Capítulo 7

Alloa estaba sentada frente al castillo Pougy observando cómo se reflejaba el sol en las aguas del foso. Las flores de los jardines se agitaban con suavidad de viento, y las estatuas de mármol parecían centinelas vigilando los verdes prados. Los castaños en flor y los setos de arbustos floridos hacían que la escena pareciera sacada de un cuento de hadas.

El Cháteau era una de las casas más hermosas que había visto en su vida. Una larga escalinata conducía a la puerta principal, sobre la cual se encontraba un enorme escudo de armas, tallado en piedra, que proclamaba que los de Rangé—Pougy tenían sangre real.

Cuando llegaron, varios lacayos con uniforme de terciopelo y encaje dorado bajaron la escalinata para recibirlas.

Alloa comprendió el deseo de la señora Derange de ver a Lou convertida en la señora de este maravilloso lugar.

Y, sin embargo, se preguntó, aunque la sangre de los de Rangé corriera por las venas de Lou, ¿sería feliz allí… podría hacer de aquel castillo un hogar? Mientras se hacía esta pregunta, supo la respuesta: todo dependía del duque.

No eran realmente las posesiones las que importaban. La felicidad dependía de la gente. Por exquisito y maravilloso que fuera aquel ambiente, sólo si a Lou le gustaba su futuro esposo podría ser feliz.

Basándose en eso, Alloa empezó a pensar en Dix sin poder evitarlo. Se preguntó si estaría todavía en Bayona. ¿Qué estaría haciendo? ¿Pensaría en ella?

Tal vez, pensó, nunca le volvería a ver. En ese caso, se convertiría simplemente en un nombre más en sus oraciones y poco a poco, suponía ella, dejaría de pensar en él, de preocuparse y de preguntarse si habría tomado el camino del bien, o si habría vuelto a su acostumbrado modo de vida.

Se preguntó en qué lugar habría nacido. Tal vez en alguna de esas granjas pobres que había visto en el camino.

Sintió un intenso deseo por conocer a la familia de Dix. Estaba segura de que ahí estaba la explicación de su conducta. Su padre solía decir que detrás de cada delincuente juvenil había siempre un padre culpable y negligente. ¿Eran los padres de Dix responsables de la vida que él llevaba?

Por alguna razón se sintió convencida de que así era.

—¡Alloa!

Volvió la cabeza con rapidez al oír su nombre. Lou estaba de pie, en la puerta. Alloa bajó del automóvil y subió corriendo la escalinata.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—La duquesa quiere que pases —contestó—. Nos ha preguntado cómo habíamos llegado y cuando mamá se lo ha explicado, ha dicho que quería conocerte.

—¡Oh! —Alloa respiró profundamente—. Voy a coger mi bolso.

Volvió al automóvil y cuando abrió la puerta, se dio cuenta de que Lou la había seguido.

—¡Alloa, es maravilloso! —Estaba diciendo Lou—. Nunca había visto una casa más magnífica que ésta. Y la duquesa es muy dulce. Estoy emocionada… de verdad. ¡Mamá tenía razón! Ya no tengo la menor duda de con quién voy a casarme.

Alloa no quiso decir nada que fuera a disminuir su entusiasmo.

—¿Estás segura de que la duquesa quiere verme?

—Sí, por supuesto. Tiene los modales más exquisitos que te puedas imaginar. Y cuando supo que te apellidabas Derange, dijo que no podía permitir que alguien de la familia se quedara fuera. La forma en que dijo la familia me ha impresionado. Creo que debe haber algo de verdad en todo este asunto del árbol genealógico, después de todo.

Alloa sintió deseos de reír, pero pensó que Lou se sentiría ofendida si lo hacía. Para entonces habían entrado en la casa y la belleza y grandeza del vestíbulo, llamaron poderosamente su atención.

Nunca hubiera podido creer que una decoración tan rebuscada pudiera ser de gusto tan perfecto.

—La duquesa está en el gran salón —le informó Lou en voz baja.

Alloa comprendió su estado de ánimo cuando vio el salón. Éste era una sinfonía de oro y tonos rosados. En las paredes había tapices de Aubusson, como excepción de los lugares donde había cuadros de Tiziano, de Rafael y Watteau. Todos los muebles eran del siglo XVI, y estaban tapizados con telas bordadas a mano.

Sentada en el sofá se encontraba una de las mujeres más hermosas que. Alloa había visto en su vida.

Iba vestida de negro. Su mano llena de brillantes, resplandeció cuando saludó a la muchacha.

—Así que ella es otra pariente —observó en francés.

—Alloa pertenece a la rama inglesa de la familia —contestó la señora Derange—. Mi esposo trató de seguirles el rastro, pero murió antes de que pudiera llegar a Inglaterra para terminar su investigación.

—Encantada de conocerla, querida mía —dijo la duquesa a Alloa.

—Ha sido muy amable por su parte invitarme a entrar, señora.

—Habla usted francés muy bien —sonrió la duquesa—. ¿Había estado en Francia con anterioridad?

—Desafortunadamente no —contestó Alloa.

—Entonces debe ser su ascendencia francesa la que le hace hablar tan bien el idioma de sus antepasados.

Alloa se ruborizó de placer. La duquesa se puso de pie.

—Bien, vamos a comer —dijo.

La comida fue servida en un enorme y hermoso comedor.

Había un lacayo detrás de cada silla y a Alloa le resultó difícil no mirar con curiosidad todos los adornos de oro que decoraban la mesa cubierta con un mantel de damasco.

La señora Derange, sin embargo, no pareció dejarse impresionar por la suntuosidad del ambiente. Habló casi sin interrupción, en un pésimo francés. A Alloa no le pareció de muy buen gusto que insistiera en hablar de las riquezas de Lou y las grandes propiedades que poseían en los Estados Unidos.

—Me temo que nunca he cruzado el Atlántico —contestó la duquesa—. He estado en Inglaterra muchas veces, desde luego. Pero ahora que soy vieja prefiero quedarme aquí, cuidando la casa de mi hijo y haciendo el papel de anfitriona, hasta que él se case.

Habló con naturalidad, sin mirar a Lou, pero Alloa, que observaba a la duquesa a través de la mesa, comprendió que la anciana ya había aceptado a Lou como la futura esposa de su hijo.

Cuando terminaron de comer, la duquesa sugirió que hicieran un recorrido por la casa.

—Es uno de los pocos grandes castillos de Francia en los que viven todavía los propietarios —explicó—. Espero no vivir para ver el día en que mi hijo tenga que retirarse a una de sus casas más pequeñas, para dejar que ésta se convierta en museo nacional.

Alloa pensó para sí:

«Ama este lugar. Por eso quiere que su hijo se case, que tenga un heredero y perpetúe la estirpe».

Levantó la vista y vio los ojos de la duquesa clavados en Lou.

«Parece que tiene miedo», se dijo Alloa pero no encontró razón.

Recorrieron la casa, descubriendo que cada habitación era más espléndida y, si eso era posible, más hermosa que la anterior.

Había tesoros por todas partes: cuadros, muebles, miniaturas, marfiles y porcelanas. Cada pieza habría sido el orgullo de un coleccionista.

Alloa se dio cuenta de que Lou y su madre se sentían muy impresionadas por todo lo que veían.

Mientras recorrían la casa, se sintió agradecida por las muchas horas que su padre la había hecho dedicar al estudio de los catálogos de todos los grandes museos, y al de los libros sobre muebles de época, que constituían sus más preciadas posesiones.

—Yo nunca tendré cosas hermosas —decía él—. Pero de esta manera puedo apreciar lo que otros tienen.

Su madre y ella se reían, llenas de ternura, del interés que su padre demostraba por las antigüedades.

Ahora comprendía Alloa que su amor por las cosas bellas era una cosa innata en él. El nunca había visto el castillo Pougy, pero llevaba en la sangre, sin duda, el amor por los tesoros que contenía su hogar ancestral.

—¡Oh, cómo quisiera que mi padre pudiera ver todo esto! —exclamó Alloa de pronto.

Se encontraba parada frente a un hermoso cuadro de Watteau.

—Un día debemos invitarle a venir —dijo la duquesa con un tono bondadoso.

—Me temo que eso sería imposible, señora —contestó Alloa— aunque es muy amable por su parte sugerirlo.

—Entonces debe escribirle todo lo que ha visto en el castillo —sugirió la duquesa—. Veo que a usted le gustan las cosas bellas. —Me educaron para que las amara— confesó Alloa, —pero nunca había comprendido, hasta ahora, la enorme diferencia que supone ver un mueble fino o un cuadro hermoso en un museo, y verlo en un ambiente tan adecuado como éste. La duquesa sonrió.

—¿Ahora entiende por qué deseo que la casa siga exactamente tal y como está? En ocasiones mi hijo insiste en llevarse algo a nuestra casa de París, o a una villa que tenemos cerca de Montecarlo.

Sin embargo, yo siempre le digo que compre algo nuevo, si es necesario, pero que las cosas que pertenecen al castillo deben quedarse aquí.

—Estoy segura de que perderían su encanto en cualquier otra parte —comentó Alloa con suavidad.

La duquesa volvió a sonreírle, como si tuvieran un secreto entre ellas que las otras no podían comprender.

—Creo que les he enseñado casi todo —dijo al fin la duquesa—. Deben perdonarme si no las llevo fuera. No me he sentido muy bien últimamente. Sufro un poco del corazón y demasiado ejercicio no es bueno para mí. Me hubiera gustado enseñarles el invernadero, los jardines y el laberinto, pero creo que podrán verlos cuando vengan a hospedarse aquí.

Los ojos de la señora Derange brillaron.

—¿Cuándo desea usted que lo hagamos, señora duquesa?

La duquesa titubeó un momento.

—Creo que mi hijo volverá mañana, o tal vez pasado mañana —respondió con su suave voz—. Estoy esperando que me confirme su llegada. En cuanto vuelva, le diré que ustedes están aquí en Biarritz y sé que deseará que sean sus huéspedes.

—A nosotras nos encantaría aceptar su invitación —señaló la señora Derange—. ¿Verdad, Lou?

—Sí, me encantaría hospedarme aquí —contestó Lou—. Y conocer al duque.

Miró fijamente a la duquesa al hablar y Alloa se dio cuenta de que le estaba diciendo, sin palabras, que aceptaba el matrimonio aún sin ver al novio.

La señora Derange iba a decir algo más, cuando el mayordomo entró y se inclinó a decir algo en voz baja al oído de la duquesa.

—Mi doncella me recuerda que es hora de mi descanso —dijo—. Espero que no lo considerarán descortés o poco hospitalario por mi parte, pero el médico insiste en que debo obedecer sus instrucciones al pie de la letra. Por favor, quédense aquí todo el tiempo que quieran.

—No, nosotros tenemos que marcharnos —contestó la señora Derange—. Y muchas gracias, duquesa, por habernos invitado hoy. Esperaremos con gran entusiasmo la oportunidad de volver a visitarla en el futuro.

—Para mí será también un placer recibirlas —dijo la duquesa.

Estrechó la mano de la señora Derange y de Lou, y después se volvió hacia Alloa y añadió:

—Espero que usted venga también. Hay muchos otros tesoros que apreciará y que también podrá describir a su padre. —Gracias, señora. La duquesa le tocó un hombro.

—Hay mucho parecido entre usted y algunos de los retratos de la galería. No he tenido tiempo de llevarlas hoy allí, pero cuando vea los retratos de la familia, se dará cuenta de lo que quiero decir. Sonrió a Alloa de nuevo. Se despidieron definitivamente y antes de que se dieran cuenta, se encontraban ya en el automóvil, avanzando por la carretera en dirección a Biarritz.

—¡Vaya! —exclamó la señora Derange—. Esperaba algo grande e importante, pero nada tan espléndido como esto.

—¡Es sensacional, mamá! ¡Sensacional! —exclamó Lou con entusiasmo—. Sin embargo, creo que sentiré miedo de romper algo. —No necesitas temer eso— observó la señora Derange en tono tranquilizador. —Tú nunca has sido una muchacha torpe. Siempre dije que eras una niñita excepcional porque jamás andabas saltando, ni rompiendo cosas como otras criaturas. ¡No, Lou! Ése es el ambiente perfecto para ti. ¿Has visto todos los tesoros que hay en esa casa? Cada objeto debe valer miles de dólares. Deben tener terror a los ladrones.

—¿Con toda esa servidumbre? ¡Ni soñar que un ladrón se atreva a acercarse por aquí! Es como retroceder a la Edad Media. ¡Oh, mamá… las fiestas que voy a dar aquí!

Alloa no dijo nada, pero se imaginó a los amigos de Lou bailando piezas modernas en el gran salón, y la idea le pareció insoportable. —Todavía no acabo de creerlo— estaba diciendo ahora la señora Derange—. Mis amigas jamás creerán que existe un lugar como éste. Es… medieval, eso es lo que es. Alloa sonrió.

La señora Derange parecía por primera vez impresionada de verdad y Alloa no pudo evitar sentirse complacida de que el castillo Pougy hubiera superado sus expectativas.

Llegaron a Biarritz a la hora del té, pero no hubo posibilidad de que Alloa tomara una taza. Para la señora Derange y para Lou la costumbre británica de tomar el té a las cuatro y media no significaba nada.

—Podemos trabajar por lo menos dos horas —comentó la señora Derange cuando llegaron al hotel.

Alloa la siguió a su habitación para coger a taquigrafía las larga cartas que escribía a sus amigos, su abogado y los encargados de negocios.

Una vez que hubo terminado de dictarle, la señora Derange envió a la muchacha a recepción para que preguntara si había posibilidades de comprar postales con el castillo Pougy.

—Veré qué puedo hacer, señorita —dijo el recepcionista—. Creo que hay algunas vistas del castillo disponibles.

—Por favor, consiga todas las que pueda. La señora Derange va a querer, creo yo, al menos tres docenas de cada una.

Luego, subió a pasar a máquina las cartas y cuando terminó, escribió a su padre haciendo una larga y detallada descripción del castillo. No acabó hasta la hora de cenar y, como de costumbre, cenó en su habitación.

Después de cenar, se asomó por la ventana y vio que todavía había luz, aunque el sol empezaba a ocultarse.

La señora Derange y Lou habían salido a cenar con sus amigos. Alloa se puso una chaqueta corta y decidió dar un paseo por la playa antes de acostarse.

Dejó en la salita las cartas mecanografiadas para que la señora Derange las firmara, y después cogió el ascensor.

La playa estaba casi vacía.

Alloa se dirigió hacia las rocas y cuando se dio cuenta de que no podía seguir avanzando por la orilla del mar, subió por un estrecho y sinuoso sendero que la llevó más allá del faro, hacia los bosques de pinos.

Llevaba andando casi media hora, cuando se dio cuenta de que estaba cansada.

No había oscurecido aún, pero el sol se había hundido en el horizonte, en medio de un resplandor dorado y escarlata. Ella estaba en medio del bosque de pinos que descendía hasta el mar. Se sentó con la espalda apoyada contra un tronco, y contempló las olas.

Qué diferentes eran los colores de este mar de los colores familiares de mar de Tordale, tan bien conocidos por ella.

Y, sin embargo, sintió un repentino anhelo de estar en su casa, abrir la pesada puerta de roble, cruzar corriendo el oscuro vestíbulo y entrar en la salita, acogedora y luminosa.

Su padre y su madre estarían sentados, leyendo, junto a la chimenea. Cómo le hubiera gustado poder hablarles de lo que había visto en el castillo y de lo encantadora que era la duquesa.

Era desesperante tener que esperar la respuesta de su padre a la carta que acababa de escribirle y no poder ver su expresión cuando la leyera.

El tiempo pasó sin sentir, mientras Alloa pensaba en su casa en sus padres. Pronto oscureció y las primeras estrellas aparecieron en el firmamento.

No temía a la oscuridad y no sentía deseos de volver todavía al hotel. En ese momento percibió una luz a poca distancia. Alguien se movía entre los árboles con una linterna. Después se encendió otra linterna y se oyeron varios sonidos leves.

Impulsada por la curiosidad, Alloa se puso de pie. Quizá se trataba de un grupo de chicos que iba a preparar una fiesta en la playa, aunque no se oían las alegres voces ni las risas propias de tales ocasiones.

Ella avanzó entre los árboles. Las agujas de los pinos, que cubrían el suelo, acallaban el rumor de sus pisadas. Las luces estaban más lejos de lo que ella pensaba y tardó algún tiempo en llegar hasta donde se encontraban.

El terreno descendía gradualmente hacia la playa, de modo que al acercarse, la luz de las linternas desapareció y ella se guió por los leves sonidos.

Vio entonces que el mar se internaba hacia la tierra en ese punto, formando una pequeña bahía natural.

De pronto Alloa se quedó inmóvil, asombrada por lo que vio a sus pies. Casi ocultos, varios hombres con linternas en las manos estaban trabajando sobre algo grande y oscuro que se encontraba en la orilla del mar.

Por un momento Alloa no pudo ver qué era. Pero al acercarse un poco más, vio que era un automóvil. ¿Habría caído un automóvil al mar, por accidente? Entonces vio que los hombres estaban tratando de sacar el coche del mar. Había un barco de pesca en la bahía, a unos cuantos metros de la orilla. Una rampa de madera enlazaba el barco con la playa y por ella estaban subiendo el automóvil en dirección al barco.

Los hombres daban órdenes en francés, acompañadas de algunas maldiciones, pero todo en voz muy baja.

Alloa los miraba fascinada. Quiso acercarse un poco más, pero; resbaló. Eso produjo un sonido muy leve, sin embargo, los hombres lo oyeron. Una linterna recorrió con su haz de luz el lugar, hasta detenerse en el rostro de la muchacha. Alloa oyó una exclamación y una maldición.

Alloa no tuvo tiempo de pensar, ni de escapar, aun en el caso de que hubiera querido hacerlo. Dos hombres la cogieron bruscamente por los brazos y la arrastraron hacia la playa.

—¡Déjenme! ¿Qué están haciendo? ¿Dónde me llevan? Asustada, habló en inglés.

—¡Una mujer! —exclamó uno de los hombres en francés. Empezaron a hablar entre ellos en francés y ella logró entender algo de lo que decían.

—¿Qué hace aquí? —Pregúntale quién la ha enviado…

—¿Qué vamos a hacer?

—¡Silencio!

Alguien habló con voz de mando y una vez más dirigieron la luz de una lámpara hacia su rostro. Deslumbrada por la luz, no pudo ver nada. Se sintió aterrorizada.

¿Qué había sucedido? ¿En qué lío se había metido? Comprendió que estaba en una situación peligrosa, sin saber de qué se trataba. Entonces, procedente de la oscuridad, una voz ordenó:

—¡Suéltenla!

Por un momento la voz no significó nada para ella. Pero de pronto, un brazo rodeó sus hombros… un brazo protector y consolador, que la atrajo hacia un fuerte pecho masculino.

—No pasa nada —dijo la voz en francés—. Yo conozco a esta chica. Es amiga mía.

¡Era Dix!

Se volvió hacia él sollozando con alivio; sin darse cuenta de lo que hacia, le abrazó. Dix estaba ahí. Nada podía sucederle.

—¿Qué hace aquí? —preguntó una voz cargada de sospechas.

Dix se encogió de hombros.

—Supongo que ha venido a buscarme.

—¿Cómo podemos estar seguros de eso? Tal vez alguien la ha enviado…

Alloa no podía ver al hombre que hacía las preguntas, porque seguía deslumbrada por la luz, pero podía percibir su hostilidad.

—Podemos preguntárselo —dijo Dix y ella pudo percibir que sonreía al volver la cara hacia ella—. Venías a buscarme, ¿no Alloa?

Una leve opresión en sus hombros la obligó a contestar:

—Sí.

—Te dije que me esperaras en el faro, ¿recuerdas?

—Sí —contestó Alloa.

—¿Cómo sabemos que está diciendo la verdad?

—¿Sugieren que no hay razón para que una chica guapa venga a buscarme? Yo tengo mis atractivos, amigos míos.

Algunos de los hombres rieron, pero el más insistente dijo:

—Vamos a atarla. No podemos correr el riesgo de dejarla ir.

—¡Oh, atadla! —exclamó Dix—. Estoy seguro de que ella no pondrá la menor objeción.

—¿Estás seguro de que es tu chica? —preguntó el hombre de la voz desagradable—. Si sospechara que nos estás haciendo una jugarreta, le cortaría el cuello ahora mismo.

—Tendrías que cortar el mío primero —replicó Dix en tono ligero—. Y en cuanto a que no sea mi chica, les aseguro que lo es. Nos queremos muchísimo, ¿no es cierto, pequeña mía?

—Sí, por supuesto —contestó ella.

—No puedes demostrarlo —dijo la voz desagradable.

—No, no puedo… excepto así…

Antes de que Alloa se diera cuenta de lo que iba a hacer, Dix puso la mano bajo su barbilla, levantó su cara hacia él y la besó dulcemente.

—Oh, vamos… —dijo alguien—. No tenemos tiempo para…

Agregó una palabra obscena en francés que hizo a Dix ponerse rígido. Alloa sintió que unos dedos ásperos le ponían las manos en la espalda y ataban sus muñecas con una cuerda.

—Ahora los pies —indicó alguien.

—Yo mismo la ataré —dijo Dix lentamente.

Se inclinó y levantó a Alloa en sus brazos. La llevó a poca distancia y la dejó sobre la arena. Alguien le dio una cuerda y sintió cómo sus manos le ataban con gentileza los tobillos.

—No pasa nada —le dijo en voz muy baja—. No te asustes.

Ella no respondió, porque el hombre que había atado sus manos estaba todavía junto a ellos. Los otros habían vuelto hacia el automóvil.

—Será mejor que no se vaya o tú pagarás por esto —amenazó.

—No sé qué es lo que te preocupa. Ella no quiere irse. Supongo que con tu horrible cara, no sabes nada de mujeres.

—Yo no quiero tener nada que ver con…

El hombre articuló una mala palabra y escupió. Antes de que Dix pudiera contestarle, había vuelto al automóvil.

—Será mejor que vengas a ayudarnos —sugirió—. No tenemos mucho tiempo antes de que cambie la marea.

Cuando le retiraron la luz de la cara, Alloa pudo ver con más claridad. Los hombres continuaban trabajando en el barco.

Las manos atadas le dolían y sintió que iba a desmayarse cuando Dix se alejó y se quedó sola en la arena.

¿Qué significaba todo esto? Los hombres eran peligrosos. De eso estaba segura. Sabía que Dix había temido por su seguridad cuando la había oprimido contra su pecho.

Hubiera querido levantar una mano y tocar sus labios, palpar su boca para asegurarse de que seguía siendo la misma. Él la había besado para, de alguna manera que ella no acababa de comprender, salvarla con ese beso.

Los hombres seguían moviéndose alrededor del automóvil, que ahora estaba sobre la cubierta del barco de pesca.

Una linterna se movió y Alloa vio el color del automóvil… ¡era rojo!

Sintió que el corazón le daba un vuelco. Ahora sabía qué automóvil estaban subiendo al barco.

Recordó lo que el empleado del hotel le había dicho cuando la señora Derange quería que Lou llevara el Cadillac a San Sebastián. Ésta era la razón por la que Dix conducía el Mercedes rojo.

Iban a llevar el automóvil a la costa de España. Así era como los españoles conseguían esos costosos automóviles.

Así era como evadían el pago de impuestos que les hubieran sido exigidos en la frontera. Vio el barco que empezaba a alejarse de la playa, con su pesada carga ilegal.

Sí, eran contrabandistas de automóviles… ¡y Dix era uno de ellos!