EL SECRETO HELENO
IVAN EFREMOV
Ivan Efremov nació en 1907, en la ciudad de Vyritsa, cerca de Leningrado. Cursó sus estudios en el Instituto de Minas de Leningrado. Geólogo, paleontólogo, doctor en biología, es autor de numerosas obras de ciencia ficción, las cuales empezaron a ser publicadas a partir de 1944. Fue La nebulosa de Andrómeda, novela filosófica de SF, traducida en varios idiomas, la que le dio una reputación internacional.
ilustrado por O. RODÉS
—Tengo una deuda de gratitud con todos ustedes —dijo el Profesor Israel Abramovitch Feinzimmer, dirigiéndose a los asistentes, mientras brillaban sus ojos profundamente hundidos—. En estos duros tiempos de guerra, no se han olvidado de mi modesto aniversario… Para agradecérselo, voy a contarles una extraña historia sucedida hace poco. A los sabios no nos gusta mucho divulgar teorías aún no corroboradas por los hechos, y menos aún hechos no explicados, así que consideren mi relato como una prueba de estima y de confianza hacia ustedes.
»No ignoran que he consagrado mi vida al estudio del cerebro y la psique humana. En lugar de abordar este campo apasionante de la ciencia por un solo camino, bajo la óptica de una sola disciplina, me he esforzado en comprender el funcionamiento y la estructura del cerebro en toda su complejidad, en tanto que considerado como aparato destinado a pensar. He sido anatomista concienzudo, fisiólogo, psiquiatra, y así he ido trabajando hasta haber fundado una psicofisiología del cerebro. Estos últimos años he experimentado mucho para elucidar la naturaleza de la memoria, aunque debo reconocer que he logrado bien poco, por lo penoso de la tarea. Progresando a tientas por entre el caos de los hechos no explicados, errando entre las interdependencias obscuras de las células nerviosas del cerebro, no he obtenido mas que parcelas de certidumbre, sin ser capaz de desentrañar el fundamento válido de una teoría de la memoria. Incidentalmente, me he visto enfrentado a fenómenos aún oscuros que ni siquiera he tratado de divulgar. He denominado a estos fenómenos memoria de las generaciones, o memoria genética. Sin poderles proporcionar pruebas, les diré únicamente que un gran número de automatismos, bastante complejos e inconscientes, del sistema nervioso de los animales es transmitido por herencia. A mi parecer, no deberían relegarse los instintos y los reflejos a los centros inferiores, subcorticales, del cerebro. Necesariamente, el córtex tiene que ver con ellos, lo que hace que el mecanismo sea, en su totalidad, mucho más complicado de lo que se sospechaba hasta el presente. El tener una visión simplista de los mecanismos instintivos es uno de los errores graves de la fisiología moderna. Pero esto no está relacionado con la memoria. Ésta se halla situada mucho más arriba en la escala de las organizaciones de complejidad creciente que rigen la percepción y la toma de conciencia del mundo exterior. La ciencia moderna afirma que la memoria no es hereditaria, dado que las impresiones del ambiente, que recibe y archiva el cerebro durante toda la vida del individuo, desaparecen para siempre cuando muere, y no enriquecen, en modo alguno, a los descendientes del mismo.
»Lo esencial de mi descubrimiento es que he reunido datos que demuestran que ciertas impresiones de la memoria son transmitidas hereditariamente, de generación en generación. Tendrán que perdonarme este largo preámbulo, pero la cuestión es tan complicada que es preciso que les haya preparado antes, pues de lo contrario se verían obligados a acudir a la mística y a las brujerías para admitir mi insólita revelación. No se rían, por favor; no iban a ser ni los primeros ni los últimos que tomasen por sobrenatural un hecho comprobado, pero fuera de lo natural.
»Prosigo. Todos ustedes han notado, sin concederle importancia, que, por ejemplo, la belleza de las formas, trátese de arquitectura, de paisajes, o del cuerpo humano, es captada y apreciada en una forma casi igual por gentes que pertenecen a categorías muy diferentes de desarrollo y educación. Pero, demos a analizar esa belleza al especialista competente: el edificio a un arquitecto, el paisaje al geógrafo, el cuerpo al anatomista, y nos dirán que la belleza es la perfección de la función cumplida, la perfección de la oportunidad, de la economía, de la solidez, de la fuerza, de la presteza. Pienso, pues, que la experiencia de innumerables generaciones nos ha procurado un conocimiento de la perfección, captada bajo los atributos de la belleza, y que este conocimiento viene impreso, desde un principio, en la memoria, en esta memoria inconsciente que es transmitida hereditariamente de generación en generación. Existen otros ejemplos de esta memoria inconsciente de las generaciones, pero no voy a citarlos ahora, para no cansarles.
»Para la ciencia moderna, la memoria se aloja en los alvéolos constituidos por las uniones de las células nerviosas del cerebro en la corriente de la existencia individual, de la vida de un ser humano. Añadiría que algunos de estos alvéolos, puesto que la naturaleza de alrededor permanece esencialmente incambiada durante centenares de siglos, se formaban de un modo semejante en todos los humanos de generación en generación, para transmitirse finalmente de un modo hereditario. Pues bien, esta memoria inconsciente o subconsciente de las generaciones da a nuestro pensamiento un bosquejo, común a todos nosotros, independientemente de la instrucción y de la educación. La búsqueda en este campo se halla erizada de dificultades, y no dispongo aún de un solo hecho corroborado por la experiencia.
»Pero yo voy más lejos, y supongo que en algunos casos raros algunas combinaciones de alvéolos de memoria pueden ser transmitidos hereditariamente, conservando, de la vida de las generaciones pasadas, la memoria que emerge a la superficie de la consciencia.
»Hay casos notorios, aunque generalmente tomados como dudosos, de descripción absolutamente fiel, por parte de ciertas personas, de lugares donde no han estado nunca; de sueños recreando el decorado exacto de acontecimientos pasados, jamás vistos ni conocidos, y otros aún. Para los crédulos y otros chiflados, los fenómenos de esta clase pertenecen a la metempsicosis; en cuanto a los sabios, se contentan con alzarse de hombros, como el mono de la fábula que no tiene nada que decir. Verosímilmente, hay gentes en quienes la memoria de las generaciones es más aguda, e inversamente.
»Bien, así pues, queridos amigos, en estos tiempos de guerra, he obtenido inesperadamente la prueba de que la memoria de las generaciones existe realmente. La guerra me ha hecho abandonar mis investigaciones en la ciencia pura. No he creído poder permanecer apartado de las actividades médicas en el seno del ejército soviético, y he trabajado en varios grandes hospitales militares donde las conmociones, shocks, psicosis y otros traumatismos cerebrales requerían todos mis conocimientos.
»Volvía por la noche, siempre muy tarde, a mi casa. En ella, situada en el paseo Sretenski, pasaba habitualmente dos horas en un sillón, ante mi escritorio, para relajarme y meditar sobre los casos más difíciles. A veces tomaba notas o bien consultaba obras especializadas para descubrir en ellas alguna analogía.
»Este empleo del tiempo se había vuelto tradicional. No veía mas que raramente a mis amigos y compañeros, debido a la falta de tiempo. En cuanto al teléfono, siempre le he tenido horror y solamente me sirvo de él en casos de extrema urgencia. Fue en una de esas veladas tranquilas y sin historia cuando me abordó lo insólito. En el silencio raramente turbado por el horripilante ruido de chatarra del tranvía, las ideas desfilaban en buen orden. Reflexionaba sobre la afasia de un teniente conmocionado por la explosión de una mina. Precisamente en el momento en que empezaba a hacerme una convicción, sonó el teléfono. La sorpresa, en el silencio de aquella recogida noche, me hizo parecer aquel timbre tan estridente que lo descolgué con humor. Mi oído de médico registró la tensión nerviosa de la voz que preguntaba si aquél era realmente el apartamento del profesor Feinzimmer. Después, el diálogo se desarrolló así:
—¿Es usted el profesor Feinzimmer?
—El mismo.
—Le ruego que me perdone por llamarle tan tarde. Lo he hecho cinco veces durante el día, pero me han dicho que usted no volvía nunca antes de las once.
—No se preocupe, nunca me acuesto antes de la una de la madrugada. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?
—Verá, ha sido el profesor Novgorodtsev quien me ha recomendado que me dirigiera a usted. Me ha dicho que usted es el único capaz de ayudarme. Además, piensa que mi caso podría interesarle. Así que he creído…
—De acuerdo. ¿Quién es usted?
—Un teniente. Fui herido, acabo de salir muy recientemente del hospital y…
—Quiere usted verme. De acuerdo: mañana, a las dos, en la primera sección de la clínica quirúrgica. ¿Conoce usted la dirección? Pregunte por mí y le guiarán.
Después de algunas confusas palabras de gratitud, la voz se extinguió y colgué. El nombre de mi amigo cirujano, que extraía a menudo algunos casos que se salían de lo ordinario en mi honor, era prometedor. Me dediqué a algunas vanas conjeturas, después encendí un cigarrillo y volví a mis reflexiones con respecto al conmocionado.
El hospital ocupaba unos excelentes locales, y el cirujano jefe ponía de buen grado a mi disposición su despacho para las consultas importantes. A las dos en punto, me interné en el corredor de la clínica, a lo largo de las enormes ventanas, pisando una espesa moqueta que ahogaba los pasos. Ante la última ventana había un hombre, el brazo en cabestrillo. Me acerqué y distinguí un rostro joven y demacrado de expresión tensa. Una guerrera militar, que llevaba los rastros descoloridos de sus insignas de teniente, modelaba su torso atlético. Vino precipitadamente hacia mí, diciendo:
—Usted es el profesor Feinzimmer. Lo he adivinado en seguida. Soy el que le telefoneó ayer por la noche.
—Muy bien. Sígame —abrí la puerta y le hice entrar en el gabinete—. Presentémonos —y, según mi costumbre, le tendí la mano. El teniente, un poco confuso, me tendió la mano izquierda (la derecha pendía del largo pañuelo de color caqui). Se presentó:
—Victor Filippovitch Leontiev.
Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro, que rehusó. Estaba sentado, ligeramente inclinado hacia adelante, y los largos dedos de su mano válida palpaban nerviosamente las molduras de la mesa de roble macizo. Lo examiné con una atención muy profesional.
Rasgos regulares, nariz estrecha, cejas espesas, orejas pequeñas. Labios bien dibujados, cabellos y ojos oscuros. «Una naturaleza impresionable y apasionada», me dije, notando la expresión a la vez culpable y avergonzada, tan frecuente entre los sujetos excesivamente nerviosos o gravemente heridos. Mientras lo examinaba con un aire interrogador, me miró varias veces a los ojos, con convulsivos movimientos de deglución. «Una neurosis», me dije.
El teniente habló por fin, visiblemente emocionado, con una voz ahogada y el aliento cortado. Sonrió, y me sentí seducido por aquella sonrisa fugitiva, pero extraordinariamente clara, que borró de golpe el taciturno tormento que marcaba su rostro tan joven.
—El profesor Novgorodtsev me ha dicho que usted estudia desde hace tiempo diversas afecciones cerebrales difícilmente explicables. Tiene un corazón de oro, usted debe saberlo, y yo le estaré reconocido toda mi vida… Actualmente me siento muy mal, rodeado de alucinaciones y sujeto a una tensión terrible. Tengo la impresión de que estoy a punto de volverme loco. Y además, el insomnio y violentos dolores de cabeza, aquí —señaló la parte superior de la nuca—. Me han visto algunos médicos, pero sin ningún resultado positivo.
—Cuénteme como fue herido —pedí.
Y, nuevamente, una encantadora sonrisa metamorfoseó su rostro.
—Oh, no creo que esto tenga relación alguna con mi enfermedad. Recibí un trozo de metralla en la articulación de la mano derecha, pero no sufrí ninguna conmoción. El impacto rompió el hueso, lo han retirado, y creo que pronto me harán una osteoplastia. Mientras tanto, vea, la mano no funciona.
—¿Así pues, ni en el momento de la herida ni más tarde se ha revelado el menor fenómeno conmocional?
—En absoluto.
—¿Cuándo pues se manifestó su insólito estado psíquico?
—No hace mucho. Un mes y medio aproximadamente… En el hospital donde estaba en tratamiento, la sensación de angustia se acentuaba a medida que avanzaba mi curación. Después esto pasó, y he aquí lo que me ocurre ahora. Hace más de dos meses que salí del hospital.
—Dígame entonces lo que piensa usted mismo de las causas de su enfermedad.
El teniente intentaba dominar una creciente turbación. Me apresuré a tirarle de la lengua declarando severamente que si quería que le ayudara debía proporcionarme todos los datos que fuera posible. No soy ni profeta ni curandero, soy un científico que tiene necesidad de hechos precisos para llegar al final de un problema. No hay por qué preocuparse de nada, tengo tiempo, así que es mejor que me proporcione el mayor número posible de detalles. El paciente superó un poco su malestar e inició su relato: al principio tenía algún trabajo para encontrar las palabras, pero animado por mi tranquila atención me contó su historia, no sin cierta literatura, me atrevería a decir.
Antes de la guerra, el teniente Leontiev era escultor; recordé haber visto algunas de sus composiciones en la sala de exposiciones de la calle Kuznetskimost. Eran principalmente figurillas de deportistas, danzarines y niños, modeladas con simplicidad pero con un conocimiento de la naturaleza del movimiento y del cuerpo humano que sólo está al alcance de un auténtico talento.
El escultor era, por otro lado, un buen nadador. A raíz de un torneo de natación conoció a Irina, una muchacha que le impresionó por la perfecta armonía de su cuerpo. Los ojos del teniente brillaban con una intensa llama cuando me hablaba de su bien amada, y me imaginé claramente, no sin una sombra de envidia, aquella soberbia pareja. Es preciso tener un corazón de amante y un alma de artista para hablar de la mujer amada con tanta vivacidad, modestia y concisión. En pocas palabras, el teniente me conquistó y, al mismo tiempo, me dejó bajo el encanto de su Irina.
Este sentimiento donde se unían armoniosamente la exaltación del artista y la felicidad del amante aportó a Leontiev el imperioso deseo de trabajar, de hacer compartir al universo aquel maravilloso amor que era la creación de los dos, de Irina y él. Resolvió hacer su estatua para restituir su resplandor, el fuego de su vitalidad. Ese deseo, al principio vago, se precisaba y se afirmaba hasta que el artista se sintió totalmente subyugado por su idea.
—Comprenda, profesor —dijo, inclinándose hacia mí—, esta estatua debía ser no solamente una donación al mundo, no solamente la materialización de mi idea, sino también un homenaje de inmensa gratitud a Irina.
Le comprendí.
El proyecto del escultor tomaba cuerpo, su bienamada y él no se separaban apenas, pero Leontiev pasó mucho tiempo antes de detener su búsqueda con respecto al material de su estatua. La fantasmagórica blancura del mármol no convenía en absoluto a su idea, menos que el oscuro color mate del bronce. Otras aleaciones helaban la imaginación o carecían de solidez, mientras que el artista intentaba perpetuar la perfección alegre de su Irina.
La solución le llegó con la lectura de los autores griegos de la antigüedad, que describían estatuas de marfil, no conservadas hasta nuestros días. ¡El marfil! He ahí el material soñado, que permitiría ejecutar los más pequeños detalles, aquellos gracias a los cuales la magia del arte crea la impresión de la vida. Y después, el perfecto pulimento, la perennidad, sí, en verdad, aquel material valía que uno se tomara la molestia de descubrirlo.
Sabiendo que los trozos de marfil pueden ser pegados entre sí sin rastro de juntura, el artista se consagró pues a buscarlos y adquirirlos. Esto no fue una tarea fácil, puesto que el marfil es más bien raro en nuestro país. Quizá no hubiera reunido jamás la cantidad necesaria de no haber sido por uno de sus amigos, geólogo, que acababa de desenterrar en el norte de Siberia una enorme cantidad de defensas de mamut. Empotradas en el hielo, estaban tan frescas que se las hubiera creído pertenecientes a animales abatidos la víspera y no hacía doce mil años. Leontiev retiró rápidamente la cantidad de marfil que necesitaba y volvió a Moscú, ardiendo en deseos de ponerse inmediatamente a la obra.
Fue entonces cuando estalló la guerra, separándolo de Irina y del universo de su amor. Cumplió fielmente con su deber, se batió valientemente por su país, y se volvió a hallar en Moscú dos meses más tarde, después de haber sido herido gravemente. Irina estaba allá para recibirlo; casi nada había cambiado en ella, salvo que su ternura era aún más profunda y que a la despreocupada alegría de antes le había sucedido una pensativa tristeza.
El viejo sueño del artista le obsesionaba cada vez más. Pero ahora se le añadía la abrumadora convicción de que con la única mano que le quedaba no podría esculpir su estatua, y que aunque lo intentara, todo su esfuerzo creador sería aniquilado por las dificultades técnicas de la ejecución. A la angustia de la impotencia se añadía otra: comenzaba solamente a tomar consciencia de la horrible potencia destructiva de la guerra. Era el temor de no tener el tiempo de poner en marcha su proyecto, de no poder perpetuar el esplendor de la radiante belleza de Irina. Sus dolorosos pensamientos le habían hecho pasar muchas noches sin sueño en su cama del hospital.
Su acorralado pensamiento buscaba una salida, la angustia penetraba más profundamente en su consciencia, y la tensión nerviosa aumentaba.
Las semanas pasaban, y la obsesión se hacía insoportable. Algo ascendía desde lo más profundo de su ser, algo enorme, enigmático, y que buscaba liberarse. Le parecía a Leontiev que le era suficiente hacer un esfuerzo de memoria para que muy pronto la fuerza interior que le taladraba saliese afuera y volviera a él la serenidad de antaño. No dormía ni apenas comía, toda relación con sus semejantes le resultaba un sufrimiento. Su sueño era tenso y no bastaba para relajar la cuerda extremadamente tendida en su cerebro. A menudo, la semiinconsciencia que tomaba el lugar de su sueño estaba poblada de brumosas psicoimágenes. Un poco más, y la cuerda se rompería, abriendo las esclusas de la locura. Fue entonces que, después de varias tentativas infructuosas con otros médicos, Leontiev vino a verme.
Le pregunté si algunas alucinaciones —o psicoimágenes, como él las llamaba— no se repetían. El teniente se contentó con inclinar la cabeza diciendo que todos los demás médicos le habían hecho la misma pregunta.
—¿Y qué hay con ello? —objeté—. Es lógico que dispongamos de los mismos puntos de partida, desde el momento en que todos hemos recurrido a la misma ciencia. Pero voy a hacerle esta pregunta en términos algo diferentes: intente recordar si no existe en sus visiones una idea general, común a todas.
Después de un breve tiempo de reflexión, Leontiev respondió:
—Pues sí, ciertamente.
—¿Qué?
—Si no me equivoco, la Grecia antigua.
—¿Quiere decir que todas las imágenes que desfilan en su cerebro se hallan, de una u otra forma, ligadas a la idea que usted se hace de la Grecia antigua?
—Exactamente.
—Estupendo. Concéntrese, deje deslizarse su pensamiento, y cuénteme dos o tres de sus alucinaciones de entre las más nítidas y completas.
—Hay muchas de ellas límpidas, pero no completas. El hecho más importante es precisamente que cada una de mis visiones se disuelve poco a poco en la niebla, huye y desaparece.
—Lo que me dice es muy importante, pero ya volveremos sobre ello. Deme de todos modos algunos ejemplos.
—He aquí uno particularmente nítido: una apacible ribera marina, bajo un sol deslumbrante. Las olas color topacio recubren la arena verdosa, y sus crestas alcanzan casi el lindero de un espeso bosquecillo de frondosos árboles. A mi izquierda, un prado que se prolonga en dirección al azul horizonte, donde se perfilan confusamente algunos edificios de modestas dimensiones. A la derecha del bosque, una pendiente rocosa y escarpada donde serpentea un camino que contornea el bosquecillo… —El teniente se detuvo y levantó hacia mí una mirada más bien contrita—. Vea, esto es todo lo que puedo decirle, profesor.
—Perfecto, perfecto. Pero, antes que nada, ¿qué es lo que le hace creer que esto es la Grecia antigua; acaso esas visiones no se parecen a cuadros sobre temas antiguos, tal y como los imaginan los pintores?
—No puedo decirle por qué sé que se trata de la antigua Grecia, pero no hay duda posible al respecto. Por otro lado, ninguna de esas visiones recuerda a esos cuadros de los que habla. En cuanto a los detalles, algunos se parecen, otros no, a la idea que nos hacemos de la antigüedad según las obras del arte y de la literatura.
—Bueno, creo que ya es bastante por hoy, no quisiera fatigarlo. Cuénteme aún otra de sus psicoimágenes, y esto será suficiente.
—De nuevo una pendiente pedregosa, en un día de canícula. Un camino polvoriento que asciende. Una luz cegadora que atraviesa el aire tembloroso por el calor. En la cima de esta pendiente, unos árboles, y tras ellos un edificio blanco, con hileras de columnas. Y después, ya nada…
Los relatos del teniente no habían revelado una sola fisura en la muralla de lo insólito, nada que pudiera proporcionar un reparo al pensamiento. Me despedí de mi paciente sin la menor certidumbre de que le fuera de alguna ayuda, prometiéndole llamarlo por teléfono algunos días más tarde, después de reflexionar.
Los dos días que siguieron tuve mucho trabajo y, sea a causa de la fatiga, sea porque carecía de datos, no tenía ninguna opinión formada sobre el caso Leontiev. Pero el plazo fijado por mí expiró y una noche, con un claro sentimiento de culpabilidad, llamé a Leontiev al teléfono. Estaba en la casa, y experimenté una cierta vergüenza al oír la nota de esperanza que hacía vibrar su voz. Le dije que había estado demasiado ocupado para estudiar seriamente su caso y le prometí volver a llamarlo al término de algunos días más. Después, le pregunté si había visto algo de nuevo.
—Pues sí, y mucho.
Le rogué que me describiera sus visiones, y he aquí lo que oí:
—Un edificio blanco se halla levantado, muy alto, por encima del mar, y parece que el pórtico con sus seis columnas sobrepase peligrosamente el borde del acantilado. A uno y otro lado del pórtico, unas columnatas blancas se pierden en el verdor de los árboles. Una monumental escalera blanca, bordeada de bloques de mármol geométricamente ensamblados, conduce el pórtico. El reborde del parapeto es redondeado; está ornado con un bajo relieve en friso, representando figuras desnudas en movimiento. Cada rellano está plantado con cipreses y adornado con estatuas. No puedo distinguir las estatuas a causa del cegador brillo del sol sobre los peldaños de mármol…
Después de esta conversación, volví a recostarme en el respaldo de mi sillón y reflexioné largamente sobre la extraña enfermedad de Leontiev. Es inútil enumerar todas mis infructuosas tentativas de resolver el problema. También se hallan tan desprovistas de interés como la sucesión ordinaria de los hechos de nuestra existencia… hasta el momento en que, súbitamente, se produce algo que lo cambia todo.
Éste fue precisamente el caso. El flujo de ideas se condensó en un instante luminoso en que me vino la revelación de que las imágenes fragmentarias vistas por el artista eran las piezas de un rompecabezas. Pero entonces, acaso… ¿Habría caído realmente sobre un ejemplo de memoria de las generaciones, conservada desde hacía siglos y conservada precisamente en aquel cerebro? Entusiasmado por esta hipótesis, continué enhebrando los hechos conocidos por mí con el hilo inopinadamente descubierto. Leontiev se quejaba de dolores en la parte superior de la nuca; y es precisamente en esta región, en las partes posteriores de los grandes hemisferios, donde se abrigan las conexiones más antiguas, los alvéolos de la memoria. Sin duda bajo el efecto de una extrema tensión cerebral, las antiguas huellas, hasta entonces disimuladas bajo la rica memoria de la vida individual, remontaban desde las profundidades del cerebro. Y la impresión obsesionante de un esfuerzo de memoria provenía sin lugar a dudas de un deslizamiento inconsciente del pensamiento a lo largo de las capas no desarrolladas de la memoria. Como artista, su memoria visual se hallaba particularmente agudizada. Lo cual ayudaba a los fragmentos desarrollados a reflejarse en la psique bajo forma de imágenes.
Una vez hallado este punto de apoyo, continué apuntalando mi hipótesis; pero interrumpí mis meditaciones para tomar el teléfono. Si mi razonamiento es justo, Leontiev va a decirme precisamente lo que necesito oír. Si no, es que he tomado un camino equivocado y me vuelvo a encontrar ante el muro sin fisuras de lo desconocido. Ni siquiera pensaba en lo tarde de la hora. Según su hábito, Leontiev no dormía y respondió rápidamente.
—¿Es usted, profesor? —oí su voz, ansiosa como siempre—. ¿Ha encontrado una solución?
—Dígame más bien si conoce usted su genealogía.
—Me lo han preguntado a menudo. Por lo que sé, jamás ha habido en nuestra familia ni locos, ni borrachos, ni aquejados de enfermedades venéreas.
—Dejemos los locos, ¿quiere?; no me interesan. ¿Sabe usted de qué nacionalidad eran sus antepasados? ¿De dónde, de qué país provienen? Juraría que usted es meridional.
—Tiene usted razón, profesor, pero no veo…
—Se lo explicaré después. No me interrumpa. De entre sus antepasados, ¿quién es del Mediodía?
—No soy ningún gran señor para conocer a fondo mi árbol genealógico. Los padres de mi abuelo eran los dos originarios de Chipre. Ya hace mucho tiempo de ello, mi abuelo fue a fijar su residencia en Grecia, de allá a Rusia, a Crimea más exactamente. Yo soy crimeo de nacimiento. ¿Pero por qué me pregunta todo esto, profesor?
Yo no podía disimular mi júbilo:
—Piense en ello; si mi hipótesis es exacta…
Y le di a Leontiev cita para la mañana siguiente.
Durante largo tiempo aún, acostado en mi cama, medité. El razonamiento era claro, el diagnóstico exacto. Se trataba ahora de impulsar y de prolongar la manifestación de la memoria de las generaciones hasta un límite importante para Leontiev. Pero, ¿dónde estaba este límite? El propio Leontiev, evidentemente, lo ignoraba, y yo tampoco podía adivinarlo. Mientras me adormecía, me dije que el futuro decidiría.
A la mañana siguiente, Leontiev estaba en el mismo despacho y en la misma actitud que la vez anterior. Su rostro pálido había dejado de estar taciturno y no me quitaba la vista de encima, mientras que yo iba y venía a través de la pieza exponiéndole mis teorías. Cuando hube terminado, me dejé caer en el sillón, y él permaneció sumergido en un profundo ensueño. Hice un gesto, Leontiev se sobresaltó y después preguntó, mirándome fijamente:
—Dígame, profesor, ¿cree usted realmente que sea por azar el que la idea de una estatua de marfil me haya venido precisamente a mí?
—Puede que no —admití, para no dejarme distraer del medio que acababa de imaginar para precisar los recuerdos de Leontiev.
—Pero ¿es que aquello que debo recordar tiene alguna relación con mi estatua? —insistía el escultor.
—Es muy, muy verosímil —asentí con convicción, ya que las palabras de mi interlocutor daban, me parecía, definitivamente cuerpo a mi hipótesis.
Se quedó muy impresionado. Quizá sentía instintivamente la exactitud del camino elegido para resolver el problema y acudía en mi ayuda.
Le dije lo que debía hacer. Tenía que aislarse sin tardanza de todas las influencias exteriores. Encerrado en su casa, en la semioscuridad, intentaría concentrarse en sus visiones, y cuando las imágenes comenzaran a borrarse se esforzaría en hacerlas resurgir. En lugar de resistirse a la necesidad de hacer un esfuerzo de memoria, debería animar esta necesidad excitando su memoria por medio de productos específicos, que yo le prescribiría. El esfuerzo de memoria es susceptible de empujar la excitación nerviosa hasta un grado peligroso, pero era preciso aceptar los riesgos. Por la noche, Leontiev me informaría telefónicamente de sus visiones, y me comunicaría su estado general.
Aquella vez, el teniente se apresuró en marcharse. Siguiendo con la mirada su alta silueta, aprecié aún una vez más lo curiosamente agradable que se me había hecho aquel hombre. Pero aquella noche, contra toda espera, mi teléfono no sonó. Vagamente inquieto, me sentí tentado de llamarle, pero me contuve para no turbar el recogimiento de mi enfermo. Sin embargo, me atormentaban algunas aprensiones con respecto a los riesgos de mi método, y cuando, a la noche siguiente, sonó el teléfono, dirigí al aborrecido aparato una mirada de alivio.
—Profesor, tiene usted probablemente razón. He entrado —me anunció inmediatamente Leontiev. Me pareció que, aquella vez, su voz ya no denotaba la tensión de los otros días.
—¿Entrado? ¿Dónde?
—En aquella casa, o aquel palacio, en fin en el edificio blanco sobre el acantilado —respondió el artista con una voz entrecortada—. Todos aquellos cuadros que veía tan nítidamente, sucediéndose los unos a los otros. Ahora veo el interior del edificio. Es una enorme pieza o una sala. A modo de puerta, una reja de bronce abierta de par en par. Placas de cobre recubren el suelo. Hay muchas estatuas y otros objetos, pero no los distingo claramente. Un vano de arcadas, practicado en el muro opuesto, deja ver el cielo resplandeciente. Ante esta arcada, otra estatua blanca, pequeñas tablas, recipientes… ¡Dios, acabo de comprender! No hay ninguna duda. ¡Es el taller de un escultor! ¡Adiós, profesor!
Un click cortó la comunicación. Ahora, ardía en impaciencia al menos tanto como el propio artista, consciente del carácter singularmente insólito del fenómeno. Pero mi oficio de investigador me ha enseñado la paciencia, y fui capaz de ocuparme de mis asuntos pese a que el teléfono permaneció obstinadamente callado durante dos días consecutivos. No sonó mas que a la segunda mañana siguiente, cuando iba a comenzar mi jornada de trabajo y no esperaba ninguna noticia de Leontiev. Con un tono cansado, me pidió que fuera inmediatamente a su casa.
—Creo haber terminado mis peregrinaciones a través de la antigüedad, profesor. Ya no comprendo nada, tengo miedo…
—Bien, haré lo posible, espéreme. Voy o le llamo —dije precipitadamente.
Hice lo necesario para quedar libre aquella mañana, me dirigí al barrio de Taganka y descubrí no sin trabajo la casa gris en forma de pequeña torre, oculta al fondo de un jardín, en una esquina de la calle. El escultor me introdujo rápidamente en su habitación, muy sencillamente amueblada, sin afectar ese desorden que, yo no sé por qué, pasa por ser «de artista».
Cubierta por una gruesa cortina, la ventana no dejaba pasar la luz. Una pequeña lámpara, bajo un paño azul, permitía distinguir apenas los objetos de alrededor. Sonreí al ver que todas mis prescripciones habían sido escrupulosamente seguidas.
—Dé un poco más de luz, no veo nada.
—Si usted me permite, lo dejaré así —solicitó tímidamente mi enfermo—. Tengo tanto miedo de disipar aún una vez más mi recogimiento… Creo que ya no tendría fuerzas para volver a comenzar.
Asentí, por supuesto. Leontiev apartó el velo azul de la lámpara, me hizo sentarme en un amplio diván bajo y se sentó él también. Aunque dificultosamente, la luz me fue suficiente para ver su rostro pálido y hundido.
—Cuéntemelo todo —pedí, sacando mis cigarrillos, sin dejar de observar sus brillantes ojos.
Leontiev tendió lentamente la mano hacia un velador, tomó un papel y me lo pasó. La gran hoja estaba recubierta de líneas desiguales de signos ininteligibles. Cruces, cuñas, arcos y ochos, menos escritos que dibujados concienzudamente, formando grupos sucesivos, formando, según todas las apariencias, palabras. De un modo muy general yo conocía los distintos alfabetos, antiguos y modernos, pero nunca había visto nada semejante. Dos líneas cortas estaban trazadas en lo alto de la hoja, era probablemente el título. He copiado estos signos cabalísticos en mi bloc de notas, véanlos para tener una idea:
Contemplé largamente esta página llena de signos enigmáticos, y el presentimiento de lo extraordinario me invadió poco a poco, una maravillosa sensación de espacio infinito e inexplorado que debe visitar a cualquiera que haya hecho nunca un descubrimiento sensacional. Levantando los ojos, vi que el artista me observaba intensamente, los labios entreabiertos, lo cual daba a su fisonomía un aire cómicamente pueril.
—¿Comprende usted algo, profesor?
—Absolutamente nada —respondí—. Pero espero comprender cuando usted me haya contado su historia.
—Es siempre la misma sucesión de cuadros. ¿Recuerda usted que le hablé del interior del edificio? Mientras hablábamos, comprendí de repente que se trataba de un taller de escultura o de una escuela de arte. Este nuevo lazo de unión con mi viejo sueño me sorprendió, y me apresuré a volver a mis alucinaciones, en las cuales descubría poco a poco una cierta continuidad, una significación que me preocupaba en penetrar.
»Me abandonaba cada vez más a mis visiones, impulsándolas con mi concentración, tal como usted, me había aconsejado, pero los cuadros que, antes, me obsesionaban, eran ahora embrollados, indescifrables. En el momento en que iba a aparecer una visión nítida o prolongada, el taller de escultura volvía, invariablemente. No acertaba a ver otra cosa, y comenzaba a perder la esperanza. Esta sensación de un recuerdo consumado del que usted me hablaba no llegaba.
»Me di cuenta súbitamente de que una parte de la pieza, a cada visión sucesiva, se precisaba. Comprendí que la sucesión de los cuadros imaginarios debía situarse en el interior del taller: mis visiones no lo abandonaban. En vano me esforzaba en salir con el pensamiento del taller.
»Mientras tanto, la parte derecha del muro, frente a la reja, se hacía a cada instante más netamente visible. La visión se apagaba, después reaparecía, y cada vez apreciaba mayor número de detalles.
»A la izquierda, sobre el fondo de los pinos y del cielo, en el encuadre del vano, se recortaba una estatua de marfil de dimensiones medias. Yo me esforzaba en distinguirla, pero se disolvía en lugar de hacerse más nítida. Igualmente se borró un nuevo detalle, al principio más distinto que la estatua… una amplia y baja bañera de piedra gris, llena hasta el borde con un líquido oscuro. En aquella bañera apercibía confusamente los contornos de una escultura, que representaba un cuerpo humano, al parecer. Pero esta imagen desapareció, y vi surgir al lado de la bañera una mesa de piedra. En medio había una placa cuadrangular de cobre liso, sin ornamentos, pero recubierta de signos, con un puñal negro y una copa de cristal azul ante ella.
»Esta placa de cobre se precisaba más y más, y finalmente toda la visión se concentró en ella. Veía ahora muy bien la superficie verdosa con los signos grabados. Sin comprender nada, tuve sin embargo la intuición de que allí estaba la meta de mis visiones, el fin del ciclo como dice usted. Atenazado por una sorda angustia, me creí en el deber de copiar los signos de la placa de cobre. Vea, profesor —sus dedos removían el montón de hojas situado ante él—, era preciso comenzar de nuevo constantemente. Llegaba un momento en que la visión se apagaba y transcurrían horas antes de que volviera, pero yo esperaba pacientemente, hasta que llegué a llenar la hoja que tiene usted entre las manos. Ahora ya no veo nada, me siento mortalmente cansado, todo me es igual… Sólo que ya no puedo dormir, temo confusamente haber cometido un error. Antes, tenía la muy precisa convicción de que todo esto se refería a mí: las esculturas, la estatua de marfil. Pero ahora ya no comprendo nada. ¿Qué es lo que significa todo esto?
—Esto es lo que voy a decirle —respondí, muy emocionado—. Tome una fuerte dosis de somnífero, le he preparado una para el caso en que hubiera usted abusado de sus visiones. En este momento tiene ante todo necesidad de dormir. Yo voy a llevarme sus notas, y desde esta noche nos ocuparemos únicamente de su significado. Efectivamente, sus alucinaciones han llegado a término. No lo he comprendido todo aún, pero tengo la impresión de que ha visto usted precisamente lo que tenía necesidad de ver… Tan sólo esos caracteres extraños… Voy a preguntarle aún otra vez por qué está usted tan seguro de que sus visiones se sitúan en Grecia.
—Soy incapaz de explicárselo, profesor. Pero me siento absolutamente seguro de que es Grecia, o más bien fragmentos de Grecia.
—Bien. Intente dormir, y después quite todas estas cortinas. Ha vuelto de nuevo a la vida. ¡Ya basta, ya basta! —exclamé, para cortar las preguntas del escultor, y me retiré precipitadamente, llevándome el misterioso mensaje.
»Todavía un poco de paciencia —me decía, dirigiéndome hacia la parada del tranvía—, y todo terminará por esclarecerse. O bien es realmente un mensaje extremadamente importante, arrancado a los siglos, o bien… o bien las divagaciones de un demente. Los mismos signos se repiten, los grupos desiguales se hallan separados por intervalos, la parte alta de la hoja es sin duda un título. Bueno, puesto que está tan seguro de que se trata de Grecia, veamos a un helenista. ¿Quién es el mejor especialista en Moscú?». Pese a todos mis esfuerzos, no lograba recordarlo. Apenas vuelto a casa, me arrojé sobre un anuario científico, sobre el almanaque de la Academia y sobre el tan odiado teléfono. Descubrí a mi hombre y, ayudado por la suerte, me encontraba tres cuartos de hora más tarde en su despacho, con un cigarrillo entre los dedos, mientras que mi anfitrión tomaba la misteriosa hoja.
—¿De dónde ha tomado, o mejor copiado, esto? —exclamó, atravesándome con una mirada de sospecha.
—No le ocultaré nada, puede estar tranquilo, pero dígame antes qué es.
Mi interlocutor lanzó un suspiro de impaciencia, se inclinó directamente sobre el papel y habló con una voz sin timbre:
—Este fragmento se halla redactado en caracteres llamados chipriotas, un alfabeto silábico que se escribe de derecha a izquierda, es decir según el proceso más antiguo de la Hélade. Se parece al dialecto eólico, y es por eso por lo que no me presenta demasiado esfuerzo traducir todo el texto a la lectura. Lo que es más interesante es el título. Está compuesto de tres palabras: arriba «malakter elephantos», y debajo «zitos». Las dos primeras palabras significan literalmente «ablandador de marfil», lo que quiere decir escultor en marfil. Es por otro lado la raíz de la palabra «maestro». «Zitos» es un líquido de composición desconocida que servía para ablandar el marfil. Ya que usted no debe ignorar que en la Grecia antigua se conocía el secreto para hacer el marfil maleable como la cera, lo que permitía modelar obras perfectas. Una vez modelado, el marfil volvía a endurecerse. Este secreto se perdió y nadie, después…
—¡Dios mío, ahora lo comprendo todo! —grité dando un salto. Ante la mirada perpleja y vagamente alarmada del sabio, lo tranquilicé—: Perdóneme, en nombre del cielo, pero todo esto es excesivamente grave para mí, o más bien para mi paciente. ¿No podría traducirme usted la continuación, aunque fuera muy sucintamente, para estar seguro?
El helenista se alzó de hombros sin responder. Pero sus ojos recorrieron las líneas del texto, y yo permanecí inmóvil, intentando dominar mi emoción y una loca alegría. Al término de algunos minutos, que me parecieron horriblemente largos, dijo finalmente:
—Por lo que puedo juzgar, se trata de una fórmula química, pero los nombres de los ingredientes requieren una interpretación específica. Se habla de agua de mar, de polvo de etaken, de aceite de Poseidon, etc. Es sin duda la fórmula del producto del que le hablaba hace un momento. Es muy importante —concluyó el helenista, con un tono demasiado seco para la circunstancia, me pareció. Pero, sea como fuera, la luz se había hecho.
La placa de cobre, y por lo tanto la hoja de papel, llevaba la fórmula del producto destinado a ablandar el marfil. ¡El escultor lo había «recordado» después de decenas de generaciones, y ahora podría finalmente modelar una estatua digna de su Irina!
El hombre me observaba con una mirada interrogadora. Me levanté y le conté entonces de principio a fin la historia de mi enfermo. Cuando hube terminado, la expresión de estupefacta incredulidad había desaparecido de los rasgos del sabio. Sus pequeños ojos se habían vuelto sorprendentemente comprensivos e incluso un poco húmedos. Aún no me había ido cuando ya estaba sacando de su biblioteca volumen tras volumen. Persuadido de que la traducción del misterioso mensaje sería hecha tan rápidamente como fuera posible, me dirigí hacia la puerta, pero me detuve al recordar la descripción del acondicionamiento interior del edificio blanco.
—¿Por qué cree usted que había sobre la mesa un puñal y una copa de cristal azul?
—Puesto que nos hallamos en plena hipótesis, ¿por qué no suponer que el secreto del «zitos» no era entregado más que a los iniciados, con prestación de juramento y amenaza de muerte en caso de divulgación? En este caso, el puñal y la copa de veneno son los atributos tradicionales de la iniciación. La memoria de los siglos ha conservado los principales elementos del rito…
La sensación de la serenidad recobrada y de la victoria conseguida por el genio humano no me abandonaban. Apenas llegué a mi casa telefoneé inmediatamente a Leontiev, que gritó:
—¡Voy inmediatamente!
No olvidaré tan fácilmente los rasgos tensos de Leontiev, acentuados por la luz de la lámpara, los ojos relucientes por una honda tensión, atravesada por ramalazos de triunfo:
—¿He descubierto pues, o mejor he recordado, el secreto perdido de los antiguos maestros? —exclamó, dudando en creer la realidad del acontecimiento.
Le dije que la ciencia no disponía aún de datos exactos, pero que, sin duda, habían existido entre sus antepasados maestros escultores, iniciados en el secreto. Largos años de trabajo y el valor inestimable de la fórmula habían formado en el cerebro de uno de ellos conexiones indelebles que se integraron en el mecanismo de la herencia. Esas conexiones, disimuladas bajo el peso de su memoria personal, se manifestaron en él, Leontiev. En consecuencia, el único milagro de la historia es la coincidencia entre aquella manifestación de la antigua memoria y el valor del secreto helénico para él, escultor como su lejano antepasado. El intenso deseo de esculpir una estatua de Irina, el esfuerzo de voluntad y la tensión de todas sus facultades lo ayudaron a hacer surgir del subconsciente imágenes de la memoria visual de antaño. Sin comprender, tenía el sentimiento de saber, y de saber precisamente aquello de lo que tenía más necesidad.
Escuchó distraídamente el fin de mi perorata, inclinando la cabeza y dando a entender que estaba bien así, que había comprendido. Apenas hube terminado me planteó inmediatamente una pregunta:
—Entonces, cuando el helenista haya terminado la traducción, ¿poseeré la fórmula, profesor? ¿Está usted seguro?
Soy impotente para describirles la alegría y la emoción que se apoderaron del escultor cuando respondí afirmativamente.
—¡Imagínelo! Ahora voy a poder realizar el sueño de toda mi vida con una sola mano… —y sus largos dedos se movieron, como si trabajaran ya el marfil maleable—. Ahora mismo, mañana, y es gracias a usted, profesor, gracias a la ciencia…
El artista se levantó de un salto, tomó mi mano, se lanzó hacia mí como un niño hacia su padre. Después, como si sintiera vergüenza de este movimiento, se volvió, se sentó ante la mesa, con la frente apoyada en su mano válida. Sus hombros se estremecían. Salí de la habitación, presa de una viva emoción.
Los días pasaban, el verano sucedió a la primavera, después llegó el otoño sin el menor aviso. Agotado (la edad, ¡qué quieren ustedes!), enfermo, guardaba cama, cuando recibí inesperadamente la visita de dos jóvenes. Reconocí a Leontiev y adiviné a Irina. El escultor llevaba aún el brazo en cabestrillo, pero ya no era el mismo hombre. Raramente he visto en un rostro tanta luz y tanta bondad. En cuanto a Irina, diré solamente que era digna del amor del artista y de los esfuerzos que habíamos empleado por desvelar el secreto helénico.
Irina me besó en ambas mejillas, sin decir una palabra. Su mudo agradecimiento me emocionó más que lo hubieran podido hacer los más verbosos desahogos.
Leontiev me hizo saber que la estatua estaba terminada, que había sido dedicada a la ciencia y también a mí mismo, como homenaje del salvado al salvador, del corazón a la mente. He visto esta estatua. No soy yo quien debe describirla. Como anatomista, he encontrado en ella esa suprema perfección funcional que ustedes designan con el nombre de belleza. El amor del autor ha conferido a ese cuerpo perfecto un impulso feliz, casi una ligereza…
Título original:
ELINSKI SEKRET
© 1971, Mezhkniga
Traducción de P. Domingo


