Capítulo 59
SEVILLA,
22 de marzo de 1940
En una mirada hacia atrás de las que él
mismo se había prometido no hacer, observó como extrañamente nadie
los seguía. Juan decidió que sin dejar de correr, aminoraran algo
el paso o a ambos les iba a dar un pasmo en breve.
A pesar de funcionar a toda máquina, su
cabeza no sabía demasiado bien hacia dónde dirigirle. No dejaba de
pensar en el resto del grupo, pero ahora lo más importante era
poner a salvo a Carmen y a él mismo.
En un atisbo de lucidez decidió que quizá lo
más sensato era dirigirse hacia las camionetas y esconderse dentro
de una de ellas. Quizá el habitáculo, añadido al amparo de la
oscuridad ofrecida por la noche cerrada, les sirviera para pasar
desapercibidos hasta que se le ocurriera qué hacer.
No podía huir con el vehículo pues dejaría a
los otros sin posibilidades de salvación, además de que no sabía
conducir.
Intentó recordar cómo se llegaba hasta el
descampado cercano a la pensión. Había huido varias calles sin
mirar ni siquiera por dónde corría y ahora estaba un poco perdido.
Con la mente algo más organizada encaminó a Carmen empujándola del
brazo por las calles que lo llevarían hasta el punto deseado.
A paso ligero consiguieron llegar con la
lengua casi fuera, su objetivo estaba a menos de cien metros.
Cuando apenas faltaban unos metros se detuvo
en seco. No se veía bien a causa de la extrema oscuridad, pero ahí
había una figura apostada al lado de una de las camionetas.
Una voz les habló.
—¿Juan? ¿Carmen?
Era Pedro.
—Pedro, ¿qué haces aquí? —preguntó un
jadeante Juan.
—Recibí órdenes de que si en diez minutos no
llegabais hasta el punto en el que estaba apostado su tío —dijo
señalando a Carmen, que estaba exhausta después de la carrera—,
viniera hasta aquí y los esperara, para huir de este lugar.
—¿Y el resto?
—Estoy preocupado, deberían estar aquí ya.
Quizá no les haya sido demasiado fácil el salir de la plaza y
dirigirse hasta este punto.
Juan miró a Carmen, todo había sucedido tan
deprisa que no había tenido tiempo ni de preguntarle cómo se
encontraba. No necesitó hacerlo, al mirar la cara de la joven
comprobó cómo no estaba precisamente fresca como una rosa.
Demasiadas emociones seguidas.
Sin mediar palabra la agarró y la apretó
contra sí mismo en un profundo abrazo.
Esta, al sentir el calor de Juan, comenzó a
llorar. Sentía tantas cosas diferentes en su interior que no sabía
si eso era realmente lo que le apetecía hacer.
Aun así es lo que hizo.
Abrazado a Carmen, Juan intentó no
derrumbarse, había visto cómo su amigo moría delante de sus
narices. Se había sacrificado para otorgarle una nueva oportunidad
de seguir viviendo a la pareja, jamás en su vida había visto un
acto más valiente que ese. Manu era su mejor amigo y lo seguiría
siendo hasta que Juan dejara de respirar, siempre lo recordaría
como lo que fue.
La mejor persona que había conocido
jamás.
Sin soltar a Carmen se dirigió a
Pedro.
—Y ahora, ¿qué hacemos?
Pedro se encogió de hombros.
—No sé, quizá deberíamos esperar un poco, si
no aparecen supongo que deberíamos montar en la camioneta y
marchar. Si consiguen salir de la plaza y llegar hasta aquí, que se
aprieten un poco dentro de la que queda aquí.
Juan asintió, no quería marchar sin el resto
del grupo, pero sabían que era única opción si querían permanecer
con vida.
Pasaron alrededor de unos cinco minutos en
silencio, deseando escuchar el sonido de una silla de ruedas que
indicaría que ya estarían llegando.
No se escuchó nada parecido, aunque al final
acabaron sonando unos pasos.
Los tres optaron por aprovechar la oscuridad
en su beneficio y se escondieron tras la camioneta.
—¿Pedro? —dijo una voz, no había duda que
era la de Paco.
Entusiasmados con la idea de que hubieran
conseguido llegar, los tres salieron de su escondrijo. Sus caras
alegres enseguida se vieron truncadas al comprobar que estaban
todos los que andaban usando sus propios pies. Faltaba uno.
Carmen no pudo evitar echarse las manos a la
boca y comenzar a llorar con la misma intensidad que las ocupantes
de la primera fila de la procesión de la que acababan de huir.
Sintió que sus piernas le fallaban y cayó al suelo, de rodillas,
donde continuó llorando sin nada que la pudiera consolar, ni
siquiera Juan, que enseguida se agachó para comprobar su
estado.
Al incorporarse, este hizo la fatídica
pregunta.
—¿Dónde está?
—Ha dado su vida para que todos podamos
salvarnos. Tanto lo que él ha hecho como lo de Manu, han sido los
actos más heroicos que he visto en todos los años de mi vida
—contestó Antonio.
Juan no pudo evitar que una lágrima cayese
por su mejilla, primero había caído Manu, ahora Anselmo. No sabían
nada de María pero casi de seguro que tampoco andaba con
vida.
—Todo ha sido un desastre... —añadió
Antonio.
Todos asintieron, sin excepción.
—Chicos, montad en la camioneta, debemos
marchar cuanto antes. Si no lo hacemos y nos descubren, tanto el
sacrificio de uno como del otro no serviría para nada.
Comenzaron a montar en silencio, nadie
quería decir nada. Juan ayudó a Carmen a incorporarse, seguía
llorando, la pérdida de su tío era algo que ella no podía asumir
aunque él sabía muy bien lo que ella sentía. No era la primera vez
que perdía a alguien tan querido para él.
Primero Conchita, luego Manu, ahora Anselmo.
La pérdida de María también le dolía, le había cogido mucho cariño,
pero hubiera sido un hipócrita si hubiera admitido que le dolía por
igual.
Ayudó a Carmen a subir a la camioneta. La
acurrucó contra sí y le besó la frente.
—Tranquila, todo va a salir bien, lo
prometo.
Había perdido mucho, muchísimo en los
últimos tiempos, pero nada de aquello se pudo comparar con lo que
había ganado.