Capítulo 58
SEVILLA,
22 de marzo de 1940
Anselmo miraba directamente a los asesinos
de Manu, ninguno pestañeaba.
Ellos lo observaban algo tensos, pero sin
dejar que esa sensación quedara reflejada en sus rostros. Aquel
hombre encajaba con la descripción que tenían acerca de los
terroristas que querían acabar con la vida del generalísimo. Sin
duda aquel era el líder del grupo.
El madrileño, con los ojos fijos sobre ellos
y con la mano metida en el bolsillo de pantalón recordó cómo había
sucedido todo, fue algo frenético.
No había podido impedir que Manu saliera
completamente desquiciado en ayuda de Juan y de Carmen, sabía que
este iba en busca de una muerte segura y a pesar de que lo hubiera
dado todo para poder salvar a su sobrina y a su amado, no deseaba
que nadie se lanzara hacia la muerte.
Cuando vio cómo los asaltantes agarraron a
Manu y lo prepararon para morir comprobó cómo estaba en lo
cierto.
Observó cómo Antonio intentó ir en ayuda del
joven, pero en esta ocasión sí consiguió retenerlo.
—Antonio, no, os necesito a ti y a Paco para
que guíes a estos jóvenes en busca de un lugar seguro. Llévalos
hasta las camionetas y huid rápido de esta ciudad. Ni se os ocurra
el volver a Madrid, creo que por ahora no es seguro.
—Pero Anselmo...
—¡Ni Anselmo, ni leches! —elevó un poco el
tono de voz, pero sin llegar a gritar del todo— Es mi última orden
como líder de este grupo. Salid ya de aquí.
Antonio miró fijamente a Anselmo, no sabía
muy bien qué iba a hacer y si realmente debía de obedecer sus
deseos o no, la mirada de este no dejaba lugar a dudas.
—Ha sido un placer —se limitó a decir
Antonio.
Este se giró hacia el grupo, que contemplaba
estupefacto como Manu se estaba inmolando para poder salvar a Juan
y Carmen.
—Chicos, nos vamos, salid de esta plaza
hacia allí —dijo a la vez que indicaba con la mirada—, vamos hacia
las camionetas sin levantar sospecha. ¿Entendido?
—Pero, ¿y Anselmo? —preguntó Rocío.
—Anselmo nos dará vía libre.
Sin comprender demasiado bien qué ocurría
decidieron obedecer. Intentaron despedirse con la mirada de
Anselmo, pero este se mostraba impasible, mirando hacia el frente.
De repente comprobaron cuál era su idea para que ambos asaltantes no persiguieran a Juan y a Carmen.
—¡Atención! —comenzó a gritar— ¡Voy cargado
de explosivos y los pienso detonar al menor movimiento que
vea!
El círculo de gente que había dejado en el
centro a Anselmo y al par de guardias se había agrandado algo, aun
así el resto de la plaza ni se enteró de qué estaba pasando pues el
ruido de los tambores y cornetas, que reverberaba en los edificios,
era ensordecedor.
El desafío que mantenía el paralítico con
los dos continuaba, Anselmo simulaba que detonaría los explosivos
con la mano oculta que tenía en su bolsillo y los otros no movían
ni un músculo, por si acaso lo hacía.
—Dejad las navajas en el suelo y empujadlas
con los pies hasta mi posición.
Ambos obedecieron y así lo hicieron.
Las armas llegaron hasta las mismas ruedas
de la silla.
Anselmo no era idiota, sabía que aquello de
una forma u otra no iba a acabar bien para él, pero al menos
esperaba que sirviera para que el grupo pudiera llegar hasta la
camioneta sin sobresaltos y pudieran desaparecer por completo del
mapa.
El gesto de los asaltantes, que subieron sus manos en alto tan solo
le demostraba que ellos también estaban ganando tiempo para que se
confiara y al final acabara como Manu y ese joven que estaba boca
abajo en el suelo.
¿Era Agustín?
Si era o no ya no importaba, sabía que el
momento que había esperado durante tres largos años y que ahora se
había transformado en todo lo contrario iba a llegar.
Ya podía oler la muerte.
Cuando trazó el plan nunca pudo sospechar
que todo acabara así, siempre hubo un halo de incertidumbre que le
decía que la situación se podía descontrolar, pero pensó que lo
tenía todo bien atado y que en el fondo aquello era imposible si
cada uno hacía bien su papel.
¿Acaso había sido María la causante de todo
aquello?
¿Había algo más?
Aquellas preguntas nunca encontrarían
respuesta. Sobre todo al ver como uno de los asaltantes que tenía enfrente sonreía. Sintió cómo
el afilado metal le rasgaba la piel para hundirse con rapidez en su
garganta. Otro presunto asaltante había
llegado sigilosamente por detrás, tomando el control de la
situación. Inmediatamente agarró el brazo de Anselmo, para que en
un último intento no activara los presuntos explosivos que
portara.
En su mano no había nada. Salvo una vieja
instantánea en la que aparecía su mujer.
Anselmo fue digno hasta en su muerte,
mientras se desangraba sonrió hacia el frente. Quizá otro hubiera
considerado que aquella no fuera la manera más digna de morir, pero
al fin y al cabo ninguna lo era.
Cerró los ojos lentamente mientras agradecía
mentalmente a Carmen por los últimos días vividos, unos días en los
que por primera vez en mucho tiempo se había sentido vivo.
Solo esperó que su muerte hubiera otorgado
vida a todo el grupo, incluida su sobrina y Juan.