Capítulo 11
Alloa despertó cansada y triste. Las sombras oscuras que había bajo sus ojos, al igual que su rostro pálido, eran evidencia de la mala noche que había pasado.
«¿Cómo pude ser tan tonta?», se preguntó por milésima vez. «¿Cómo pude permitir que Dix se diera cuenta de lo que estaba pensando? ¿Y por qué fui tan ciega al pensar esas cosas de él?».
Le pareció como si sus sospechas respecto a él fueran ajenas a ella. Eran como pequeños demonios que estaban siempre al acecho, tratando de arrebatarle su felicidad y la fe en que debía estar asentado su amor por Dix.
¿Por qué no podía confiar en él? ¿Por qué no podía creer que, aunque fuera contrabandista de coches y un pillo en muchos sentidos, jamás la utilizaría a ella como cómplice de su deshonestidad?
Recordaba su cara ensombrecida por la furia. Podía sentir todavía la rigidez de sus dedos cuando levantó su mano y sintió el roce muy leve, casi formal, de sus labios.
¡Qué diferente a los besos apasionados que le había dado en otras ocasiones!
—¡Oh, Dix, Dix! —murmuró en voz alta y las lágrimas volvieron a sus ojos.
Llamaron a la puerta y le llevaron el desayuno a la cama.
Por primera vez desde que llegó a Francia, los dorados y frescos croissant no despertaron su apetito, ni el fragante olor del café la hizo levantar la cabeza de la almohada.
Permaneció inmóvil, recordando de nuevo todos los incidentes de la noche anterior y preguntándose si no volvería a ver nunca más a Dix.
Un sollozo la sacudió y en ese momento sonó el teléfono. Se incorporó y lo cogió, con el corazón palpitante.
—¿Hola?
—¿Eres tú, Alloa? —dijo una voz femenina.
—¡Oh, hola, Lou!
—Ven a mi habitación, ¿quieres? Estoy despierta y quiero hablar contigo.
—Muy bien.
Alloa colgó el auricular. Mientras se vestía y se peinaba rápidamente, pensó que había tenido esperanzas de que la llamada fuera de Dix. ¿Y si nunca volvía a saber de él?
No se atrevió a pensar en lo que eso significaría, por lo que, tratando de sobreponerse a su propia desesperación, cogió una libreta y un lápiz y se dirigió a la habitación de Lou.
Lou estaba recostada contra las almohadas.
—¿Te he llamado demasiado temprano? —preguntó al ver entrar a Alloa.
—No.
—Necesitaba hablar con alguien. Y tú sabes que no me habló con mamá.
—¡Pobre señora Derange! —exclamó Alloa llena de piedad.
—No tienes por qué compadecerla. Se ha portado muy mal conmigo y ella lo sabe. Cree que cuando vea al duque decidiré que es un trago digno de pasarse a cambio del castillo.
—¿Y tú qué opinas? ¿Vas a casarte con él?
—No lo sé. Todo depende de él. Tal vez no esté tan mal como aparece en la foto. Quizá posea un gran encanto personal, una brillante inteligencia, hasta es posible que su invalidez no sea permanente. Hay muchas probabilidades, ¿no crees?
—Oh, Lou. No hagas nada precipitado. Eres muy joven todavía y es tu vida entera la que está en juego —le aconsejó Alloa.
Lou la miró y sonrió de pronto.
—Lo sé, Alloa, y no voy a hacer nada, te lo aseguro, hasta no haber pensado bien las cosas. Mamá va a tratar de meterme prisa, pero no voy a permitir que lo haga. Tomaré mi decisión con calma.
—¡Bien por ti! Pero ten cuidado. Temo que podrían comprometerte sin que te dieras cuenta, y que en el momento menos pensado, te veas obligada a decir cosas que no quieres.
—Sí, comprendo muy bien lo que quieres decir —dijo Lou con toda sinceridad—. Si las cosas se pusieran demasiado peligrosas, siempre puedo huir. Puedo volver a los Estados Unidos.
—Sí, por supuesto —contestó Alloa.
Se dirigió a la ventana para mirar hacia afuera, pensando en Steve Weston. Una vez más se arrepintió de haberle llamado. Tal vez estaba equivocada y Lou no le amaba de verdad.
—¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntó Alloa, tratando de distraer su atención.
—Bueno, hasta donde yo sé, esta tarde nos vamos al castillo. La idea de mamá es que debemos llegar a tiempo de cambiarnos para la cena. Alguien le dijo en una ocasión que es la hora más correcta para llegar cuando invitan a alguien como huéspedes a una casa.
—¿Qué vas a hacer hasta entonces? —preguntó Alloa.
—Bueno, pensaba ir a nadar un rato esta mañana —contestó Lou—. Además, existe la posibilidad de que me invite a comer un francés fascinante que conocí anoche. Dijo que trataría de llamarme, pero que lo más probable era que estuviera ocupado.
—¿No fue un poco grosero por su parte decir eso?
—En realidad no. ¿Sabes? Está aquí para hacer un trabajo respecto a algo muy emocionante, según me contó anoche. Pertenece a la Súreté y lo han enviado aquí para coger a una banda de contrabandistas. Suena un poco a novela del siglo XVIII, ¿no te parece?
—¡Una banda de contrabandistas! —Las palabras brotaron de los labios de Alloa como un susurro.
—Sí. Me ha dicho que no se lo dijera a nadie, pero decírtelo a ti no importa. Han estado metiendo muchos automóviles de contrabando en España.
—¿Y la policía lo sabe?
—Sí, han estado haciendo investigaciones desde hace algún tiempo. Y parece que han descubierto que se llevan los coches en barco.
—¿Sabe… tu amigo… quiénes son? —preguntó Alloa.
—Bueno, me imagino que sí. No me ha dicho los nombres, por supuesto, pero aparentemente tienen a la banda cercada y van a caer sobre ella en cualquier momento.
—¿Te ha dicho dónde van a cogerlos?
—Bueno, yo deduzco que va a ser aquí, en Biarritz. Supuestamente son bastantes hombres y quieren detenerlos a todos al mismo tiempo.
—¿Qué más te ha dicho?
—Oh, creo que eso es todo. Ha dicho que llevaban tiempo esperando este momento… que han estado jugando con ellos como el gato juega con el ratón. Y ahora piensan caer sobre ellos y sorprenderlos con las manos en la masa, por decirlo así…
—A todos… —repitió Alloa en un murmullo.
—¿Qué te sucede, Alloa? Estás muy pálida. Parece como si te fueras a desmayar. ¿Quieres que te dé algo?
—No, no, no te preocupes. Me duele un poco la cabeza, eso es todo.
—¿Por qué no te recuestas un rato? ¿No quieres que llamemos al médico?
—No, es una cosa pasajera. Y tienes razón, voy a subir a descansar un rato.
Se dirigió hacia la puerta y la abrió.
—Espero que te mejores —le dijo Lou.
Cerró y echó a correr hacia su habitación. Ya dentro de ella, se llevó las manos a la cara murmurando:
—¡Dix! ¡Dix!
Debía salvarlo. Debía prevenirle. Pero Biarritz era una ciudad muy grande. Ella tenía que encontrarle, pero ¿dónde o cómo?
De pronto recordó algo… Mere Blanchard tenía una pastelería en la ciudad, eso es lo que Dix le había dicho, y sin duda ella sabría dónde estaba.
Alloa salió corriendo de su habitación. No quiso perder el tiempo esperando el ascensor, sino que bajó los dos tramos de escalera, para llegar al vestíbulo. El portero estaba de pie bajo el pórtico de entrada.
—Por favor, ¿podría decirme dónde está una pastelería cuya dueña es conocida como Mere Blanchard? —le preguntó Alloa en francés.
El hombre la miró sorprendido por un momento, pero después, su rostro se iluminó con una gran sonrisa.
—¿Mere Blanchard? —dijo—. ¡Ah, ella es todo un personaje! No hay nadie en Biarritz que no conozca a Mere Blanchard.
—¿En dónde está su pastelería? —preguntó Alloa.
El portero le indicó la dirección.
A Alloa no le fue difícil encontrar la pastelería de Mere Blanchard. El escaparate estaba lleno de dulces de brillantes colores así como también de deliciosos pastelillos de crema y de chocolate.
Alloa empujó la puerta y entró.
Detrás del mostrador había una niña de unos once años de edad.
—¿Se encuentra Mere Blanchard? —preguntó Alloa jadeante.
—La llamaré, señorita —contestó la niña.
—No, me urge hablar con ella. Déjame entrar contigo —dijo Alloa.
Miró por encima de su hombro y vio que una mujer se había detenido ante el escaparate y que sin duda iba a entrar en la pastelería.
—Iré contigo —insistió Alloa.
Se metió detrás del mostrador y siguió a la niña por una puerta que había en la parte posterior de la tienda.
—Será mejor que diga a mi abuelita que la están buscando —repuso la niña cuando entraron en un pequeño cuarto oscuro, lleno de cajas.
—Avísale pronto. Es muy urgente —dijo Alloa.
La niña se alejó corriendo. Alloa se movió con inquietud de un lado a otro de la pequeña habitación, mirando las cajas de dulces, sin verlas realmente. En lo único que pensaba era en lo que Lou había dicho y en el peligro que en esos momentos corría Dix.
—Mi abuelita dice que puede entrar en la cocina, por favor —le dijo la niña, cuando regresó.
Alloa la siguió por un pasillo, hacia una amplia cocina que se encontraba en la parte posterior de la casa. Mere Blanchard estaba preparando pasta de hojaldre en una mesa.
Mere Blanchard levantó la mirada sonriendo.
Tenía las mangas enrolladas hasta los codos y llevaba un delantal que acentuaba las proporciones de su enorme cuerpo.
—¡Buenos días, pequeña! ¡Qué sorpresa! No esperaba verte tan temprano.
—Madame, necesito hablar con usted a solas. Es muy importante.
Mere Blanchard miró a su pequeña nieta.
—Vuelve a la tienda Louise —le ordenó—. Y no olvides, cuando llegue la señora Lisard, que sus pastelillos están ya listos.
—Sí, abuelita —contestó la niña y salió de la cocina.
Alloa se acercó a la mesa.
—Madame Blanchard —dijo—, ¿dónde está Dix? Tiene que decirme dónde está.
Mere Blanchard dejó el rodillo.
—¿Él no te lo ha dicho? —le preguntó.
—No, pero necesito verle.
—Si él no te ha dicho dónde vive —señaló Mere Blanchard—, es porque no quiere que lo sepas.
—Pero, necesito encontrarle —insistió Alloa con desesperación—. Dix está en gran peligro.
Mere Blanchard enarcó las cejas.
—¡En peligro! ¿Estás segura de eso?
—Muy segura. Y debo prevenirle. Debo decirle que tiene que huir ahora mismo. —Mere Blanchard la miró de forma extraña, pero ella continuó diciendo—: por favor, créame. Dix está en peligro.
Yo sé que usted le ayudó durante la guerra y ahora debe ayudarle de nuevo. No hay tiempo que perder.
Mere Blanchard permaneció pensativa. Después de un momento dijo:
—Escucha, pequeña. Espérale aquí. Mandaré a buscarle.
—¿No cree que sería más rápido si yo fuera personalmente?
—Si él no te ha dicho dónde vive, no sería correcto que yo lo hiciera. ¡Anda, vamos! Le llamaré y cuando esté aquí, podrás decirle lo que quieras.
Abrió otra puerta de la cocina e hizo una señal a Alloa para que la siguiera.
Cruzaron un estrecho pasillo y entraron en una habitación que daba a un pequeño jardín posterior. Era una salita de tipo convencional. Las ventanas estaban cubiertas con cortinas de encaje blanco, los muebles colocados contra las paredes y en el centro había una mesa redonda con un florero.
—Espera aquí —ordenó Mere Blanchard—. Enviaré el mensaje.
—Quisiera que me permitiera ir —insistió Alloa.
—Confía en mí —contestó Mere Blanchard.
«¡Confía en mí! ¡Confía en mí!».
Era lo mismo que Dix le había dicho. Y, sin embargo, pensó Alloa, ella no había podido confiar en él y, debido a eso, le había fallado.
Le aterrorizaba pensar que fuera demasiado tarde para salvarle y empezó a pasearse por la habitación.
Los minutos le parecían horas. Su mente era un caos. ¿Por qué no venía Dix? ¿Estaría muy lejos? Tal vez en este momento le estaban arrestando, o quizá ya se encontraba en prisión.
Hubiera querido gritar por la angustia y desesperación que sentía. De pronto, la puerta se abrió. Ella se dio la vuelta y descubrió a Dix en el umbral.
—¡Alloa! —exclamó él inmediatamente ella corrió a sus brazos, le rodeó el cuello con los suyos y se oprimió contra su pecho—. ¡Mi amor! ¿Qué te sucede?
—¡Oh, Dix! Gracias a Dios que has llegado, tienes que huir… ahora mismo… rápido.
—¿Qué quieres decir? ¿De qué estás hablando?
—Os han descubierto. Os van a arrestar a todos esta mañana.
—¿Quiénes?
—La policía, por supuesto. ¡Oh, no me preguntes cómo lo he averiguado! No hay tiempo de explicaciones. Sólo vete… vete rápido. Tienes automóvil para hacerlo.
Dix la estrechó contra su pecho, después se inclinó y la besó en la boca.
—Te amo —dijo él.
—Oh, Dix, no pierdas tiempo —suplicó Alloa—. Yo te amo, también. Siento mucho lo de anoche, no sabes cuánto lo siento, pero no hay tiempo para hablar ahora. Tienes que huir de aquí, o te arrestarán.
—Mi amor, estás temblando —dijo él—. Y tus manos están heladas. Tienes miedo, ¿verdad? ¿Tienes miedo por mí?
—Sabes que sí. Escúchame, Dix. Tienes que irte.
—Quiero saber porque. Dímelo.
—Lou me ha dicho que conoció anoche a un hombre —contestó Alloa, hablando entrecortadamente—. Está en la Súreté y ha sido enviado a París para arrestar a una banda de contrabandistas. Dice que los han estado vigilando desde hace algún tiempo, pero que han tenido que venir hasta aquí para detenerlos a todos juntos. Van a cogerlos… hoy.
—Qué hombre tan indiscreto es este caballero de la Súreté.
—Debemos estarle agradecidos, porque me ha dado la oportunidad de prevenirte. No sabía cómo comunicarme contigo, hasta que me he acordado de que Mere Blanchard tenía una pastelería en Biarritz. No me ha dejado ir donde tú estabas. Ha dicho que si no me habías comunicado en dónde vivías era porque no querías que lo supiera.
—Y tiene razón. No quería.
—Tenía tanto miedo de no llegar a tiempo. Pero ahora que estás aquí, todo va a salir bien. Ella puede esconderte. Y en la primera oportunidad, puedes escapar de la ciudad. Debes tener mucho cuidado en las carreteras, pueden estar vigiladas. ¿No podrías irte por mar?
—Estás pensando en todo, ¿verdad? —dijo Dix—. Pero te has olvidado de una cosa.
—¿De qué? —preguntó Alloa.
—Que no me voy a ir sin ti.
Ella le miró como si no pudiera creer lo que había oído.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho —contestó él—. ¿Crees que quiero huir y vivir en la oscuridad, sin ti? Prefiero ir a prisión, que estar libre y solo.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Alloa.
—Sabes muy bien que sí. ¡Te quiero! ¡Te adoro! Si huyo, quiero que vengas conmigo.
—¿Y dónde iríamos?
Dix la rodeó con sus brazos.
—A cualquier parte —respondió él—. El mundo es muy grande. ¿Qué importa, mientras estemos juntos? Y cualquier lugar, Alloa, me parecerá un paraíso contigo.
—Pero, seríamos fugitivos —observó ella con suavidad.
—Sí, fugitivos —contestó él—, pero juntos.
—Pero ¿no será peor para ti que me lleves contigo? —preguntó—. Podrías viajar más rápido solo. Si yo te acompaño, sería más peligroso.
—Valdría la pena. Todo vale la pena si estás a mi lado.
—¿Y si no voy contigo?
El se encogió de hombros.
—Entonces dejaré que las cosas sigan su curso —contestó—. Debo ser leal con mis amigos.
—Ésos no son tus amigos —replicó Alloa apasionadamente—. Tal vez trabajes con ellos, pero no son tus amigos. La gente que conocimos anoche, sí son tus amigos, no esos hombres horribles que me amenazaron.
Dix sonrió.
—Muy bien, entonces. No son mis amigos. ¿Qué quieres que haga?
—Que huyas. Por favor, trata de entender. Cada minuto es precioso. La policía no se va a tomar esto a la ligera. Si han decidido cogeros, lo más probable es que tengan todo listo. Debes huir ahora mismo.
—¿Vendrás conmigo?
Alloa comprendió en ese momento cuál debía ser su respuesta.
Tuvo un último pensamiento para sus padres. Amaba a su padre y a su madre, pero su amor por ellos no era tan importante ni tan vital como su amor por Dix.
—¡Te amo! —exclamó con voz muy suave—. Iré contigo.
El la miró incrédulo, como le resultara difícil creer que había oído bien. Lanzó un grito de alegría y la abrazó.
—¿Lo dices de verdad? —preguntó—. ¿Es en serio? Repítelo. Quiero estar seguro de que he oído bien.
—Me iré contigo —afirmó ella.
—¿Tú sabes lo que eso significa? Seremos proscritos; estaremos huyendo de la justicia; tendremos miedo hasta de nuestra propia sombra. ¿Estás segura de que sabes lo que estás haciendo?
—Sí —dijo ella—, pero aún así, estoy dispuesta a irme contigo, si quieres que lo haga.
—¡Que si quiero!
La frase fue casi un grito y sus brazos la oprimieron hasta causarle dolor.
—¡Tú no sabes cuánto te amo! —dijo él bajando la mirada hacia la cara de ella—. Si vienes conmigo ahora, dedicaré mi vida entera a hacerte feliz. Al mismo tiempo me pertenecerás a mí… a mí solamente.
La abrazó con tanta fuerza, que Alloa apenas si podía respirar.
—Mírame, Alloa —continuó él—. Y dime que lo dices de verdad, que no es un simple truco para hacerme huir, ni un esfuerzo desesperado por salvarme a mí mismo.
—Tú sabes bien que no es nada de eso —respondió Alloa.
—Entonces, ¿por qué vienes conmigo? ¿Por qué? Dímelo.
—Me voy contigo porque te amo. Soy tuya para que tú hagas conmigo lo que quieras. Te seguiré hasta el fin del mundo si es necesario.
Él inclinó la cabeza cuando ella dijo la última palabra y sus labios buscaron los de ella.
De pronto, él se arrodilló a su lado.
—¡Te amo, Alloa! Me arrodillo ante ti para decirte que estoy a tus pies, que te adoro por tu forma de amarme, que te serviré siempre, a mi manera, pero como tu esclavo, durante el resto de mi vida.
Posó sus labios, firmes y candentes, contra las palmas de las manos de ella. Después se puso de pie y volvió a abrazarla.
—¡Te amo! ¡Oh, cielo mío, cuánto te amo!
Ella hubiera querido entregarse a sus besos, pero se controló y trató de liberarse de él.
—Tenemos que irnos, Dix. Por favor, comprende, tenemos que irnos.
—No me puedo ir todavía —contestó él—. Tengo que quedarme aquí hoy. Debo advertir a mis compañeros. Tengo que ayudarlos. Comprendes eso, ¿verdad?
Alloa lanzó un grito.
—No, no lo comprendo —dijo—. Si vuelves ahora, te detendrán. Te meterán en la cárcel. ¿No te das cuenta de que no eres invencible, ni omnipotente? Eres un hombre y te estás enfrentando a la ley. Nunca ganarás, porque el bien siempre triunfa al final. Ven conmigo ahora. Yo me iré contigo. En este momento. No tiene sentido perder tiempo.
Dix la hizo volver la cara hacia él.
—Nunca pensé que te oiría decir eso —dijo.
—Pero lo estoy diciendo —contestó Alloa—, y tú no me quieres escuchar. Estás siendo testarudo y tonto. Tienes que salvarte.
—No puedo irme ahora. Hay cosas que tengo que hacer, gente a la que debo ayudar. Pero te prometo una cosa: no me detendrán.
—¿Y si lo hacen?
—No lo harán. Tienes que confiar en mí.
—Estás loco —dijo Alloa—. ¿Qué más puedo hacer para que comprendas que esto no es un juego?
—Has hecho todo lo que tenías que hacer —dijo Dix—. Me has prometido venir conmigo. ¿Estás todavía segura de que quieres hacer eso? ¿Qué les dirás a tus padres?
—He pensado en eso —contestó ella, ruborizándose—. Les voy a hacer mucho daño, pero tal vez un día podamos hacerlos comprender.
—¿Tú crees que algún día me aceptarán como tu esposo, sabiendo la clase de hombre que soy?
—Comprenderán cuando sepan lo mucho que te amo —le aseguró.
—¡Oh, mi cielo, eres tan buena! —exclamó él—. Ya te he dicho que no soy digno de ti y es la verdad. Quizás un día haga que te sientas orgullosa de mí.
—Quiero estar orgullosa de ti ahora. Quiero que seas sensato y vengas conmigo, que huyamos ahora mismo.
—¿Estarías orgullosa de mí si abandonara a mis amigos… y si no a mis amigos, a las personas que han confiado en mí? ¡No! Hay cosas que debo hacer primero. Vuelve al hotel. Si no has sabido de mí cuando llegue el momento de que se vayan la señora Derange y su hija, vete con ellas al castillo. Yo me pondré en contacto contigo allí esta noche.
—Pero, Dix, no puedes hacer eso. No puedes correr el riesgo de ser arrestado, de ser metido en la cárcel.
—Tienes que confiar en mí —le pidió—. No puedo explicarte todo. Sólo sé que no puedo ir contigo ahora. Hay muchas cosas relacionadas con esto, demasiados asuntos que tengo que resolver, porque mi honor está por medio.
—¡Tu honor! —exclamó Alloa con incredulidad.
—Sí, mi honor. Incluso los ladrones tienen honor, ¿sabes? Y yo quiero que tú creas en el mío.
—Creo en él. Creo en ti ahora. Pero… ¡oh, Dix, tengo miedo!
—¿Miedo por mí? —preguntó, al mismo tiempo que la abrazaba.
—Miedo de perderte. Somos demasiado felices.
—Así que piensas que los dioses podrían ponerse celosos, ¿eh? Nunca pensé que fueras supersticiosa.
—No creo serlo. He dicho esto porque acabo de darme cuenta de que he vivido en un mundo irreal, en el que me sentía muy segura de mí misma. Mi mundo estaba dividido en pequeños y cómodos compartimientos. Todo estaba ordenado y era fácil. Y de pronto descubro que el mundo no es así, que es completamente diferente.
—¿Cómo es ahora? —preguntó Dix.
—Es aterrorizante, es inseguro… es un mundo loco, pero maravilloso… porque tú estás en él —la voz de Alloa se quebró un poco.
—Oh, mi amor. Sólo tú podías haber dicho una cosa así y sólo tú podías hacérmela creer.
La besó de nuevo en la boca y en seguida se retiró.
—Tengo muchas cosas que hacer —dijo—. Pero te prometo que no cometeré ninguna tontería. Si es posible, iré por ti al hotel antes de que te vayas. Si no, me pondré en contacto contigo esta noche. No te asustes de nada… ni de cómo aparezca yo, ni de qué forma, ni de a qué hora. Sólo espérame, porque te amo.
—¿Te cuidarás bien? —preguntó ella con voz ahogada.
—Me cuidaré, porque tú me lo has pedido —contestó Dix.
—Estaré rezando todo el tiempo.
El le besó la frente, los ojos y, por último, la boca.
—Y yo no dejaré de pensar en ti —dijo— hasta que volvamos a estar juntos.
Ella trató de aferrarse a él, pero Dix se escabulló de sus brazos. Abrió la puerta que conducía al pasillo, le envió un beso desde la entrada y desapareció.
Ahora volvía el miedo, el temor de lo que pudiera sucederle.
Ella sabía que había hecho bien en irse. Aunque se habría ido con gusto en ese momento con él, siempre habría quedado entre ellos la impresión de que él había elegido el camino de los cobardes, que había huido a lugar seguro, dejando abandonados a todos los demás a su suerte.
«Le admiro por esa decisión», se dijo, y comprendió que por primera vez sentía respeto por Dix.
Fue entonces cuando comprendió a lo que se había comprometido… a una vida sin nada de lo que había sido suyo en el pasado. No podrían ir a Escocia, porque sería el primer lugar en el que la policía los buscaría.
Serían proscritos, sin hogar, sin familia, sin nada. Alloa se preguntó dónde irían, dónde encontrarían un refugio seguro y tranquilo. Y de pronto comprendió que nada de eso importaba. ¡El amor lo conquista todo!
Habría dificultades y peligros, hasta diferencias entre ella y Dix; pero todo era soportable, todo era posible, mientras mantuvieran el amor que se tenían.
Comprendió que él era el hombre que ella siempre había deseado encontrar.
No era lo que ella esperaba, no era el héroe que había soñado en su adolescencia, pero era el hombre a quien ella pertenecía y que la poseería no sólo en cuerpo y alma, sino también en espíritu para toda la vida.
—«¡Oh, gracias, Dios mío, por permitirme haberle encontrado!», se dijo.