VIII
La vida gris
Naná tenía sangre negra en las venas y descendía de una familia de esclavos, pero nunca tuvo conciencia de la existencia de sus cadenas hasta el día en que se enamoró. No sabía leer, ni escribir, y en toda su vida apenas había intercambiado con nadie más palabras que las necesarias para dar órdenes o para recibirlas; sin embargo, aquello no fue obstáculo para que sintiera el amor reventando en su pecho, tal como quedaba escrito en las novelas románticas que las damas de la alta sociedad de Santos, del Brasil y del mundo entero leían con deleite a escondidas de sus padres, de sus hermanos o de sus maridos. Pero a Naná, al contrario de lo que les sucedía a las protagonistas de aquellos folletines y a sus lectoras, el amor no la asaltó la primera vez que vio al que después se convertiría en su hombre amado. Tuvieron que pasar muchos días para que reconociese en el silencio de él el silencio que ella misma había pasado toda la vida guardando, y para entonces, eran ya muchas las noches que Naná le había llevado la cena a la solitaria mesa que el forastero ocupaba en la pensión de José Alfredo Sahuquillo, el patrón de los dos.
Algunas noches, el dueño de la hospedería y del cinematógrafo acompañaba al joven español a cenar. Desde la cocina, Naná les escuchaba hablar de la patria de ambos; mientras colocaba en su sitio las cazuelas de barro, los platos de loza, los vasos de vidrio, y los cubiertos que habían utilizado los huéspedes, volvía a oír al patrono contar cómo se había convertido en el hombre que era hoy en día.
—¿Sabes a qué me dedicaba yo, de chico? —apenas si daba tiempo a que el otro diese la respuesta que de sobra conocía—. Pastor era, fíjate bien, pastor de cabras y ovejas. He pasado más hambre que todos los hombres que están hoy aquí; y en este país, ya ves, empresario. Válgame Dios, si mi madre pudiera verme.
El joven aparentaba prestar atención, pero su mirada clavada en las flores del jardín delataba que su pensamiento estaba muy lejos del barco que había llevado a José Alfredo desde Cádiz hasta el Brasil, y dejaba bien claro que en absoluto le interesaban los días que pasó trabajando en el puerto y en los cafetales; únicamente mostraba atención cuando el relato se acercaba al momento en que José Alfredo conoció al hombre que se asociaría con él en el negocio de la construcción. Aquella empresa fue el punto de partida de la pequeña fortuna que atesoró y que le sirvió para resarcirse del pasado ingrato que le había tocado vivir. Para desquitarse por los años de estrecheces en los que había burlado al frío forrando su cuerpo con papel de periódico antes de vestirse, dilapidó su dinero en juergas y en putas, de modo que cuando recuperó el juicio ya quedaba bien poco de lo que había ganado. Casi de milagro, consiguió reunir lo suficiente para comprar una pequeña casa en la calle Maria Joaquina, muy cerca del puerto; mandó llamar a algunos de sus antiguos compadres de juerga y los convenció para que le ayudaran a tapar huecos, pintar paredes y arreglar muebles a cambio de todo el vino y el ron que pudieran ingerir mientras trabajaban. Como resultado de aquel contrato, después de cinco semanas de dura labor, el Hotel Internacional abrió sus puertas a todo cristiano que fuese a dar con sus huesos en Santos. Detrás de aquel nombre pretencioso se escondía una posada con nueve habitaciones de paredes desiguales y techos desconchados, en las que el suelo crujía a cada paso a pesar de las buenas intenciones de los obreros. En el hotel se reunían los inmigrantes españoles, portugueses e italianos que llegaban a la ciudad atraídos por la idea de hacer una fortuna rápida. Contrató a Naná nada más abrir la pensión, pues la fama de su cocina y de su belleza mulata había llegado hasta sus oídos, y en poco tiempo, había recuperado parte del dinero perdido en sus días de locura, en buena parte gracias a los guisos de la joven, tan exquisitos que nadie le tenía en cuenta el desprecio con el que los servía.
Una noche, cuando ya se había acostumbrado a su vida, de nuevo tranquila y plácida, le asaltó una idea que le impidió conciliar el sueño; al principio, la desechó por disparatada y trató de dejar de pensar en ella, pero el amanecer le encontró dibujando sobre su escritorio. Esa misma mañana, en cuanto abrieron los comercios, encargó suficiente tela de lona para montar una carpa, y contrató a unos ingenieros para que le dieran forma a los planos que él había esbozado durante la noche. Después, envió algunos telegramas a conocidos del Brasil y, por indicación de estos, cartas a personas que no conocía en España. Unas semanas después, él mismo fue hasta el puerto de Santos para recibir al vapor Río Negro. Con una maleta en la mano, como si su viaje fuera a ser breve, recogió en el muelle a Bruno Bonet.
Llegó desorientado. Arrastraba los pies y la maleta por el suelo de la dársena del puerto y miraba a su alrededor con gesto inconsolable. José Alfredo lo reconoció por aquel ademán, pues el resto de los hombres que descendieron del barco lo hicieron con la misma expresión rebosante de ganas de comerse el mundo que tenían los que se alojaban en su hotel.
—¿Le pesa la maleta, Bruno? —le preguntó cuando llegó a su altura. El otro detuvo su marcha y Sahuquillo aprovechó el momento para ofrecerle la mano en señal de bienvenida—. Soy José Alfredo Sahuquillo, su nuevo patrón.
Bruno le aceptó el saludo con frialdad, mientras dejaba la valija en el suelo del muelle. Ambos mantuvieron la mirada en silencio.
—¿Le pesa la maleta? —el otro repitió la pregunta, más por llenar el silencio que por interés: al instante sintió antipatía por el cámara.
—Me pesa la vida —respondió al fin.
Así era. Bruno había pasado toda la travesía lamentándose por haber accedido a las pretensiones de sus familiares. Apenas sí conocía a aquellas personas, y tenía la certeza de que lo único que querían era quitarle de en medio para hacerse con todos sus bienes. Era cierto que solo poseía el piso de la calle Tallers, pero también era verdad que eso era más de lo que tenía mucha gente; a esas alturas ya lo daba por perdido, igual que su inexistente carrera. Estaba seguro de que antes de que hubiera pisado tierra, los Tavares ya habrían encontrado otro operador de cámara para sustituirle. Nada en este mundo podía hacerle cambiar de opinión: viajar hasta Santos había sido la peor decisión que había tomado en toda su vida.
—Escúcheme, señor Sahuquillo… —notó que le temblaba la voz. Carraspeó antes de continuar—. Sé que es un contratiempo, pero tengo intención de permanecer en Santos únicamente hasta que encuentre a otra persona que pueda hacer el trabajo para el que yo me comprometí… Quiero regresar en cuanto me sea posible.
—Bueno, hombre, pero si acaba usted de llegar… No se ponga usted así. ¿Ha tenido una mala travesía? Cuando yo llegué, la peste acabó con más de la mitad de los pasajeros: todos por la borda, pasto de los tiburones. Fue muy duro. Yo también quería marcharme en cuanto pisé tierra firme. Si no llega a ser por el pánico que me daba volver a subir en un barco… Y ahora, fíjese, tengo toda la vida aquí. Verá como a usted pronto le pasa lo mismo.
En un intento por dar mayor veracidad a sus palabras, José Alfredo cogió la maleta del suelo e hizo amago de volver a caminar.
—Por Dios, ¿qué lleva usted aquí? ¿Piedras?
—No, no son piedras. Es solo un poco de ropa, algunos libros y unas películas que he rodado en el viaje —Bruno no cedió a la amabilidad de su patrón. De hecho, esa era la primera vez en toda su vida que Bruno sentía que el deseo le dominaba más allá de la cordura—. Ya que estamos aquí, me gustaría saber cuándo parte el primer barco a España, si a usted no le importa. Y también el siguiente.
José Alfredo ignoró la pretensión de su cámara y continuó andando. De pronto, dejó de sentir animadversión hacia él.
—¿Películas? ¿Ha rodado usted películas durante el viaje? —Bonet asintió con un gesto, y Sahuquillo no ocultó su sorpresa—. Hum… qué buena idea, joven. Si le parece, más tarde podemos verlas. Quizá sea buena idea proyectarlas en el cinematógrafo. ¿Qué me dice?
Bruno no respondió, pero un leve cambio en su cara dejó entrever cuánto le satisfacía aquella idea. José Alfredo le palmeó la espalda y con la presión de su mano le hizo caminar.
—Vamos, Bonet. Vamos a casa. Verá todo lo que tengo preparado, los proyectos que juntos vamos a poner en marcha —ambos estaban ya cruzando el puerto. Miró de reojo a Bruno—. Lo primero es asearse, refrescarse un poco, y descansar. Hace un calor sofocante. Después, cuando haya probado la comida de Naná y haya escuchado mis ideas, lo verá de otra manera, se lo aseguro.
—¿Y si no es así?
—Si no es así, mañana mismo le acompañaré aquí de nuevo para que haga usted todas las preguntas que quiera, y con mucho gusto le pagaré el pasaje de vuelta.
José Alfredo Sahuquillo hizo una seña con la cabeza a un niño negro que merodeaba por el malecón y le entregó el equipaje de Bruno. El pequeño les siguió con la maleta a rastras hasta que Sahuquillo repitió el ademán y un coche detuvo su marcha delante de ellos; subieron los tres y realizaron el trayecto sin dirigirse la palabra. De cuando en cuando, Bruno miraba a Sahuquillo y al niño negro, que no permitía que nadie le arrebatase las únicas posesiones que Bruno se había llevado con él hasta el Brasil. El calor era asfixiante, tal como había anunciado Sahuquillo.
—¿Cómo es posible que haga tanto calor, si estamos en enero?
Sahuquillo rio.
—¿Nadie le ha dicho nada de este bendito país? —Bruno negó con la cabeza—. Aquí ahora es verano, hombre de Dios. Las estaciones están cambiadas, y cuando en Barcelona se achicharran, en el Brasil nos morimos de frío. ¿Trae ropa adecuada? —Bonet repitió el gesto—. No se preocupe. Verá como eso también tiene arreglo.
El coche de caballos se detuvo frente a una casa blanca de dos plantas, con las ventanas pintadas de azul y un jardín rebosante de árboles y floresta que daban sombra a algunos bancos de madera forrados de terciopelo rojo. Sentada en uno de ellos, vestida con una bata de flores y el cabello cubierto con un pañuelo blanco, les esperaba una mujer, que al verlos llegar abandonó su asiento. El niño negro corrió hacia ella, y le acarició el pelo encrespado con ternura.
—Ella es Naná. Ya le he hablado de ella: en cuanto pruebe su comida, cambiará de idea.
Sahuquillo tenía tanta confianza en la feijoada, la vatapá y el churrasco de Naná como en la propuesta que pensaba hacerle esa misma noche al recién llegado, aunque aún tuvo que pasar algún tiempo antes de que pudiera ver en los ojos de Bruno algún asomo de entusiasmo. Pero el empresario era un hombre acostumbrado a las tareas difíciles, así que se limitó a observar al cámara mientras comía con desgana las exquisiteces que había preparado Naná, y no hizo ningún comentario cuando Bonet se atrevió a dejar en el plato la mayor parte de la carne y de los frijoles con el pretexto de que el largo viaje le había quitado el apetito.
Tampoco mostró impaciencia por su silencio cuando le enseñó el lugar en el que pensaba instalar el cine. Sobre el suelo, desperdigadas, quedaban algunas de las herramientas con las que se estaba construyendo la sala, y Sahuquillo las retiró con aire distraído.
—Santos es un lugar lleno de emigrantes —dijo, mientras se agachaba a recoger un martillo. Lo sostuvo un instante en la mano antes de continuar—. Aquí se trabaja de sol a sol. La gente llega pobre, y lo único que le sobra es el hambre y las ganas de enriquecerse, pero son pocos los que lo consiguen —dejó el martillo sobre una caja de madera—. La vida es muy dura, amigo mío.
Bruno asintió con indiferencia.
—La vida es dura —repitió—, pero ni toda la dureza del mundo es capaz de terminar con el instinto del hombre por gozar de todos los momentos de alegría que están a su alcance. La mayoría los emplea en ron, o en vino, o en putas, o en las tres cosas al mismo tiempo —sonrió—. Pero los tiempos están cambiando, tan rápido que muchos no se están dando ni cuenta. Ahora hay nuevas maneras de disfrutar, de divertirse, de escaparse de los problemas de uno, y por lo tanto, hay nuevas maneras de formar parte del progreso, de ganar dinero con él… ¿Sabe, Bonet, a qué me refiero?
—Claro que lo sé: está usted hablando del cine.
Sahuquillo asintió. Ninguno de los dos volvió a dirigirse la palabra en el breve trayecto que separaba el lugar en el que en pocos días se levantaría la carpa del Cine Amazonas del Hotel Internacional, ni siquiera para darse las buenas noches cuando Bonet se retiró a su cuarto; pero Sahuquillo estaba seguro de que el cámara había abandonado su intención de marcharse, y tenía razón: desde aquella noche, Bruno asumió como propio el proyecto del antiguo pastor. A la mañana siguiente, cuando los primeros de la cuadrilla llegaron a la obra, se encontraron a un hombre esmirriado, que vestía un traje de pana de color azul claro, con un sombrero de paja en una mano y un pañuelo en la otra, con el que de cuando en cuando se retiraba el sudor que le caía a chorros por la frente y el cuello.
—Buenos días, señores. Soy Bruno Bonet, el proyeccionista del cine Amazonas, y estaré con ustedes mientras terminan las obras. ¿Cuántos de ustedes hablan mi idioma? —los obreros le miraron. Bruno tragó saliva: nunca antes había pronunciado tantas palabras seguidas referidas a su persona delante de desconocidos.
Los trabajadores le ignoraron por completo, pero Bonet no se amilanó. Si tenía que quedarse allí, pensó, sería para hacer las cosas bien. Y eso hizo: dirigió personalmente las obras de acondicionamiento del local, escogió el color de la pintura de la sala, el tono del tapizado de los bancos de madera, y el lugar en el que se instalarían los carteles que anunciaban la película. Con fingida indiferencia, pues no quería reconocer su emoción ni siquiera ante sí mismo, revisó los planos que había diseñado Sahuquillo y que había supervisado un arquitecto, y sugirió algunos cambios que mejoraron la visibilidad de la pantalla y la comodidad de los asistentes. El dueño refunfuñó al escuchar la mayoría de las propuestas, pero aplazó su rechazo para que Bonet no perdiera la pasión por su trabajo; solo dejó de oponerse a las ideas del cámara cuando propuso que instalaran un pequeño bar en el pasillo, para que el público que esperaba que la sesión comenzara pudiera tomar algo antes de entrar. El empresario aplaudió entusiasmado, y estaba tan complacido que permitió que redujeran el número de asientos para que Bonet pudiera disponer de una habitación minúscula en el fondo de la sala, en la que ubicó el proyector.
Cuando el Cinema Amazonas abrió sus puertas por primera vez, el público no pudo reparar en Bruno, que trabajaba en el cubículo del proyector; sin embargo, todos pudieron ver las imágenes que había rodado en su viaje hasta el Brasil. Se asustaron con las olas de la tormenta, mientras el vapor parecía a punto de quebrarse por la fuerza del viento; se sorprendieron con los delfines que acompañaban de cuando en cuando al barco, y comentaron el lujo de los salones de primera clase que Bonet grabó a escondidas antes de que los protagonistas de la película italiana que anunciaba el cartel les hiciesen olvidar sus penas, tal como había predicho José Alfredo Sahuquillo, y también todo cuanto habían visto antes. Nadie lo supo nunca, pero aquel fue el primer día de su vida en que Bruno Bonet se había sentido feliz.
Bruno Bonet perdió la capacidad para recordar sus sueños justo cuando comenzó a cumplirlos. Hasta que llegó ese día, el instante de despertar era el único momento en que se sorprendía sonriendo. Razones tenía para torcer el gesto: estaba recién llegado de un mundo en que la vida era tal como él la había deseado, llena de trabajo bien hecho, de retos cumplidos, de éxitos, de palmadas en el hombro que no querían decir «pobre Bonet», sino un sincero gesto de felicitación. En sus fantasías nadie cuestionaba su manera de vestir, ni de caminar, ni su miedo a la muerte, más enfermizo aún que cualquier enfermedad que pudiera padecer realmente; no tenía importancia el color de su pelo, ni su escasez, ni la viruela marcada en su rostro, ni su mala salud. Era grande, en sus sueños, por eso los recordaba nada más abrir los ojos y se recreaba en ellos, antes de enfrentarse de nuevo a la dura realidad, cuando el espejo le echaba en cara que nunca sería como Juan Tavares. Pero en Santos, el cristal del azogue debía estar fabricado con materiales distintos a los que se usaban en Barcelona, porque ni una sola vez, desde el primer día que llegó, escuchó ninguno de los reproches que solía oír cuando se observaba en casa: no eres como Juan Tavares, mira qué pinta tienes, pronto morirás sin conseguir nada de lo que pretendes, eres un loco, un demente, un enfermo. Aquellas palabras que podía percibir nítidamente y que tanto le atormentaban, desaparecieron como por ensalmo en el Hotel Internacional.
Despertaba con los primeros rayos de sol que se colaban en la habitación, y permanecía unos minutos en la cama, escuchando el sonido de las hojas de la jacarandá y del acebo, y de las moreras, y el rumor de las palmeras del jardín mecidas por la última brisa de la madrugada. Se levantaba un instante para abrir de par en par las ventanas, y de un salto se volvía a tumbar sobre el colchón de lana, donde se entretenía tratando de distinguir entre el olor de los narcisos, los jacintos, el jazmín, los geranios, las rosas y los claveles que Sahuquillo había hecho plantar en el patio, vencido por la nostalgia por su tierra. Después salía de la cama y se despabilaba con las palmas de las manos bien llenas de agua, nada que ver con los ritos de sus mañanas en la calle Tallers, cuando se la lanzaba a pequeños golpes sobre la cara; salía del cuarto vestido siempre con colores claros para espantar el calor y con varios pañuelos en los bolsillos, unos para secarse el sudor y el resto con hojas de menta machacadas para suavizar el mal olor de algunos de los lugares por los que tenía que pasar, y saludaba a todo aquel con quien se cruzaba con una leve inclinación de cabeza y el atisbo de una sonrisa. Nadie lo conocía cuando llegó, y nadie sabía nada de su vida de antes, por eso no se dieron cuenta de que tras la primera noche que durmió allí, amaneció un hombre nuevo.
Las ideas de Bruno comenzaron a surgir como si el cámara fuese una botella de champán recién descorchada, y para regocijo de su patrón, su pericia y sus proyectos parecían no tener fin. Desarrolló técnicas de grabación y métodos de proyección, ideó fórmulas para divulgar los programas del Amazonas, convenció a Sahuquillo para grabar un noticiario semanal con los acontecimientos más relevantes de la ciudad, y concibió la manera de que los comerciantes de Santos costeasen las proyecciones, insertando anuncios de sus establecimientos entre noticia y noticia; sugirió al empresario que, tal como se hacía en los cines europeos, también ellos realizasen pases sicalípticos en el cinematógrafo solo para caballeros. Para burlar el control de las autoridades, a las que también Bonet había pedido permiso, las películas llegaban a Santos escondidas en las latas que anunciaban otros rollos, o montadas entre otras cintas, se proyectaban a las ocho de la tarde, y antes de cada pase se apelaba a la máxima discreción de los asistentes con el fin de garantizar la continuidad del espectáculo.
El éxito de aquellas sesiones no tuvo precedentes en la historia del cinematógrafo de Santos, y envalentonado por aquel acierto, propuso a su jefe una ampliación del negocio que el otro aceptó de inmediato. Alentado por su empleado, alquiló por un año el Teatro Brasil, en el que los pases serían diarios. También por iniciativa de Bonet, Sahuquillo se embarcó en un nuevo proyecto, esta vez en solitario: la construcción de su propia sala de cine. En esta ocasión, Bruno participó en la elaboración de los planos para evitar los cambios de última hora, tal como había sucedido cuando comenzaron con el Cine Amazonas. Como resultado de la estrecha colaboración de ambos, en la que se mezclaron a partes iguales la osadía de Sahuquillo y la brillantez de Bonet, el nuevo Cinema Amazonas abrió sus puertas menos de un año después de la llegada del cámara a Brasil.
La apertura del local convirtió a José Alfredo Sahuquillo en el empresario de moda en Santos: nadie en la ciudad había visto nunca un cine semejante, ni siquiera los pocos privilegiados que habían viajado a Europa para pasar largas temporadas allí, según la costumbre de la época. Las butacas disponían de cómodos cojines, y la madera del respaldo y de los reposabrazos estaba tan finamente tallada como las de las sillas de las mejores casas de la ciudad. Del techo colgaba una gran lámpara de lágrimas de cristal, y en las paredes, disimulados entre las luces de la sala, unos pequeños aparatos inventados por Bonet renovaban el ambiente de la sala con aire perfumado. Un grupo compuesto por siete músicos se encargaba del acompañamiento musical de las películas, y un italiano recién llegado al hotel pintó la sala y algunos cuadros que colocaron en la entrada del cine para pagar sus primeras semanas de albergue ayudando en la decoración del local. Sahuquillo no confiaba demasiado en el criterio artístico del cámara, pero también en esa ocasión estuvo acertado: no solo todos alabaron el gusto de Sahuquillo, sino que en pocos meses el joven pintor alcanzó fama en el país entero.
Durante todo aquel tiempo, Bonet se siguió encargando de la proyección de las películas, que elegía entre el catálogo brasileño y la oferta de Barcelona; normalmente escogía comedias, dramas de misterios, o historias de aventuras y persecución, pero de cuando en cuando, para probarse a sí mismo, proyectaba cintas de los hermanos Tavares, que, de manera casual, siempre se exhibían con algún pequeño fallo que provocaba el enfado del público. Desde su escondite tras la cámara, Bruno sonreía al escuchar los insultos que los Tavares eran incapaces de oír, y en el fondo, deseaba que el tiempo transcurriese rápidamente para que llegase el día en que pudiese contarle a Juan Tavares de qué manera le llamaba la gente de Santos, para que aprendiera, para que supiera que incluso a él podía llegarle la hora del terrible fracaso.
Después, regresaba a su cuarto. Atravesaba las calles solitarias, observando el centelleo de las farolas que parecían temblar a su paso; cruzaba el jardín y casi siempre se sentaba unos minutos en uno de los bancos, bajo la jacarandá y sus flores azuladas, y se entretenía disfrutando de ese aire como si fuese un regalo merecido, como si el que había respirado hasta aquel momento no le hubiese resultado suficiente. Entraba en el hotel, y mientras comía la cena que la criada le había dejado preparada, miraba de reojo la cocina de Naná, inmaculadamente limpia y ordenada; subía las escaleras y contaba el crujido de sus pisadas en el suelo, siempre cuarenta y tres, hasta llegar a su habitación. Allí, se desvestía y se refrescaba con el agua del jarrón antes de meterse en la cama. Cerraba los ojos, con la intención de complacerse con el recuerdo de los buenos ratos que le había deparado aquel día, como todos los días desde que llegó al Brasil. Pero cada noche le sorprendía el mismo pensamiento, siempre a traición. «¿Cómo era posible? —le reprochaba su propia voz en la mente—. ¿Cómo era posible que aquella victoria siguiera encontrándole solo?»
Naná tenía las manos ásperas, y la misma aspereza parecía haber contagiado su carácter. Apenas hablaba con nadie, y su trato con los clientes del hotel se reducía a servir los platos que cocinaba, y a retirarlos cuando no quedaba en ellos ni rastro de alimento; si algún hombre se decidía a invitarla a pasear, o le pedía que le acompañase a una de las sesiones del cinematógrafo, lo único que obtenía como respuesta era frialdad de su mirada y menos ración en su siguiente comida. Hubo quien pensó al conocerla que era muda, y tampoco faltó quien sentenciara que estaba loca, pues nadie en su sano juicio podía pasar tanto tiempo callado y aislado del mundo, pero en realidad Naná no tenía problemas de cordura, sino de tristeza.
Porque Naná era una mujer triste, y aunque nunca acertó en encontrar el motivo de aquella pena, la aceptó como una parte de ella misma, de la misma manera que aceptaba el color de sus ojos, o los rizos de su pelo, o el tono de su piel. Sentía la tristeza en cuanto se despertaba, y antes de dormir, y tenía la certeza de que en sueños continuaba triste. Le dolía la tristeza si estaba con gente, y más todavía si se quedaba sola, y quizá por convivir tanto tiempo con esa misma tristeza, era un dolor que no podía describir. De haber nacido en otro tiempo, hubiera acudido a un doctor con la esperanza de que le curase aquel mal que tanto le afectaba el alma, pero siendo como era pobre y bruta, no le quedó más remedio que acostumbrarse a sus sentimientos de la mejor manera que pudo: en silencio.
Pasó mucho tiempo intentando averiguar qué fue lo que hizo que se enamorase de él, pero tampoco para esa pregunta encontró una respuesta, o al menos, una con lógica. Enfrascada entre los cacharros de la cocina, trataba de dar con el momento en que había dejado de sentir por él la misma indiferencia que le producía el resto de los hombres, mujeres y niños con los que se cruzaba, con la única excepción de los de su propia sangre; recordaba el día de su llegada, cuando lo vio descender del coche vestido con una ridícula ropa de abrigo, junto al patrón y a su hermano Josué. El niño corrió hacia ella, en busca de los caramelos de azúcar quemada que siempre guardaba en un bolsillo del delantal, y ella le revolvió el cabello con dulzura. El extranjero pasó a su lado sin mirarla siquiera, y más tarde tuvo la desfachatez de juguetear con los platos que había preparado para él, cuando hacía ya horas que había cocinado para los demás clientes, sin apenas probar bocado y sin darle las gracias por la comida. Transcurrieron varios días antes de que escuchase su voz, y semanas hasta que lo vio sonreír. Tal vez por ese motivo se sintió cercana a él, y comenzó a cuidarle casi sin darse cuenta. Naná fingía haber olvidado su cena cuando ya se había retirado al dormitorio, y bajaba a la cocina a prepararla justo unos minutos antes de que llegase del cine; ya de camino a su pieza, se acercaba hasta el cuarto de Bruno Bonet para cambiar el agua de su jarra por otra más fresca, porque en ese momento le parecía recordar que por la mañana una mosca se había metido dentro; planchaba sus camisas con más esmero que las del resto, y perfumaba la habitación con las flores del jardín, para que no extrañase su tierra. Pensaba en él cada vez más, e incluso una tarde, por pura curiosidad, pidió permiso a Sahuquillo y se acercó hasta el Cine Amazonas; se sentó en una de las últimas filas, y desde su asiento se entretuvo tanto con las películas como con la idea de Bonet manipulando la máquina, cambiando los rollos, actuando como un auténtico maestro de ceremonias de aquel espectáculo. Aquella noche, preparó la cena con más interés que otras veces, y Bonet encontró en su plato una ración abundante junto a una botella de vino, pero tampoco podría decir que fue entonces cuando se enamoró. Tal vez sucedió el día en que el cámara se dirigió a ella por primera vez para pedirle que actuase en uno de los comerciales que rodaba en la ciudad.
—Su papel será sencillo: tiene que entrar en la tienda y pedirle al vendedor tres metros de seda roja. Él se la dará, y usted fingirá que le paga —Naná no respondió—. ¿Me escucha, señorita Naná?
Fiel a su costumbre, mantuvo un obstinado silencio que solo se quebró para ordenar al dependiente que le trajese los tres metros de seda roja, pero mientras se contemplaba a sí misma en la pantalla, con su traje blanco de los días de fiesta, pensaba que aquella había sido la primera vez que alguien la había llamado de esa manera, señorita Naná, y ella, que siempre se había sentido el ser más miserable que pisaba la tierra, se vio en ese momento justo así: como si en verdad fuera la señorita Naná.
Imaginó la sonrisa del cámara cuando algunos hombres del público silbaron al ver su imagen, y se sorprendió deseando que él también sintiera lo que los demás. En lugar de atender al argumento de la película, se pasó el rato preguntándose si le gustarían sus guisos o los encontraría sosos, o quizá salados, o demasiado picantes; si le parecía arisca, amable o antipática, si la encontraría hermosa, o si le disgustaría el color oscuro de su piel, tan distinta a la de él. Aquella noche le esperó despierta, sentada en una banqueta de la cocina. Cuando al fin llegó, le sirvió la cena que había aguantado caliente en el fogón hasta que llegó al hotel sin pronunciar palabra; se mantuvo de pie junto a su mesa y le llenó el vaso de vino cuantas veces él lo vació. Después retiró los platos, y mientras él fumaba un cigarro puro que guardaba en un bolsillo de la camisa, ella se sentó a su lado.
—Mi nombre es Anastasia —le dijo. Bruno asintió con la cabeza mientras apagaba la colilla.
Y aquella noche durmió con él.
Siempre había tenido la certeza de que sería capaz de intuir los acontecimientos más importantes de su vida; de hecho, desde niño había desarrollado la extraña habilidad de presentir antes que nadie cuándo se pondría enfermo, y avisaba a su madre para que fuera llamando al médico cuando los síntomas de su enfermedad aún no se habían hecho evidentes. Le encontraban en la cama, ardiendo en fiebre, y mientras el galeno le aplicaba cataplasmas y bálsamos para calmar su dolor, su madre rezaba para dar las gracias por aquel milagro que, de nuevo, había salvado la vida de su hijo. Pero no había nada de sobrenatural en la advertencia de Bruno; al contrario, el pequeño conocía su cuerpo de tal manera que era capaz de notar hasta el menor de los cambios antes de que se manifestara. La muerte de sus padres le pilló desprevenido, aunque aquello no fue suficiente para que el joven perdiera la fe en su capacidad de adivinación, así que aquella noche, mientras fumaba otro cigarro tumbado en la cama, lamentó no haber presentido qué le iba a pasar. De haberlo supuesto, se habría aseado antes de cenar, se hubiera mudado de ropa, y por descontado, hubiese prestado atención a la película pornográfica que proyectó sin mirar ni siquiera de reojo. Sintió no haberse dado cuenta de lo que esa noche sucedería con Naná, y más todavía, no haber podido grabar con su cámara cuanto había sucedido en su cuarto en esas horas. Porque fueron horas, horas enteras cargadas de una belleza indescriptible. Más que el sabor de la piel de Naná era su brillo, y más que el placer que sus movimientos le brindaban, era la hermosura con la que ella desplazaba su mano de un lugar a otro, de su pecho a su cuello, de su cuello a su cabeza, de la cabeza a la espalda, de la espalda a su entrepierna. Bruno deseaba haber inmortalizado la hendidura de su sexo húmedo y salado, sus labios entreabiertos, la punta de su lengua abriéndose paso entre la boca de él, el brillo de su mirada mientras le abrazaba. Su silencio.
Pero Naná no guardó las palabras por su propia voluntad. «Me llamo Anastasia», le había dicho, y fue incapaz de seguir hablando. Con gusto le hubiera contado que llevaba meses observándole y que sin saber bien por qué, su indiferencia se había convertido en un sentimiento inexplicable del que no había podido ni querido desprenderse. Le hubiera revelado que había acudido a un curandero, pues al principio pensó que se trataba de una enfermedad de la mente que le impedía dejar de pensar en él, y que había tomado cada día las hierbas hervidas que el santero le recomendó. Cada noche había untado con miel un plato de barro y sobre él había colocado tres lamparillas; mientras las prendía, había pronunciado su nombre, y había rezado para que los dioses lo sacaran de su pensamiento. De haber comprendido lo que sentía por él, sus ruegos hubieran reclamado que aquella noche llegase antes, que Bruno le hubiese pedido inmediatamente que fingiese ser la clienta del comercio, para reconocer en la oscuridad del cinematógrafo que no estaba enferma, sino enamorada.
«Me llamo Anastasia». Eso le había dicho, cuando en realidad le quería decir: «Te amo», pero la voz se le quedó ese día más dentro que nunca, y no encontró otra manera de expresar sus sentimientos que no fuera a través de su cuerpo, por eso se lo ofreció como si fuera el único regalo que pudiera darle. Anastasia no había sufrido nunca algo semejante a lo que parecía quebrarle hasta el más fuerte de sus huesos, así que no se imaginó que había una forma distinta de sentir el amor, ni que existía otra para demostrarlo. No se acobardó por la mirada desconcertada de él cuando le siguió desde el comedor hasta la puerta de su habitación, ni cuando cruzó el umbral, justo un paso por detrás de él y con la cabeza gacha en prueba de sumisión. Solo le miró a la cara cuando estuvo frente a él, de pie en mitad de la pieza, y se acercó. Levantó el brazo hacia su rostro, y entrecerró los ojos, para reconocerlo tal como lo había imaginado mientras lo esperaba.
Esa fue también la primera vez que Bruno se dejó sorprender por los acontecimientos. Antes de que Naná le tumbase sobre la cama y le arrancase literalmente la ropa, que quedó esparcida hecha jirones por el suelo del cuarto, tuvo el impulso de pedirle a la cocinera que saliese de la habitación y le dejase tranquilo. Que estaba cansado, le quiso decir, pero entonces la miró los ojos, y tuvo la certeza de que nada de cuanto dijera podría hacerla cambiar de opinión, y cuando quiso darse cuenta, ella le estaba acariciando la nuca con una mano y las costillas con la otra, y entre sus piernas notaba la leve presión de su muslo. Imaginó su color aceitunado, y quiso verlo, y una vez lo hubo visto, deseó tocarlo. El tacto de su piel era suave, nunca lo hubiera supuesto, y el roce de sus manos, ásperas, fue capaz de revivir sentidos que ya daba por perdidos. Ella le acarició el cuerpo entero, y se detuvo especialmente en su sexo, con lentitud, como quien toca un tesoro; de la mano pasó a la lengua, y de la lengua, a la boca. Él trataba en vano de tomar partido en aquella fiesta, pero Naná lo impedía con determinación férrea. No era gratuito. En el fondo, concebía aquel acto más que como algo carnal del que ambos podían gozar, como un obsequio: él le había regalado todo lo que ahora sentía, y ella no podía corresponder a semejante generosidad con un arte que dominaba casi tanto como la cocina. Así que convirtió su cuerpo en un plato gigante y le dio de comer de su cuerpo, y le dio de beber de su cuerpo, y entre una cosa y otra, le entretuvo con besos y con caricias, y lo besó, y lo acarició como si en cada uno de aquellos gestos le fuera la vida. Subió sobre él, se lo metió dentro a horcajadas, y comenzó a moverse, con la cabeza echada hacia atrás, siguiendo un ritmo desconocido para Bruno, que no tardó en dominar a la perfección cada uno de los movimientos de la mulata.
Tampoco Bruno conocía la pasión de aquella forma, mucho menos un amor de semejante calibre, hasta que Naná se coló aquella noche en su cuarto, así que recibió cuanto ella le estaba entregando sin ser consciente de su valor. En su memoria, pasó horas tumbado en la cama, sin realizar otro movimiento que no fuera acariciar con descuido las caderas de Naná, pero realmente solo pasaron unos minutos. Poco después de que Naná se sentase sobre él, Bruno sintió cómo el cuerpo entero se le derretía; apretó con fuerza los dedos en la carne de ella, y Naná detuvo la cadencia de sus movimientos; se dejó caer sobre su pecho, y únicamente el vaivén de su respiración agitada revelaba que siguiera viva. En silencio, lo único que ella deseaba era que Bruno le acariciara la espalda, o el pelo, o las manos, que la mirase a los ojos, no hacían falta las palabras, que de alguna manera le hiciera saber que él sentía por ella lo mismo que estaba sintiendo. Por un momento, pensó que su amante se disponía a hacerlo, pero Bruno ladeó la cara hacia la ventana, y se quedó dormido.
Naná no le tuvo en cuenta ese desplante. Ni ese, ni los demás; de manera natural, sin esforzarse siquiera, se acostumbró a justificar su malhumor cuando ella le daba los buenos días en el comedor. «¿Durmió usted bien, don Bruno?», le preguntaba mientras le llenaba la taza de café negro y humeante. De sobra sabía ella cómo había dormido, pues no hacía mucho que había abandonado su alcoba. Él encogía los hombros por toda respuesta, y ella repetía el mismo gesto con el resto de los huéspedes, que no encontraban explicación para aquel repentino cambio en el carácter de la cocinera. «Andará cansado», pensaba Naná. «Ocupo demasiado espacio sobre su colchón», se reprochaba, y para reparar su fallo se encerraba en la cocina con la intención de preparar los mejores platos para su amado. Tampoco en eso acertaba: las alubias le producían gases, y el cuscús, ardores; la buchada de carnero le daba arcadas y la banana indigestión; no toleraba su caipirinha, ni su café, y de no ser porque el resto de los clientes no daban muestra de ninguno de los síntomas de Bruno, hubiera llegado a pensar que había perdido su don en la cocina. Una vez había escuchado que, si los sentimientos eran verdaderos, quien comía los alimentos que uno cocinaba podía contagiarse con ellos, pero de ser eso cierto, Bruno solo parecía darse cuenta de que la amaba al llegar la noche, cuando dejaba entreabierta la puerta de su pieza para que ella pudiera colarse dentro.
Pasaron juntos casi dos de los tres años que Bruno permaneció en Santos, y en todo aquel tiempo, apenas si intercambiaron otras palabras que las indispensables para que ella le sirviera en la mesa cada una de las comidas que preparaba pensando en él y en el amor que le hervía en el pecho con una fuerza incomprensible. Si alguien le hubiese advertido que le quería de aquella manera solo porque Bruno no la correspondía, le hubiera plantado un escupitajo en la cara sin dudarlo ni un momento, así que a falta de otra explicación, Naná se conformó con la única que tenía a su alcance: Bruno Bonet era el hombre de su vida, su alma gemela, su otra mitad. Pero Bruno se marchó de Santos sin conocer ese detalle, ni ningún otro de la mujer a la que ignoraba durante el día y a la que buscaba al caer la noche.
Siendo como era, de naturaleza callada, Bruno no se extrañó del silencio de Naná. Es más, lo único que le sorprendía, e incluso le importunaba en ocasiones, era la manía de la cocinera de canturrear cuando lo tenía cerca. No es que la cantinela fuese desagradable, o que el tono de Naná le resultase molesto; más bien era la seguridad de que la triste melodía que ella tenía prendida en los labios en cuanto cruzaba el portón de la casa se dirigía única y exclusivamente a su persona.
—Por Dios bendito, Naná, ¿se puede saber qué es lo que cantas a todas horas?
José Alfredo Sahuquillo fue el único que se tomó la molestia de preguntar a Naná por aquella música, pero ella le respondió encogiéndose de hombros: realmente, no sabía qué cantaba ni por qué lo hacía; Bruno Bonet sería el único que con el tiempo, y a su pesar, acabaría comprendiendo la causa y el sentido de aquel canto a media voz, pero en las tardes calurosas de Santos lo único que le provocó la voz de Naná fue indiferencia, hasta el día en que el patrón preguntó a Naná qué estaba cantando.
—Bueno, Naná, como sigas así pronto te veremos en el Teatro Amazonas —bromeó Sahuquillo.
—¿Del Amazonas? —preguntó Bonet.
—Claro, chico, ¿es que no sabes nada del Brasil?
La verdad era que había aprendido bien poco en todo el tiempo que llevaba en el país; a lo sumo, se había molestado en aprender algo de la historia reciente de Santos y de los principales comerciantes de la ciudad, más que nada para tener algo de qué conversar cuando filmaba los anuncios de los establecimientos. Así que cuando Sahuquillo le hizo aquel reproche sobre su ignorancia de aquella tierra, él respondió con sinceridad.
—No, no sé nada —le dijo—. ¿Qué es eso del Teatro del Amazonas?
El empresario se lo contó con tanto detalle que cuando, unas semanas más tarde, Bruno llegó a Manaos, tenía la sensación de haber estado ya allí. Con la cámara a cuestas, grabó las calles de la ciudad que todavía conservaban los restos de la aldea que había sido hasta que el caucho la salvó de la miseria, las chabolas flotantes, y las lujosas mansiones de fachadas de azulejos; rodó las calles, la gente, los árboles, los coches, el río Negro, y el Amazonas. Pasó quince días en Manaos, y cada uno de ellos se acercaba hasta el teatro dispuesto a grabarlo pero siempre acababa sentado en un banco, junto a la fuente de la entrada por la que en los días de representación corría champán en lugar de agua. La noche le sorprendía observando el edificio con la máquina en el suelo, mientras trataba de figurarse cómo conseguiría que la cámara capturase no solo el lujo de los mármoles y las porcelanas italianas, o de los azulejos franceses, o de las cristaleras y las arañas de Bohemia. Se preguntaba si existiría alguna manera de que sus imágenes pudieran expresar la magnitud de las paredes, la intensidad de los frescos, la pequeñez de los hombres, en fin, comparados con sus sueños. Desde que llegó a Manaos, supo que tras ese viaje regresaría a casa y no deseaba otra cosa más que poder presentarse ante los hermanos Tavares con la más grandiosa película realizada sobre la más grandiosa ciudad. Como todos, él ignoraba entonces cuál sería el final de Manaos, pero incluso de haberlo sabido, hubiera deseado que su culminación como director fuese de la mano de aquel puñado de casas que se habían levantado entre el fango hasta convertirse en el mayor exponente de todos los lujos que el ser humano era capaz de atesorar, pues fantaseaba con la idea de que su destino tenía una extraña relación con aquella ciudad, y que también su porvenir se vería rodeado de lujos y de derroches. Y en el fondo, estaba en lo cierto, aunque de una forma que nunca había sospechado, ya que igual que el futuro de Manaos se deshizo con la misma rapidez con la que se había construido, terminaron fracasando los sueños de Bonet. En el caso de la ciudad, el declive fue consecuencia de las infames maniobras de otros países que quisieron arrebatar al Brasil el monopolio del caucho; con el cámara, el destino resultó más cruel y le gastó una broma pesada mientras regresaba a Santos, acodado en la barandilla del vapor que cruzaba el Amazonas.
Tenía los ojos cerrados, sentía en su cara la brisa de la tarde, y sonreía confiado: ya había encontrado la idea que buscaba desde que llegó a Manaos. Ya sabía cómo enlazaría el material que había rodado, cuál sería el ritmo de la narración, dónde cortaría, qué música se tocaría como acompañamiento de la historia. Ya se veía en el salón de los Tavares, ufano como nadie lo había estado nunca en aquella sala, «Miren lo que he hecho, señores», les diría con satisfacción. Observaría de reojo las expresiones de los dos hermanos al contemplar la película en la habitación en penumbra, y se detendría especialmente en el ademán sorprendido de Juan, que al cabo de esos años habría sufrido una terrible enfermedad que le habría desfigurado el rostro, o estropeado el carácter, o arruinado la fortuna, no lo tenía decidido. En cualquier caso, se acercaría despacio a su lado. «¿Qué tal se encuentra, Tavares?», le preguntaría cortés. Pero el otro no tendría palabras, rendido por fin a la superioridad que nunca había querido reconocer. Recordó la amabilidad con la que le trataba Juan Tavares, aquella falsa cordialidad que tanto le mortificaba, y se sintió satisfecho con la idea de que por fin podría pagarle con la misma moneda. «La venganza es un plato que se toma frío —pensó—. Y tanto». Sonrió, y se asomó por la baranda del barco, y abrió los ojos para tratar de ver el fondo del río como si fuera un niño curioso de la vida que se le ofrecía como si fuera nueva, como si el río fuera otro río, como sí el barco fuera otro barco, como si Bruno fuera otro Bruno.
Se preguntó si aquello que sentía en el centro del pecho tenía algo que ver con la felicidad, y aunque no encontró respuesta para esa pregunta, concluyó que viajar hasta aquel país había sido la decisión más acertada de toda su vida. Aquel fue el último pensamiento que podía recordar, y de hecho, era el único que regresaba de manera incesante a su cabeza, una y otra vez, cuando creía morir de dolor y las personas quedaron reducidas a formas fantasmales que entraban y salían de su cuarto hablando a media voz. Tiempo más tarde, supo que lo que sentía en el centro de su pecho y que identificó con la felicidad que llevaba tanto tiempo persiguiendo, no era sino la picadura de un mosquito que le contagió la malaria mientras él elucubraba sobre un futuro que, una vez más, nunca se haría real.
Al poco de llegar a Santos, Bruno comenzó a sentirse mal. El trabajo le cansaba más de lo habitual, la cabeza le estallaba a media tarde y por las noches se despertaba empapado en sudor frío; al principio no le dio importancia, pues estaba convencido de que esa felicidad recién llegada a su vida había conjurado su mala suerte con las enfermedades y le había convertido en un hombre prácticamente inmortal, pero cuando su cuerpo empezó a convulsionarse con unos escalofríos tan terribles que no se calmaban ni con todas las mantas del hotel ni con las friegas con alcohol de romero que le daba Naná, comenzó a preocuparse de verdad.
Cuando el médico le diagnosticó la enfermedad, Bruno ya no tenía fuerzas ni para entender el significado de lo que el doctor le estaba diciendo, y aunque se mantuvo lúcido, no recobró la conciencia hasta que llegó a su casa de la calle Tallers. Como si fuera un sueño, recordaba la cara estremecida de Naná mientras le cambiaba el trapo húmedo de la frente y murmuraba una letanía incomprensible en un susurro. También le parecía escuchar la voz de José Alfredo Sahuquillo ordenando que se lo llevasen de allí, deseando en voz alta que se muriera fuera de su casa, y otra vez las oraciones de Naná, y de nuevo aquella música que de pronto le parecía dulce. En algún momento preguntó si estaba muerto, y más de una vez reclamó sus películas, pero la vida y las ilusiones se le habían hundido juntas en el fondo del Amazonas.
Solo Naná veló su agonía, día y noche; fue Naná quien empaquetó sus cosas, sus trajes claros, sus pañuelos perfumados con hojas de menta, sus sombreros de rafia, las películas que pudo rescatar de Sahuquillo, que ya lo daba por muerto y había iniciado los trámites para contratar un nuevo operador de cámara cuando el antiguo todavía luchaba por sobrevivir en su cama del Hotel Internacional. Naná cuidó de Bruno como lo había hecho absolutamente todo en su vida, sin decir ni una palabra. Ambos se miraban en silencio. Naná quería que su cara se grabase en su memoria; sabía que tendría una vida larga, y que no tardaría en encontrar otros hombres, que otros besos borrarían el sabor de los de él, y que el sudor que había derramado sobre su piel pronto se confundiría con el de otros cuerpos, pero no podía consentir que el recuerdo de aquel hombre se perdiese entre los recuerdos que acumularía después, así que le observaba sin descanso, y cuando el enfermo dormía, acariciaba su cara, sus brazos, sus piernas, su pecho. Olía su piel, tocaba su sexo y sonreía al notar cómo se endurecía con el contacto de su mano caliente. Trataba de hablar, pero las palabras quedaban capturadas en su garganta, como si una fuerza superior impidiera que saliesen de allí adentro. Y en realidad así era, aunque solo en parte, porque en esas ocasiones Naná enmudecía de puro miedo, y solo fue capaz de superar su terror el día que vinieron a buscar a Bruno.
—Aún no está listo —les dijo a los hombres que Sahuquillo había contratado para que llevasen a Bonet hasta el barco.
Se encerró en la habitación con su hombre. Le desvistió y lavó todo su cuerpo con un trapo humedecido en agua de rosas; después, lo secó con un paño de algodón y le ayudó a vestirse con delicadeza. Bruno tenía los ojos cerrados. Dejaba que ella lo cuidase por última vez, y por última vez escuchaba aquella melodía en los labios de Naná. De pronto, ella dejó de cantar y se sentó a su lado en la cama. Debieron pasar horas encerrados en el cuarto, mirándose fijamente, en silencio, los dos.
—Abran la puerta —ordenaron desde fuera.
Naná se puso en pie, y se acercó hasta Bruno.
Sahuquillo abrió la puerta con la llave maestra, y con un gesto mandó a los dos sujetos que levantasen a Bruno de la cama. Naná les siguió por las escaleras. Metieron a Bruno en un coche de caballos. El patrón carraspeó antes de hablar.
—Bonet… Esto es lo mejor para usted. Aquí nada garantiza que se vaya a restablecer. En cambio, en casa, cuidado por los suyos, quizá tenga más posibilidades… —bajó la mirada al suelo, avergonzado—. Esto es lo mejor para ti, créeme.
Bruno no le respondió. Miró a Naná.
—Anastasia… —la llamó. Tragó saliva, para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta, inexplicablemente.
Bruno la llamó por su nombre verdadero varias veces, sin atreverse a decirle todo lo que le bullía en la mente. Quería darle las gracias por todos los detalles que no había valorado, por entregarle su cuerpo de aquella manera, libre y sin pudor, por no haberle tenido en cuenta que no hubiese sabido amarla ni agradecerle su amor.
—Mi nombre es Anastasia —respondió al fin. Bruno asintió, y ella continuó hablando—. Mi nombre es Anastasia.
Ella comenzó a notar su ausencia antes de que se hubiese marchado, y la certeza de que nunca más volvería a verla, ni a tenerla a su lado, hizo que le temblasen las piernas. Desde la ventanilla sucia del coche alquilado, Bruno la observó empequeñecer, dignamente, sin derramar una lágrima, y la recordó tal como la había disfrutado todas aquellas noches en su habitación. Por última vez, volvió a tenerla frente a él tal como la había tenido ante sus ojos todo ese tiempo sin ser capaz de verla, desnuda, entregada, conmovedora. Perdida.
Aquella fue la última vez que vio a Naná, pero su recuerdo acudía a visitarle cada noche, antes de dormir. De hecho, la imagen desnuda de Naná en medio de la calle le acompañaba hasta el alba la mayoría de las madrugadas, cuando regresaba de la jarana nocturna en compañía de Juan Tavares. Las palabras del director todavía resonaban en sus oídos «¿Ya se marcha a casa?», «Le ordeno que se quede un rato más», y todavía hervía en su pecho la rabia contenida por no gritarle en la cara cuánto le odiaba. Cuánto le envidiaba, en realidad, y cuánto lamentaba haber regresado a Barcelona de esa manera.
Durante muchos meses, deseó haber muerto en Santos, o en el Amazonas, o en el barco que le trajo de vuelta al piso vacío y sucio de la calle Tallers donde no le esperaba más que su desolación. Nada más llegar, se encerró en la casa y se acostó sobre el colchón polvoriento, dispuesto a dejarse morir, pues ese y no otro era su destino. Con los ojos cerrados, mientras trataba de acostumbrarse a que el mundo no se moviese a su alrededor, imaginaba cómo hubiera sido su vida de haberse quedado en Brasil. Olvidaba que él mismo había previsto su regreso a casa después del viaje a Manaos, y lamentaba la suerte que le había obligado a perderse aquel futuro lleno de lujos y éxitos que sin duda le hubiera brindado aquel país. Al principio, de la mano del traidor Sahuquillo, pero más tarde él solo hubiera levantado una industria cinematográfica allí; era en Brasil, ahora lo sabía, donde su nombre hubiera entrado a formar parte de la historia como protagonista y no con un papel secundario. Sin embargo, aquí, ¿qué podía esperar? Su oportunidad había llegado, y él la había dejado pasar de largo. Y para eso, pensaba, mejor estar muerto. Ignoraba cuánto tiempo transcurrió en tan lamentable estado, aunque si por él hubiera sido, no hubiera salido de allí más que con los pies por delante. Pero ni eso le permitió conseguir Juan Tavares: entró con su propia llave y acompañado de una nube de sirvientas que en un par de horas limpiaron la casa hasta dejarla impecable; cuando las mujeres todavía estaban aseando las habitaciones varios hombres cargados de comida llenaron la despensa, y al mismo tiempo que ellos, llegó un médico amigo de la familia, de la familia Tavares, con una enfermera. Le recetó quinina para tratar la enfermedad y un jarabe para abrir el apetito, y allí mismo le hizo beber un remedio para la falta de ánimo.
—Pero, bueno, Bonet… —Juan Tavares le miró, con expresión afable—. ¿Te acuerdas cuando éramos unos críos? —Bruno no respondió—. Tú siempre estabas enfermo, más de una vez estuviste agonizando de verdad y ahí estaba Bonet, tan testarudo que no quería dejar el mundo tan pronto. ¿Te acuerdas? —el otro seguía mudo—. Después, te has pasado la vida cuidándote. Mira, ya sé que lo de la malaria ha sido un trago muy duro, y que lo has tenido que pasar tú solo, en un país extraño, pero ahora estás aquí, con nosotros. Así que, olvídate de dejarte morir entre estas cuatro paredes. ¿Me oyes?
—¿Dónde estoy?
—En tu casa ¿no la reconoces? Este es tu mundo, Bruno. Y este es tu trabajo, con Gumersindo y conmigo. Nosotros somos tu familia.
—Mi familia… Ellos querían que me marchase a Brasil para vender este piso —protestó, enojado.
—¿Qué estás diciendo? Eso no es cierto. Yo mismo me he encargado de mantenerla tal como tú la dejaste, para cuando regresaras… Siempre supe que volverías con nosotros.
—¿Cómo ha sabido que había regresado?
—Sahuquillo nos envió una carta en el mismo barco en el que viniste tú. Estuvimos esperando que nos buscaras. Al no saber de ti, nos temimos lo peor. Por suerte, hemos llegado a tiempo.
—¿Ha mandado las películas?
—¿Qué películas?
—Las que dirigí en Brasil.
—No te preocupes por eso. Ahora solo tienes que pensar en recuperarte, y cuando te encuentres mejor, todo volverá a ser como antes de marcharte.
Juan Tavares tenía razón: cuando se recuperó, todo volvió a ser como antes, exactamente. Quienes lo conocían durante el día, volvieron a alabar su tesón, su inteligencia y su habilidad tras las cámaras, y aquellos que frecuentaban su compañía nocturna siguieron elogiando su moderación con el alcohol y las drogas, su discreción con los líos de faldas de sus compinches, y la sobriedad en el trato con las mujeres fueran de la calaña que fueran, lo mismo damas que putas; muchos eran quienes aún le tachaban de loco, y por entonces comenzó a circular el rumor de que la culpa de aquella extraña demencia la tenían las fiebres que un mosquito salvaje le contagiara en una ciudad de Brasil. Retomó de nuevo los viejos hábitos, y únicamente de aquella manera pudo acostumbrarse a vivir otra vez la vida de antes, cuando no había estado cerca de cumplir sus sueños. Seguía a Tavares durante el día, y en la noche no era capaz de rechazar su compañía; durante mucho tiempo, lamentó aquella falta de hombría que le impedía negarse ante cualquier pretensión de su jefe y pensó que aquella inquietud le duraría la vida entera, pero el día en que la vio por primera vez se dio cuenta de su error.
Aquella noche, intentó dormir mientras revivía el modo en que había acariciado los rizos de su pelo negro, el deleite con el que había lamido sus pechos firmes. Volvió a sentir el sabor de su boca y de nuevo la hizo suya hasta que su cuerpo dejó de pertenecerle. La recordó desnuda en la oscuridad de la habitación, y fantaseó de tal manera con la idea de que estaba a su lado que en algún momento llegó a dudar que no estuviese junto a él en la cama, tal como había estado después de que la descubriese con Juan Tavares, unas horas antes. «¿Por qué no?», se preguntó. Ese sueño sí era posible. Salió de la cama de un salto, y se vistió a toda prisa con la misma ropa que había dejado extendida sobre una silla, frente a la puerta. Con una mano se alisó el pelo, y con la otra se arregló el cuello de la camisa; palpó el bolsillo derecho de la chaqueta para comprobar que su cartera seguía en su sitio, y se miró en el espejo antes de salir del cuarto. Caminó a grandes zancadas, y cuando llegó al local de madame Giselle, la luz del farol que pendía sobre la puerta le hizo saber que todavía estaba a tiempo de pasar. Preguntó por Candela la China. «Ahí la tienes», le respondió una fulana. La observó desde la escasa distancia que les separaba, tan corta que podía sentir su perfume almizclado y también el olor a tabaco del hombre que estaba con ella.
Dio media vuelta, y regresó a casa con las manos hundidas en los bolsillos y una melodía triste y familiar clavada en la cabeza, que tarareó todo el camino sin saber qué significaba ni por qué era incapaz de arrancársela de los labios. Más tarde, en la soledad de su cuarto, dio con la respuesta: el día que conoció a Candela Galán había aprendido a escuchar cómo sonaba el amor imposible. Y aquella noche, soñó con Naná.