de que produzca amnesia. Es algo acerca de la fuerza de la droga, junto con la experiencia casi traumática que estás sufriendo, te des o no cuenta de ello. ¡Y ahora nos lo dicen! De todas maneras, estoy garabateando esta nota a las cero catorce minutos, para que te sirva de recuerdo en caso de que tengan razón.
Primero, no busques ningún control. Todo es automático, o debería serlo si es que este montón de cartón y pegamento logra resistir. (No culpes a los técnicos; prácticamente, apenas si tuvieron tiempo para terminarlo y largarlo antes del momento fatal).
Tu trayectoria está dispuesta para selección planetaria automática, así que siéntate tranquilo y espera. Supongo que no vas a olvidar el teorema de Marselli, pero en caso de que esto haya sucedido, no te preocupes por ir a aterrizar entre ciempiés inteligentes de dieciocho cabezas. Te encontrarás con seres humanoides porque deben ser seres humanoides.
Tal vez estés algo magullado tras el despegue, pero el pento te servirá bastante. Si la carlinga está hecha un lío, es porque no hemos tenido tiempo de comprobar los factores de resistencia de todos los materiales.
En lo que se refiere a la misión, ve inmediatamente al Proyector Uno en el Armario Quince. El proyector está dispuesto para autodestruirse tras una utilización, así que asegúrate de comprender bien lo que veas. La misión es de la máxima importancia, doctor, y cada hombre y mujer de la Tierra está contigo. No nos decepciones.
Alguien llamado Fred Anderson la había firmado.
Ran, usando automáticamente el nombre que le había dado la nota, comenzó a buscar el Armario Quince. Inmediatamente halló donde había estado: los armarios del Once al Veinticinco estaban fundidos y deformados. Su contenido destruido.
Eso era todo. Tan sólo el papel chamuscado lo ligaba a su pasado, a sus amigos, a la Tierra. Pero, aunque hubiera perdido la memoria, era confortante el saber que su amnesia tenía una explicación.
Sin embargo, ¿qué significaba todo aquello? ¿Por qué habían construido una nave con tanto apresuramiento? ¿Por qué lo habían metido en ella, solo, y lo habían enviado al espacio? Y aquella misión de suma importancia… si era tan vital, ¿por qué no la habían asegurado mejor?
La nota originaba más preguntas que las que respondía. Frunciendo el entrecejo, Ran se impulsó otra vez hacia el panel. Miró de nuevo a la pantalla, al espectáculo de las estrellas, tratando de razonar sobre el problema.
Quizá hubiera sido una enfermedad. Era la única persona no infectada. Habían construido la nave y la habían lanzado al espacio. ¿La misión?: entrar en contacto con otro planeta, hallar un antídoto, y regresar con él…
Ridículo.
Miró al panel una vez más, y apretó el botón VISIÓN POPA.
Y casi se desmayó.
Una deslumbrante y cegadora luz llenó toda la pantalla, quemando sus ojos. Rápidamente, cambió el foco, hasta que pudo ver lo que era.
Una nova. Y la carta había mencionado el instante fatal.
Ran supo que el Sol era la nova. Y que la Tierra había sido consumida.
No había reloj en la nave, así que Ran no tenía idea de cuánto tiempo llevaba viajando. Durante largo rato, se dejó flotar, anonadado, regresando una y otra vez a la pantalla.
La nova se fue haciendo pequeña a medida que la nave aceleraba.
Ran comió y durmió. Vagó por la nave, examinando, buscando. Las cajas flotantes le molestaban, así que comenzó a recogerlas y fijarlas.
Tal vez hubieran pasado varios días, o semanas.
Al cabo de un tiempo, Ran comenzó a ordenar los datos con los que contaba en forma de estructura coherente. Había huecos y preguntas en ella, así como probablemente suposiciones falsas, pero era un inicio.
Había sido escogido para viajar en la nave. No como piloto, dado que la nave era automática, sino por otra razón. La carta le llamaba «doctor». Quizá el hallarse allí tuviera algo que ver con esto.
¿Doctor en qué? No lo sabía.
Los fabricantes de la nave habían sabido que el Sol iba a convertirse en nova. Evidentemente, no podían rescatar una parte considerable de la población de la Tierra. En lugar de ello, se habían sacrificado, junto con los demás, para asegurar su huida.
¿Por qué la suya?
Se esperaba que llevase a cabo una tarea de tremenda importancia. De tal importancia, que la misma destrucción de la Tierra se consideraba secundaria al éxito de la misma.
¿Cuál podía ser esa misión?
Al doctor Ran no se le ocurría nada tan importante, pero no tenía ninguna otra teoría que se ajustase a los datos que conocía.
Trató de atacar el problema desde otro punto de vista. ¿Qué es lo que él haría, se preguntó a sí mismo, si supiera que el sol iba a convertirse en nova en poco tiempo, y tan sólo pudiera rescatar a un número limitado de personas con posibilidades de éxito?
Habría enviado parejas, o al menos una pareja, en una tentativa de perpetuar la raza humana.
Pero, evidentemente, los líderes de la Tierra no habían llegado a esta misma conclusión.
Al cabo de un tiempo, la pantalla pequeña se encendió. Decía: PLANETA. CONTACTO EN 100 HORAS.
Se sentó frente al panel y se quedó contemplándola. Al cabo de largo tiempo, los números cambiaron. CONTACTO EN 99 HORAS.
Tenía mucho tiempo. Comió, y regresó a su tarea de ordenar, como mejor podía, la nave.
Mientras estaba guardando cajas en los armarios indemnes, halló una máquina cuidadosamente empaquetada y cerrada. Inmediatamente reconoció en ella a un proyector. En su costado llevaba marcado un gran «2».
Un duplicado, pensó, mientras el corazón le latía locamente. ¿Porqué no había pensado en ello? Miró al visor y apretó el botón.
El film duró más de una hora. Comenzaba con una poética visión de la Tierra: escenas de sus ciudades, campos, bosques, ríos, océanos. Su gente, sus animales, todo en rápidas visiones. No había banda sonora. Luego, la cámara se introducía en un observatorio, explicando visualmente su cometido. Mostraba el descubrimiento de la inestabilidad solar, los rostros de los astrofísicos que lo habían hallado.
Entonces comenzaba una carrera contra el tiempo, y el rápido crecimiento de la nave. Se vio a sí mismo, corriendo hacia ella, sonriendo a la cámara, estrechando la mano de alguien y desapareciendo en el interior. Debieron de almacenar entonces la cámara, darle la inyección, y lanzarlo.
Comenzó otro carrete.
—Hola, Ran —dijo una voz. La imagen mostraba a un robusto y templado hombre, vestido con un sobrio traje. Miraba directamente a Ran desde el visor—. No pude resistir a tener otra oportunidad de hablar con usted, Doctor Ellis. En este momento, ya está muy lejos de la Tierra, e indudablemente ha visto la nova que la consumió. Estoy seguro que se siente solo.
»No tiene por qué, Ran. Como Representante de los Pueblos de la Tierra, he aprovechado esta oportunidad final de desearle suerte en su gran misión. No tengo ni que decirle que estamos todos con usted; no se sienta solo.
»Naturalmente, ya ha visto la cinta del Proyector Uno, y tiene un completo conocimiento de su misión. Esta parte del film, con mi voz e imagen, se destruirá automáticamente de la misma forma. Naturalmente, aún no podemos dejar que los extraterrestres se enteren de nuestro secretillo.
»Ya se enterarán pronto. Puede explicarles cualquier cosa del resto del film. Mostrándoselo, logrará su simpatía. Obviamente, no debe hacer ninguna referencia al gran descubrimiento, ni a las técnicas que se derivaron de él. Si se muestran interesados por el sistema de vuelo a velocidades superiores a las de la luz, dígales la verdad: que no sabe como funciona, ya que se desarrolló tan sólo un año antes de que el sol se convirtiese en nova. Dígales que cualquier intento de revisar la nave originará la explosión de los motores.
»Buena suerte, doctor. Y buena caza —el rostro se desvaneció, y el proyector zumbó más fuerte, destruyendo la última bobina.
Guardó cuidadosamente el proyector en su embalaje, lo ató a un armario y regresó al panel de control.
La pantalla decía: CONTACTO EN 97 HORAS.
Se sentó y trató de encajar los nuevos datos en su esquema. Como fondo, recordaba vagamente la grande y pacífica civilización de la Tierra. Habían estado a punto de alcanzar las estrellas cuando se habían dado cuenta de la inestabilidad del Sol. Los viajes a velocidades superiores a la de la luz habían sido perfeccionados demasiado tarde.
Y, en este contexto, le habían seleccionado para tripular la nave que escapase. Tan sólo a él, por alguna inexplicable razón. Evidentemente, se había considerado más importante el trabajo a él encomendado que cualquier intento de asegurar la supervivencia de la raza.
Tenía que efectuar un contacto con formas de vida inteligentes, y hablarles de la Tierra. Pero debía evitar cualquier mención al gran descubrimiento y a las técnicas surgidas del mismo.
Y no sabía de qué le habían hablado.
Tenía que llevar a cabo su misión…
Pensó que iba a estallar. No podía recordar. ¿Por qué los muy estúpidos no habían grabado sus instrucciones en bronce?
¿Cuál podía ser su misión?
La pantalla decía: CONTACTO EN 96 HORAS.
El doctor Ran Ellis se ató a la silla de pilotaje, y lloró de pura frustración.
La gran nave observó, investigó e informó. La pequeña pantalla se iluminó: ATMÓSFERA DE CLORO. NO EXISTE VIDA. Los datos fueron alimentados a los seleccionadores de la nave. Se abrieron unos circuitos, y se cerraron otros. Se calculó una nueva trayectoria, y la nave aceleró.
El doctor Ellis comió, durmió y pensó.
Fue informado de otro planeta, que tras ser comprobado, también fue rechazado.
El doctor Ellis siguió pensando, e hizo un importante descubrimiento: tenía una memoria fotográfica. Descubrió esto al recordar el film. Podría acordarse de cada detalle de la hora del espectáculo, de cada rostro, de cada escena.
Hizo pruebas consigo mismo mientras la nave continuaba su curso, y halló que la habilidad era constante. Le preocupó durante un tiempo, hasta que se dio cuenta de que, probablemente, éste era un factor que había influido en su selección. Una memoria fotográfica debía ser una buena ayuda para aprender un nuevo lenguaje.
Era bastante irónico, pensó, tenía una retención perfecta… y ningún recuerdo.
Un tercer planeta fue rechazado.
Ellis estudió las posibilidades que se le ocurrían, en un esfuerzo por descubrir la naturaleza de su misión.
¿Erigir un mausoleo a la Tierra? Quizá. Pero, si era así, ¿a que venía la urgencia, la insistencia en la importancia de la misión?
Quizá fuera enviado como maestro. El último gesto noble de la Tierra: instruir a algún planeta habitado en las vías de la paz y la cooperación.
¿Por qué enviar un doctor en una tarea así? Además, era ilógico, la gente aprende eso a lo largo de los milenios, no en unos pocos años. Y no parecía ser acorde con el tono de los dos mensajes. Tanto el hombre del film como el de la nota parecían haber sido prácticos. Era imposible pensar en alguno de ellos como altruista.
Un cuarto planeta se avecinó, fue investigado y dejado atrás.
¿Y cuál, se preguntó, era el «gran descubrimiento»? Si no era el sistema de vuelo a velocidades superiores a la de la luz, ¿qué podía ser? Lo más probable es que se tratase de un descubrimiento filosófico. La forma en la que el hombre podía vivir en paz, o algo así.
Entonces, ¿por qué no podía mencionarlo?
La pantalla se encendió, mostrando el contenido en oxígeno del quinto planeta. Ellis la ignoró, pero la contempló cuando los generadores, en las profundidades de la nave, zumbaron de vuelta a la vida.
PREPÁRESE PARA ATERRIZAR, le decía la pantalla.
Su corazón dio un salto convulsivo, y tuvo un momento de ahogo.
El momento había llegado. El terror lo invadió mientras la gravedad tiraba de la nave. Luchó contra él, pero iba en aumento. Chilló y se debatió contra sus ataduras cuando la nave comenzó a bajar en forma perceptible.
En la pantalla grande se veía el azul y verde de un planeta con oxígeno.
Entonces, Ellis recordó algo: «La emersión desde el espacio interestelar a un sistema planetario es análoga al trauma del nacimiento». Era una reacción común, se dijo, fácilmente controlable para él, como psiquiatra.
¡Psiquiatra!
Doctor Randolph Ellis, psiquiatra. Ya sabía que clase de doctor era. Buscó inútilmente otra información en su mente: No llegaba más lejos.
¿Por qué había enviado la Tierra un psiquiatra al espacio?
Se desmayó cuando la nave entró chillando en la atmósfera.
Se recuperó casi en el mismo instante en que la nave hubo aterrizado. Desabrochándose las correas de sujeción, abrió los portillos. Venían vehículos, llenos de gente, hacia la nave.
Gente de apariencia humana.
Tenía, ahora, que tomar una decisión, una que afectaría el resto de su estancia en el planeta. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué actitud tomar?
Lo pensó en un momento, y luego decidió actuar según se presentasen las cosas. Improvisaría. No podría comunicarse hasta que hubiera aprendido el lenguaje. Después, diría que había sido enviado por la Tierra para… para…
¿Qué?
Lo decidiría cuando fuera el momento. Mirando a la pantalla, vio que la atmósfera era respirable.
Se abrió una puerta en el costado de la nave, y bajó.
Había aterrizado en un subcontinente denominado Kreld, y sus habitantes eran los kreldanos. Políticamente, el planeta había alcanzado el estadio del gobierno planetario, pero tan recientemente, que aún se identificaba a la gente según las antiguas divisiones políticas.
Con su memoria fotográfica, Ellis no tuvo dificultades para aprender el kreldano, una vez se estableció una base común para las palabras clave. La gente, de la rama común Homo, no parecían más raros que algunos miembros de su raza. Ellis sabía que esta eventualidad ya había sido prevista; la nave hubiera rechazado cualquier otra. Cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba en que su misión dependía de esta similitud.
Aprendió, observó y pensó. Tan pronto como dominase lo bastante el idioma, tendría que presentarse ante el Consejo Supremo. Era un acto que temía, y que retrasó todo lo que pudo.
No obstante, llegó el momento.
Le guiaron a través de las salas del edificio del Consejo, hasta la puerta de la Sala del Consejo Supremo. Iba con el proyector bajo el brazo.
—Es usted bienvenido —le dijo el Líder del Consejo. Ellis le devolvió el saludo y presentó la película. Nadie habló hasta haberla visto.
—¿Entonces, es usted el último representante de su raza? —preguntó el Líder del Consejo. Ellis asintió, observando la amable y arrugada faz.
—¿Por qué su pueblo le envió tan sólo a usted? —preguntó otro miembro del Consejo—. ¿Por qué no se envió a un hombre y una mujer?
La misma pregunta, pensó Ellis, que me he estado haciendo yo.
—Me resultaría imposible —les dijo— tratar de explicar la psicología de mi raza con unas pocas palabras. Nuestra decisión vino dada por nuestra misma idiosincrasia.
Era una mentira que no significaba nada, se dijo para sí, pero, ¿qué otra cosa les podía decir?
—Alguna vez tendrá que explicarnos la psicología de su raza —protestó el consejero.
Ellis asintió, contemplando los rostros de los miembros del Consejo. Podía apreciar el efecto que el cuidadosamente preparado film había tenido en ellos: se iban a comportar muy atentamente con el último representante de una gran raza.
—Estamos muy interesados en su sistema de vuelo a velocidades superiores a las de la luz —anunció otro miembro del Consejo—. ¿Nos podría ayudar a conseguirlo?
—Me temo que no —contestó Ellis. Por lo que había aprendido de ellos, sabía que su tecnología era preatómica, con varios siglos de retraso con respecto a la de la Tierra—. No soy un científico. No tengo ningún conocimiento de los motores. Fue un invento muy de última hora.
—Podríamos examinarlos nosotros —replicó un consejero.
—No creo que fuera muy prudente —le explicó Ellis—. Mi pueblo consideró poco oportuno que un planeta consiguiera conocimientos tecnológicos más adelantados a su estadio normal de desarrollo. Los motores se sobrecargarán y estallarán si se trata de husmear en ellos.
—Dice usted que no es un científico —preguntó plácidamente el Líder, cambiando de tema—. ¿Me permite preguntarle qué es usted entonces?
—Un psiquiatra —le contestó Ellis.
Hablaron durante horas. Ellis fintó y disimuló e inventó, tratando de salvar las grietas en sus conocimientos. El Consejo quería saber sobre todas las fases de la vida en la Tierra, todos los detalles de los adelantos sociales y tecnológicos. Se maravillaron del método terrestre de detección previa de una nova. Y, ¿por qué había decidido ir allí? Y, finalmente, dado que había venido solo, ¿tenía su raza inclinaciones suicidas?
—Nos gustará poder tener otras charlas con usted en el futuro —le dijo el viejo Líder, cerrando la sesión.
—Me alegrará poderles ayudar en todo lo que esté a mi alcance —afirmó Ellis.
—Que no parece ser mucho —comentó un miembro.
—Basta, Elgg… recuerda el trauma por el que ha pasado este hombre —intervino el Líder—. Toda su raza ha sido destruida; no creo que nos estemos mostrando muy hospitalarios.
Se volvió hacia Ellis.
—Sólo con lo que ha dicho, ya nos ha ayudado inconmensurablemente. Por ejemplo, ahora que sabemos que existe la posibilidad de controlar la energía atómica, podemos dirigir nuestras investigaciones hacia ese objetivo. Naturalmente, el Estado le recompensará por esto. ¿Qué es lo que le gustaría hacer?
Ellis dudó, preguntándose que debía contestar.
—¿Le gustaría dirigir la construcción de un museo dedicado a la Tierra, un monumento a su gran pueblo?
¿Era ésa su misión?, se preguntó Ellis. Negó con la cabeza.
—Señor, yo soy un doctor. Un psiquiatra. Tal vez pueda ser útil en ese sentido.
—Pero no conoce a nuestro pueblo —dijo preocupado el viejo Líder—. Le llevaría una vida entera el aprender las causas de nuestros problemas y tensiones, el aprenderlas lo bastante como para poder trabajar.
—Cierto —replicó Ellis—, pero nuestras razas son similares. Nuestras civilizaciones han seguido desarrollos paralelos. Dado que yo represento una tradición psicológica más avanzada, mis métodos quizá sean útiles a sus doctores…
—Naturalmente, Doctor Ellis; no debo cometer el error de subestimar a una raza que ha cruzado los espacios interestelares —el viejo Líder sonrió aplacador—. Yo mismo le presentaré al Director de uno de nuestros hospitales.
Se puso en pie.
—Haga el favor de seguirme.
Ellis le siguió, con el corazón batiente. Su misión debía tener algo que ver con la psiquiatría. Si no, ¿para qué enviar a un psiquiatra?
Pero aún seguía sin saber lo que se suponía debía hacer.
Y, para acabar de complicar las cosas, no podía recordar prácticamente nada de sus conocimientos psiquiátricos.
—Creo que con esto ya le he mostrado todos nuestros aparatos de test —dijo el doctor, mirando a Ellis a través de sus gafas de aros de acero inoxidable. Era joven, de rostro redondo y ansioso por aprender de la superior civilización de la Tierra. Al fin sugirió—: ¿Puede aconsejarnos alguna mejora?
—Tendré que estudiar el conjunto más a fondo —contestó Ellis, siguiéndole a lo largo de un largo pasillo color azul pálido. Los aparatos de tests no habían despertado la más mínima memoria en él.
—No tengo ni que decirle lo ansioso que estoy ante esta oportunidad —comentó el doctor—. No me caben dudas de que los terrestres habrán logrado descubrir muchos de los secretos de la mente.
—Oh, sí —dijo Ellis.
—Por aquí están las salas —señaló el doctor—. ¿Le gustaría ver a los enfermos?
—¡Claro que sí! —Ellis le siguió, mordiéndose irritado los labios. Seguía sin recuperar la memoria. No tenía más conocimientos psiquiátricos que los que poseía cualquier persona no experta. A menos que algo sucediese pronto, se vería obligado a declarar su amnesia.
—En esta sala —dijo el doctor— tenemos a varios casos tranquilos.
Ellis entró con él y contempló las inertes e inexpresivas faces de los tres pacientes.
—Catatónico —indicó el doctor, señalando al primero—. Supongo que no tendrán una cura para esto.
Sonrió bonachón.
Ellis no respondió. Otro recuerdo acababa de brotar en su mente. Eran unas frases de una conversación: Pero, ¿es ético? —había preguntado en una sala como ésta, en la Tierra.
—Naturalmente —le contestó alguien—. No tocaremos a los normales, tan sólo a los débiles mentales, a los criminalmente locos… a aquellos psicóticos que, de todas maneras, no vayan a poder utilizar jamás sus mentes… no es como si les estuviésemos robando algo; en realidad, es un buen acto.
Tan sólo esto. No sabía con quien había estado hablando. Probablemente, con otro doctor. Habían estado discutiendo un nuevo método para tratar a los deficientes mentales. ¿Una nueva cura? Parecía posible. Por el contexto de la conversación, debía ser algo drástico.
—¿Han encontrado una cura para esto? —preguntó de nuevo el doctor de rostro redondo.
—Sí, sí la hemos hallado —contestó Ellis, jugándose el todo por el todo. El doctor dio un paso hacia atrás y se le quedó mirando.
—¡Pero no puede ser! No se puede reparar un cerebro en el que hay un defecto orgánico o una falta de desarrollo… —se autocontroló—. Vaya, casi le estaba dando lecciones yo a usted. Adelante, doctor.
Ellis miró al hombre de la primera cama.
—Consígame algunos ayudantes, por favor.
El doctor dudó, pero al fin salió apresuradamente de la sala.
Ellis se inclinó sobre el catatónico y le miró la cara. No estaba muy seguro de lo que hacía, pero extendió la mano y tocó la frente del hombre con su índice.
Algo hizo clic en su mente.
El catatónico se desmoronó.
Ellis esperó, pero no parecía suceder nada más. Se dirigió al segundo paciente, y repitió la operación.
Éste también se desmoronó, y el tercero tras él.
El doctor regresó, con dos auxiliares de ojos desorbitados.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó—. ¿Qué es lo que ha hecho?
—No sé si nuestros métodos servirán para su gente —dijo, para ganar tiempo—. Por favor, déjenme solo, completamente solo durante un rato. La concentración necesaria…
Se volvió hacia los pacientes. El doctor comenzó a decir algo, cambió de idea, y se retiró en silencio, llevándose a los auxiliares con él.
Sudando, Ellis examinó el pulso del primer hombre. Aún latía. Se irguió, y comenzó a pasear arriba y abajo por la sala.
Tenía algún tipo de poder. Podía tumbar de espaldas a un catatónico. Excelente. Nervios… conexiones. Le gustaría poder recordar cuantas conexiones nerviosas había en el cerebro humano. Un número fantástico: ¿Diez a la veinticinco a la diez? No, eso no parecía correcto; pero era un número casi increíble, inimaginable.
¿Importaba eso ahora? Sí importaba, estaba casi seguro.
El primer hombre gimió, y se sentó en la cama. Ellis fue hacia él. El hombre se palpó la cabeza, y gimió de nuevo.
Era su propia terapia de choque, pensó Ellis. Quizá la Tierra hubiera descubierto la respuesta a la locura. Como un último regalo al Universo, lo habían mandado, para curar…
—¿Cómo se siente? —le preguntó al paciente.
—No muy mal —le contestó el hombre… ¡en terrestre!
—¿Cómo ha dicho? —se atragantó Ellis. Se preguntó si se habría producido algún tipo de transferencia de pensamiento. ¿Le habría conferido al hombre su propio conocimiento del idioma de la Tierra? Veamos, si uno transfería la carga de los nervios dañados a otros nuevos…
—Me siento estupendamente, Doctor. Buen trabajo. No estábamos seguros de que aquella nave de alambres y cartón piedra pudiera resistir, pero, como ya le dije, era lo mejor que se podía hacer en aquella circuns…
—¿Quién es usted?
El hombre saltó de la cama y miró a su alrededor.
—¿Se han ido los nativos?
—Sí.
—Soy Haines, Representante de los Pueblos de la Tierra. ¿Qué es lo que le sucede, Ellis?
Los otros estaban volviendo también a la vida.
—Y ellos…
—Doctor Clitell.
—Fred Anderson.
El hombre que se llamaba a sí mismo Haines se observó cuidadosamente el cuerpo.
—Ya podría haberme encontrado un mejor huésped, Ellis. Dado mi rango… pero no importa. ¿Qué le sucede a usted?
Ellis les habló de su amnesia.
—¿No leyó la nota?
Les contó el resto.
—No se preocupe, le devolveremos la memoria —dijo Haines—. Es maravilloso volver a tener de nuevo un cuerpo. ¡Cuidado!
Se abrió la puerta y el joven doctor atisbo dentro. Vio a los pacientes y lanzó un grito.
—¡Lo hizo! Es usted capaz de…
—Por favor, Doctor —atajó Ellis—. Nada de ruidos repentinos. Debo rogarle que nadie me moleste durante, al menos, una hora.
—Naturalmente —dijo respetuoso el doctor; retiró la cabeza, y cerró la puerta.
—¿Cómo fue posible? —preguntó Ellis, mirando a los tres hombres—. No comprendo.
—El gran descubrimiento —le contestó Haines—. Seguro que recuerda eso, ¿no? Usted trabajó en ello… ¿no? Explíqueselo, Anderson.
El tercer hombre se adelantó lentamente.
—¿No recuerda la investigación sobre los factores de la personalidad?
Ellis negó con la cabeza.
—Estaban buscando el denominador común mínimo de la vida y personalidad humana. La fuente, si así prefiere llamarla. La investigación se inició hace casi cien años, después de que Orgell hallase que la personalidad era independiente del cuerpo, aunque estuviese influenciada y modificada por él. ¿Lo recuerda ya?
—No, siga.
—Para simplificar, le diré que usted, y otros treinta, hallaron que la unidad indivisible primaria de la personalidad era una substancia independiente inmaterial. Le llamaron la molécula M. Es una trama mental compleja.
—¿Mental?
—O inmaterial, si le gusta más —dijo Anderson—. Puede ser transferida de huésped a huésped.
—Eso suena a posesión —dijo Ellis.
Anderson, viendo un espejo en un rincón de la sala, fue a él a examinar su nuevo rostro. Se estremeció al verlo, y se limpió la saliva que caía de sus labios.
—Los viejos mitos de la posesión de un cuerpo por los espíritus no estaban tan equivocados —dijo el Doctor Clitell, que era el único que usaba su cuerpo con una cierta facilidad—. Siempre ha habido gente capaz de separar sus mentes de sus cuerpos. Proyecciones astrales y todas esas cosas. No fue sino hasta hace poco que se localizó a la personalidad y se adoptó un procedimiento de separación y resintetización de las invariantes.
—¿Quiere eso decir que somos inmortales? —preguntó Ellis.
—¡Oh, no! —intervino Anderson, regresando. Hizo una mueca, tratando de controlar el babeo inconsciente de su huésped—. La personalidad tiene un plazo de vida definido. Naturalmente, es algo más largo que el del cuerpo, pero definidamente limitado —logró detener el hilillo de saliva—. No obstante, puede ser almacenada en forma durmiente casi indefinidamente.
—¿Y que mejor lugar hay —añadió Haines— para almacenar una molécula inmaterial que la mente de usted? Sus conexiones mentales, Ellis, nos han estado albergando durante el viaje. Hay mucho sitio en ellas. Se ha calculado que el número de conexiones del cerebro humano es de diez elevado a…
—Recuerdo esa parte —atajó Ellis—. Estoy comenzando a comprender.
Sabía porque le habían escogido. Era necesario un psiquiatra en aquella misión, para que pudiera llegar hasta los posibles huéspedes, y él tenía los conocimientos adecuados. Claro está que aún no se les podía hablar a los kreldanos de la misión o de la molécula M. Posiblemente no aceptasen de buena gana que su gente, aunque fuesen los mentalmente incurables, fuesen poseídos por los terrestres.
—Miren esto —exclamó Haines. Fascinado, había descubierto que su huésped tenía doble articulación en los dedos, y los estaba doblando hacia atrás. Los otros dos estaban probando sus cuerpos en la forma que un jinete prueba un caballo. Flexionaban sus brazos, probaban sus músculos, trataban de caminar.
—Pero —preguntó Ellis—, ¿cómo seguirá la raza?… quiero decir ¿qué pasa con las mujeres?…
—Consiga más huéspedes —le dijo Haines, mientras seguía probando sus dedos—. Tanto machos como hembras. Se va a convertir en el médico más famoso del planeta. Le traerán a cada débil mental para que lo cure. Naturalmente, todos estaremos en el secreto. Nadie va a decir palabra antes del momento adecuado —hizo una pausa y sonrió—. ¿Se da cuenta, Ellis, de lo que esto significa?… ¡la Tierra no está muerta! Renacerá de nuevo.
Ellis asintió. Tenía dificultades para identificar al robusto y templado Haines del film con el espantapájaros de voz chillona que tenía enfrente. Les llevaría tiempo a todos, lo sabía, tiempo y un buen reajuste.
—Será mejor que nos pongamos a trabajar —dijo Anderson—. Cuando haya acabado con todos los tarados de este planeta, reavituallaremos su nave y le lanzaremos de nuevo.
—¿A dónde? —preguntó Ellis—. ¿A otro planeta?
—Claro. Probablemente tan sólo hayan unos pocos millones de huéspedes en éste, ya que no vamos a tocar a los normales.
—¡Tan solo! Pero, ¿cuánta gente tengo almacenada?
Se oyeron voces en el pasillo.
—Realmente, es usted todo un caso —contestó Haines divertido—. A la cama otra vez, muchachos… creo escuchar a ese doctor. ¿Cuántos? La población de la Tierra era de unos cuatro mil millones. Los tiene a todos.
Título original:
POTENTIAL
© 1953, by Astounding SF. Published by arrangement with Panorama Lit. Ag.
Traducción de Z. Álvarez