De alguna manera, o sea por pura costumbre de supervivencia, la semana llegaba a su fin. El viernes, Carla convocó reunión del cuarteto en casa de Cloe.
Antes, no sé si por el flautista o por el fotógrafo, pasé por el lugar donde se sentaba todos los días el músico sin notas. Aprovechando huecos entre clases, despistando a las otras cuando quedábamos, adelantando la hora de llegada al conservatorio.
Al flautista lo vi tres o cuatro veces.
Del fotógrafo, ni señal.
—¡Que le den!
Lo medio grité el viernes a las diez de la mañana, cuando aproveché la excusa de necesitar un café para regresar a esa cita sin aviso ni destinatario. Moví la cabeza para despejar telarañas y traté de no volver a pensar en aquel Martín. Martín Rojo.
Actuaba como una estúpida heroína de culebrón, imaginando que, de alguna manera, si aquellos ojos verdosos, o dorados con peces verdes, deseaban volver a verme, montarían guardia en aquella esquina. Ni los culebrones, ni las pelis románticas de previsible final feliz, tienen nada que ver con la puñetera y cruda realidad.
—¿Te pasa algo? —Cloe no necesita palabras para enterarse.
—No. Vengo de tomar un café.
—Ya. —Se quedó mirando la dirección por donde venía: no hay ninguna cafetería en semejante dirección.
—Tengo Análisis —dije.
—¿Comemos?
—Hoy no, le dije a Pedro que estaría en casa. Por lo visto, y mira que está tiarrón, necesita «consejos» para mañana.
—Si necesitas ayuda.
—Vale.
No me gustaba engañar a Cloe. Sí, ya sé, callar no es mentir, pero ella estaba preocupada y la tontería de ir a la trasera de la catedral en busca del perdido fotógrafo, la habría tranquilizado. Creo que esta francesita está convencida de que soy una suicida en potencia, por eso, a veces, debe de verme al borde de un barranco o de las vías del tren y, entonces, se convierte en algo parecido a una sombra protectora.
¿Estaba al borde de las vías del tren?
Tal vez no.
Terminé la jornada mañanera jurando en arameo. Cierto, salvo el instrumento, pocas son las clases que me interesan, pero es que algunos profes deberían replantearse su trabajo: o pasan o te sobrepasan.
Bajé hasta la plaza Riego con Cloe, desde allí, ella enfiló para su apartamento y yo a la casa-hospital familiar.
Desde que Pedro había vuelto, mi padre, el gran Masé de otros tiempos, compartía mesa al mediodía. No comía, porque la mayor parte de su alimentación era vía intravenosa, pero se sentaba en su lugar de siempre y los demás tratábamos de recordar cómo eran las comidas antes de su accidente. Bueno, confieso que yo no participaba en ese juego, tan solo me dejaba llevar por las conversaciones de Pedro y mamá.
Si no hubiera estado Pedro, aquella ceremonia de la casi normalidad sería imposible. Yo, porque casi nunca comía en casa, y si lo hacía era en la cocina, a deshora y sin contar con mi madre. Anne, mi madre, vasca de origen, imagino que adaptaba sus horarios a los de su enfermo particular.
Pero ahora, Pedro, sin palabras, sin forzarnos, había reiniciado la vieja costumbre de respetar los horarios de las comidas y hacerlas juntos. A mí me perdonaban las ausencias por los estudios, aunque bien sabía él que casi siempre era una excusa para escaquearme. Hoy no faltes, peque, necesito tu ayuda, me había soltado por la mañana, para lo de la cena del sábado, añadió poniéndose como un tomate.
¡Me tenía comida la moral! Habría hecho casi cualquier cosa por mi hermano.
Total, allí estábamos: el gran artista convertido en estatua de sal; el último hijo de su primera mujer; su joven segunda mujer y la hija, tenida con esa segunda esposa.
¡Un culebrón!
—Así que mañana, tenéis cena —comenzó mi madre.
Me fijé en su sonrisa y en que se había maquillado ligeramente: ¡qué guapa seguía siendo!
—En casa de Carla —dije.
Miré a mi padre. Intentaba saber si comprendía lo que hablábamos. Yo no distinguí ningún gesto, pero se empeñaba en estar allí con ese lenguaje de gruñidos y escasos gestos que solo mi madre lograba traducir. Aunque dudo que hubiera intención de decir nada y lo que hacía mi madre era poner en su boca lo que imaginaba que sería lógico.
Aquello debía de ser agotador.
—No tendremos que ir de etiqueta, ¿no? —Pedro intentaba bromear con sus propios nervios.
—¿Por? —Lo miré con una leve crueldad.
—Pues porque conociendo a Carla, imagino que su casa y familia harán juego, ¿no?
—Tiene una madre fascinante. —Me mordí el labio: aquello era una bofetada para la mía—. Selena —no sé por qué añadí el nombre—. Y lo de una casa pija, Pedrito, ya fuiste invitado a una de esas casas, ¿no? —afirmó con la cabeza—. Pues lo mismo.
—Pues te recuerdo que íbamos casi de etiqueta.
—Jo, tío, ¡era Navidad!
—Un poco redichas si que sois, ¿no?
Me quedé mirando a mi madre. Volvió la vista al plato para evitar que le viera la cara, o para no verme la mía, vaya.
—Somos artistas, mamá. —Casi se me atraganta el nombre—. Creí que, a ese mundo, ya estabas acostumbrada.
Mi padre emitió unos sonidos guturales. Me miraba con enfado, como si acabara de despertar de aquella mirada de pez fuera del agua que yo recordaba.
Tragué saliva.
—Lo siento.
No sé si lo murmuré para que no siguiera emitiendo aquel gorgojeo, para limpiarme la mala conciencia, para tranquilizar a mi madre…
¿Había sido casualidad? Por unos segundos me pareció que los gruñidos, o gorgoteos, de mi padre salieron disparados contra mi grosería; pero podía ser pura y dura casualidad. Es decir, le quedaron movimientos mecánicos, como tics, que aparecían y desaparecían. O sea, mera coincidencia.
No sabía cuál de las dos opciones prefería. Pedro, estaba claro, optaba por la primera.
—Sí, papá. —Pedro le cogió la mano que estaba sobre la mesa—. Tú deberías saberlo, nuestra Celia es la segunda artista de la familia. —Mi padre dejó de emitir aquel siniestro sonido—. ¡Te acabará superando, ya verás! Y, claro —ahora miró a mi madre—, ya se sabe que los artistas «necesitan» —le dibujó las comillas y mi madre sonrió—, sentirse diferentes. —Ahora me miró a mí—. Aunque, en realidad, lo son. ¿Verdad, peque?
—¿Qué cosa, lo de artista o lo de diferente?
—Las dos, pelirroja.
En serio, admiraba el arte de aquel soldado, ingeniero para más recochineo, para volver mansas las aguas y las fieras.
Por suerte, el resto de la comida siguió la conversación por otros derroteros.
De vez en cuando, sin poder evitarlo, miraba a mi padre. Por alguna razón que se me escapaba, Masé continuaba con la mirada clavada sobre mí.
Como si intentara decirme algo.
Aquella mirada me calaba hasta el tuétano.
—Tengo que volver al conservatorio, ¿te ayudo a recoger, mamá?
—No, gracias, cielo.
—Vale.
—Espera, tengo algo que preguntarte —dijo Pedro.
—Vale, me voy lavando los dientes, te espero en mi cuarto.
—Ya voy. —Y volviendo hacía mi madre—. Ahora vuelvo, Anne.
Realmente, Pedro, adoraba a mi madre. En realidad fue él quien nos adoptó a las dos en aquella familia: primero a mi madre como si fuera la suya, tenía seis años cuando mis padres se casaron; después a mí como si fuera la niña de sus ojos.
¡Y yo, era un cardo borriquero con todos ellos!
Sentí su llamada en la puerta de mi cuarto cuando me enjuagaba meticulosamente la boca.
—¿Se puede?
—Se puede, pero tengo clase en breve, así que ya me dirás.
—La diplomacia nunca será tu fuerte, ¿verdad, pelirroja?
—¡Pa lo que sirve!
—Bueno, puede evitar conflictos, incluso puede evitar daños a otros. —Me miró: detrás de sus palabras estaba mi madre, o mejor, el puyazo que le había soltado durante la comida—. Incluso puede hacernos la vida más fácil. ¡Ya ves!
—Ya. —Crucé los brazos y me lo quedé mirando—. Incluso puede hacer que nuestro padre regrese del otro mundo, ¿no?
—Lo dudo. —Se tomó unos segundos—. De todas formas, ¿viste cómo protestaba defendiendo a Anne? —El nombre de mi madre, pronunciado por Pedro tenía música—. ¿Lo viste?
—¿Y qué? También podía ser uno de esos ataques, convulsiones y demás, ¿no? —Me negaba a dar por cierta la mirada de reproche durante toda la comida—. O sea, pura respuesta mecánica.
—Tú sabes que no.
—¿Querías hablar de papá?
—No. Eso será cuando tú quieras. —Respiró hondo—. No, necesitaba preguntarte, y en serio, ¿cómo tengo que vestirme para el sábado?
—¿Lo dices en serio? —Afirmó con la cabeza y sentí un poco de lástima—. A ver, Pedro, te pongas lo que te pongas, estarás guapísimo, vamos pa triunfar. —Estaba totalmente convencida, que conste.
—En serio, Celia. —Mal asunto si me llamaba por mi nombre—. No soporto hacer el ridículo, vamos, ir de vaqueros y que todos vayan de traje, o al revés.
—Yo creí que eras un tipo más seguro de ti mismo. —Arriesgué la pregunta—. ¿O escondes algo más?
—¿Cómo qué? —Dio un salto en el sillón, siempre elegía mi sillón favorito para sentarse en mi cuarto—. No te entiendo.
—Vale, o sea, tú no estás nervioso porque a la cena va a ir Ana, ¿verdad?
—Psss, ¡total!
—¿Total?
—Celia, ¿crees que una tía como ella notará que yo estoy en la cena?
—Pues yo os vi muy animaditos en la otra.
—Por puro descarte, hermanita.
—¿Estás seguro?
—¿Qué quieres decir? —Si fuera un perrito estaría moviendo el rabo.
—Nada, nada. —¡Que se lo currase!—. Yo llevaré vaqueros, creo que los demás también. Y tú con vaqueros ¡estás pa comerte!
—¡Te va a crecer la nariz!
—¿Por?
—¡Por mentirosa!
—Ya. —Me quedé mirando su cara de tonto feliz—. ¿Algo más? Porque aquí, «la artista» —le dibujé con ganas las comillas—, tiene que volver al tajo del arte.
—No, nada. —Se levantó, pero sin ganas de irse, le faltaba algo—. Oye, ¿crees que Ana…?
Ganas me entraron de contarle que aquella cena, en realidad, era una especie de encerrona para que Ana volviera a verlo.
—Pues mira, no sé, tío, pero fue a verte al hospital, ¿no?
—Bueno, un gesto amable.
—¡Mira Pedrito, no me toques los rizos! —Se quedó con una sonrisa de memo y sin moverse—. ¡Que te largues!
¡Cómo deseaba yo que alguno pusiera esa carita al recordarme!
Claro que actuando como una diva histérica, o sea borde como con el fotógrafo, lo más que conseguiría sería que huyesen cagando leches.
—¡Joer, qué ganas de ser una tía de cincuenta!
Imaginaba que a esa edad, si lograba no terminar histérica como alguna de las profes, sería una señora estupenda, independiente, de buen ver y sin ganas de saber ni siquiera qué demonios opinaban los demás de mis rarezas.
Hasta entonces, no me quedaba otra que bregar, como fuera posible con mis neuras, mis miedos, mis vértigos… ¡Y mi dura y diaria tarea!
—Hoy no ensayamos, ¿no? —preguntó Carla instalándose en el suelo del apartamento.
—Deberíamos. —Mejor mantenerme en el papel conocido—. Faltan pocos días para los bolos…
—¡Nos sobran! —atajó Carmen.
—Será que tú vas muy sobrada, bonita.
—Venga, Celia, guárdate las garras que estás con buena gente conocida que, además, te quiere.
—No sé si emocionarme…
—Mejor, cuéntanos. —Miré a Carla con cara de pregunta—. Pues sobre Pedro, mujer, ¿está ilusionado?
—Yo diría que histérico perdido. —Miré a Carmen—. Tú hermana lo tiene medio atontao, ¿sabes qué me preguntó hoy?
—¡Ay, sí! —Cloe chasqueó los dedos—. Que hoy comías en casa porque tenía algo que preguntarte, ¿no?
—Adivina. —Hice una pausa de varios segundos—. ¡Me preguntó cómo tenía que vestirse! —Carcajada general—. Pero, aún hay más —miré a Carla—, como la cena es en tu casa, se imaginó que tendría que ir de etiqueta…
—¿En serio? Bueno, os confieso que mi Selena ha salido de compras esta tarde, imagino que a la búsqueda del atuendo adecuado…
—¿Ella? —Para Carmen, Selena estaba perfecta con harapos y zapatillas.
—Pues sí. Ya me la imagino. —Levantó los ojos al techo—. Algo mono, discreto, pero elegante, ni de señorona, ni de jovencita, que se note que soy la madre, pero que aún estoy bien…
No lo pude evitar, solté una carcajada. Carla puede ser la repera en verso; y eso, sin ni siquiera proponérselo.
—Vale, pues, pa que veáis lo contagioso de la tontería: ¡Ana también ha salido de compras!
—Pues, oye, yo la entiendo. —Las tres miramos a Cloe—. En serio, no os lo dije, pero la primera cita con Alberto, a punto estuve de cambiar incluso de look.
—¿Tú? —No me tuve que inventar el asombro, lo juro.
—La misma.
De nuevo las risas. ¡Y ni siquiera hablábamos de música! Aquella rareza de normalidad me sentaba bien.
Realmente bien.
Aunque, no sé por qué, pensé en Martín, Martín Rojo.
Se había esfumado.
Moví los rizos para decidir que no volvería a pasar, al menos no a propósito, por la trasera de la catedral.
—Oye, Cloe. —Casi me sobresalté al escuchar la voz de Carla—. ¿Nunca se te ha ocurrido decirle a Alberto aquello de «Ámame»? Ya sabes, La Traviata.
—Ya me extrañaba que no saliera la música por alguna parte, pero mira, me gusta; qué, Cloe, ¿no lo ves en plan ópera?
—¡Menudo par!
—Pues mira, yo con lo del bolero Carmen, apechugo, así que…
—Pues no, no lo veo como al niñato ese de La Traviata, no.
—¿Y como a una ópera? —La miré recordando nuestra costumbre de ponerle música al personal.
—¡Serás bruja! —Me tiró un par de cojines.
—O sea, vosotras jugáis a imaginar al personal con una determinada música, ¿no?
—Es un viejo juego, sí. —Miré a Carla, no se le escapaba ni una.
—A mí me hacen recordar novelas.
—¡Jo! —Carmen se acercó en el suelo hasta Carla—. Ya puestos, ¿qué novela somos nosotras?
—¿Las cuatro? —Afirmamos las tres con la cabeza—. Al menos como título, Cuarteto de Alejandría.
—En serio —Cloe la miraba con la misma admiración de las demás—. ¿Existe algo que no hayas leído?
—¡Venga ya! —Se puso colorada como un tomate—. Porfa, no me hagáis vosotras lo que el resto del mundo.
—¿Qué cosas?
—Mirarme como a un bicho raro y obligarme a no decir ni lo que pienso, ni lo que quiero.
Cloe, esa cínica ahora enamorada, dejó su sillón de gran dama, se sentó en el suelo y abrazó a nuestra hermosa rubia.
—¡Di que no, preciosa! Y al que no le guste, ¡que le den morcillas!
—¡Eso! —Aplaudió Carmen.
—¡Señor que crucifixión! —Me salió del alma.
Volvimos a reírnos.
No, no ensayamos. Incluso las más sacrificadas entre los mortales, se pueden tomar un respiro. Una hora más tarde, Carla dijo que había quedado con Shurt.
—Irá a la cena, ¿no? —Cuantos más tíos, menos «atrapado» se sentiría Pedro.
—Claro, Celia.
—Estarán todos nuestros chicos, ¿verdad Cloe?
—Vale. —Nuestra francesa levantó las manos por encima de la cabeza.
—Lo juro, ¡me muero de ganas por hincarle el diente al tal Alberto.
—Carmen, si lo muerdes, ¡te crujo!
—Qué va. —Se levantó—. Te lo dejo para ti, enterito.
—¡Pava! —Me miró.
Como si las tres se hubieran dado cuenta de mi «estado de número primo», bajaron la cabeza.
—Tranquis, tías, un día de estos me uno al club de los pares.
—Desde luego, si no lo haces es porque no te da la real gana. Aún recuerdo al escritor aquel…
—¡Para el carro, Carla! Menudo memo integral.
—Cierto. —Cloe me pasó el brazo por la cintura—. Mi niña se merece algo mucho mejor.
No lo dije, pero imaginé al fotógrafo huyendo despavorido de la tía más cardo que debió de conocer en su vida. ¡Así me iban las cosas!
—Chicas —se me ocurrió de pronto— quiero hacer un experimento…
—¡Miedo me das!
—Tranqui, Cloe. Solo quiero comprobar si nos distanciamos mucho del resto de las chicas de nuestra edad…
—¿A qué viene eso? —preguntó Carmen.
—Espera, un poco, Carmen —atajó Carla—. O sea, a las que no viven esta doble vida, ¿no?
Asentí con la cabeza. Las otras pusieron cara de interrogación.
—Vamos a abrir nuestros bolsos, ¿vale?
—¿Los bolsos? —preguntó Carmen.
—¿Guardas algún secreto, bolero mío?
—No, Celia, ni secretos ni cadáveres. —Se levantó a por el suyo—. ¿Lo vacío? —Asentí con la cabeza.
Nos quedamos mirando el contenido sobre el suelo.
—Una agenda, un monedero, el móvil, un lápiz, dos tampones guardados en una funda de plástico, una libreta para anotar, ¿qué? —pregunté.
—Bueno, pero sin cachondeos, ¿vale? —Asentimos todas, yo ya muerta de curiosidad—. Anoto partituras que quiero mirar, novelas que menciona Carla, pelis…
—¡Aquí tenéis una prueba!
—¿De qué, Celia? —Carmen se puso como un tomate.
—Voy a por el mío —dije. Lo vacíe—. Un monedero, un lápiz, el móvil, mi libreta para anotar bolos, mi agenda… Carla, trae el tuyo, tú también Cloe.
Vaciados los cuatro bolsos, escasa diferencia de contenido había en ellos. Ahora me miraron como si fuera un oráculo a punto de dictar sentencia.
—Vamos a ver, tías, si vaciáramos los bolsos, al azar de cualquiera de nuestras compas, del instituto, por ejemplo, ¿qué tendríamos?
—Lo mismo —soltó Cloe.
—¡De eso nada, listilla!
—Ya. —Carla miraba todo aquello con carita de investigadora—. Falta maquillaje, barra de labios, rímel, lápiz de ojos… ¿No?
—¡Exacto! —grité.
—¿Y qué? —preguntó Carla.
—Pues, en vuestro caso, nada; en el mío, dado lo poco femenina que soy, ¡no me jalaré un rosco!
—Celia, bonita —Cloe se aproximó hasta poner su brazo por mi hombro—, que seas un cardo con los tíos que se te acercan, no tiene nada que ver con que tengas el bolso lleno de chuches pa pintarte como una mona.
Carmen y Carla nos miraron sin comprender. Yo sí. Fue entonces, cuando Carla soltó una frase que casi me hace llorar de emoción.
—Pintarse no significa ser más femenina. Y mucho menos si te pones como una Choni de esas que conjuntan sombra de ojos rosa, con aros de plástico rosa en las orejas…
Las otras se rieron de la salida de Carla, a mí me entraron ganas de abrazar a nuestra preciosa niña rubia.
—Además, Celia, ¡con esa belleza tuya, te pintas y te fastidias!
—Vale, Carla, me acabas de librar del psicoanalista.
Si no fuera tan tarde, me habría acercado hasta Camilo de Blas para comprarme un cruasán. Al final, como casi siempre, salí con mejor ánimo después de nuestra reunión del cuarteto, pero, con todo, necesitaba algo dulce; o mejor, algo que me recordara tiempos un poco más dulces.
Mil años atrás, o sea cuando mi padre aún era mi padre, casi todos los domingos, o me despertaba él, o me despertaba yo sola, y mucho antes de que el resto de la casa se levantara, salíamos a comprar la prensa y una docena de cruasanes en Camilo de Blas.
Podía llover a mares, hacer un frío mortal, o un calor húmedo y pegajoso, mi padre y yo, bajábamos hasta Camilo para llegar con aquellas delicias calentitas y crujientes. Digo bajar, porque desde el Club de Tenis, bueno Matemático Pedrayes donde tenemos la casa, o doble casa, hasta la pastelería más antigua de Oviedo, todo iba de bajada.
Entonces, el mundo era un lugar perfecto.
Yo tenía un padre que hablaba conmigo como si fuera un adulto inteligente, los domingos despertábamos a mamá con el olor del café recién hecho y aquel lujo de cruasán crujiente; después, me encargaba de despertar a Pedro, al que nunca le gustaron los madrugones, y desayunábamos juntos.
Creía que todo estaba bien.
Creía que nada podía cambiar el ritmo pausado y luminoso de aquellos tiempos.
Un mal día, la vida decidió que ya me había reglado dosis suficiente de felicidad y, sin previo aviso ni tiempo me arrebató al dios de mi infancia que fue mi padre. Todo lo demás quedó en sombras, oculto por una espesa cortina de desesperación.
Creo que fue entonces cuando comencé a soñar con la muerte. La muerte como una hermosa mujer de hielo, tal vez algún cuento escuchado antes de acostarme al cual no ponía ni argumento ni título. Llegaba todas las noches justo cuando cerraba los ojos deseando que, al abrirlos, todo fuera como antes y la pérdida de mi padre tan solo un mal sueño. Llegaba, me abrazaba y el frío me dejaba tiritando toda la noche.
No recuerdo cuánto tiempo duró aquel sueño. Mucho. Tal vez años.
Jamás se lo conté a nadie.
Ni a mi madre ni siquiera a Cloe cuando, acostadas juntas en mi cama, durante los veranos, nos hacíamos confidencias.
¡Era mi secreto!
Y no debían de ser solo pesadillas. Más de una noche desperté a Cloe, cuando la abrazaba estaba helada y con la cara empapada de lágrimas.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
Imagino que todo el mundo, por razones diferentes, oculta algo de su vida, por pequeño o ridículo que pueda parecer. Mi gran secreto fue siempre esa pesadilla. Desapareció, al menos de aquella manera brutal y diaria, pero, aún ahora, algunas noches, tengo la impresión de que esa misma dama de hielo, hermosa y mortal, me abraza.
Debe de ser ese abrazo el que me separa del resto del mundo.