Capítulo 10
Dix levantó la cabeza y dijo con voz ronca:
—Estás tan hermosa que casi tengo miedo de tocarte. ¿Qué has hecho? Alloa rió.
—Lo que pasa es que llevo puesto un vestido nuevo —respondió—. ¡Y la gente dice que la ropa no importa!
—Tú estás preciosa te pongas lo que te pongas. Pero esta noche hay algo más… hay en ti una emoción y una alegría que hace tu belleza irresistible.
Había tanta pasión y tal intensidad en sus palabras que ella bajó los ojos, cohibida.
Sin decir más, Dix encendió el motor y un momento después se alejaron.
Cuando llegaron a un punto donde el camino se acercaba mucho al mar y los pinos se veían recortados contra el firmamento, Dix se paró y apagó el motor.
—Quiero hablar contigo a solas —dijo—. No me gusta la idea de que vayamos a la fiesta, porque significa compartirte con otras personas. Estás tan exquisita esta noche que te quiero toda para mí.
—Jeanne me ha dejado este vestido —explicó Alloa sonriendo—. Es la doncella de la señora Derange. Lo hizo para una sobrina, pero al saber que iba a una fiesta me lo ha prestado. La gente es muy buena.
—Porque tú también lo eres. Se cosecha lo que se siembra, como tu padre debe haberte dicho muchas veces.
—Sí, con mucha frecuencia —contestó ella.
Sus ojos se nublaron de tristeza al pensar que Dix estaba sembrando algo que produciría una cosecha muy peligrosa.
Como si hubiera leído sus pensamientos, él preguntó:
—¿Ya has escrito a tus padres? Ella titubeó un momento antes de decirle la verdad. —No, todavía no lo he hecho. ¿Te das cuenta de que ni siquiera sé cómo te llamas? ¿Cómo puedo escribir a mis padres diciendo que voy a casarme con un hombre del que sólo sé el apodo y que nunca me ha dicho la verdad sobre sí mismo?
—Yo sabía que me ibas a reprochar eso tarde o temprano —comentó Dix con amargura.
Alloa apoyó una mano en el brazo de él. —No quiero ser cruel— dijo ella—. Pero debes comprender lo difícil que todo esto resulta para mí.
—Ya te he dicho que no soy digno de ti. Tal vez lo mejor que podrías hacer sería negarte a verme, olvidarme, echarme de tu vida.
—¡No! Ya te he dicho que te amo. Pero también quiero a mis padres. Tengo que pensar en ellos y en sus sentimientos. No les va a ser fácil comprender que su única hija va a casarse con un… Alloa iba a decir desconocido, pero Dix la interrumpió.
—¡Con un ladrón! Eso es lo que piensas, en el fondo de tu corazón, ¿verdad? Eso es lo que tú me consideras. Alloa estaba pálida.
—Te amo, seas lo que seas —dijo, mirándole a los ojos—. Si pudiera estar seguro de eso. Si tuviera la certeza de que tu amor es lo bastante grande como para que me aceptes tal y como soy.
—Es imposible medir el amor —dijo Alloa con voz suave.
—También es algo que cambia con mucha facilidad —comentó Dix con amargura—. Tu puedes creer que amas a alguien hoy, y mañana tus sentimientos pueden ser muy diferentes.
—Nunca había amado a nadie antes, pero no creo que lo que siento por ti cambie nunca, excepto para hacerse más profundo y más intenso.
Dix no contestó. Después de un momento ella añadió:
—Si no quieres creerme, no hay nada que yo pueda hacer para convencerte.
Los brazos de él la rodearon.
—¡Mi amor, soy muy duro contigo! —exclamó—. Pero es que deseo estar muy seguro de ti. ¡Tengo tanto miedo de perderte! No puedo creer que una muchacha tan hermosa, tan perfecta, tan buena como tú me ame. Por eso me atormento y te torturo poniendo en duda cuanto dices y cuanto haces. Perdóname y dime una vez más que eres mía.
Los labios de él estaban muy cerca de los suyos y no hubo necesidad de decir nada.
Se entregó sin reserva al éxtasis de sus besos, al fuego que se había encendido súbitamente en ambos.
—¡Te amo! ¡Te amo! —murmuró Dix contra su boca.
Le abrazó con mayor fuerza, la estrechó contra su pecho hasta que ella casi no podía respirar.
Al fin Dix la soltó.
—Para mí eres como una bebida que se sube a la cabeza —dijo con voz temblorosa—. Te quiero, te deseo. Quiero estar a solas contigo. ¡Casémonos pronto, amor mío!
—Yo también quiero casarme contigo —contestó Alloa—. Pero primero debo decírselo a mis padres.
A su pesar sintió que una barrera se levantaba entre los dos y comprendió que Dix estaba pensando en lo que diría a sus padres.
—Les escribiré esta misma noche —murmuró.
—Supongo que lo harás mañana por la mañana —sonrió Dix—, porque esta noche vamos a llegar muy tarde.
—¿No vas a decirme dónde vamos? —preguntó Alloa.
—Voy a presentarte a mis amigos. Es una fiesta muy especial y me han permitido llevarte sólo porque les he dicho que vamos a casarnos. Como ya te he dicho ellos son mis verdaderos amigos. Te contaré quiénes son, antes de que lleguemos, pero primero bésame.
Ella se volvió hacia él, pero, por un momento, no la tomó en sus brazos. En cambio, la miró a los ojos, iluminados por la luz rojiza del crepúsculo.
—¿Cómo puedo estar seguro de ti? —preguntó en voz baja, como si hablara consigo mismo.
Antes de que ella pudiera contestar, inclinó la cabeza y apresó sus labios con los suyos. Una vez más, al unir sus bochas se olvidaron de todo. Alloa tenía la cabeza echada hacia atrás. El la atrajo hacia sí.
Repentinamente, Dix la soltó y ella volvió a la realidad. Pero en el fondo de su corazón, porque le amaba, porque sus besos le habían producido un éxtasis más allá de las palabras, supo que nunca volvería a ser la misma.
Y debido a esto, su instinto le dijo lo que él necesitaba y quería de ella. Con cierta timidez, levantó una mano y acarició la mejilla de él.
—Te amo y confío en ti —dijo—. Dime sólo lo que tú quieras que sepa. No haré ninguna pregunta.
Comprendió, por la luz repentina que iluminó sus ojos, que había dicho lo que él deseaba oír. Dix retiró sus brazos de ella y dijo:
—Entonces, siéntate lo más lejos posible de mí. Si no, no podré decirte nada, porque lo único que querré será besarte.
Ella sonrió, pero le obedeció.
—¿Cuántos años tenías cuando estalló la guerra? —le preguntó él de forma inesperada.
—En 1939 yo tenía tres años —contestó Alloa.
—Yo tenía once —dijo Dix—. Recuerdo muy bien todo el furor que causó. La gente no hablaba de otra cosa. Todos los hombres del pueblo que yo conocía, fueron llamados a filas. Pero la guerra no me afectó a mí hasta 1940, cuando Francia cayó y los alemanes avanzaron sobre París.
Hizo una pausa, sacó su pitillera y encendió un cigarrillo.
—En 1940 —continuó Dix—, sucedieron cosas que cambiaron mi vida por completo. Estábamos, desde luego, bajo el gobierno de Vichy. Esta parte de Francia no estaba ocupada. Pero mis amigos que vivían en Biarritz y en sus alrededores estaban decididos a participar en la guerra de manera más activa que como simples colaboradores.
Suspiró y por un momento pareció perderse en sus recuerdos.
—Supongo que yo era un chico muy precoz. No recuerdo haber jugado con niños de mi edad. Siempre andaba en compañía de adultos. Solía escapar de mi casa para ir a conversar con los tenderos y hacer amistad con los pescadores, o para intercambiar opiniones con los camareros de los cafés. Pronto supe que se estaba planeando algo entre un grupo selecto de hombres y mujeres que amaban a Francia. Estaban decididos a llegar a París. Casi todos tenían familiares o amigos en la capital y pensaron que podían formar un grupo de resistencia. Yo decidí ir con ellos.
—¡Pero eras demasiado pequeño! —exclamó Alloa—. Tenía doce años de edad, pero era mucho mayor en cuanto a astucia y determinación. Yo era amigo de todos los que iban, así que hablaban abiertamente delante de mí. Me enteré del día en que tenían planeado marcharse, de qué manera iban a viajar y dónde se encontrarían al llegar a París. Todos se daban cuenta de que cuanto antes pusieran en marcha su plan, sería mejor. El gobierno de Vichy enviaba nuevas instrucciones y reglas todos los días. Los franceses sabíamos que antes de mucho tiempo no podríamos movernos de un lugar a otro sin permiso especial.
—Supongo que todo debió estar en un grado terrible de confusión.
—Al principio así fue, desde luego. Pero el mariscal Petain pedía a la gente que permaneciera donde estaba y ofreciera colaboración pasiva a los invasores. Se estaba preparando para imponer por la fuerza lo que por el momento parecía sólo un simple ruego por su parte.
—¿Y qué pasó? —preguntó Alloa, impaciente.
—¡Me escapé de mi casa y me fui con mis amigos a París! —dijo Dix—. Mis padres jamás me perdonaron. Supongo que, en cierta forma, fue una actitud muy cruel por parte de mi padre, pero yo estaba ansioso de hacer algo por Francia.
—¡Pero eras demasiado joven! —repitió Alloa.
—Creo que fue mi juventud la que me dio el valor necesario —contestó Dix—. Desde luego, yo no les dije a mis amigos que iba con ellos. No me hubieran llevado. Habrían comunicado a mis padres mis intenciones —se echó a reír—. Pero fui más astuto que todos. Salieron de aquí una noche lluviosa y fría. Yo los seguí, procurando que no me vieran, hasta que estuvimos como a ochenta kilómetros de Biarritz. Entonces me presenté y comprendieron que era demasiado peligroso hacerme volver. Trataron de convencerme de que regresara pero yo me negué a hacerlo. Les dije que si no me llevaban con ellos, iría solo hasta París y establecería mi propio movimiento de resistencia, sin ayuda de nadie. Los convencí de que yo era capaz de organizar una cosa así, y decidieron permitir que me uniera a ellos.
—¿Y tus padres? —preguntó Alloa.
—Yo los enviaba noticias de vez en cuando. Pero, por supuesto, no me atrevía a decirles dónde estaba. Cuando terminó la guerra, volví a casa.
—Tu madre debió sufrir mucho.
—Supongo que sí —admitió Dix—. Mi padre murió el ultimo año de la guerra y mi madre me dijo que jamás me había perdonado, ni siquiera cuando le comunicaron que se estaba muriendo.
—¡Qué extraordinarias son algunas personas! —exclamó Alloa—. No me puedo imaginar a un padre que no sea capaz de perdona; a su hijo, por grave que haya sido el crimen que haya cometido.
—Creo que mi padre me tenía un gran cariño. Pero a él le importaba mucho más que el cariño la buena conducta.
—No debiste huir de tu casa.
—Sí, lo sé —reconoció Dix—. Pero ¿qué otra alternativa tenía? ¿Quedarme sentado en Biarritz sin intervenir para nada en guerra? ¿Dejar que los alemanes invadieron Francia y esperar a que os ingleses y los norteamericanos nos liberaran?
—Puedo comprender tus sentimientos, pero eras sólo un niño.
—Por esa razón resulté más útil. Un niño podía hacer cosas que un hombre no se atrevería a hacer. Yo era pequeño y rápido. Podía destrozar neumáticos, quitar válvulas, robar llaves de los automóviles y hacer muchas cosas molestas bajo las narices mismas de los alemanes, mientras ellos buscaban un hombre adulto. Les hizo mucho daño y les quité muchas cosas que les eran necesarias.
—Así fue como empezaste a robar —dijo Alloa sin pensar.
En el momento mismo en que terminó de decir esas palabras, se llevó las manos a la boca con expresión consternada.
—Sí, así fue como aprendí a robar —asintió Dix con una sonrisa cínica.
—No he querido decir eso —se apresuró a aclarar Alloa—. Ha sido muy poco considerado por mi parte.
—¿Por qué vas a disculparte? Cuando me conociste, pensaste que yo era un ladrón, y nada de lo que has visto hasta ahora te ha demostrado lo contrario. Te confieso que el automóvil que iba conduciendo cuando te salvé de las desagradables atenciones de ese tipo, en las afueras de Alencon, era un vehículo robado. Yo no lo había robado, pero era robado.
—¡Oh, Dix!
—Tienes razón. Aprendí a robar para convertirme en una pesadilla para los alemanes. Sí, fui útil, muy útil a nuestra gente… y una verdadera tortura para los alemanes.
—Creo que fuiste muy valiente.
—Pienso que yo era demasiado joven para apreciar el peligro. Ahora me doy cuenta de los riesgos que corrí y comprendo lo que habría sucedido si me hubieran cogido.
—Pero, no habrían sido muy drásticos contigo… eras sólo un niño, ¿no? —exclamó Alloa.
—No sabes la clase de hombres que eran los nazis. Vi como mataban a balazos niños menores que yo porque los habían sorprendido espiando. Vi mujeres después de haber sido torturadas por la Gestapo. No ofrecían un espectáculo agradable, te lo aseguro.
—¿Y continuaste haciendo eso durante toda la guerra, a pesar de lo que habías visto? —preguntó Alloa asombrada.
—No permanecí en París todo el tiempo —contestó Dix—. Nuestro cuartel general estaba allí y siempre volvía. Durante el último año de la guerra, en 1945, estuvieron a punto de cogerme. Esta noche vas a conocer a la mujer que me salvó la vida.
Alloa sintió celos ante el calor que reflejaba la voz de Dix, ante la sonrisa de sus labios.
—Es la única persona, esta noche, cuyo nombre vas a conocer —continuó diciendo Dix—. La conocen como Mere Blanchard. Cuando la guerra terminó, no sólo fue condecorada con la Legión de Honor de Francia, sino también con una condecoración inglesa.
—¿Quieres decir que a las demás personas no se les conoce por su nombre?
—No, sólo por su número.
—Por eso te llamas Dix… diez en francés.
—Así es. Desde que salí de aquí en 1940, hasta que volví cuando terminó la guerra, fui conocido sólo como Dix. ¿Te das cuenta de por qué, por lo que a mí se refiere, mi otro nombre no tiene importancia?
—Sí, lo entiendo —dijo Alloa.
—Mere Blanchard tiene una pastelería aquí, en la calle principal. Su hermana tenía una en París. Allí es donde se fue en 1940. Era una pastelería insignificante, situada en una calle lateral. Pero para nosotros era un hogar. Significaba comodidad, un momento de descanso y de paz, que nos liberaba del terror y los sufrimientos del exterior.
—¿Por qué los alemanes no sospecharon de ella? —preguntó Alloa.
—Porque los mensajes eran llevados y traídos por niños —comentó Dix—. Ni siquiera los alemanes sospechaban que un niño de cuatro o cinco años, que entraba en una pastelería con una moneda de cinco dólares en la manita, llevaba un mensaje. A cambio, recibía una bolsita de caramelos. No había nada sospechoso en eso, aunque en el interior de la bolsita había escrito también un mensaje.
—¡Qué idea tan buena! —exclamó Alloa.
—Corrimos riesgos enormes —contestó Dix—. Una vez un aviador inglés pasó toda la noche en el tejado bajo una gran nevada. Estaba casi congelado cuando pudimos bajarle, pero sobrevivió y un mes más tarde ya estaba en Inglatetra, volando con su escuadrón.
—Creo que fue maravillosa la labor que hicisteis. Sobre todo tú, que eras tan pequeño.
—¡Tonterías! —contestó Dix—. Yo sólo ayudé a los que eran el cerebro del asunto. Pero quería que supieras la clase de gente que vas a conocer esta noche y las cosas que han hecho.
—Me sentiré muy orgullosa de conocerlos —dijo Alloa con suavidad.
—Organizan una fiesta una vez al año. En esa ocasión, volvemos a ser como éramos en la guerra… simples camaradas. Nuestra única identidad, es nuestro número. Sólo Mere Blanchard sigue siendo Mere Blanchard. Todos los demás somos: Un, Deux, Trois… Dix… Cinquante, etcétera. Faltan los números de quienes murieron por la causa.
—Me siento avergonzada por no haber hecho nada digno en mi vida —dijo Alloa.
—Para mí has hecho la cosa más grande que alguien haya podido hacer: amarme —contestó Dix.
Se inclinó para besarle la mejilla y, en seguida, puso el automóvil en marcha.
—Vamos a llegar tarde —dijo—. Pero quería explicarte las cosas, para que no fueras a pensar mal.
—¿Dónde está la fiesta?
—En el sótano de una casa, en las afueras de la ciudad. Por razones obvias, nadie menciona el nombre de su dueño; él, también, es uno de los nuestros.
Emprendieron el camino y cuando llegaron estaba oscureciendo, pero Alloa pudo ver un castillo grande e imponente.
Dix dejó el automóvil en el sendero de entrada. Después dio la vuelta a la casa y condujo a Alloa de la mano, hacia una pequeña entrada. La escalera daba a una puertecilla, la cual, en esos momentos, estaba abierta.
—Esta puerta siempre estaba cerrada en tiempo de guerra —explicó Dix—. Nosotros llamábamos en clave y alguien la abría desde el interior.
Los escalones que conducían al sótano estaban sumidos en la oscuridad, pero en cuanto llegaron al fondo, vieron linternas colgadas en el techo de un pasadizo de piedra que llevaba a una puerta iluminada, de donde provenían risas y voces.
Dix cogió del brazo a Alloa para ayudarla a bajar y después para guiarla hacia la habitación donde estaban reunidos los demás. Era una amplia caverna, al fondo de la cual se veían los arcos que, sin duda, conducían a los sótanos de la casa. El lugar estaba decorado en alegres colores y había sillas cómodas, mesas y numerosas personas. En cuanto Dix y Alloa aparecieron, los asistentes lanzaron un grito de alegría.
—¡Dix! ¡Dix! ¡Bienvenido! ¡Te estábamos esperando!
Todos avanzaron hacia ellos.
Por fin Alloa pudo ver lo que la rodeaba. Los amigos de Dix formaban un grupo extraño y heterogéneo. Había pescadores con jerseys de cuello alto y gruesos pantalones; hombrecillos muy bien arreglados, calvos, con bigotes teñidos, que, sin duda alguna, debían ser tenderos, barberos o boticarios.
Había mujeres del pueblo, con chales negros sobre los hombros, y elegantes mujeres vestidas a la última moda.
En el centro de la habitación, sentada en una silla de alto respaldo, que parecía un trono, estaba una mujer que Alloa supuso que era Mere Blanchard.
Era tal y como ella esperaba: muy gorda, con ojos alegres, pelo blanco y una risa profunda que parecía invitar a todos a reír con ella.
—Así que ésta es tu futura esposa, mi queridísimo y pequeño Dix —dijo con voz ronca por la emoción—. ¿Se da cuenta del chico malo que se lleva por marido?
—Ya le he advertido —contestó Dix con ojos muy brillantes.
—Es un chico muy malo, pero todos le queremos mucho —dijo Mere Blanchard, volviéndose hacia Alloa—. Me alegro de que se case. Tal vez ahora siente la cabeza y empiece a portarse bien.
—No la asustes, por favor —contestó Dix.
—Eres tú quién debía estar asustado —replicó Mere Blanchard—. Una esposa te obligará a portarte bien. Creo que ya es hora de que dejes de ser un chico malcriado como has sido hasta ahora.
—Como puedes ver, es muy severa conmigo —dijo Dix a Alloa. Alguien dio un vaso de vino a la muchacha. Un hombre con aspecto de aristócrata se sentó ante el piano y tocó tan emotiva y magistralmente, que muchos de los presentes tenían los ojos cuajados de lágrimas cuando terminó de tocar.
Pero también hubo música alegre. Otro hombre se sentó al piano y ejecutó las peticiones que le hicieron de canciones que habían sido populares durante la guerra y que, evidentemente, traían recuerdos a quienes las solicitaban.
—El tocaba en uno de los bares más frecuentados por los alemanes —explicó Dix a Alloa—, aunque sospecharon muchas veces, nunca descubrieron que entendía el alemán tan bien como el francés.
—Ésa fue una de mis hazañas, también —dijo una voz.
Alloa levantó la vista y vio a una mujer muy hermosa, de ojos oscuros y seductores, que sonreía a Dix.
—Fueron tantas tus hazañas, Sept —dijo él con voz tranquila.
—Me alegra que lo recuerdes —contestó ella.
Levantó la vista hacia él al hablar. Sus labios rojos estaban haciendo un mohín y Alloa sospechó que hubo algo entre ellos.
No hubiera podido explicar cómo lo sabía, pero lo intuyó y no pudo evitar compararse con esa atractiva mujer.
—¿Recuerdas —preguntó Sept—, esa noche en Chantilly?
—Lo que recuerdo en este momento es que no te he presentado a mi futura esposa —contestó Dix—. Alloa, ella es madame Sept. Es una persona encantadora y los alemanes disfrutaron mucho con su hospitalidad, sin darse nunca cuenta de lo mucho que revelaban cuando bebían el delicioso vino que ella les ofrecía.
—Haces que mis hazañas suenen banales, Dix —dijo madame Sept con voz quejumbrosa.
—No, espero estarte presentando como la mujer generosa que eras… y que sigues siendo —contestó Dix.
Sus ojos se encontraron con los de ella y pareció como si hubiera un desafío y tal vez algo más, que Alloa no comprendió. Madame Sept suspiró.
—Me hubiera gustado haber sido generosa sólo con las personas amadas —dijo—. Pero todos teníamos que cumplir con un deber.
—Hicimos lo que pudimos —contestó Dix—. Ninguno pudo hacer más.
—No, ninguno hubiera podido hacer más —convino ella.
Extendió una mano y él se la llevó a los labios.
—Siempre te estaré agradecido —murmuró Dix.
—Es un triste consuelo —contestó ella.
Sin decir otra palabra, se dio la vuelta y cruzó la habitación para irse a reunir con la gente que estaba alrededor del piano. Alloa la siguió con la mirada y después se volvió hacia Dix.
—Te amó una vez, ¿verdad? —preguntó.
—¿Es una acusación?
Alloa negó con la cabeza.
—No, sólo es la declaración de un hecho —contestó—. Creo que empiezo a comprender cosas que no entendía antes. No es fácil expresarlo con palabras, pero pienso que un hombre debe probar muchas cosas antes de saber con exactitud lo que quiere de verdad. —Te estás volviendo muy sabia— observó Dix en tono suave —ésa es otra de las razones por las que te amo.
Ahora estás seguro respecto a mí, ¿verdad?
—Muy seguro —respondió con firmeza—. Tú eres lo que he buscado siempre.
Alloa se sintió reconfortada. Cuando alguien se llevó a Dix para bebieran juntos un trago en recuerdo de viejos tiempos, Alloa cruzó la habitación para ir donde estaba Mere Blanchard.
Levantó la vista al ver que Alloa se acercaba y extendió la mano.
—Ven a charlar conmigo, pequeña —dijo—. Eres inglesa, ¿verdad? ¿Crees que serás feliz en Francia?
—Yo creo que seré feliz en cualquier parte, mientras pueda estar con Dix —contestó Alloa.
—¡Eso me parece bien, muy bien! —exclamó Mere Blanchard con deleite—. Ésa es la respuesta que quería oír.
—Dix me ha contado cómo se fugó de su casa cuando era un niño y se fue con ustedes a París. Me alegro de que le cuidara usted.
—El necesitaba ser cuidado —dijo Mere Blanchard con una sonrisa—. Era terrible, incontrolable. Corría riesgos que nadie, con sus cinco sentidos, hubiera corrido. Pero, porque era Dix, salió ileso de todos ellos. El siempre hace lo que quiere. Descubrirás eso cuando te cases con él.
Alloa se estremeció. Sabía que en el fondo esperaba conseguir que Dix cambiara, que le convencería de que dejara la vida que llevaba para que siguiera un camino honesto, por aburrido que le pareciera.
—Pero no te preocupes —le dijo Mere Blanchard—. El tiene un corazón de oro y está siempre dispuesto a ayudar a los demás.
—Yo quiero ayudarle —dijo Alloa.
Mere Blanchard la miró.
—Podrías hacerlo si le amas lo suficiente —señaló—. Él te ama. Tú puedes mantener vivo ese amor amándole y dándole lo que siempre le ha faltado.
—¿Qué? —preguntó Alloa.
—Un hogar —contestó Mere Blanchard.
—Pero él tenía uno. Huyó de él para irse con ustedes.
—Yo me refiero a un hogar real. Cuatro paredes, ladrillos y cemento no constituyen un hogar, y jamás te dejes llevar por esa idea. Los padres de Dix nunca le amaron, ni trataron de comprenderle. Ellos querían que él los obedeciera, que se adaptara a la idea que ellos tenían de cómo debía ser.
La anciana suspiró profundamente.
—Él era un rebelde… siempre ha sido un rebelde —continuó—. No puedes meterle en un molde cuadrado y decirle que tome esa forma. Dix será siempre él mismo y nada más. Pero aun así, insisto en que necesita un hogar y que el tipo adecuado de hogar será su salvación.
—Gracias por decírmelo —dijo Alloa con voz muy suave.
Levantó la vista para recorrer el salón y vio que Dix la estaba buscando.
Ella se puso de pie. Se olvidó de Mere Blanchard, y del resto de la concurrencia, excepto de Dix. Él la quería a su lado eso era suficiente. Cuando Alloa llegó, donde él estaba, Dix la cogió del brazo.
—¿Nos vamos? —le preguntó él.
—¿Sin despedirnos? —preguntó Alloa.
—No es conveniente que nos vean salir. Eso siempre rompe el ritmo de una fiesta.
La ayudó a subir los escalones y la condujo hacia el automóvil.
Cuando llegaron a él y se encontraron juntos en el interior, él la abrazó apasionadamente.
—Hace mucho tiempo que no te beso —dijo—. ¿Qué me has hecho que hasta mis amigos me parecen una pérdida de tiempo, cuando podría estar a solas contigo, Alloa? Tú eres ahora mi vida entera.
La besó, pero después de un momento, ella se separó de él.
—Tengo algo que decirte, Dix —dijo ella—. Nos vamos mañana. Vamos a estar en el campo.
—Pero ¿cómo te veré? —le preguntó.
—No lo sé. No sé qué hacer. Había pensado en negarme a ir, pero la duquesa insistió en incluirme en la invitación.
—¿La duquesa?
En la semioscuridad del automóvil, a Alloa le pareció que Dix enarcaba las cejas.
—Sí, la duquesa de Rangé—Pougy. No te he dicho la razón por la que estamos aquí en Biarritz.
—Yo estaba seguro de que debía haber una razón —dijo él con una leve sonrisa.
—Te lo diré ahora, porque sé que puedo confiar en que no dirás nada de esto a nadie. Estoy muy preocupada por algo que he hecho.
—¿Algo malo? —preguntó él y ella notó la risa que había en su voz.
—No lo sé. ¿Acaso no es malo meterse en las vidas ajenas?
—No en la forma en que tú lo haces —dijo él y besó su mano.
—Por favor, quiero que me digas si he hecho bien o mal. No puedo dejar de pensar en que Steve Weston debe estar cruzando el Atlántico… y yo no sé si debo ir al aeropuerto y decirle que vuelva a los Estados Unidos.
—¿Quién es Steve Weston? ¿Qué dices, mi amor? Si me cuentas todo desde el principio podré entenderte.
—Muy bien, te lo diré. Todo empezó en Londres cuando me enteré de que la señora Derange estaba planeando que Lou se casara con el duque de Rangé Pougy.
—¿Y la señorita Lou está de acuerdo con el arreglo? —preguntó Dix.
—Ahí está el problema —dijo Alloa con un suspiro—. Cuando estábamos en Londres parecía muy de acuerdo con la idea, pero hoy ha sabido por primera vez que el duque es un inválido.
—¿Ella no lo sabía?
—No, por supuesto que no. La señora Derange le había mentido, asegurándole que era un hombre apuesto y atractivo. Sin embargo, esta mañana Lou ha abierto un periódico y le ha visto bajando de un avión en una silla de ruedas.
—¿Y qué ha dicho?
—Se ha puesto histérica y se ha enfadado con su madre. Jura que no está dispuesta a aceptar el arreglo. Desde luego, iba a ser un matrimonio por conveniencia, en el cual ella iba a obtener un título y un maravilloso castillo. No te había hablado de eso, pero lo fuimos a conocer ayer.
—¿Y qué papel juega Steve Weston en todo este asunto?
—El estaba enamorado de Lou antes de que ella viniera a Inglaterra, y creo que ella también estaba enamorada de él. En realidad, creo que sigue amándole… y… oh, esto es lo que me asusta. Yo le he llamado por teléfono y le he dicho que viniera.
Dix echó hacia atrás la cabeza y dejó escapar una carcajada.
—No te rías de mí —protestó Alloa con voz airada.
Él la rodeó con sus brazos.
—Mi amor, no me estoy riendo de ti, sino del tono trágico de tu voz. Por supuesto que has hecho lo correcto. Steve Weston llegará, tomará a Lou en sus brazos y una vez más el amor triunfará.
—¿Tú lo crees? ¿Qué pasará si se pone furiosa al verle y le manda con cajas destempladas de vuelta a su casa, como hizo en Londres?
—Es un riesgo que cualquier hombre enamorado estaría dispuesto a correr. Hablo con conocimiento de causa, porque yo también estoy enamorado —bajó la vista y la miró con ternura.
Ella se apartó de sus brazos y volvió la cabeza hacia otro lado.
—¿Y qué me dices de nosotros? Mañana nos vamos al castillo. No podré verte.
—¡Claro que me verás! ¿Tú crees que las paredes de un castillo son capaces de mantenerme lejos de ti?
—Pero, tú no debes ir a ese lugar.
—¿Por qué no?
—Porque sería peligroso. Podrían descubrirnos.
—¿Por qué? —preguntó él—. ¿Acaso es diferente de cualquier otra casa? Debe tener puertas y sin duda las cerraduras deben estar por dentro.
—¡Oh! ¿No te das cuenta? Es muy difícil. Es un lugar tan grande que me perdería si tratara de salir de él.
—Yo me enteraré de donde está tu habitación y me oirás silbando al pie de tu ventana —dijo Dix riendo.
—No creo que debamos hacer eso —observó Alloa titubeante.
—¿Qué te pareció el castillo? Impresionante, ¿verdad?
—Es el lugar más hermoso que he visto en mi vida.
—Háblame de él.
—No sé como empezar a describírtelo. Nunca he visto tapices, cuadros y muebles tan extraordinarios que debían estar en un museo, y sin embargo, armonizan perfectamente en una casa particular.
—Todo eso suena muy pomposo.
—No, no lo es… al menos, no me pareció así. Había algo en la casa que me hizo sentir como si yo también perteneciera a ella; es una atmósfera que, a pesar de su grandeza, su antigüedad y su lujo, tiene un ambiente hogareño, en un lugar donde la gente ha vivido, ha amado y ha muerto.
Hizo una pausa y lanzó un leve suspiro como si recordara algo especialmente maravilloso. Después prosiguió:
—Los cuadros del gran salón, la colección de cajitas de rapé que había en la antesala que conduce a él… todo es exquisito y hermoso.
—Tienes que hablarme de todo eso —dijo Dix—. Tal vez, hasta podrías enseñármelo.
—Pero… ¿cómo podría yo?… —empezó a decir, pero de pronto guardó silencio.
Una oscura sospecha invadió su mente. ¿Por qué estaba tan interesado? ¿Por que quería saber todo sobre el castillo? ¿Por qué parecía tan feliz de que ella fuera a él cuando estaba tan retirado de Biarritz?
Tal vez ella se puso un poco rígida ante aquellos pensamientos o quizá la intuición de él era muy profunda, pero de cualquier modo, Dix pareció adivinar lo que ella pensaba.
—¿Así que eso es lo que ahora sospechas de mí? —preguntó él con aspereza.
Ella se volvió para mirarle y vio una expresión sombría en su rostro.
—¡No! ¡No! —exclamó extendiendo sus manos hacia él.
—Eso es lo que estabas pensando —dijo él inflexible—. Y tú lo sabes. No confías en mí.
—No es verdad —protestó Alloa.
—Si lo es —continuó él—. ¿Crees realmente que mi amor por ti es tan miserable para involucrarte en un robo? ¡Oh, Alloa, y yo que te creía diferente!
—Lo soy. Quiero decir… Oh, Dix, ¿por qué me tratas así, por qué me dices esas cosas? Yo no entiendo.
—Creo que sí entiendes.
Él puso en marcha el automóvil y se alejaron. Ella comprendió con tristeza que la llevaba al hotel por el camino mas corto y rápido.
—Por favor Dix —suplicó—. Comprenden.
—Comprendo muy bien.
Se detuvo junto a la entrada que conducía al patio del hotel. Alloa se volvió hacia Dix.
—Dix, por favor, no te enfades conmigo —suplicó.
—No estoy enfadado.
—Entonces estás herido, que es peor. ¡Oh, Dix! ¿No comprendes? Yo quiero confiar en ti, confío en ti, y, sin embargo…
—Y, sin embargo —terminó él—, tu mente tira de ti hacia un lado, mientras tu corazón lo hace al lado contrario. Pobre pequeña Alloa. No puedes evitarlo, y yo no puedo ayudarte tampoco.
—¿Qué quieres decir? —preguntó aterrorizada.
—Quiero decir… no has escrito esa carta todavía a tus padres.
El bajó del automóvil al decir eso, se dio la vuelta y abrió la puerta para que saliera.
A ella no le quedó más remedio que bajar. Levantó la vista suplicando hacia él.
Dix no la abrazó. Sólo se llevó una mano a los labios. Y, antes de que ella pudiera rogarle que se quedara, que hablaran un poco más, él había vuelto al automóvil.
—Métete, Alloa, vas a resfriarte —le ordenó.
—¡Dix! ¡Espera un momento! Por favor… Dix…
Antes de que terminara de hablar él se había puesto en marcha. Vio el automóvil pasar a su lado y desaparecer colina abajo.
Alloa sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero pensó que no debía llorar allí fuera, por lo que dio la vuelta y corrió hacia el hotel.