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La larga espera

La estaba esperando en su habitación, reclinada en un diván frente a la ventana. Llevaba el cabello suelto y vestía una túnica blanca, sin ningún tipo de adorno. Al oírla entrar, apartó la vista del libro que leía y lo dejó caer en su regazo. La recibió con una sonrisa franca y el rostro, habitualmente severo, se transformó como por ensalmo.

—Te esperaba —le dijo como bienvenida.

—Está usted bellísima, madame —Candela no pudo evitar el piropo.

—¿Tú crees? Estoy hecha un adefesio, mira cómo voy, casi sin vestir, descalza… —señaló su cuerpo—. Pero no te he mandado llamar para que me halagues… conozco mis limitaciones. No soy tan hermosa como tú, y las dos sabemos que los años no pasan de balde.

Candela permaneció en pie en medio de la sala. Observó el techo, pintado de azul cielo, y las paredes de color marino. La luz entraba de la calle atravesando los visillos de los ventanales. En la pieza no había más muebles que el sofá en el que la había recibido, una silla y una mesa con una jarra de agua y un vaso. En las esquinas del cuarto, varios jarrones llenos de claveles perfumaban el aposento, y tras un biombo, se entreveía la cama.

—Siéntate, querida.

Candela la obedeció.

—Gracias, madame.

La otra sonrió.

—Deja de llamarme madame.

—¿Cómo quiere que la llame, entonces?

—Por mi nombre, querida —guardó silencio unos instantes—. Aquella noche, ¿recuerdas?, cuando me contasteis vuestras historias… me fui de allí sin contar ninguna de las mías. Entonces no me importó, pero ahora todo me parece distinto. Apenas han pasado unas semanas, pero recordar esa noche es como pensar en otra vida.

—¿Por qué piensa eso, madame? ¿Es por el pronunciamiento? No tiene que preocuparse por nada, dicen que no será tan duro como parece, que en poco tiempo todo volverá a ser como antes.

La mujer negó se entretuvo mirando por la ventana antes de responder.

—No, querida. No es por el golpe… yo también he escuchado los rumores y sé que no pasará mucho antes de que todo esté en orden de nuevo —encogió las piernas dentro del vestido—. Es solo que estoy cansada —la miró, con tristeza—. Estoy cansada de respirar este aire, de vivir esta vida que es como si no fuese mía.

Candela esbozó una sonrisa triste.

—La comprendo, señora.

—No comprendes nada, querida mía. Para empezar, mi nombre no es madame Giselle. No nací en París, todo el mundo lo supone aunque nadie diga nada… ¿Has visto alguna vez a una parisina con un acento menos francés? Solo tu acento limeño de Cuenca supera al mío —movió la cabeza a ambos lados. Las dos rieron—. Mi nombre es Jacinta Rojas Expósito, y te debo una historia, Candela.

Dio un par de palmadas y de una puerta enmascarada entre el azul de las paredes, salió una joven sirvienta. Llevaba una bandeja con agua fresca y un par de vasos de cristal adornado con flores talladas en el vidrio.

—¿Has oído hablar de las murallas de Jericó? —Candela asintió en silencio, mientras tomaba el agua que la criada le ofrecía—. ¿Has oído hablar de Josué? —volvió a asentir—. ¿Y de Rajab? —esta vez, negó con un ademán—. Pues ella es la parte más importante de la leyenda. Sin Rajab, las murallas jamás se hubieran derribado, para que veas lo injusta que es la historia. Antes de que Josué entrase con sus tropas en la ciudad, mandó un par de espías para que averiguasen todos los secretos que pudieran facilitar la tarea que el mismísimo Señor le había encargado, es decir, la conquista de la ciudad de Jericó. Los espías se refugiaron en la casa de Rajab, que les dio toda la información que necesitaban a cambio de que la dejasen con vida, a ella y a su familia, porque la costumbre de la época obligaba a los conquistadores a matar a todos los conquistados. Así lo hicieron, y cuando Josué entró en Jericó haciendo resonar sus famosas trompetas, decidió seguir al pie de la letra todos sus consejos, que no fueron pocos. Ella era tremendamente bella, pero su inteligencia aventajaba a su belleza, así que Josué no se conformó con respetar el juramento que había hecho y respetó su vida y la de los suyos, sino que la tomó como esposa, la amó y la honró por el resto de sus vidas, y Rajab se convirtió en antecesora de profetas como Ezequiel, o Jeremías.

—Bonito cuento, señora Candela estaba impaciente porque la mujer comenzase a explicarle quién era en realidad y cómo había conseguido hacerse pasar por madame Giselle.

—No es un cuento, querida, es una historia que no he terminado de contarte. Rajab era una de las rameras más deseadas de Jericó —Candela sonrió—. No es broma. Era puta, como tú y como yo, y era lista, también como nosotras. Y ya ves, terminó desposada con el mismísimo Josué.

Jacinta Rojas, liberada al fin de la carga de madame Giselle bebió un gran trago. Retiró unas gotas de agua de la comisura de sus labios con los dedos. Miró a Candela antes de seguir hablando.

—En Babilonia, todas las mujeres debían prostituirse una vez en la vida, quisieran o no. Era obligado que fueran hasta el templo de la diosa Mylitta, y una vez allí, tenían que esperar a que un hombre las escogiera para acostarse con ellas. Solo entonces, una vez perdida su virginidad con cualquiera que hubiera pagado por ellas, podían regresar a sus casas. El dinero, por supuesto, se lo quedaban los sacerdotes. Todo está inventado desde hace mucho tiempo. Tú misma lo sabes bien. Dicen con razón que esta es la profesión más antigua del mundo. Por eso yo la he ejercido con orgullo. Bueno, por eso, y porque, como ves —señaló a su alrededor—, no me ha ido mal en la vida.

—Eso no lo puede negar. Pero siga, se lo ruego, estoy deseando escuchar cómo lo ha conseguido.

—Yo tenía trece años cuando llegué a Barcelona, en un tren que tardó siglos en llegar hasta aquí, con toda mi familia. Éramos pobres como las ratas, pero estábamos llenos de sueños. Pensábamos que aquí tendríamos la oportunidad de salir adelante, que nos acompañaría la suerte, que trabajando en las fábricas nos iría mucho mejor que escarbando sin descanso la tierra de los demás… qué sé yo. Cuando llegamos era verano, y la primera noche dormimos en la calle. La segunda, mi padre gastó parte del dinero que había traído escondido, cosido en los calzones, para que nos quedásemos en una casa de dormir. El pobre pensó que sería por una noche, pero pasamos varias allí. ¿Nos imaginas? Siete personas amontonadas en dos catres, porque no podíamos pagar tres… por eso ahora tengo una cama tan grande, para darme el gusto. Allí pasamos todas las calamidades que te puedas imaginar, pero mi padre no tardó en encontrar trabajo como bracero en el puerto, mi madre empezó a limpiar las inmundicias de la casa en la que dormíamos, y mis hermanos y yo entramos en el próspero negocio de las puntas de tabaco: recogíamos colillas del suelo que se convertían como por arte de magia en nuevos cigarros. Una vez al mes, íbamos hasta el palacio de la Virreina y allí un hombre nos escribía las cartas que mandábamos a nuestra familia. Ellos también debían pagar para que otra persona les leyese todas las mentiras que el escribiente copiaba con una caligrafía impecable: que si nos iba mejor de lo que habíamos imaginado, que si mi padre había encontrado un gran trabajo, que si vivíamos en un piso precioso en plenas Ramblas, que si cuando estuviéramos definitivamente instalados les enviaríamos el dinero para que también ellos vinieran, que si todos los hermanos, incluida yo, íbamos a una escuela donde nos enseñaban a leer y a escribir… en fin.

La criada entró de nuevo, esta vez con una fuente repleta de fruta que dejó sobre la mesa. Jacinta cogió un racimo de uvas.

—Pero la fortuna acabó por sonreírnos, y al cabo de un tiempo pudimos alquilar una habitación. Imagínate. Aquello era un sueño hecho realidad, un lujo con el que ya habíamos dejado de fantasear. En parte, aquello sirvió para que mi padre tranquilizase su conciencia por las mentiras de las cartas. La casa estaba muy cerca de las Ramblas, desde esta ventana puede verse el edificio, lo que son las cosas. A menudo, me entretengo mirándola, como si pudiera verme a mí misma entonces, entrando y saliendo por ese patio, con toda la vida por delante…

—¿Y qué vería, madame, perdón, señora?

—No era más que una niña… Una cría llena de ilusiones. Vivía la vida en estado de perpetua espera: esperaba que todo cambiase, esperaba que pudiéramos tener un piso, que mi padre llegase a casa con algo más que pescado podrido para cenar. Esperaba dejar de tener los dedos negros y el vestido sucio y roto de tanto arrastrarme por el suelo para recoger las colillas, y sobre todo, esperaba aprender a leer y entrar en el restaurante Suizo de la Plaza Real. No quería hacerme mayor hasta que ninguna de esas cosas sucediese. Finalmente, pude hacer esas y otras cosas más, pero la mía fue una larga espera —Jacinta hablaba con voz pausada y de cuando en cuando detenía su relato para comer fruta—. A los dieciséis años, el cuerpo aún no se me había desarrollado, seguía con formas de niña y no sangraba cada mes. Cuando mi madre se dio cuenta, me llevó a lo más parecido a un médico que se le ocurrió.

—¿Un curandero?

La voz tranquila de Jacinta había seducido a Candela, y conforme avanzaba su relato, creía verla cada vez más joven y bella.

—Peor todavía: una pitonisa que vivía debajo de nuestra habitación. Era un edificio de cuatro plantas. En las dos primeras, vivía una familia de comerciantes que había hecho fortuna con el negocio de las lámparas; en el cuarto piso, vivíamos nosotros en nuestra habitación alquilada, y en el tercero, estaba la casa de madame Colette, que se anunciaba como la vidente sonámbula reina de las clarividencias. En realidad, era la mantenida del comerciante del primer piso, que se había encaprichado de ella durante un viaje a París para comprar cristales. Allí se ganaba la vida como adivinadora, pero decidió aceptar la propuesta de su amante, más por cambiar de aires que por amor, y trasladó a Barcelona su negocio. No debía ser mala, porque nada más verme supo lo que me pasaba. «Su hija no quiere crecer, señora», dijo con las erres enredadas. «¿Cómo que no quiere crecer?», le respondió mi madre. «Su hija no quiere ser como usted, ¿no se da cuenta?» Era una verdad tan grande que mi madre no pudo evitar aceptarla. Le preguntó qué podíamos hacer. «Tráigamela todas las tardes, a las cinco en punto». Lo primero que hizo fue darme un baño con agua perfumada, y después me regaló un vestido color crema con un sombrero y un bolso a juego. Limpia y cambiada, me guio hasta una mesita cerca del balcón y allí comimos chocolate con pasteles. Pasamos dos horas sin pronunciar palabra, mirándonos en silencio, y cuando el reloj marcó las siete en punto se levantó y con un gesto me hizo seguirla hasta la puerta. «No tienes por qué ser como tu madre», me dijo recostada en el vano. Volví a la tarde siguiente, y todas las que vinieron después durante muchos meses. Me enseñó a leer, a escribir, a comer con la boca cerrada, a echar las cartas, a hablar con idioma extranjero, a fingirme sonámbula para impresionar y a poner los ojos en blanco mientras acariciaba una bola de cristal sobre un tapete rojo con estrellas bordadas. Ella quería que yo la ayudase en su consulta porque no daba abasto. No sé de dónde salía tanta gente con dinero pero a ella le faltaban horas en el día para atenderlos a todos. Para aprender el oficio, cuando llegaban los clientes me escondía tras un biombo y la observaba trabajar. No nos habíamos puesto de acuerdo; debió leer en mi mente que la idea de ganarme la vida como ella me hacía más feliz que seguir los pasos de mi madre, pero mis problemas de crecimiento seguían sin solucionarse, hasta el día en que su amante vino a visitarla sin que me diera tiempo a salir de la casa.

Candela la observaba fascinada, sin atreverse a interrumpirla.

—Aquella no fue la primera vez que vi un hombre desnudo; muchas veces había espiado a mis hermanos mayores cuando se quitaban la ropa. Imaginarás que habiendo pasado tantas noches en una casa de dormir, tampoco me sorprendí por las intenciones del comerciante. Sin embargo, lo que presencié ese día cambió para siempre mi vida. La forma que el destino escoge para revelarse ante una no deja de resultar curiosa. Había visto muchas veces cómo mi padre se subía sobre mí madre y se restregaba sobre ella, pero hasta entonces nunca se me había ocurrido que se pudiera disfrutar con ello, pensaba que era una necesidad del cuerpo, como comer, o como defecar. Desde mi escondite sentí el olor y el placer del comerciante de tal manera que me hubiera gustado unirme a ellos. Quise lamer los pechos de Colette y hundir mi lengua hasta el fondo de su sexo, como él lo hacía, y deseé tener su verga entre mis manos, dentro de mi boca, atravesando mi cuerpo, igual que atravesaba el de ella —bebió un sorbo de agua y sonrió—. No sucedió nada de eso, pero cuando desperté al día siguiente las sábanas estaban manchadas de sangre. Bajé corriendo a casa de madame Colette. No hizo falta que le dijera nada: ella ya lo sabía todo. Había tardado mucho tiempo en convertirme en una mujer, pero cuando lo conseguí, lo hice con las ideas claras. «¿Estás segura de que no quieres ser pitonisa?», me preguntó por asegurarse. Yo le respondí que no. «Entonces, lo mejor será que hagamos las cosas como es debido. No es bueno que luchemos contra el destino». Se puso un sombrero adornado con tres plumas de avestruz y lo fijó en la cabeza con un alfiler largo, rematado con un diamante falso. Salimos juntas a la calle y caminamos apenas unos minutos. La casa de madame Giselle quedaba cerca de la nuestra.

—¡Madame Giselle! —exclamó Candela.

—Entonces esto no era como lo ves hoy. Las habitaciones estaban decoradas con muebles lujosos, con cuadros de pintores conocidos en todo el mundo, y en aquella pared —señaló hacia el fondo— había una biblioteca llena de libros en varios idiomas. Lo vendí todo, y envié lo que me dieron a mis padres con una nota anónima que no pudieron leer. Sospecharon que era mía y sintieron vergüenza, pero aún así se quedaron con el dinero. madame Colette conocía a madame Giselle porque alguna vez la había llamado para que le predijera el futuro: por eso nos atendió, aunque jamás recibía a nadie y solo salía de esa sala lo imprescindible. Con un gesto de la mano apremió a hablar a madame Colette. «Vengo a traerle a esta criatura», le dijo madame Colette. Le contestó que el suyo era uno de los mejores burdeles de Barcelona, sino el mejor, y que esa no era la forma para llegar hasta allí. Le dijo que sus clientes querían lo mejor, y que ella solo estaba dispuesta a darles lo que pretendían, ni más ni menos. Me ordenó que me pusiera en pie y comenzó a enumerar mis defectos. Dijo que era demasiado flaca, demasiado alta, y la muy pécora se atrevió incluso a decir que tenía la cara demasiado cuadrada, y que carecía de la menor gracia —soltó una carcajada—. ¿Puedes creerlo? —continuó hablando sin esperar respuesta—. Todo fueron negativas. madame Colette esperó a que terminase de hablar. «Tiene toda la razón, madame. Pero yo he visto su destino. Y está aquí, junto a usted». Volvió a exigirme que me levantara y ella hizo lo mismo. Se acercó a mí. «Será virgen, por lo menos…»

—¿Por qué se tomó todas esas molestias?

—Porque era verdad que había visto mi destino, y como ves, tenía razón: mi destino estaba ligado al de madame Giselle.

—Sí, pero…

Jacinta impidió que siguiera hablando.

—No, no digas nada hasta que no escuches la historia completa. Yo me hice puta porque así lo quise, igual que tú. A ti no te importa irte a la cama con varios tipos en la noche, o con varios a la vez; no te importa acostarte con una mujer, o con dos; no te importa participar en una orgía, ni disfrazarte de hombre; no te importa nada de lo que haces… A mí no es que no me importara, Candela: es que me gustaba. Algún día se demostrará que el vicio es una enfermedad, y entonces se sabrá que yo he estado contagiada —rio de nuevo—. Disfrutaba vistiéndome con ropa sugerente, exhibiéndome ante los hombres, bailando con ellos, provocándoles con mis palabras y con mis gestos. Cuando subíamos a la habitación, yo no fingía en absoluto, y eso me hacía diferente a las demás. Todos los clientes me preferían a mí, aunque no fuera la más agraciada, tal como madame Giselle había hecho notar nada más verme. El vicio es una enfermedad de la que yo he sido víctima desde hace mucho tiempo —repitió—. Así que he tratado de vivir con ello lo mejor que he podido.

Había anochecido, y la sirvienta entró de nuevo en la habitación para prender las luces.

—Un día, mandó a su criada a buscarme. Quería felicitarme personalmente, y ya que estábamos en esa tesitura, también quiso comprobar por sí misma la calidad del producto que ofrecía a sus clientes. Aquellos exámenes se repitieron con bastante frecuencia —se levantó del diván y se acercó hasta la ventana. Retiró la cortina y contempló cómo la calle comenzaba a iluminarse—. ¿Te has fijado alguna vez, querida?

—¿En qué, madame?

—En que la mayoría de las veces, tenemos poco que ver con los acontecimientos que cambian nuestras vidas. Es curioso.

Candela también se aproximó hacia el ventanal y dirigió la mirada hacia las luces que se prendían en las farolas.

—Es cierto —dijo.

—Sin saber adónde me llevaría, me convertí en la persona que más relación tenía con madame Giselle, o eso fue lo que debió pensar su doncella cuando la encontró muerta una mañana. Estaba tan aterrorizada que no sabía a quién acudir ni qué hacer, había pasado la mitad de su vida al servicio de aquella mujer y no se le ocurría el modo de salir de ese trance. Tenía miedo de que la acusaran de haberla matado, de perder su trabajo, de acabar siendo puta, o de las tres cosas al mismo tiempo, vete tú a saber. Yo le ofrecí la única solución que se me ocurrió en ese momento: si ella mantenía la boca cerrada, yo me encargaría de que nada de aquello sucediera, a menos que ella quisiera —guiñó un ojo y sonrió—. Hoy la has conocido: ella te ha traído hasta aquí y te ha atendido como mi invitada.

—No doy crédito a lo que me está contando, señora… —murmuró Candela.

—Pues será mejor que lo creas, porque la realidad supera con mucho a las mejores de nuestras fantasías —repuso madame Giselle—. En un santiamén, resolví la manera de conseguir el control del mejor burdel de toda Barcelona, como decía siempre madame Giselle. Cuando todavía no habíamos decidido qué hacer con el cuerpo de la difunta, la criada y yo encontramos en el secreter un sobre con el membrete de un despacho de abogados.

—¿Su testamento?

—Efectivamente. Hasta unos años antes de llegar a Barcelona, madame Giselle había sido una de las mejores cortesanas de París, y como testimonio de aquel tiempo poseía una valiosísima colección de joyas y obras de arte, en su mayor parte, regalo de hombres a los que apenas recordaba y a los que nunca había amado, o al menos, así lo hacía constar en su testamento. Jamás apreció ninguna de aquellas alhajas, aunque tomó la precaución de guardarlas en vida por si su suerte cambiaba. Pero una vez muerta rodeada de lujos, de nada le servían. Unos meses antes de morir, dejó constancia en aquel documento de su última voluntad: quería que todas sus pertenencias fuese a parar a un asilo de ancianos pobres de París. Me pareció una idea inconcebible, y además, una traición y una falta de respeto a mi persona.

—¿Una falta de respeto a su persona?

—Sí, y deja de repetir lo que digo, por favor, me estás crispando los nervios. Fue una falta de respeto, en efecto: me hacía cargo de todos sus papeles, de sus cuentas, de sus archivos, de todo lo concerniente a la casa y a la propia madame Giselle hasta el punto de que muchas veces, cuando estaba demasiado cansada, como decía ella, yo misma me ocupaba de escribir y firmar sus documentos, y la muy arpía había hecho ese testamento a mis espaldas… a mis espaldas, ¿puedes creerlo? No podía consentir tal cosa, así que eché a la criada de la habitación con la excusa de despedirme de madame Giselle y escondí el testamento. Esa tarde, yo misma redacté uno bien distinto y lo llevé a un notario haciéndome pasar por madame Giselle, vestida con uno de sus trajes, maquillada y perfumada con sus afeites y sus colonias, hablando con su acento y caminando con pasos pequeños y cansados, como ella. Si alguien se dio cuenta, nadie dijo nada. Total, para la gente de bien las putas somos todas iguales. Seguramente, la propia madame hubiera hecho lo mismo que hice yo: aquel burdel me pertenecía tanto como a ella, y como ves, tomé posesión de lo que era mío.

—Pero lo que usted me está contando es increíble, señora —Candela no pudo evitar mostrar su sorpresa.

—Pues de nuevo te recomiendo que lo creas, querida. Te recomiendo que lo creas —repitió— de la misma manera que te recomiendo que comiences a creer que las cosas pueden cambiar, de un día para otro, aunque antes de que algo suceda no seamos capaces de sospecharlo. Yo no imaginé lo que sucedería con mi vida cuando aquella tarde sonó el timbre en casa de madame Colette, ni tú intuiste lo que podría ocurrir cuando Bruno, Oriol y tú me escogisteis para que juzgase vuestras historias. Pero todo sucede como ha de suceder, independientemente de lo que deseamos, y también de lo que tememos.

—Francamente, madame, no entiendo dónde quiere ir a parar con todo esto —objetó Candela.

Jacinta sonrió.

—Estoy en deuda contigo. No solo porque me hayas hecho ganar mucho en el tiempo que has trabajado para mí… —palmeó la espalda de Candela—. Aquella noche, cuando me contaste tu historia, sentí como si pusieras tu vida en mis manos.

—Eso es absurdo.

—La vida es absurda la mayoría de las veces, Candela. ¿No fue absurdo que Fernando prefiriese quedarse con su esposa, a la que no amaba, en lugar de huir contigo? ¿No es absurda la vida de Amadeo Serra? ¿Y qué me dices de Bruno? ¿No es absurdo el amor que siente por ti? —Candela guardó silencio—. Lo único que nos queda es ser absurdos nosotros también, y hacer cosas ridículas, y que nos tomen por locos, a menos que queramos renunciar para siempre a conseguir un poco de felicidad.

—¿Un poco de felicidad? —repitió sus palabras y no pudo reprimir un gesto de amargura—. Yo solo creo lo que puedo ver, y tocar, y nunca he visto la felicidad, señora.

—Aún así, existe, niña. No es como la imaginamos, como la buscamos. Queremos ser felices siempre, y no nos damos cuenta de que la felicidad se construye con todos los momentos dichosos que atesoramos en una vida. Claro que la felicidad existe… aunque no la veas. Tampoco has visto nunca el fondo del mar, ni has visto tu corazón, ni el mío, y yo te garantizo que están aquí —aproximó su mano al pecho de Candela—. Aquella noche os dije la verdad, los tres desperdiciabais vuestra vida lamentando el pasado. Pero os juzgué con la dureza que nunca encontré para juzgarme a mí —encogió los hombros de nuevo—. Es más sencillo criticar los errores de los demás, aunque sean los mismos que nosotros ya hemos cometido.

—No me irá a decir ahora que también ha sufrido por amor…

—Todo el mundo sufre por amor, Candela. Quien lo tiene, quien lo pierde y quien nunca lo ha conocido, que es quien arrastra la pena más grande. Tú y yo somos muy parecidas, Candela, las dos hemos amado al hombre equivocado. Algo que, por desgracia, suele suceder con mucha frecuencia.

Fuera había anochecido. Por la ventana se colaba en centelleo de la luz de las farolas y las voces, y las risas de los que pasaban cerca del burdel.

—¿Tienes hambre? —preguntó Jacinta.

—Tengo hambre de sus historias, señora.

Aun así, madame Giselle llamó a la criada y ordenó una cena fría y champán para las dos. Comieron y bebieron en silencio, hasta que Jacinta continuó con su relato.

—Todo el mundo le llamaba el Chino Quitapenas, aunque en realidad no era chino, sino japonés, y su único mérito para quitar las penas se encontraba en el licor que despachaba en su tugurio a un precio de miseria, muy cerca de aquí. Cuando yo lo conocí era un viejo encorvado y triste que aparecía por el local siempre a última hora, cuando casi todo el mundo se retiraba. Se llamaba Yasuo, Yasuo Kurihara. Siempre decía que no somos más que lo que perdemos, y era verdad. Tenía un problema de conciencia que le impedía dormir, por eso venía siempre tan tarde, después de cerrar su taberna y de dar mil vueltas en su cama. Llegaba siempre con cara de sueño y de susto, y se iba a la cama con la primera que se encontraba. Decían que ni las tocaba, que se quedaba muy quieto en la cama, con los ojos abiertos, hasta que amanecía. A mí me daba pena, tan mayor, tan solo, tan perdido… No sé, una también tiene su corazón, ¿no te parece? Y además, a esas horas yo ya estaba cansada de tanto trajín, así que comencé a hacerme la encontradiza con él cuando llegaba. Lo que me habían contado las otras era verdad, ni me miraba, ni me tocaba, ni me hablaba, pero al cabo de muchos meses de ver amanecer juntos, me tomó confianza. Quiso saber mi nombre, mi edad, si me gustaba lo que hacía, si no hubiera preferido casarme, tener marido, hijos, esas cosas que todo el mundo se cuestiona sobre nosotras y que nadie se atreve a preguntar. Yo le respondí a todo, hechizada por su manera de hablar, suave, sin prisa. Él sabía que tenía todo el tiempo del mundo, y quizá eso era lo que más le dolía.

La sirvienta entró para retirar las bandejas de la cena.

—Poco a poco, también comenzó a contarme cosas. No era tan mayor como yo imaginaba, tenía poco más de cincuenta años pero la mala vida hacía que aparentase bastantes más. Su insomnio fue providencial para que aprendiese el idioma cuando llegó a Barcelona y le ayudó a desenvolverse en la taberna, pero también fue su mayor castigo. Día y noche tenía que cargar con la tristeza infinita de haber perdido a su amor…

—Vaya por Dios, otra pena de amor… —protestó Candela.

—Sí, otra pena de amor, Candela. Al fin y al cabo, el hombre se ha movido siempre por amor y por dinero, no lo olvides. Ella se llamaba Fukahori Etsuko, pero él la recordaba cada día con otro nombre: Kwan-Non. Así la había llamado la primera noche que la poseyó, Kwan-Non, pues ese y no otro era el nombre que ella merecía, el de una Venus, el de una diosa que había comenzado a cambiarle la vida con cada uno de sus besos, y que se la transformó definitivamente con cada uno de los segundos que tuvo que pasar sin ella, que, para su desgracia, resultó ser mucho más tiempo que el que la disfrutó. Pero no era preciso que llegase el anochecer para que aquel recuerdo le arrebatase la calma. Cualquier momento de quietud era motivo más que suficiente para que Yasuo escuchase de nuevo el sonido suave de la suave tela de sus enaguas al deslizarse hasta el suelo para mostrar su majestuosa desnudez, tal como la vio por primera vez: la piel, también suave, tan clara que las venas casi imperceptibles que recorrían el cuerpo teñían los brazos de color añil. Tenía la cabeza gacha y en los pliegues de sus orejas se intuía su piel sonrosada. El resto de la cara, el cuello y el cabello, relucían con un color marfileño, y desde el suelo pudo percibir el aroma de camelias con las que había preparado su maquillaje. El vello de su pubis, rizado y negro, era abundante y corto; mantuvo las piernas juntas, con las palmas de las manos pegadas a los muslos hasta que él le sugirió, con la voz quebrada por el deseo, que las separase y que se acercase hacia donde la esperaba. Para hacerlo, tuvo que sortear las decenas de prendas que permanecían en el suelo y atestiguaban el celo con el que Kwan-Non se había arreglado horas antes: vestidos, cinturones y fajines quedaron esparcidos mientras ella se desprendía poco a poco de ellos, con la mirada fija en la de él y la sonrisa prendida en la cara, pálida como la luna llena, blanca como la azucena. Así era como volvía a verla, cada día, una vida después de que aquello sucediera.

—¿Era su mujer?

—No, no era su esposa, aunque ellos se consideraban casados. Kwan-Non era prostituta, como nosotras. Yasuo la conoció Yoshiwara, una ciudad inmensa llena burdeles a la que Yasuo acudía con mucha frecuencia para aliviarse. Había tomado muchas precauciones para no encapricharse de ninguna mujer, pero no pudo evitar enamorarse de aquella que temblaba delante de él, desnuda, en silencio. Él le preguntó: «¿Por qué tiemblas, mujer?» Ella le respondió: «Porque te estaba esperando». Le juró que no mentía, que había soñado su cuerpo, su voz, su olor, y el calor de sus manos al acariciarla, y tanto si aquello era cierto como si mentía, él no dejó de creer en sus palabras mientras vivió. Admitió que cuanto sucedió aquella noche obedecía al sueño que su amada había imaginado para ambos: los besos, las caricias, las palabras, el sudor, los gemidos no eran más que el resultado de un destino que ella pudo ver antes que nadie y que él se encargó de consumar en aquella noche, y tal como ella predijo, en las que vinieron después: estaban hechos el uno para el otro. Nada en este mundo podría separarlos.

Dejó de hablar un instante para beber un sorbo de champán, pero Candela la apremió con un gesto para que siguiera con su historia. Jacinta sonrió.

—Yasuo pasó con ella cada una de las noches de los meses siguientes y prácticamente gastó toda su fortuna en evitar que otros hombres poseyeran un cuerpo que no había de ser más que suyo. Pasaba los días ensimismado, urdiendo un plan que le permitiese hacer reales todas sus fantasías. Apenas hablaba con nadie, y caminaba cabizbajo y lastimado, pues el amor que sentía era tan grande que el mismo cuerpo le resultaba pequeño, y por eso le dolían las costillas, el estómago, la garganta y hasta el corazón, y no encontraba consuelo para su mal en otra medicina que no fueran los ojos de Kwan-Non. Ella le esperaba al caer la noche tal como le había recibido la primera, erguida sobre sus enormes zapatos de madera, sumisa, en silencio, pálida como la misma luna y envuelta en batas de seda, sin disimular lo que era ni lo que quería. Le seguía hasta el dormitorio, y volvía a preparar el lecho que más tarde deshacían a empujones con sus cuerpos y con su pasión. Allí quedaban después: la ropa esparcida por el piso, el vaso de sake caído en el suelo, el olor a camelias en la habitación, la mano de ella sobre su pecho, la respiración agitada de los dos. Yasuo la contemplaba hechizado por su belleza y sin darse cuenta apenas, comenzaba de nuevo a acariciarla. Al tiempo que rozaba el cabello de la que ya consideraba su esposa, acariciaba la idea de tener una vida larga y pasarla junto a ella. Mientras con los dedos recorrían sus costados, tocaba las caras risueñas de los hijos que engendraría en ella, y cada vez que su lengua entrelazaba la de ella, él pronunciaba en silencio las palabras que habían de acompañarle siempre: «Kwan-Non, que no he de conocer otra diosa más que a ti». Mientras tanto, buscaba la manera de que su familia aceptase para su único hijo a aquella mujer, pues temía, con razón, que no supieran ver en ella más que a la ramera que vendía su cuerpo en un burdel del Yoshiwara. Le dedicó más horas a ese pensamiento que a cualquier otro asunto que hubiera meditado en la vida, pero aun así, no llegó a encontrar la solución Un día, cuando recién había anochecido, la ciudad entera se cubrió de una niebla espesa, y él intuyó que algo terrible había ocurrido. Dos días después de aquel presentimiento, Yasuo Kurihara abandonaba Japón para no regresar nunca: allí solo quedaban el cadáver de su amada, y todas sus ilusiones.

—Ya me imaginaba yo que la historia no podía acabar bien —murmuró Candela, con un nudo en la garganta.

—En realidad, la bruma no tuvo nada que ver con la muerte de Kwan-Non, sino con un repentino aumento de la humedad que portaba el aire, pero a Yasuo Kurihara no le importó cualquier explicación que pudiera dar la ciencia. Para él, la niebla que aquel anochecer cubrió la ciudad súbitamente, no fue más que la forma que su mujer escogió para su despedida. Siendo como era una diosa, eligió su manera de morir y también el modo en el que Yasuo sabría de su muerte; por eso el hombre no pareció sorprenderse cuando encontró su cadáver expuesto en la puerta del burdel en compañía de otro cliente. No preguntó qué había sucedido, él lo sabía bien; solo se acercó hasta el lugar en el que yacía sin vida y le acarició la mano con ternura mientras contenía el llanto y, en silencio, le suplicó mil veces que retornase del lugar en el que se hallaba para que juntos pudieran hacer realidad todas las ilusiones que habían compartido; «Kwan-Non —la llamaba—, que no he de conocer otra diosa más que a ti, Kwan-Non, que tu marcha me deja sin suelo, sin día, sin noche, sin cielo, Kwan-Non, que tu marcha me deja sin sueños». Todas sus súplicas fueron en vano. La frialdad de su cuerpo fue la única respuesta que ella pudo darle, por eso la lloró aquella noche como había de llorarla la vida entera: sin lágrimas, para que nadie supiera nunca la profundidad de su dolor. Veló el cadáver sentado sobre el suelo de madera del burdel, sin dirigirse a nadie y sin dar crédito los comentarios de los demás. Él bien sabía que ella no se había suicidado comiendo pescado crudo por amor a ese cliente, tal como anunciaban los dueños del prostíbulo; aun sin haber estado presente, él conocía la verdad más que nadie, de una manera tan clara que le parecía estar viendo el espanto en la cara de Kwan-Non cuando le ordenaron que atendiera a un visitante recién llegado a la casa. Ella arguyó decenas de excusas que de nada le valieron, rogó que permitiera a otra cortesana recibir al nuevo cliente, suplicó al guardián que no la obligase a acostarse con otro, y finalmente, ataviada como estaba para esperar a su único dueño, sirvió al hombre sake, algas, raíces de loto, caracoles marinos y pequeñas porciones de fugu a las que no había retirado las tripas. El efecto del veneno fue letal e inmediato, y aunque expusieron su cuerpo a la entrada del burdel junto aquel desconocido como si se tratase de su cliente favorito, Kwan-Non murió pensando en su amado, musitando su nombre, reclamando su perdón. Yasuo Kurihara no tuvo la menor duda de que las cosas sucedieron de aquella manera; es más, el sacrificio de Kwan-Non para que nada ultrajara su amor fue lo único que le dio fuerzas para soportar la larga vida que hubo de vivir sin ella, y solo al final de sus días, los recuerdos y los sueños se mezclaban en su mente con tal facilidad que el no era capaz de distinguir qué era lo que había ocurrido realmente y qué era lo que había imaginado, pero al fin y al cabo, lo mismo le daba: en la vida, pensaba Yasuo, además de lo que perdemos, no somos otra cosa más que lo que recordamos.

Detuvo su relato al darse cuenta del llanto silencioso de Candela.

—¿Te encuentras bien, querida?

—Sí… Solo es que… es una historia muy triste, señora, como las de las novelas, pero esta es real —respondió—. Por favor, continúe.

—El recuerdo de Kwan-Non le ayudó a soportar el resto de su existencia, y que también le auxilió en las decisiones que adoptó para poder vivirla. Cuando se echaba en la cama y el sueño le vencía apenas un instante, ella se aparecía ante él para sugerirle lo que tenía que hacer, abrir el negocio, abaratar el precio de las consumiciones, no meterse en peleas con los chulos ni los rufianes, fingir que no entendía el idioma si alguien le importunaba… Así se le pasó la vida, añorando todo cuanto había tenido, despreciando todo cuanto poseía, acatando las órdenes que el espíritu de Kwan-Non le daba en su duermevela. Fue precisamente ella quien le previno de que pronto moriría y siguiendo su consejo empezó a venir al burdel de madame Giselle para que la muerte no le encontrase solo. Cuando murió casi un año después de su advertencia, yo estaba con él.

Jacinta se detuvo para beber agua.

—Desde entonces, no ha pasado un solo día sin que le haya recordado. Cada día, Candela. Cada día pienso en él, y me pregunto si le amaba. Yo estaba fascinada por su manera de hablar de ella, el cariño que había sobrevivido al paso del tiempo, el temblor de sus labios al mencionarla. Adoraba la idea de que alguien me amase de aquella forma, completamente.

Pero también me gustaba su sonrisa pausada, su amabilidad, su voluntad inquebrantable de sobrevivir, su modo de interesarse por mí, su respeto, sus consejos. Me pregunto si le amaba, y la respuesta más sincera que puedo darme es que ese ha sido el sentimiento más cercano al amor que he tenido en la vid, aunque se trate de una historia que ni siquiera yo he vivido. A veces me basta con eso, pero otras… no puedo reprimir la rabia por haber estado tan cerca del amor y no haber podido sentirlo —cerró los ojos—. Pero así es la vida, no amamos a quien queremos, sino a quien podemos. Ya ves que no soy tan diferente a vosotros: yo también estoy obsesionada con el amor y con el desamor, solo que vosotros tuvisteis el coraje de vivirlo en primera persona y yo me he conformado con que me lo contaran. Primero Yasuo, luego vosotros… Por eso os envidio tanto. A los tres.

Se levantó del diván y se aproximó a la ventana. Corrió las cortinas y se acarició los brazos por encima de la ropa para darse calor.

—Ya está refrescando —dijo—. Te he contado todo esto, Candela, porque la noche de aquella pantomima de juicio yo me sentí en deuda contigo, y ahora estoy dispuesta a saldarla.

—¿Cómo?

—Me gustaría poder decirte que Fernando vendrá a reunirse contigo, como te prometió. Quisiera asegurarte que si tienes fe las cosas terminarán cambiando para ti, o que si deseas sinceramente que algo suceda por fuerza acaba sucediendo. No sabes cuánto daría, Candela, por tener en mis manos la llave que acabe con tu infelicidad… —le acarició el brazo con ternura—. Pero, lamentablemente, no puedo hacer ninguna de esas cosas.

—¿Entonces, qué pretende?

—Me marcho de Barcelona. Mañana. Hoy mismo, si puedo. Ya estoy cansada de esto, de esta reclusión, de no ver la luz del sol más que a través de los cristales de mi coche o de los ventanales de mi casa… Quiero viajar, dar la vuelta al mundo, hacer un crucero, volver a mi tierra… Qué sé yo… Quiero enamorarme… —miró fijamente a Candela—. Me marcho, Candela… Me marcho —repitió, como si ella misma no acabara de creerlo—. Y quiero que tú seas madame Giselle.