XII
Hace tiempo que Bartolomé Cairasco no ha sentido una alegría igual. Como tantos domingos y festivos, después de la misa mayor vuelve a casa acompañado por Múxica. A los dos les gusta competir al tiro de ballesta y mucho más hoy que los dos van vestidos de batalla; Cairasco disfruta participando en los alardes.
—Por cierto, ¿qué pensará de nuestras apuestas la reverendísima autoridad? —dice Cairasco entre confidencia y burla al entrar en la casa.
El canónigo no es enemigo fácil y el caballo blanco de Múxica es un buen testigo. Ha cambiado en el último año cinco veces de caballerizas. El caballo no es la única moneda que utilizan en apuesta, aunque es la que más han disputado desde que el teniente trajo a ese bello animal de Sevilla. Cairasco es tan diestro en el uso de la ballesta que Múxica aprendió a no aceptar todos los retos que le propone el canónigo; además, cada vez que él pierde la montura, Cairasco aprovecha para lucirlo todo el día y Herrera tampoco desperdicia la oportunidad para preguntarle, con sorna, el motivo del cambio de dueño; no es un animal que pase desapercibido.
Pero esta tarde no van a competir con armas, sino en ofrecer favores a una dama. Los dos se alegran al saber en la casa a Constanza de la Garza. Para Bartolomé más que alegría es júbilo, aunque después, cuando se enteran del motivo de la visita, los dos quedan igual de compungidos.
Múxica se siente ofendido si Constanza, mientras esté en la ciudad, no ocupa la casa que fue de su padre. Cairasco objeta que será mejor visto si se queda en casa de un canónigo, que en casa de un hombre que vive solo y huye del matrimonio como de la peste. Múxica insiste; él volverá a su cuarto en el palacio de gobierno y dispondrá para ella sola de toda la casa y los sirvientes. La voluntad de Constanza es quedarse donde está y Múxica en vez de ofenderse, envidia a Cairasco.
Que vistiera luto riguroso no les hizo sospechar muerte alguna, más aún cuando aquel color realza la belleza de Constanza. Por ella se enteran de la muerte de su marido Luis, de las desgracias que han ocurrido en la construcción de la ermita de Nuestra Señora de la Regla y del fraile loco que empezó a hablar de ídolos y dioses del Nuevo Mundo; y por si no fuera bastante todo esto, en pocos días han fallecido dos niños en Pájara y faltó tiempo para hablar de brujerías y atribuir la mejoría de su salud, y la de su hija, a que en la noche chupaba la sangre de aquellos niños y otras maldades que ni sabe referir.
Sus dos hijos ya están en La Laguna; quiere vender las propiedades y negocios de Luis en Fuerteventura y volverse también ella a Tenerife. Muerto Luis son demasiadas cosas para llevarlas una mujer sola y aunque el clima sea distinto, se siente más cómoda en La Laguna, arropada por el Adelantado, buen protector de Luis, que en la isla de Fuerteventura.
Constanza necesita ayuda para venderlo todo y también por eso compiten Bartolomé y Múxica, pero lo hacen en sinceros y generosos ofrecimientos. No hace falta buscar compradores. Entre los dos forman compañía y buscarán más socios, si hace falta, cuando se hayan tasado los bienes. Mañana mismo Cairasco preparará las escrituras para formalizarlas ante el notario. Aún no hace falta hablar de dineros, aunque Múxica no tenga circulante le sobran créditos y Bartolomé Cairasco de Figueroa tiene tanto de uno como de otro.
Múxica se asoma a la ventana cuando se oye el trote inconfundible de la compañía de Amed Benhayá. Pasan ante la casa, en dirección al puerto, con todos sus pertrechos y a Múxica le extraña. Le resulta raro que Herrera no le haya informado de que pensara mover la tropa, aunque es verdad que no tiene por qué hacerlo; sin embargo, suele comentarle cualquier cuestión militar y cambiar el emplazamiento de la tropa lo es. No es que le dé mayor importancia, pero Constanza desea retirarse a descansar y ni Cairasco ni él tienen deseos de lanzar con la ballesta, así que deja la casa de Cairasco y, camino de la suya, pasa a ver al Gobernador.
* * *
En cuanto salió del palacio episcopal tras el almuerzo con el inquisidor, Herrera mandó llamar a Amed. Sabía dónde encontrar a Múxica, pero prefirió no molestar a su teniente, al que hace asaeteando el espantajo de paja que Cairasco tiene instalado en su sala de armas. ¿Qué se estarán jugando?, se preguntaba Herrera.
Ni el gobernador dio explicación alguna ni Amed la pidió, fueron órdenes claras y sencillas: desmontar el campamento y esperar a que oscurezca en los arenales del puerto; ya de noche entrar en las Isletas y acampar más allá del istmo y del puerto, fuera de la vista de la ciudad. Allí han de permanecer hasta nuevo aviso; cuanto menos se note su presencia, mejor. Atentos siempre, eso sí, a las señales del vigía de la cumbre.
Amed no tiene por qué cuestionarse las tácticas del gobernador, pero piensa que si la intención es coger a un atacante entre dos fuegos, también corren el peligro de quedar aislados, que no es infrecuente que la mar cubra el istmo separando a la Isleta del resto de la isla y eso mermaría la capacidad de movimiento de sus hombres. «Tal vez se lo comente a Múxica», piensa, «pero cumple las órdenes».
Es una tropa con poca impedimenta y están acostumbrados a mudar de sitio con extrema rapidez. Muchos de los campesinos, familias y peones que salen de la ciudad y regresan a sus lugares, se detienen a mirar cómo desaparece, de pronto, aquella pequeña ciudad que había a extramuros, pegada a la muralla. Hasta para Nemesio, que ha sido testigo de esto en Berbería y multiplicado por mil, pues son auténticas ciudades las que ha visto desmontar y ponerse en movimiento, es motivo de asombro ver con qué rapidez recogen las tiendas y los enseres, cargan todo en los camellos, montan los caballos con sus armas y se ponen en marcha como un ejército ambulante; como lo que son. Y al saberse mirados, extreman el cuidado y la rapidez en la ejecución de cada una de las faenas mil veces repetidas; y cuando marchan al trote saben hacer desfilar a sus aseados caballos con tanta gracia como energía.
Herrera recibe a su teniente y le cuenta, sin detenerse en muchos detalles, la plática con el inquisidor Ximénez.
—Supongo que si los pierde de vista, le será más fácil olvidarse de ellos —explica Herrera su intención al cambiar el emplazamiento de la tropa.
También le dice que le ha propuesto a Ximénez entrar en sociedad para la próxima cabalgada. Múxica está de acuerdo, aunque signifique menos ganancia, conviene tener a la autoridad eclesiástica e inquisitorial de su parte.
—¿Quién ganó hoy? —se interesa Herrera.
El teniente no entiende de pronto la pregunta pero enseguida reacciona y relata a Herrera el encuentro con Constanza, la hija de Martín Toscano y viuda, para sorpresa también del gobernador, de Luis de la Garza.
—Si puedo hacer algo —se ofrece Herrera al enterarse de lo que le ha pasado; guarda afecto por el viejo Martín Toscano y siente, sinceramente, la muerte de Luis.
Múxica se despide y cuando ya está en el patio, el gobernador le grita que espere. «Que espere ahí, no hace falta que suba, que bajo yo»; y eso hace Herrera con increíble agilidad: baja la escalera a grandes saltos sobre su única pierna sana, impulsándose en las barandillas con los brazos. Como una confidencia, Herrera le dice que el guiso de liebre que comió en el Obispado era exquisito: «Nunca probé otro igual. Mira a ver si te enteras cómo se hace».
* * *
Cairasco, sin embargo, rechaza la cena que le sirven cuando le informan que la señora Constanza ha pedido un refrigerio en su alcoba y que la disculpen hasta mañana. Hasta entrada la noche se oye tañer la vihuela en el huerto de Cairasco. Hace tiempo que el canónigo no pasaba tantas horas interpretando las tristes canciones aprendidas en Coimbra y las que le envía el gran maestro sevillano y constructor de vihuelas Manuel Benítez; canciones y melodías en las que él intercala sones y tonadas que ha oído a gentes de la isla. Hace mucho que no tañe tantas horas la vihuela y, menos, para un público ausente. Pero sabe que Constanza oye sus notas y desea que la música sirva para calmar su espíritu y lo ayude a conciliar el sueño. Cairasco así es feliz.
Rememora, con dulce tristeza, cuando la conoció en Sevilla y cómo se enamoró de aquella muchacha educada, tímida y pecosa; el color azafrán del pelo daba a su rostro más gracia y belleza, y el azul de sus ojos, la serenidad de un cielo limpio. Entonces su padre Mateo Cairasco pasaba casi medio año en la casa de Sevilla. Desde allí organizaba el tráfico de sus mercaderías entre aquel puerto o el de Cádiz y los de Nápoles, Alejandría, Canarias y el Nuevo Mundo. Su madre permanecía siempre en Canaria. De allí volvía él, de descansar en su casa del Real de las palmas tras pasar unos años estudiando en Coimbra. Llegaba a Sevilla cargado de dudas y la necesidad de optar, de una vez, entre ordenarse sacerdote o interesarse en las empresas de su padre. El cabildo catedral, del que ya formaba parte, lo conminó a ordenarse, su madre le alentaba y él dudaba. Pero se quedó sin dudas, y hasta sin habla, al encontrase en la casa sevillana con la única hija de aquel socio de su padre. Preguntó por aquellos invitados con tal insistencia y tanto se interesó por la muchacha, que su padre Mateo prefirió que no pasase un minuto más sin informarle que Constanza estaba comprometida y pronto contraería matrimonio.
Con esa contrariedad no contaba él y prefirió ignorarla. Solicitó permiso para pedir su mano y no lo obtuvo; también ignoró el contratiempo y se dirigió directamente al padre de la muchacha, Martín Toscano. Este, el socio de su padre y padre de Constanza, dejó en ella la elección, pero le recordó la palabra dada. Constanza, que si alguna sonrisa le había dedicado fue de pura educación y cortesía, ya que nunca le dio pie para albergar esperanza alguna, sencillamente lo rechazó; con pena, eso sí, de haber herido su corazón.
Aún así, Bartolomé no perdió ocasión para hacerle saber a Constanza su devoción y la zozobra de su corazón enamorado. Ella ignoró todos sus requerimientos. Antes de ser testigo de aquella boda, el mismo día a la amanecida, Bartolomé se embarcó para Canaria y nada más pisar la isla se ordenó sacerdote en la ermita de Nuestra Señora de las Nieves, en Laguete. Ya ordenado, partió a Salamanca y pasaron años sin que volvieran a verse. El reencuentro fue cuando murió su padre, Mateo Cairasco. Constanza de la Garza estaba aquí con su marido Luis, y los dos, junto a Martín Toscano, fueron al duelo y al entierro. A pesar de los años transcurridos, al verla de nuevo, el corazón de Bartolomé Cairasco volvió a saltar de contento y a continuación, a sufrir en secreto el amor no correspondido. De todo esto se alivia Cairasco tañendo la vihuela en su huerto hasta bien entrada la noche; y aunque su intención no es más que procurar su alivio y serenar el alma de Constanza, nunca Farfana tuvo mejor acompañamiento musical en sus trabajos con los labriegos más perezosos, los que aún no han abandonado el Real de las Palmas.
* * *
Poco después del alba, el canónigo dice la misa en la capilla de la casa y, aunque ha dado instrucciones de que nadie despierte a la señora, Constanza asiste al oficio y toma los sacramentos. Un ligero temblor recorre todo el cuerpo del canónigo Bartolomé Cairasco cuando deposita la hostia en la lengua de Constanza y roza con su dedo el labio de la mujer. Su amor sigue ahí a pesar de los años y los versos que escribió en Salamanca con intención de enviárselos y herirla. «Aquellas octavas, por suerte —piensa ahora— nunca fueron enviadas». Sabe en qué gaveta del escritorio guarda aquel poema y aunque no necesita tenerlo delante para recordarlo, después de la misa lo busca y desenrolla, Lleva por título A una dama que no la podía haber.
Ingrata, desleal, falsa, perjura,
inconstante, cruel y fementida,
¿es este el premio de mi fe tan pura,
es esta la esperanza prometida?
¿Tan mal se emplea en ti la fermosura?
Como el amor, por ser desconocido,
no me espantó de ti, de mí me espanto,
que a tan frágil pastora quise tanto.
Qué injustos siente hoy esos primeros versos y los epítetos que a ella dirigía, que aunque alguno fuera obligado por la rima, ninguno merece ciertamente. Ella nunca le dio el menor motivo para que albergara esperanza alguna. «De cuántos engaños se vale el amor —piensa Bartolomé— que hoy vuelve a despertar en Constanza, cuando ayer, no más, era en Marcela y anteayer en Beatriz y anteantier en Inés; y siempre parece único, irrepetible y siempre agónico es el trance».
—¿Te interrumpo? —pregunta Constanza ante la puerta del despacho; trae con ella con un cofrecillo.
—Sí, me interrumpes para mi bien. Un ajuste de cuentas con algún recuerdo, y por hoy ha sido suficiente —dice Cairasco y, enrollando el papel, lo devuelve a la gaveta y la cierra.
Constanza abre el cofre y lo vacía sobre el tablero del escritorio. Collares, brazaletes, adornos y figurillas, todo de oro, quedan esparcidos entre la escribanía, el tintero, las plumas; joyas admirables.
—Fue un regalo de mi padre —explica Constanza—, y creo que vinieron del Nuevo Mundo.
Bartolomé Cairasco pasa la mano sobre las piezas y elige una serpiente que se muerde la cola y tiene en la cabeza un penacho de plumas, toda en oro. Algo en ella atrae su atención.
—Es una de las figuras labradas en la iglesia —explica Constanza—, la que estaba en la piedra que mató a Luis… también en la otra, sí. Sé lo que te gustan las cosas de Indias y yo no quiero tenerlas cerca de mí. Son para ti; y si no las quieres haz lo que gustes con ellas, alguna caridad…
—¿Alguien sabe que el modelo salió de aquí? —pregunta Cairasco.
—Solo lo sabía el maestro cantero, el alarife —responde Constanza.
—¿El que murió?
—Claro…
—Que nadie más lo sepa —recomienda Cairasco mientras vuelve a meter las joyas en el cofre y con la mirada busca un lugar donde ponerlo; aparta unos libros de la estantería y tras ellos lo esconde.