Tuvimos unos años buenos. Para entonces, la guerra ya era nuestra forma lógica de vivir.

No conocíamos otra. Si mi hermano podía recordar algo del mundo de antes, yo parecía haberlo borrado.

Yo no recordaba nada.

No existía.

Mi nacimiento fue en brazos de Ivo entre sus tarareos, sus palabras y el frío de un monte. Después, la escuela fueron las calles rotas de la ciudad y la familia un grupo de desconocidos.

Éramos un pequeño grupo, incluidos mi hermano y yo, diez. Las edades resultan confusas, tal vez yo fuera el menor de todos, pero otros, al menos en algún momento, podían parecer más niños que yo mismo; o chicos de no más de catorce, actuaban como adultos, casi viejos, para lo bueno y también para lo malo.

No formábamos una familia, al menos como la recordaban algunos, pero fueron la única familia que conocí.

Siempre teníamos hambre y frío.

Huíamos por costumbre de los francotiradores, de las bombas, de los turistas que podían llevarnos lejos de la ciudad para no regresar, de los periodistas, de la mafia montada por algunos militares extranjeros o propios.…Para nosotros no había otra salida que no ser vistos, no ser escuchados, no ser olfateados.

Muhamed cuidaba, a su manera, de todos. Era el jefe.

Ivo nos regalaba la música para evitar el frío y el miedo.

Során me arropaba en su regazo.

Miryam miraba a Ivo y sonreía.

Camil me enseñaba los números para contar el tiempo de los obuses.

A Sajev le permitían estar allí, bajo la mirada siempre vigilante de Muhamed y los demás.

Tomasz era el mejor ladrón de la ciudad.

Bahman apenas hablaba, debía de ser el mayor porque sus mejillas estaban ensombrecidas por una ligera pelusa que él pretendía dejar como si pudiera convertirse en una larga barba.

Rada tenía alguien conocido en el único hospital no bombardeado y conseguía extrañas medicinas. Algunas nos servían para cambiarlas por comida, carbón, incluso armas. Con otras, olvidábamos el miedo.

No teníamos a nadie, tampoco existían normas más allá de sobrevivir y no delatar al grupo si alguno caía en alguna de esas redes que intentábamos evitar.

Pese a todo, fueron los mejores tiempos.

Nadie impuso las normas, sin embargo, todos conocíamos el lugar y el encargo de cada cual. Yo vigilaba la entrada de nuestra casa, sin ventanas, ni tabiques, ni puertas, porque si el refugio quedaba solo, no tardaría en ser ocupado por otros. Muhamed se encargaba de conseguir comida. Rada conseguía vendas y alguna medicina; sobre todo aquellas inyecciones que tranquilizaban a Bahman y lo alejaban de los gritos y el deseo de romperse la cabeza contra las paredes.

Y todos, a nuestra manera, cuidábamos de todos.

Miryam se convirtió en la sombra de Ivo. Apenas hablaba, a mí me parecía una princesa muda, encantada por algún perverso mago; pero mi hermano la rescataría. Mi hermano podría con todos los magos, con todas las bombas, con todos los dragones.

Después no fue posible: el horror no puede frenarse con las manos de un niño. Ni siquiera con las manos del amor.

Ivo alcanzó el privilegio del amor por entre las grietas del mundo.

—Un día se terminará esto, volverán los días hermosos —solía decirme mientras me arropaba con cuanta manta y abrigo lográbamos esquilmar de los turistas que llegaban con ayuda—. Viviremos los tres, juntos para siempre.

Y yo deseaba creerlo más que cualquier otra cosa.

Muhamed aseguraba que no era bueno ni soñar ni esperar nada, nos hace débiles, aseguraba.

Camil era el experto en francotiradores. Si lográbamos verlo se debía a la cantidad de ropa que iba acumulando sobre sus huesos; no conseguía evitar el frío pero su cuerpo ganaba una cierta apariencia de normalidad. Confieso que, después de Ivo, Camil fue el afecto más fuerte de aquellos tiempos.

Mi amigo.

—Enséñame a mí —le rogaba tironeando de la manga de su enorme y último abrigo.

—Son matemáticas. —Y se rascaba la oreja enferma—. Primero, tienes que aprender a escuchar su silbido: sssshhsss. —Yo lo miraba fascinado—. Después, cuenta tres. —Y movía tres dedos de una de sus manos—. Uno, dos, tres. —Se cubría la cabeza—. ¡Cuerpo a tierra!

—¿Y cómo sabes dónde caerá?

—Pues por lo mismo, el sonido que trae el viento como una escoba…

No siempre lograba comprender todas sus explicaciones, pero, curiosamente, me tranquilizaban.

—¿Y los dragones? —Alguien llamó así, o algo parecido, a los francotiradores y desde entonces yo los imaginaba como inmensos lagartos de colores brillantes.

—Un día te llevo.

Y me llevó. Con Camil yo descubrí las simas y las grietas de aquella ciudad fantasma donde se podía morir en una esquina, o bajo los cascotes de un edificio, o entre las llamas de un incendio. O, también, tropezar con alguno que tuviera cuentas pendientes contigo y las saldara abriéndote las tripas.

Me enseñó casi a olfatear las guaridas de esos dragones.

—Siempre buscan las esquinas. —Caminaba encorvado, como si pretendiera fundirse con el suelo—. También las fuentes, o los cruces; ya sabes. —No, yo no sabía nada, pero sus palabras tenían cadencia de música y me tranquilizaban—. Además, siempre saben dónde puede haber colas de gente. —Levantaba un dedo—. ¡Nunca te pares en una cola! Aunque regalen pan.

¡Pan! No había pan. Tampoco pájaros.

La ciudad había creado una geografía nueva. Yo trataba de memorizarla siguiendo las palabras de Camil.

Ninguno de nosotros se movía sin antes preguntarle a Camil por dónde hacían nido ese día los dragones.

Cuando estalló la paz, porque para nosotros estalló con un rugido de urgencias y órdenes, Camil desapareció. Nunca más volvimos a verlo. Huyó por el camino de los números. Hasta cinco. Ese era el tope de sus conocimientos. Durante meses, lo imaginé mudado, definitivamente, al mundo que, como él aseguraba, se escondía al otro lado de la ciudad, penetrando por una de las grietas del suelo y caminando por los largos laberintos abiertos en sus entrañas.

Como en los cuentos, Camil buscaría un nuevo territorio donde su pequeño cuerpo cubierto de ropa, sus dedos sucios y su matemático conocimiento del horror, pudiera ser, de nuevo, necesario para otro.

A su manera, era un maestro.

Fueron hermosos años. Tiempo infinito de aprendizaje donde todo se mezclaba: la música con la muerte; el hambre con los números de Camil; las miradas de Ivo y Miryam con los remedios de Rada para nuestras desolladuras; las historias inventadas con la realidad fantaseada; la libertad sin adultos ni normas con el pavor a perdernos por entre algunos de aquellos cazadores de niños; los ataques de Bahman con el regazo de Során; el miedo de Sajev con nuestro miedo por los suyos…

—¿Para qué nos cazan? —preguntó un día Bahman, el hijo del zapatero con su extraña pelusa oscura en las mejillas.

—Eso depende —contestó Muhamed que era lo más parecido a un poderoso jefe—. Pueden ser las mafias de los soldados para utilizarte en uno de sus burdeles…

—¿Sus qué? —preguntó Sajev el solitario.

—Unos lugares donde es mejor que no termines.

Sajev no solía hablar, sobre todo por temor a Muhamed. Él no tenía la culpa de que su padre y hasta su nombre, fueran serbios; su madre fue asesinada mientras lo obligaban a él a mirar, por unos vecinos que los llamaban traidores.

Yo no entendía la rabia de nuestro jefe por Sajev si era otro huérfano hambriento como todos.

—Cosas de la guerra —me dijo Ivo.

Tardé mucho en comprender qué tenía que ver nuestro Sajev con la guerra. Para cuando lo comprendí fue demasiado tarde para Ivo.

Durante aquel tiempo de tregua, también aprendí a tocar la flauta.

La flauta de mi madre que mi hermano cuidaba como si fuera un trozo de sus abrazos perdidos; la que heredé sin desearlo años después.

La misma que nunca podré volver a hacer sonar.