XX
Muerto de sueño va Nemesio sobre su mula camino del Real; rendido, que la fiesta de esponsales empezó el mismo día de pedida, primero en la hacienda de Alonso de las Hijas y después en la nueva casa del teniente Múxica, y eso que no fue fácil convencer al viejo de que aquella casa es tan buena y tan cristiana como la que más, aunque hubiera pertenecido a su consuegro; que todo aquello es agua pasada y mejor es olvidarlo —le pide su mujer— y disfrutar del nuevo hijo que el Señor nos da. Y con él, así lo quiera Dios, a los nietos que nos envíe; y a los que ya tenemos y que ahora, que ya no hay nada contra Constanza, vienen a reunirse con su madre.
Por esto, para que Alonso sepa que sus dos nietos, los hijos de su hijo Luis ya están en el Real, Nemesio ha tenido que hacer, una vez más, el camino de Laguete. Fue idea de Cairasco, oyó cuando lo hablaban.
—A Ximénez solo le queda el testimonio del viejo. Del resto no tiene nada —le decía Cairasco a Múxica—. Bueno, un par de joyas de oro del Nuevo Mundo; y las quiere mandar a un orfebre de Sevilla, junto a las doblas que Antón Carreño dejó para misas por su alma y hacer una nueva custodia para la catedral. Si Alonso ve a los niños igual se ablanda, se retracta y anula su testimonio contra ella.
—¿Constanza qué piensa? —preguntó Múxica.
—Que son sus nietos. Ella siempre confió en que Luis terminaría reconciliándose con su padre.
—En eso salió a él; igual de terco —reconoció Múxica—. ¿Y si el viejo no se retracta?
—Ahora poco importa; pero si vuelve a correr otro rumor sobre ella —explicó Cairasco—, Ximénez tratará de reabrir el proceso.
Claro que Alonso de las Hijas accedió a ver a sus nietos en cuanto Nemesio le dice que hoy han llegado de Tenerife y ya están con su madre en el Real, en casa del canónigo Cairasco. Que es ella quien lo envía con un recado que el viejo, a solas, se hace leer por Nemesio. La nota dice, en pocas palabras, que aunque ella siempre respetó la voluntad de su marido, ningún día dejó de rogar en sus oraciones por que ambos se conciliaran.
—Sé que no soy de su agrado —termina de leer Nemesio—, me apena y entiendo que no desee verme, pero le ruego que bendiga y abrace a sus nietos y permita que ellos honren a su abuelo por su padre, como es deber de todo hijo.
Nemesio ve correr por la cara de Alonso de las Hijas tremendos lagrimones mudos y se deja abrazar un buen rato, cuanto el viejo quiere.
—No me apaño con las letras, ya lo sabes —reconoce secándose la cara—. Vuelve ahora mismo al Real y le dices a Constanza que mañana, ella y… mis nietos han de sentarse en la primera banca de la catedral.
Y tanto ir de Laguete al Real y del Real a Laguete con los preparativos del casamiento, que así, adormilado y todo o por eso mismo, esta noche Nemesio termina tropezando en el camino con una cabra canela y cariñosa por más señas. Fue en Lomo Blanco, ya cerca del Real, donde Nemesio cayó otra vez en el pecado y después en un profundo sueño abrazado al animal. La mula lo despierta al alba y solo a ella y a su conciencia tiene que hacer frente. La mula pace y ni caso que le hace, el mismo que él decide hacer a su conciencia; ¡al carajo los melindres!
Quiere llegar pronto al Real con la noticia que trae para Constanza, pero se entretiene un poco, mientras amanece, merodeando por el barranco que bordea el Lomo. Abajo está la ciudad aún dormida y el sol pronto saldrá sobre la mar. Le agradaría, aunque sea de lejos, ver a la jairita; seguro que es especial, piensa Nemesio de lo a gusto que se siente saltando barranquera abajo. Se detiene a beber agua de un naciente, se sienta y oye cerca, entre la espesura de las cañas silvestres que allí crecen, un balido. Entra con cautela al cañaveral tratando de no hacer ruido. Dentro del barranco todavía hay poca luz, pero allí la encuentra. Y no está sola: un pastor la tiene amarrada entre sus piernas. En ese momento algo estalla en su cabeza y se ve de pronto degollando al negro, que ni notó su presencia hasta que la faca le rebanó el cuello y ya nada pudo hacer, ni gritar siquiera. La baifa, al sentirse libre, trata de salir corriendo y se lanza sobre ella; solo cuando lleva ni sabe cuántas cuchilladas, advierte que es blanca, no canela, pero ya es tarde y está, toda roja, agonizando como su amante esclavo. Corre, ciego aún, barranco arriba trepando como puede por los riscos. Monta en la mula y el ruido bronco de un cañón le vuelve en sí; viene del Castillo de La Luz. Entonces ve la columna de humo que sale de la torre de Las Isletas y después en el horizonte, aunque el sol le ciega algo, tal cantidad de velas sobre la mar que pierde la cuenta.
—¡La órdiga! —exclama, suelta las riendas y arrea a la mula.
Cuando llega al Real todo es alboroto y griterío. Las campanas de la catedral voltean a rebato, los hombres corren hacia la plaza de Santa Ana, unos con pica, otros con lanza o espada, los menos con ballesta, los más con chuzos que ellos mismos han armado amarrando un cuchillo al extremo de un palo de barbuzano; también los hay que no tienen más arma que una macana y con ella acuden a la plaza. Las mujeres se gritan de una casa a otra o siguen asustadas a sus hombres preguntando qué han de hacer, dónde irán y qué va a ser de ellas si algo les ocurriera.
La milicia de la ciudad está formando en la plaza de Santa Ana al mando de Múxica.
—¿Dónde carajo te metes? —le grita en cuanto lo ve—. Ve por ahí tocando a generala por si alguien aún no se ha enterado.
—¿Cuántos vienen? —pregunta Nemesio mientras saca de la alforja el cornetín.
—Demasiados para invitar a mi boda. ¡Muévete! —le ordena Múxica y al verlo todo churreteado en sangre le pregunta—. ¿De qué guerra vienes tú?
—Ayudando a matar un cochino —responde Nemesio sin pensarlo—. Traigo un recado para la señora, es una buena noticia.
—¿Qué dice mi futuro suegro?
—Que ella y sus hijos se sienten en la primera banca de la catedral.
—No creo que pueda ser hoy. Cuando pases por la casa de Cairasco se lo dices. ¿Por dónde vienen?
—Pensaban partir al alba.
—Ojalá hayan visto la señal de los vigías. Necesitamos todas las armas de la isla.
Un hombre a galope irrumpe en la plaza y se dirige al teniente, es un vigía de la atalaya de Las Isletas.
—Señor, yo he contado hasta cincuenta, pero creo que detrás aún vienen más. En mi vida he visto tantas velas juntas ni armada tan poderosa.
Con estas mismas palabras informó al gobernador. Diego de Herrera, en el palacio de gobierno, ya viste su armadura. Una vez sobre el caballo ordena a un criado que amarre al estribo su pata de palo.
—Aprieta sin miedo que no me harás daño. ¿Cuánto tardarán en ponerse a tiro?
—Antes del ángelus —responde el vigía.
—Todas las compañías y la artillería, al puerto —ordena a Múxica—. Hay que impedir el desembarco.
Cuando llegan a la plaza ya están formadas cinco compañías con sus capitanes al frente y los artilleros con las diez piezas de las que dispone la ciudad. También Ximénez sale del palacio episcopal seguido por los canónigos, clérigos, frailes, oficiales y familiares del Santo Oficio; todos, con sus armas, se dirigen a la catedral.
Ximénez se detiene ante Herrera y ordena a su séquito que siga al templo.
—Será un oficio breve —anuncia Ximénez.
—Deles aquí mismo su bendición. No es el momento de entretenerse en rezos —responde con urgencia Herrera.
—La oración y la fe es nuestra mayor fuerza frente al enemigo.
—Más fuerza tendríamos si la tropa de Amed aún estuviera aquí.
—¿Más que con Dios de nuestro lado? —pregunta airado el inquisidor.
—Eminencia… —Herrera baja la voz para que no lo oigan sus hombres—. En mi pueblo hasta los curas cantan: Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, pues Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos; y esos, nos multiplican por diez. ¡Y todos son hombres de pelea!
Entonces entran en la plaza, a rienda suelta, dos jinetes: Alonso de las Hijas y su hija Carmelita; son los únicos que no están vestidos para la batalla. Múxica, desconcertado, reparte su mirada entre su futura esposa, su futuro suegro, Diego de Herrera y el inquisidor. El viejo desmonta y se dirige al gobernador.
—¿Es grave?
—Más de cincuenta navíos de guerra —responde Herrera—. ¿Tus armas y tus hombres?
—En Guía vimos el humo de la alerta y mandé que volvieran a por ellas —responde el viejo.
—Vamos al puerto y quiera Dios que lleguen antes de que comience el desembarco —le dice Herrera al viejo conquistador y después, dirigiéndose a Ximénez y señalando a las compañías—. Esperamos su bendición.
—Entren todos al oficio, allí se la daré —pone Ximénez como condición.
—Teniente —ordena Herrera a Múxica dando la espalda al inquisidor—, todos al puerto.
—No —interrumpe Alonso—. Eminencia, Santidad, bendiga a las compañías. Que se adelanten y los capitanes revisen el estado de las trincheras —les dice a Herrera y a Múxica—. Nosotros, a la catedral, que hay tiempo. Primero me los casa, rapidito, eso sí, y después… a la batalla.