–¿Qué tal estoy?
Pedro hacía equilibrios sin su muleta e incluso intenta darse unas vueltas para lucirse y esperar mi respuesta.
—Una pena que seas mi hermano, en serio.
No bromeaba. Además de guapo, buena gente y mucho más sensible que yo misma, pese a ser la «artista» de los hermanos, tenía un aire entre desvalido y «canalla», no sé cómo explicar eso pero se nota, que lo hacía irresistible. ¡Vaya si entendía yo a nuestra Ana!
—¡Anda ya! —Lo juro, este tiarrón aún es capaz de ponerse como un tomate—. ¡Tú sí que eres una belleza!
—Pues nada, tío, a ver si haces un poco de propaganda y se enteran otros.
—No lo necesitas.
—Ya.
—Te bastaría con hacer una abertura en ese muro tuyo detrás de donde te parapetas.
—¡No te pongas ingeniero! —También él me tenía descubierta; decidí contraatacar—. Y tú, ya sabes, ¡ánimo y a por Ana! Que con lo bien que te llevas tú con las Anas, Annes y demás…
—¡Qué bruta eres!
—Eso dicen.
Mamá nos repasó con ojos de admiración, abrazó a Pedro y se quedó frente a mí sin saber qué hacer. Por pura imitación, o porque algo se iba resquebrajando en aquel muro de hielo, la abracé yo.
Noté un ligero temblor en su cuerpo.
La sorpresa o tal vez todo el tiempo de mi ausencia acumulado la dejaron fuera de juego. Lo siento, mamá. Lo pensé pero no logré ponerlo en palabras.
Salimos como una pareja de esas americanas cursis el día del famoso «baile de graduación». ¡Dios, qué cursis son! Que conste que Anne nos había contado cómo en su Donosti natal, a los dieciséis, la buena sociedad, o sea los burgueses de casta hacían un baile para «debutantes». Ella fue a uno. Claro que eso lo contaba antes, cuando el mundo era un lugar hermoso y mi padre tomaba su cintura y daban unos pasos de baile, en el salón, en la cocina, en el estudio…, donde estuvieran en ese momento.
Salí de casa sintiendo una piedra en el estómago.
—¿Crees que es feliz?
Pedro es así, de golpe, como si estuviera en mitad de tus circuitos cerebrales, te suelta una pregunta como aquella que te deja desarmada. Fingí no entender.
—¿Quién?
—Mamá. —La incluía como propia, y desde luego, la trataba mucho mejor que yo.
—Ni zorra. —Encogí los hombros—. De todos modos, está donde quiere estar, ¿no?
—Donde quiere sí, pero «no como quiere». —Se había parado y, medio en equilibrio, dibujó las comillas.
—Ya. —Moví la melena para borrar mis propios nubarrones—. Vamos a buscar un taxi, tullidito mío.
Por suerte, a escasos metros del portal, existe una parada de taxis. Si Pedro no tuviera la pierna rota, habríamos ido en coche; me juré que ese verano me sacaba el carné de conducir.
¡Muchas cosas pensaba hacer ese verano!
Si sacaba el carné, difícilmente me largaría con mis buenas intenciones y mis viejas violas hacia algún infierno del mundo para enseñar música.
Bueno, de momento la cena, después sacar el curso, que no era moco de pavo teniendo en cuenta que faltaba uno más para lograr la licenciatura e ir, directa, a la cola del paro.
La puerta se abrió con un ruido incluso musical, quien tiene estilo lo deja claro en todas partes. Había un pequeño camino de grava hasta la casa, la puerta estaba abierta y Selena, sonriendo, caminaba hacia nosotros.
—Hola, Celia, Pedro, ¿verdad? —Le tendió la mano, a mí me dio un beso, solo uno, lo dicho, clase, mucha clase—. ¿Necesitas ayuda?
—No, pero puede ayudarme, así me rodearán dos bellezas.
—Por favor tutéame. Y gracias, ya veo que Carla no exageró nada cuando habló de ti.
—¡Vaya! —Por suerte había poca luz y no se le vieron los colores—. ¿Qué dijo?
—Bueno, te alegraré el oído, aunque estarás harto de escuchar cosas semejantes. —Lo llevaba cogido por el brazo, o casi, porque era el de la muleta—. Dijo que no solo eras guapo, sino interesante; y eso, para no ser músico tiene mérito que lo haya dicho. ¡Entre otras muchas cosas!
—Vaya.
Avanzábamos despacio. Desde la puerta abierta nos llegaban los ecos de varias voces, al menos no éramos los primeros. Miré de reojo a Selena: llevaba un pantalón de lana sedosa color camel que le hacía las piernas más largas, si eso es posible, un suéter del mismo tono, escote en pico por donde se veía una camiseta blanca. Los zapatos eran mocasines de serraje, un poco más oscuros que el conjunto. ¡Preciosa! Imaginé que aquella «normalidad» de vestuario, no bajaba en total de los dos mil euros. Sobre todo los zapatos, debían de ser carísimos.
Eso sí, con toda la pinta de ir casi sin arreglar.
Carla terminaría siendo una copia, puede que incluso mejorada, de aquella señora. En realidad, nuestra hermosa rubia, se ponía unos vaqueros con un suéter gordo y tenía la misma pinta de princesa de vacaciones entre la gente normal. ¡Ya quisieran muchas famosas!
Hacía un frío húmedo de esos que te crujen los huesos, yo iba encogida bajo el chaquetón más grueso de mi armario, pero Selena parecía inmune. Pensé que eso de «tener clase» era de lo más sacrificado.
—¿Llegaron todos? —pregunté.
—Casi, falta Cloe. —Sonrió al mirarme—. Bueno, y acompañante.
—Pero ¿cuántos seremos? —preguntó Pedro.
—Pocos, cielo. —Joer, incluso el «cielo» quedaba bien, nada impostado, si lo pronunciaba Selena—. Creo que nueve.
—¡Bonito número!
Conocía lo suficiente a mi hermano para imaginarlo nervioso y tratando de hacer cábalas sobre cuántos chicos serían. Se lo aclaró Selena.
—Yo os dejaré solos…
—¿No cenas con nosotros? —Me hubiera gustado, en serio.
—No, Celia, ¡ya me dirás que pinto yo con tanta juventud!
—Muchas de veinte se cambiarían.
—Lo dicho, Pedro, Carla se quedó corta. Bueno, a lo que iba, imagino que ya lo sabéis; están Carla y Shurt, Carmen y Bruno, Ana y Celia, Cloe y Alberto. —Se paró un momento y se giró hacía mí—. ¿Se llama así, verdad? —Afirmé con la cabeza mientras agradecí que me pusiera de pareja con Ana—. Bueno, y tú, claro.
¿Le habría quedado claro a mi hermanito que ni Ana ni yo teníamos pareja?
Seguro.
Cuando entramos en el salón lo primero que vi fue una copia, perfeccionada, de Selena. No, Carla no vestía lo mismo, llevaba vaqueros, una camisa blanca, algo que parecían zapatillas de ballet en negro y la melena suelta. Se levantó, extendió los brazos y nos recibió como si fuéramos Leticia y el príncipe.
No pude evitar ver cómo se saludaban Pedro y Ana, ¿en qué cuento infantil había una pareja con esos nombres? Tendría que preguntarle a Carla. Ana vestía pantalones similares a los de Selena, pero en negro, camisa blanca y jersey, idéntico también, pero en negro. No llevaba tacones, ventaja que le daba a mi hermano. Creo que todos fingimos no mirar sin perder detalle de los besos en la mejilla de esos dos.
—Hola, Celia. —Shurt, angelical como siempre, pero más «terrenal»—. ¿Cómo vas?
—Supongo que bien. —No, no dejaría que mi muro de hielo y mis miedos aguaran la cena—. Bien. Te veo mejor, lo que no veo son tus dibujos por la ciudad.
—Ya.
—¿Lo has dejado?
—¿Me guardas el secreto? —Afirmé en silencio—. Ahora prefiero regresar a las cuevas.
—¿A las qué?
—Como los primitivos. —Debí de poner cara de imbécil—. En Asturias sobran cuevas sin nombre, sin turistas y sin vigilancia, así que pinto en su interior.
—¡Ah!
—Es una vieja historia familiar.
No tenía ni la más remota idea de qué hablaba. Tampoco importaba. Lo cierto es que los dos, Carla y Shurt daban la impresión de no formar parte de este mundo, como si nada pudiera contaminarlos, ni en la extraña belleza, grande por separado, alucinante cuando estaban juntos, ni en aquel estar como flotando por encima de las cosas mierdosas de la vida.
—Por cierto. —Me había cogido por el codo y me hablaba casi al oído—. Gracias.
—¿Por?
—Carla dice que le haces sentirse segura.
—¿Yo? —Vamos, si hubiera dicho Carmen, fijo, incluso Cloe, pero ¡yo!
—Sí, tú. Te atreves a ser como eres sin que te importe lo que puedan pensar los otros, y a Carla siempre le ha costado que la admitieran como es.
Me dejó de una pieza.
Nunca alcanzamos a saber cómo nos ven los demás. Y yo, menos, metida en una escafandra y rondando los abismos, lo cierto es que cada vez estaba alejándome más del mundo real.
Lo dicho, aquel cuarteto nos había cambiado la vida a todas. Incluso a mí.
—Celia, gracias.
—¡Joder! —¿Les había dado a todos por lo mismo?—. Si lo dices por traer a mi hermano, Ana, en realidad, el favor se lo hago a él.
—No creas.
—Lo que yo crea importa poco. Por cierto, es mucho más tímido de lo que parece. —Le guiñé un ojo—. ¡Así que mejor que tomes tú la iniciativa!
Iba a decir algo cuando entraron Cloe y el abogado. Se hizo un silencio que podía cortarse. Sin ponernos de acuerdo, todos, excepto Selena que había desaparecido, nos quedamos mirando con la boca abierta. No sé si por ver a Cloe con un vestido rojo, lo juro la primera vez en toda nuestra larga convivencia, o por conocer, al fin, al famoso Alberto. No estaba mal.
—Si no cerráis la boca se os llenará de moscas.
Lo soltó sin cortarse un pelo y nos reímos. Después, nos fue presentando a todos al recién adquirido Alberto. El pobre no sabía si darnos la mano, un par de besos o hacer una inclinación.
Se lo pusimos fácil. Ya tendría bastante con ir adaptándose a semejante pandilla.
—¿Tenéis hambre? —preguntó Carla, muy en el papel de sustituta de Selena.
—¡Menos mal! —Ese fue Bruno.
Ni lo había visto.
Tampoco a Carmen. No sé si se habían puesto de acuerdo para no llamar la atención, por Ana imagino, porque lograr que Bruno no sea el foco de todas las atenciones, era un asunto difícil. Lo miré: guapo, listo, buen chico, perfumado con aroma japonés; ¿ese era el deprimido por no ser un genio?
Abrazaba a Carmen por la cintura y ella parecía flotar, por cierto muy adecuadamente enfundada en un vestido de lana blanco y dejando las piernas a la vista bajo unas medias gris oscuro, como los zapatos.
En aquel inmenso salón, donde podía darse uno de esos bailes de película romántica, tras varios «ambientes» diferenciados por los sofás y la decoración minimalista, se accedía a una inmensa mesa que parecía flotar en el otro extremo porque, dada la estructura de la casa, dos de las tres paredes, o sea un triángulo, eran enormes cristaleras que daban a un jardín iluminado a la italiana.
El mobiliario seguía esa moda minimalista, o sea, poco, bueno y con buen gusto. Cómo no, reparé en los cuadros: había un dibujo que me pareció de la escuela de Miguel Ángel, no quise creer que fuera del propio genio; un boceto firmado por el propio Botero; algún paisaje de Linares y una inmensa tabla del genial Navascués. ¡Una pasta en arte! Además, para colmo de buen gusto, entre la modernidad de los muebles y el diseño general, se mezclaba alguna pincelada de anticuario, una lámpara Liberty en una esquina, un bargueño que, como mínimo era del siglo XVI…
—¡Menuda casa!
Pedro se había colocado a mi espalda y me lo sopló al oído.
—¿Has visto lo guapa que está Ana? —pregunté sin girarme.
—Claro. Lo que no sé es…
No dijo más, porque me di la vuelta y le puse el dedo índice en la boca. ¡Con lo guapo y buena gente que era, parecía mentira lo inseguro que se sentía en algunos campos!
—Hazme un favor, Pedro, déjate llevar por lo que sientes.
—Vale.
—Bueno, sentaos donde os apetezca.
—¿No has puesto tarjetitas con los nombres? —dije—. No sé, me hacía ilusión.
—En la próxima, te lo juro.
Recordé lo que Shurt me había dicho.
Los primeros en sentarse fueron Bruno y Carla, tal vez por tener más práctica en su ambiente.
Naturalmente, nos fuimos acomodando por parejas: todos dejaron los dos huecos para Ana y Pedro, como por puro azar. Me senté al lado de Cloe. Por puro azar, también.
—¿Y? —preguntó mi francesita, eso sí, sin soltar la mano de Alberto.
—¿El vestido o el chico?
—Los dos.
—Un vestido como ese, solo se lo puede poner alguien como tú y parecer que naciste con él puesto. —No bromeaba.
—Mira, algo que le debo a mi madre.
—Ya, al final, siempre están ahí.
—¿Y…?
—¡Hija, cuánto vocabulario!
—Bueno, qué.
Me pregunté para qué necesitaba mi opinión si el chico era suyo.
—Pues no entiendo por qué no lo habías incluido antes en el grupo. Está como un quesito, pa empezar —sonrió—, pa seguir, parece un tipo decentemente aceptable.
—¡Mema!
—¡Diva!
—Hola, Celia. —Alberto se inclinó sobre la mesa para hablarme—. Un gusto, por fin, conocerte.
—Lo mismo.
—Por cierto, mi padre es casi un coleccionista de los cuadros de tu padre. En casa tenemos tres, dos de su primera época, y el que más me gusta, casi del final…
Se calló. Por lo del final imagino. Muchos daban a Masé por muerto desde hacía años. En realidad, lo estaba.
—¿Cuál? —pregunté para evitarle la vergüenza.
—¡Claro, los conocerás todos!
—Imagino que todos no, pero sí los de la última etapa.
—Se titula Final. En serio, es de una intensidad increíble.
Sí, recordaba el cuadro, la etapa y los comentarios de mi padre. Hablaba de un retrato de mujer vieja con la mirada perdida en algún punto invisible dentro del cuadro. Los últimos tres años de actividad creativa de Masé fueron una vuelta de tuerca a su primer realismo, como si regresara a los orígenes después de haber buscado caminos sin explorar que lo habían llevado incluso al MOMA.
Mira, Celia, es una mujer hermosa. Hermosa en las arrugas, en el gesto cansado, en ese reposo de final de tarea cumplida… El de un ser humano que ha cumplido su destino y está sereno, que es el modo definitivo de la felicidad.
¡Dios! Lo recordaba con absoluta claridad. Sus palabras y aquel cuadro que nunca entendí por qué lo vendió.
—¡Celia!
Cloe me zarandeaba. La miré como si acabara de despertar.
Pedro me miraba con cara de susto. Los demás no sabían bien si preguntar cómo me encontraba o fingir que no se enteraban de aquella especie de trance.
—Tengo que ir al servicio. —Miré a Carla.
—Claro. —Se levantó, se acercó hasta mí—. Ven, te digo.
—Lo siento —escuché decir a Alberto.
Cloe no dijo nada.
En algún momento, tendría que pararme y reinstalarme en una realidad que llevaba años negando: mi padre seguía siendo mi padre, enfermo, de modo irreversible, pero aún presente. Y, casi con certeza, se enteraba de todo.
¿Cómo llevaría ese alejamiento mío cada vez mayor?
En ese momento, me sentí una traidora.
Carla tuvo el detalle de sonreír y no fingir ayudarme a caminar, extendió el brazo y caminó a mi lado. No sé cómo llegué al baño porque aún estaba en estado de trance.
—Te espero aquí —dijo cuando me abrió la puerta del baño.
Un cuarto de baño de una blancura cegadora con el suelo de un suave amarillo, al igual que las toallas. Las habitaciones decoradas en blanco me producen vértigo desde siempre. Ignoro la causa.
Me apoyé en el lavabo, abrí el grifo de agua fría, lo llené y metí la cara dentro.
Me miré en el espejo: estaba pálida como una muerta.
Escuché el sonido de un teléfono. Por puro instinto busqué en los bolsillos del pantalón. No, lo tenía en el bolso.
Aún esperé un tiempo antes de salir. Respiré hondo, me juré que, sin falta, al día siguiente, domingo, cuando el despertador sonase a la hora de siempre, bajaría hasta Camilo de Blas, compraría cruasanes y hablaría con mi padre. Eso me dio fuerzas.
Cuando salí, Carla estaba apoyada, mejor decir derrumbada, contra la pared y miraba al móvil como si fuera un objeto no identificado.
Estaba tan blanca como yo.
—¿Qué pasa?
Levantó los ojos: le brillaban lágrimas a punto de resbalar.
—Mi padre. —Más que voz, era un lamento ronco—. Acaba de llamar.
—¡Joder con la familia!
La abracé.
Sentí sus lágrimas mojando mi camisa.
Quemaban como si fuera un riachuelo de lava.
—Carla, ¿quieres que anulemos la cena?
Separó su cara de mi hombro, se limpió con las manos las lágrimas y los pequeños surcos de rímel, tomó aire, me miró, sonrió.
—No, Celia. No dejaré que siga estropeándome la vida.
—¿Qué vas a hacer?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada. Imitarlo en su postura de todo este año desaparecido.
—Pero ¿qué te dijo? Bueno, si puede saberse.
Expulsó aire y yo me sentí tremendamente incómoda. Ni siquiera con Cloe, y llevamos años de amistad, intento sonsacarle algo, me limito a esperar a que desee contarlo, sin presiones.
—Perdona, Carla —murmuré avergonzada.
—No tengo nada que perdonarte, Celia, en serio. —Trataba de recomponerse practicando el viejo truco de las respiraciones hondas—. Resumiendo, dijo que «necesitaba» hablar conmigo. ¡Que «necesitaba» hablar conmigo!
Callé.
—Le dije que yo había necesitado hablar con él durante meses. —Su voz no estallaba con dureza, se deslizaba fría, casi serena. La envidié, yo estaría gritando y jurando en arameo—. ¡Ya ves! Ahora, mi señor padre recuerda que, en su fuga, dejó atrás a una hija y «necesita» —esta vez dibujó las comillas con ambas manos sobre el aire— hablar con ella.
—Ya. —No se me ocurría nada.
—Colgué.
En ese momento, asomó por el pasillo Carmen.
—¿Estáis bien? —En realidad miró a Carla al preguntarlo que afirmó en silencio—. Carla, ¿qué ha pasado?
—Mañana, Carmen. Mañana te lo cuento. Te lo prometo. Ahora tenemos una cena y yo me voy a echar agua en la cara…
—De paso, límpiate los churretes de rímel, si no quieres que Shurt pregunte, vaya —dijo la muy pragmática Carmen—. ¿Te ayudo?
—No, mejor ir a la cena. —Nos quedamos quietas—. Así me cubrís.
—¿Cómo?
—Pues diciendo que me estoy retocando.
—¡Qué cursilada! —Me salió del alma.
—Ya. —Sonrió de manera angelical—. Pero queda bien, ¿no?
—¡De película! —dijo Carmen tomándome por el hombro y girándome en dirección al comedor triangular—. Pero, si necesitas algo…
—Que sí.
—¿En serio?
—Carmen, ¡no seas madre que ya tengo una!
—Vale.
Regresamos sin decir nada. Yo envidiaba la entereza de aquella niña, ¡dieciséis tacos!
Mucho me quedaba a mí por aprender de aquella Carla. Mi tendencia innata al descontrol me había traído todo tipo de problemas. Mientras caminaba con Carmen, íbamos casi pasito a pasito imagino que por si a Carla se le ocurría pedir ayuda, no dejé de pensar en lo bien que me hubiera venido aquel control cuando me tropecé con el fotógrafo.
¿Por qué demonios no dejaba de pensar en él?
Martín. Martín Rojo.
¡De bofetadas me daría!
Cuando regresamos a la mesa, Carmen dijo, literalmente, que Carla estaba en el baño retocándose.
—¿Qué necesita retocar esa belleza? —preguntó Cloe.
Le lancé una mirada furibunda.
—Pues habrá que seguir la tradición, ¿no? O sea, al baño, las tías vamos de dos en dos. —Hizo amago de levantarse.
—Casi, que, por esta vez, rompamos la tradición —dije.
No hizo falta más. Cloe desistió y se sumó a Carmen y a mí, en la tarea de fingir que no pasaba nada y la cena podía continuar. Yo tenía colocado un oído hacia el pasillo por si escuchaba una petición de ayuda que no llegó.
Cinco eternos minutos después, Carla entró en el comedor con la misma cara angelical de siempre, se sentó al lado de Shurt y le plató un beso, ligero como una mariposa, en los labios.
¡Menuda envidia! No tanto por el hecho de que tuviera pareja, sino por el cuadro que pintaban, eso les iba por los espectaculares dibujos de Shurt, curioso, nadie lo llamaba por su nombre oficial. Juntos eran como un Boticcelli genial. Y si tuviera que ponerles música, siguiendo la costumbre de Cloe, aquellos dos eran un pasaje de La flauta mágica de Mozart.
Mágicos.
La cena continuó como si el desaparecido padre de Carla no hubiera llamado. Ana y Pedro habían hecho casi un aparte de todos: no se habían alejado, se limitaron a crear su propia burbuja. Las cuatro nos miramos satisfechas.
Terminé por sentirme tan bien que olvidé ser la única «desparejada» del grupo. Selena no dio señales de vida durante toda la cena. Al final, Bruno propuso hacer una excepción, en esta vida de monjes cartujos que llevamos, y acercarnos al Antiguo.
—No te veo yo muy cartujo —soltó Carmen.
—Pues, si te fijas bien en la mirada, algo muy perverso si que esconde, sí —añadió Cloe.
—Morbo que se gasta uno.
—Pues está bien eso de irnos a «airear», ¿no? —Ana relucía como si la hubieran bañado con polvo de diamantes.
—Si os parece, en el Tren Azul. —Miramos a Alberto que intentó no darse cuenta de tantos ojos clavados en su persona—. Hoy tenemos actuación en directo.
—¿De quién? —preguntó Shurt.
—Bueno, no sé si os gustará, es un grupo de jazz…
—A mí sí. —A Pedro le habría gustado cualquier cosa con tal de seguir al lado de Ana.
—¿Vamos? —preguntó Alberto antes de que se nos fueran las ganas.
—¿Cómo? —pregunté, casi por decir algo y pensando en largarme.
—Yo tengo coche —dijo Bruno.
—Pero eres el único.
—Yo tengo carné, pero no coche —añadió Ana.
—Un momento. —Carla se levantó—. Le pregunto a mi madre si nos deja el suyo y en dos coches cabemos todos.
¡El suyo! No quise preguntar para qué tendrían más de uno, tal vez el padre, dado lo precipitado de la fuga, había dejado el suyo olvidado.
—Oye Bruno, yo voy contigo y me dejas cerca de casa, ¿vale?
—¿No te apuntas? —preguntó Carmen.
—Tengo que madrugar. —Pensé en los cruasanes y la charla con mi padre.
—Celia, madrugamos todas. —Cloe me cogió la mano.
—Ya, pero yo mañana tengo algo importante que hacer.
Pedro me miró sin atreverse a preguntar.
—Ana, las llaves —Carla las levantó delante de nosotros entrando de nuevo en el comedor.
—Oye, ¿y si recogemos esto un poco? —preguntó Cloe.
—Eso, entre todos, acabamos en un plis. —Se sumó Shurt.
Pues eso, en nada de tiempo, y organizados como en el ejército, llevamos todos los restos hasta una cocina inmensa, verde y metal, pusimos en el lavavajillas todo cuanto entró, el resto lo apilamos después de quitar los restos.
—¡Menudo marrón para tu madre! —le murmuré a Carla.
—Mañana la ayudo yo. Además, con lo feliz que le hace tener la casa llena de gente…
—¿Cómo estás?
—¿La verdad? —Afirmé con la cabeza, no dejaba de pensar en lo que Shurt me había dicho—. ¡Como el culo! —Ni le cuadraba la expresión—. Primero se larga, sin dar ni una pista, me trago las ganas de saber qué pasó; me adapto, como puedo. —Me fijé en sus puños apretados—. Y cuando ya he aceptado su ausencia, ¡regresa de la nada!
—Ya.
—¡No es justo!
—No, no lo es. —A veces todo parecía una inmensa injusticia—. Estás en todo tu derecho a no verlo, pero —pensé en mí misma—, ¡dale un lección y queda con él!
Me miró. Había un punto de desolación en aquellos ojos inmensos y azules.
—Bueno haz lo que quieras. —Y la abracé.
—Es que —no se separó del abrazo para contestar, como si prefiriera evitar mostrarme el gesto triste de su cara—, en el fondo, tengo miedo.
—¿A qué?
—A que me rompa el difícil equilibrio que logré alcanzar.
Sí, a veces, los adultos son así, actúan sin fijarse en lo que dejan atrás, bombardean su pasado para borrarlo y, después, cuando la nostalgia o la culpa les impide el sueño tranquilo, intentan regresar a ese pasado, pensando de algún modo que nunca fue bombardeado, que lo encontrarán como si nada hubiera pasado.
—¡Vosotras dos! —Bruno había regresado a la cocina para buscarnos.
Me mantuve en la decisión de no acompañarlos.
Fue una noche difícil. Mi mundo había sido bombardeado años atrás, no por un abandono como quise creer, «fuego amigo», vaya. Ahora tocaba regresar a esas ruinas y hacer frente a los estragos.
O a lo que fuera que encontrase.
Entre todo ese caos, ahora mismo flotaba un nombre recién conocido, Martín. Martín Rojo.
Y no sabía si me cabreaba o me emocionaba.