XVIII

—A la iglesia va; al altar con mi hija o a su funeral, ¡pero a la iglesia va como me llamo Alonso!

El gobernador Herrera escucha las iras del viejo conquistador y tiene que esforzarse para mantener el gesto de gravedad que la situación exige. Alonso de las Hijas ha llegado al Real vistiendo su vieja y reluciente armadura y trae con él dos sirvientes armados de arcabuz para buscar a su teniente, «¡al rufián que preñó a una de mis hijas!» grita con el puño en alto.

—… y menos mal que todavía nada se le nota —se consuela el viejo conquistador acariciando la cabeza de garza de su morrión.

Después de pensar, pesar y medir las palabras que puede usar, Diego de Herrera aprovecha la calma para intervenir.

—Alonso, viniendo de usted no tengo ni sombra de duda en su palabra; de siempre lo sabéis. Pero ha de permitirme que también escuche a mi teniente en cuanto regrese. Esperadme aquí, mandaré aviso para que venga con urgencia —el gobernador sale rápido del despacho antes de que vuelva a arrebatarse.

Justo debajo de ellos, en la sala de armas para que pudiera oírlos, Múxica espera tan preocupado como nervioso, y en cuanto entra el gobernador a él se dirige con voz más baja que en confesionario.

—¿Y cuál es la que está preñada?

—Tú sabrás… —Herrera se detiene, mira de frente a su teniente y con el dedo en alto y la boca abierta duda unos segundos—. ¿Cómo que cuál? —pregunta asombrado.

—Es que fueron dos —explica Múxica encogiéndose de hombros.

—Pues sube tú a preguntárselo —resuelve Herrera sin salir del asombro.

—¡Yo no me caso! —estalla Múxica, pero bien bajito, que sobre ellos se oyen, de un lado a otro del despacho, los pasos inquietos del viejo conquistador y el ruido de su armadura.

—Muchacho, esto tienes que pensarlo más —Herrera agarra a su teniente del brazo y, con fuerza y afecto, lo conduce al fondo de la sala, hacia las dianas que ocultan una pequeña puerta que da a las caballerizas—. Puedo entretenerlo hasta mañana. Anoche se escaparon tres esclavos del ingenio del Cerrillo y tú estás tras ellos; y yo, ahora mismo estoy mandando a buscarte para que vengas de inmediato. Así que mándate a mudar a cualquier sitio y que nadie te vea. Y reflexiona. Y pide buen consejo; el mío ya lo sabes: más tarde o más temprano hay que casarse y sea la que sea es buen partido. ¡Cristiano!, deje aquí esa capa y el sombrero y cúbrase con cualquier otra; y esconda ese arriaz ¡carajo!, que hasta las monjas lo reconocen.

Alonso de las Hijas no está dispuesto a volver a Laguete sin el compromiso de boda o la cabeza de Múxica, pero rechaza la invitación del gobernador para que se acomode en palacio; acepta, eso sí, que un criado le ayude a quitarse la armadura.

—Estoy acostumbrado a dormir en mi casa y allí solo hay mujeres; ya no me hallo de otra forma —se excusa—. Mis criados pueden dormir con la guardia; yo iré a la mancebía.

A la mancebía iba, pero al pasar por la plaza Santa Ana decidió entrar primero al Obispado; le animó el ver a muchas mujeres que merodeaban por allí sin decidirse a entrar. «Todas quieren denunciar algo —piensa el viejo Alonso— pero no se atreven a pasar a la vista de las otras». Por eso, para que todas lo vean, entra orgulloso en el Obispado; también, aunque le cuesta aceptarlo, porque necesita que alguien lo escuche con más atención que el gobernador.

Fernán Ximénez lo escucha no solo con atención, con auténtico placer, y le falta tiempo para ordenar que prendan al teniente y ante él lo traigan. Al viejo Alonso de las Hijas le sobra tiempo y tristeza, el inquisidor lo nota y por eso le ofrece confesión, si es que la busca.

—¿No he confesado el pecado de mi hija? ¿No es suficiente penitencia la deshonra de mi casa? —se queja, abre los brazos y aprieta los dientes.

El inquisidor advierte la emoción contenida de aquel hombre; sabe que ese ánimo propicia las confesiones más sinceras y a la legua se ve que es cristiano viejo, de los que entran de frente sin malicia alguna. Ximénez cree que podrá sacarle información contra el gobernador, contra Múxica, contra de la Coba… pero no es de ellos de quienes Alonso de las Hijas quiere hablar.

—¿Es pecado no guardar luto por un hijo?

—Depende, hijo, depende —responde Ximénez con el tono y el gesto de comprensión que, sabe bien, anima al diálogo.

—Hace mucho tiempo perdí un hijo, el único varón; pero morir, murió hace poco.

Así arranca Alonso de las Hijas su confesión; el inquisidor, aunque la esperaba, escucha perplejo.

Sí, hace unos días el canónigo Cairasco tuvo a bien darle la mala noticia: su hijo Luis murió en Fuerteventura, en el lugar de Pájara. Al parecer, fue un accidente; una piedra de la iglesia que estaba construyendo le aplastó la cabeza. Aunque perderlo, hace años que lo perdió.

—No sabe Su Santidad —Ximénez sonríe al oír el tratamiento, pero prefiere no interrumpir— lo que cuesta hacer un hombre para las armas, para que sepa manejarlas bien y no te lo maten en la primera aceifa.

El inquisidor nota que nada parece saber de los rumores que corren a cerca de aquella iglesia y sobre la muerte del alarife y de su hijo. Para que Alonso se sienta más cómodo le sirve un vaso de vino y lo anima a beber.

—Es de misa, pero no está consagrado —dice Ximénez al notar que Alonso paladea con gusto la bebida—. Sírvase lo que guste, no hace daño.

¿Que fue severo con él?; claro que lo fue. Los hombres de armas se hacen de una pieza, rígidos e inflexibles; si de niños se tuercen ya no hay modo de que crezcan rectos. Y no debía estar equivocado en cuanto hizo, que Luis luchó en muchas batallas y de todas salió vivo y con fortuna. Pero casó mal y sin su consentimiento. ¿Qué consentimiento iba a dar él, si nadie se lo pidió? Solo tenía ojos para ella, como si lo tuviera hechizado.

—Ella y su padre lo enfrentaron a su sangre; esa gente no es de buena ley, si no ¿por qué se marchó él justo antes de que Su Santidad…

—Eminencia, hijo, eminencia —corrige al fin Ximénez con dulzura.

—… antes de que Su Eminencia Santidad llegara? —concluye Alonso.

—¿Se refiere a Martín Toscano? —pregunta Ximénez en cuanto advierte que le cuesta seguir hablando.

El inquisidor llena de nuevo el vaso que Alonso bebe de un trago. Eso le anima a continuar aunque siente que está yendo demasiado lejos, que está a punto de confesar sus dudas al inquisidor: que él, Alonso de las Hijas ha podido estar emparentado con judíos.

—¿Cómo es ella? —Ximénez no quiere soltar el hilo.

—Orgullosa, como su padre.

—Un pecado de judíos —sentencia Ximénez.

—Por eso dije que hace tiempo lo perdí; si son judíos, ni Luis era mi hijo ni sus hijos son mis nietos. Nada quiero tener con esa raza.

—Si estaba embrujado, no reneguéis de vuestra sangre; ayudadme a extirpar el origen del mal y de paso devolveremos la paz al alma de vuestro hijo.

Convencido de que su hijo fue víctima de las malas artes de aquella raza vil, astuta y venenosa, y que por ellos perdió su afecto y su respeto, Alonso de las Hijas firma el documento que el propio Ximénez, solícito, redacta en su nombre acusando a Constanza de la Garza de valerse de brujerías y encantamientos para enfrentar a un hijo con su propia sangre. Alonso de las Hijas firmó la acusación, que aunque no sabe escribir, sí aprendió a dibujar las iniciales de su nombre; al dejar la pluma sobre la mesa recuperó el orgullo y la firmeza que poco antes había estado a punto de perder.

Nemesio ve a Alonso salir del Obispado y se apresura a esconderse en la catedral; teme que a falta de Múxica le dé por tomarla con el criado. Tiene el encargo de enterarse de cuanto haga y diga Alonso de las Hijas en el Real y al atardecer ir a Arucas, a la casa del canónigo Cairasco para informar a Múxica. Cuando lo ve entrar en la mancebía, considera que ya es el momento de cumplir con el encargo.