IX

La noche

Después de haberlos escuchado durante toda la noche, madame Giselle se sentía agotada. Separó ligeramente el cuerpo del respaldo del sillón de terciopelo dorado, ladeó el cuello hacia ambos lados para desentumecer los huesos y acercó su mano hasta la mesita de tres patas instalada en el centro de la sala para coger su copa. Había pasado varias horas sin moverse, sin hablar, sin pensar, atenta únicamente a las historias que le relataban, y de pronto tomó conciencia de la situación: varias botellas de champán francés vacías, un par de copas rotas en el suelo, un frasco de cocaína casi vacío, y frente a ella, tres personas con el rostro desencajado por el cansancio del tiempo transcurrido y por el sufrimiento de los recuerdos desenterrados. Observó a Bruno, el último en referir sus miserias para ganar aquella absurda apuesta; miró a Candela, todavía con restos de lágrimas en los ojos, y recordó la primera vez que la vio, vestida con un traje lleno de manchas y con la expresión orgullosa. Oriol era el único que todavía guardaba la compostura: apoyaba el brazo izquierdo en el respaldo de la silla y con la mano derecha sostenía un vaso vacío. Adelantó el cuerpo hacia la mesa para coger la botella de champaña.

—¿Un poco más, madame?

—Por supuesto, querido —madame Giselle acercó su copa para facilitar la tarea de Oriol—. ¿Saben ustedes cuánto vale cada una de estas?

Bruno encogió los hombros y Candela forzó una sonrisa.

—Treinta pesetas, señora mía —respondió Oriol—. Treinta pesetas que pagaremos religiosamente, como todo lo demás. Aunque si quiere que le diga la verdad, ya que esta noche estamos haciendo confesiones, permítame que le diga con todos mis respetos que me parece un precio un tanto abusivo.

—Aquí no solo se paga el alcohol, amigo Oriol. En mi burdel ponemos a disposición de nuestros clientes todos los deleites para los sentidos. La vista, el oído y el olfato cuestan tanto como el gusto y el tacto, caballero —sonrió—. ¿Qué hora es?

Oriol extrajo un pequeño reloj del bolsillo de su chaleco. Las manecillas eran de oro, y marcaban el paso del tiempo sobre doce diamantes finamente tallados con la forma de cada hora. Todos fijaron su atención en la joya.

—No me miren así, por el amor de Dios. No es culpa mía. Era de Joan Mora padre, después fue de Joan Mora hijo, y debería ser para mi primogénito, pero ya imaginarán que en mí se perderá esta herencia. No tengo intención de tener hijos, legítimos al menos, qué le vamos a hacer —rio—. Nada de lo que soy es responsabilidad mía, ya se lo he contado antes… —observó el reloj—. Faltan veinte minutos para las siete de la mañana.

Madame Giselle se levantó de la mesa. Con una mano se alisó el vestido y con la otra se retocó el peinado.

—Llevamos aquí encerrados casi seis horas —les miró—. Pensamos que lo sabemos todo de la vida, que no hay nada que nos pueda sorprender. Sabemos que una botella de champán francés cuesta treinta pesetas, y sabemos también que no existe nada dentro de este lugar que no se pueda comprar, ¿no es cierto, Oriol? —él asintió, y madame Giselle continuó hablando—. Hemos bebido varias, y también hemos tomado whisky, y ron. Sabemos, sabe usted, Oriol, lo que tendrá que pagar por esto. Díganme, ¿cuánto hace que vienen a mi negocio? ¿Dos años, tres quizá? Y hasta hace seis horas, no les conocía…

—Y ahora que sabe nuestras historias, madame, ¿cuál es su veredicto? —preguntó Oriol, impaciente.

—Todos huimos de algo en esta vida, hasta aquellos que parecen no moverse de su sitio.

—Eso está muy bien, señora, pero no la hemos traído aquí para hablar de filosofía. Háblenos de nuestras historias —insistió Oriol. Sonrió, para quitarle acritud a sus palabras.

—Ustedes huyen de algo muy difícil. Los tres. Candela ha llegado hasta aquí tratando de librarse de su desconsuelo, Bruno intenta evadirse de su eterna insatisfacción, y usted, Oriol, pretende escapar de su desamor.

—En eso tiene usted razón, madame, pero le recuerdo de nuevo que está usted entre nosotros en calidad de juez: debe dictaminar quién carga con la historia más triste de todas, puesto que los tres creemos merecer el primer lugar de la lista.

Madame Giselle se dirigió hacia la celosía, y contempló a las parejas que todavía bailaban en el salón; vio a un par de pupilas apoyadas en las columnas que figuraban cariátides, y mostrando impúdicamente su desnudez, y a otras que se contoneaban solas al ritmo de la música, frente a unos pocos clientes que no terminaban de decidir con cuál de ellas subirían a la habitación. Desde su escondite, observó el techo pintado con hombres y mujeres desnudos, algunos de ellos haciendo el amor, y sintió lástima de los músicos, que tocaban un triste tango con los ojos prácticamente cerrados por el sueño y por el humo del local. Tomó un sorbo de su champán.

—Está bien, amigos míos. ¿Quieren que les diga mi opinión? —los tres contestaron con un gesto afirmativo—. Son unos pobres infelices. Sus relatos están llenos de nuncas y de jamases. Parece como si cada uno de ustedes tuviera la voluntad inquebrantable de seguir una mala suerte eterna, y se hubiera dejado llevar por ella, en lugar de sobreponerse a los reveses. Me han contado sus vidas de forma absolutamente triste…

—Es que nuestras vidas han sido tristes, señora —repuso Oriol.

—Puede que lo hayan sido en algún momento, como la de todo el mundo. Hasta los más infelices han podido vivir instantes de felicidad. ¿Quieren decirme que ustedes son diferentes? Si esa es su intención, permítanme que lo dude. Intento decirles que podían haber intentado ver el sentido positivo de todo lo que les ha ocurrido. Usted, Oriol, ha hecho esto mismo en todos los aspectos de su vida en los que no tenía nada que ver su amor por Amadeo. Puestos a aceptar el destino, podían haber asumido que cualquier cosa que pasa es porque conviene que acabe sucediendo.

—Esa es una forma muy fácil de ver las cosas, madame —replicó Candela, contrariada.

—¿Y qué tiene eso de malo? La vida ya es bastante complicada como para que nosotros no tratemos de simplificarla —miró a Bruno—. Respóndame usted, Bonet, ¿quién le parece más miserable, el hombre que finge ser ciego para recoger limosna, o el que se hace pasar por cojo?

—No puedo responderle… Los dos son víctimas de la misma miseria, señora.

Madame Giselle asintió con un gesto.

—En efecto, caballeros: los dos son pobres de solemnidad. Seguramente los dos pasarán la noche en una casa de dormir sobre un jergón de paja y, si hace frío, se taparán con una sábana inmunda que hace un mes que no se lava. O tal vez se recostarán en uno de los bancos de las tabernas hasta el amanecer, y se despertarán a la brava, cuando el tabernero tire de la cuerda que las sostiene. No se puede decir quién tiene peor suerte. Igual que sucede con ustedes. Aunque hay una diferencia de importancia capital, porque esos pobres saben muy bien a qué atenerse, mientras que ustedes no son capaces de darse cuenta de la verdad.

—¿Nos la revelará usted, madame? —preguntó Candela con voz irónica.

—Claro, querida —fingió no haber advertido la insolencia del comentario de Candela—. El único veredicto que puedo darles en esta pantomima de juicio es que todos ustedes son igualmente penosos. Vivir añorando el pasado es tan absurdo como vivir esperando el futuro, señores: lo que importa es el presente, vivir el presente, disfrutar cada mañana por el simple hecho de estar vivo. Usted, Bruno, debería saberlo bien: podía haber muerto, y en cambio la vida le brindó una nueva oportunidad. Una suerte que pocos tienen y que usted desprecia. Además, déjeme decirle que no es tan feo como quiere creer, Bruno. De acuerdo que no es un Apolo, pero ¿se ha fijado bien en los hombres que le rodean? Comprendo que tenga miedo a morir, eso no le convierte en un bicho raro, caballero. Yo siento pánico ante la idea de la muerte. Respecto a su amor por Candela… Debería olvidarlo, pero francamente, tampoco puedo criticarle: ella es la mejor de todas las muchachas de este local. A mi juicio, lo peor de su caso es que siempre anda añorando lo que no posee y no es capaz de disfrutar de los pequeños regalos de la vida… Si no hubiera sobrevivido a esa enfermedad, solo Naná le hubiera llorado. ¿Es usted consciente de eso, Bruno?

El cámara guardó silencio y madame Giselle dirigió su mirada a Oriol.

—Y a usted, ¿qué puedo decirle, Oriol? Vive rodeado de lujos en una ciudad llena de pobreza, y tiene a su disposición a hombres y mujeres para hacerle disfrutar, a cambio de lo que a usted le sobra: el dinero. ¿Cuál es su tragedia? ¿Amó y no le amaron? Pues bienvenido al mundo real, caballero, donde estas cosas pasan continuamente. Usted tiene la suerte de poder vivir lamentándose por ello, cuando la mayoría de la gente no puede permitirse el lujo de hacerlo. La vida es larga, y es dura, pero la peor de sus desgracias, Oriol, es su manera de vivirla.

Miró a Candela, moviendo la cabeza con cierta tristeza.

—En cuanto a ti, Candela… Fuiste valiente, ignoraste el pudor, el qué dirán, los convencionalismos. Te pusiste el mundo por montera. Hiciste una apuesta arriesgada y perdiste, es verdad, pero ¿qué crees que hubieras ganado si las cosas hubieran sucedido de otro modo? Ese hombre era un cobarde, y así te lo demostró; esa relación solo era posible frente a un mundo al que oponerse: sin ningún obstáculo al que enfrentarse hubiera acabado muriendo, y créeme si te digo que no hay nada peor para un amor que ha sido grande que un desamor igualmente grande —Candela bajó la vista, confundida por las palabras de madame Giselle—. El pasado ya no tiene remedio, así que déjenlo en paz y aprovechen cada día que aún les queda por vivir. Dejen de pensar que son ustedes unos desgraciados y asuman que son unos supervivientes. Como todos nosotros.

Apuró el contenido de su copa.

—Y ahora, si me disculpan, he de retirarme —detuvo su mirada en cada uno de ellos, todavía sentados alrededor de la mesa—. Tenemos mucho que hacer todavía.

Madame Giselle no solo atinó en la resolución del pleito, sino que aquel fue también el primero de una larga lista de acertados augurios. En efecto, el trabajo no les faltó a ninguno de ellos desde ese día, especialmente a Oriol, que durante un tiempo no dejó de pensar en la película de los Tavares. Se preguntaba qué habrían pensado quienes la vieron, si disfrutaron más de su cuerpo que del de Candela, si acaso percibieron cuánto había gozado él exhibiéndose ante un público como ellos, desconocidos y selectos; de tanto reflexionar llegó incluso a encontrarse fallos, y una mañana se levantó de la cama con el firme propósito de enmendarse para el futuro.

Se tomó tan a pecho su papel como galán que, después de un periodo de meditación solitaria, no hubo tarde que no se acercase hasta la casa de los Tavares para proponer argumentos, plantear localizaciones, y en voz baja sugerir aberraciones que sin duda mejorarían el resultado del trabajo. Finalmente, Juan Tavares, cansado de que su amigo e inoportuno actor le hostigase en las sagradas horas de la siesta, lo persuadió para que expresara sus ideas por escrito y lo emplazó en los estudios del Paseo de las Acacias a las ocho en punto de la mañana siguiente para estudiarlas en profundidad, según le dijo. Juan Tavares fijó así la cita para desquitarse por todas las horas de sueño que el otro le había robado entre las noches de juerga y las desacertadas visitas después de las comidas; en el fondo, sospechaba que Oriol no aparecería por su oficina, y su sorpresa fue mayúscula al verlo llegar vestido con la austeridad de un abogado y con un cartapacio repleto de papeles debajo del brazo. Su aspecto era impecable, a pesar de las ojeras que de inmediato se encargó de justificar al percatarse de la mirada del director.

—No son resultado de lo que está usted pensando, caballero —bromeó—. He pasado la noche en vela, es cierto, pero no he salido de mi casa —abrió la carpeta y le mostró su contenido—. Esta es la causa de mis desvelos.

—Es la primera vez que te escucho una disculpa por tu aspecto —se burló Juan.

—La ocasión lo merece —tomó asiento, se desabrochó el botón de la levita y se aflojó el nudo de la corbata con un aire tan ceremonioso que provocó la risa de Tavares—. No te rías, amigo mío. Tenías toda la razón cuando nos advertiste del futuro del cine, y del papel que íbamos a jugar con esta película. Dime, ¿rodaremos más?

—Sin duda.

—¿Para el mismo cliente, si podemos llamarlo así?

—Me consta que ha quedado muy satisfecho con el primer encargo. Yo no he tratado con ellos: sabes que Gumersindo se ha encargado de las gestiones, y por él sé que ha sido un éxito. La presencia de la China fue una exigencia de ellos, pero no contaban con la excelente pareja que habéis formado —respondió el director.

—Sí, pero ¿habrá más encargos suyos?

Juan dudó antes de responder.

—Sabes que este es un asunto que exige la máxima discreción por nuestra parte… Cualquier referencia a su identidad podría costarnos la ruina a todos —protestó.

—Lo sé, lo sé… No voy a preguntarte su nombre… Aunque para mí es un honor que una persona de suma importancia en este país, así os referisteis a él cuando rodamos la primera película, ¿no es cierto? —Juan asintió—, que él, nada menos, él y sus amistades, hayan disfrutado con nosotros de esta manera. Es un honor, quién me lo iba a decir… Tal vez no haya manera de probar que el encargo procede de él, eso está claro, pero si con discreción absoluta por nuestra parte, consiguiésemos que esto se supiera… Tal vez nuestro negocio se beneficiaría. Los Tavares siempre habéis hecho trabajos de calidad, y ahora no va a ser menos. Eso nos prestigiaría.

¿Nos?

—No es por dinero, y lo sabes perfectamente, pero me gustaría formar parte activa de este proyecto. No solo quiero poner mi cuerpo en vuestras películas: también quiero que mis ideas estén a vuestra disposición —Juan Tavares escuchó a Oriol absolutamente atónito—. No me mires así, por el amor de Dios. Al final, ninguno de nuestros nombres va a pasar a la historia por esto. Lo más probable es que las películas acabarán olvidadas o destruidas, y si algún día alguien descubre que andabais metidos en esto, tú y tu hermano lo negaréis.

—No imaginas las sorpresas que me estás dando hoy —Juan estaba asombrado por las palabras de Oriol, a quien apreciaba profundamente a pesar de considerarlo un crápula.

—Muchas veces, Juanito, lo que se ve no es todo lo que hay. Es más, hay casos en los que lo más importante es lo que permanece oculto, como pasa con los icebergs —sonrió, pensando en la noche de confesiones en el burdel.

—Aunque contemos con la connivencia de las autoridades, la pornografía es ilegal —objetó—. No te ofendas, porque sabes que yo no lo creo, pero encima a ti te persigue la fama de homosexual… Sinceramente, Oriol, no sé por qué pretendes mezclarte en esto más de lo que ya estás.

Oriol ladeó el cuello para desentumecerlo y ahogó un bostezo.

—No he dormido en toda la noche —se excusó—. ¿Te has fijado en las mujeres que aparecen en otras películas, incluso en algunas europeas? —esperó a que Juan respondiera un escueto «sí» para proseguir—. Son absolutamente deformes, algunas están más cerca de los cetáceos que de los humanos, y de ellos… mejor no hablamos; no es culpa de ellas, pobres, que no ganan ni para un vaso de vino, ni tampoco de los supuestos directores, que bastante hacen con el material que tienen. He estado pensando mucho, en lo que he visto, en lo que he hecho, y en lo que dijo tu hermano sobre el futuro. Yo le creo, Juan. Creo que si hacemos un trabajo de calidad, que si ofrecemos mujeres bellas y hombres expertos y bien dotados, nada de penes falsos, nosotros conseguiremos que las cosas cambien.

—¿Cómo van a cambiar? Estás loco —sentenció.

—En absoluto, amigo mío. Estamos en el siglo veinte, ¡en el siglo veinte! —repitió—. Hace unos años, nos alumbrábamos con candiles y ahora todas las calles tienen luz eléctrica. Muchas casas particulares tienen teléfono… Todavía me acuerdo de Julia, la legañosa, y de la cara que pusieron las sirvientas de mi casa en Camprodón cuando se enteraron de que en Barcelona había edificios con ascensores. Y ahora, ya ves, los hombres no estamos obligados a llevar sombrero por decoro, y algunas mujeres enseñan los tobillos en plena calle, ¿qué te parece? Es el progreso, Juanito, el progreso, y también afectará a la radio, y al cinematógrafo, y a la pornografía. Llegará un día en que no será un negocio oculto, sino un trabajo próspero, óyeme bien. Somos jóvenes y quizá estemos todavía vivos cuando eso ocurra —tomó aire, henchido satisfacción—. Y por eso quiero estar junto a vosotros, aunque sea en el anonimato, que es lo que a la postre nos espera a todos.

Juan Tavares se había quedado mudo ante la vehemencia de Oriol, al que creía haber conocido hasta ese momento.

—Y ahora, échale un vistazo a lo que te he preparado mientras yo duermo un poco aquí mismo, en este sillón tan cómodo que tienes en tu despacho —se reclinó en el respaldo—. Despiértame cuando lo hayas leído.

Oriol no descansó demasiado aquella mañana. Al poco de haberse dormido, profundamente, eso sí, Juan Tavares lo despertó con sus zarandeos.

—Dios del cielo —murmuró Tavares—. No solo tu cuerpo es prodigioso… ¡tu mente es el colmo de la depravación!

—¿Estás de acuerdo, entonces?

—Tal vez el futuro no sea como tú dices, pero sería de locos no aprovechar el presente del que disponemos.

La unión entre los directores de cine y el nuevo actor resultó tan fructífera que Gumersindo y Juan llegaron a plantearse contar con Oriol para sus trabajos legales. Ambos acogían con entusiasmo cada una de sus ideas, que, por lo demás, eran la causa secreta de la fama que alcanzaron las películas. Los éxitos se sucedían uno tras otro, y solo una vez fracasó en un proyecto, cuando convenció a los dos hermanos para que entregasen una cinta con el sonido de la voz de los actores.

—Eso es imposible —protestó Gumersindo.

—No es imposible: yo he visto algunas películas sonoras —afirmó Oriol.

—No seas necio: no son películas sonoras, aunque todo llegará. Tú has visto películas con cronofonía. Los actores recitan el papel en un gramófono, y después actúan ante la cámara procurando que su voz coincida con lo que han grabado antes, pero eso no dará resultado con una película pornográfica —explicó Gumersindo.

—¿Por qué no? —Oriol estaba empecinado en escuchar su propia voz en la pantalla y no daba fácilmente su brazo a torcer.

—Porque en estas películas no hay mucho diálogo —ironizó el director—. Solo hay gemidos, y será muy difícil hacer coincidir ambas cosas.

Oriol guardó silencio. Juan se levantó del sillón y caminó hacia su hermano.

—Bueno, Gumersindo, la verdad es que podríamos intentarlo. Si sale mal nadie lo sabrá: tiraremos el material que no sirva y utilizaremos el sistema de siempre, pero si da buen resultado, será otro éxito para nosotros. Yo creo que no perdemos nada por intentarlo.

Juan y Oriol se aliaron en contra de Gumersindo, que a la postre, tuvo razón: la cronofonía aplicada a la sicalipsis fue un fracaso estrepitoso, pero ese detalle no repercutió en el futuro de su alianza. Al contrario, los Tavares hicieron caso de todas sus propuestas con la excepción de filmar en exteriores y de introducir animales en los argumentos, aunque ciertas películas extranjeras sí se hubieran atrevido y algunos clientes del madame Giselle hubieran reclamado ese servicio.

—Estamos en España, y aquí, el que quiera ver espectáculos con los animales que vaya a los toros, o que se mire los cuernos en un espejo —dijo Gumersindo, dando por zanjado el asunto.

La mayoría de las películas que rodaron en aquellos meses nacieron fruto de la fantasía prodigiosa y arrebatada de Oriol. Gracias a su empeño, las actrices que acompañaban a Candela, que jamás perdió protagonismo, fueron escogidas de entre las mejores prostitutas, cupletistas e incluso aspirantes a actrices de la ciudad y de sus alrededores; de su cabeza salió la idea de que Candela se travistiera de hombre para conquistar a una pobre institutriz recién llegada del pueblo, que una vez repuesta de la sorpresa se entregaba de lleno al placer homosexual; también fue obra suya que ella se masturbara con habilidad de meretriz frente a un espejo vestida de sirvienta, y juntos, Oriol y Candela, representaron ser un matrimonio hastiado de la monotonía de su vida conyugal que imitaba las escenas que protagonizaban los actores de la película que estaban viendo en un cine solitario a los que más tarde se unían el acomodador, la taquillera y la vendedora de tabaco y dulces. En aquella ocasión, a punto estuvo de írsele la mano con el otro actor y solo la intervención de Candela en plena orgía salvó el rodaje y su reputación.

—Eres un inconsciente —le reprendió cuando se quedaron a solas.

—No me he dado cuenta, mujer, ha sido la emoción del momento… No me negarás que daban ganas de acomodarse con un hombre como ese.

Ambos rieron.

—Ten cuidado, Oriol, una tontería así puede costarte un serio disgusto. Para empezar, los Tavares no seguirían contando contigo para esto, y los dos sabemos que no lo haces por dinero, sino porque te gusta.

Candela tenía razón: hacía mucho tiempo que Oriol no estaba tan entusiasmado. De hecho, no recordaba haberse sentido así nunca, con la excepción de los años que duró su relación con Amadeo Serra. E incluso entonces, la ilusión de Oriol siempre parecía a expensas de lo que su amante quisiera darle: sentía la dicha a través de él, y el dolor llegaba por medio de él; la alegría dependía de sus cartas y de sus visitas, y la angustia llegaba de la mano de sus silencios y sus despedidas. Si Amadeo estaba bien, Oriol también lo estaba; si Amadeo confiaba en el futuro, no había dudas en la mente de Oriol. Y después de su traición, más allá del dolor que le causaba esa ausencia, Oriol creyó haber perdido la capacidad para tener un sueño, y mucho más para perseguirlo; no podía decir que en aquellos años hubiera sido infeliz, pero lo cierto era que había logrado vencer a la tristeza ayudado por grandes dosis de drogas, sexo y alcohol, amalgamadas de tal manera que conseguían que los días transcurriesen en un duermevela, que las noches durasen un suspiro y que los recuerdos se amontonasen en su cabeza con tal desorden de caras, cuerpos y voces, que era imposible rescatar a Amadeo de la memoria.

Sin embargo, en los últimos tiempos se descubría a sí mismo en la cama, solo y sobrio, y relativamente feliz. Dormía como un niño, y apenas el amor que Bruno sentía por Candela le costaba algún desvelo. Apreciaba al cámara desde la primera noche que salieron juntos a festejar el brillante trabajo que habían realizado, aunque para ser honestos, en un principio lo que sintió hacia él tenía más que ver con la compasión que con el afecto. Hasta cierto punto, le divertía espiar su mirada lánguida cuando Candela estaba cerca, y si se esforzaba lo suficiente llegaba a percibir en los latidos de las venas de sus sienes la excitación que su presencia le producía; las manos le sudaban, y la piel de su cara pasaba del encarnado al pálido con tal rapidez que Oriol se acercaba con disimulo hasta el cámara para poder auxiliarle en caso de desmayo. Ella pasaba por su lado sin mirarlo siquiera, o, como mucho, le lanzaba un guiño desde la distancia antes de detenerse junto a cualquier hombre con el que no tardaba en subir los peldaños que conducían a las habitaciones. Bruno les veía desaparecer acodado en la mesa, y se llevaba la copa a los labios para ocultar su temblor. Solo la vergüenza impedía que rompiera a llorar como un crío en mitad del salón del burdel, y el decoro le obligaba a quedarse clavado en la silla en lugar de salir corriendo tras ella para implorarle que no diese un paso más si él, para no ofrecerle todo el dinero que tenía guardado y el que aún había de ganar a cambio de que tomase la mano que le tendía y saliesen juntos de allí para no volver jamás. Oriol era el testigo mudo de la desolación de Bonet, aunque para entonces la escena ya había dejado de parecerle cómica y permanecía cerca del cámara para brindarle consuelo.

—No te tortures, amigo Bonet —le decía mientras retiraba una silla para acomodarse junto a él.

Bruno fingía no saber de qué le estaba hablando, pero aceptaba la copa que el otro le traía y tomaba sin rechistar un trago tras otro hasta que el alcohol terminaba por nublarle la vista y el dolor que había sentido un rato antes dejaba de importunarle. Entonces Oriol le acompañaba a su casa, sacaba la llave del bolsillo del pantalón de Bruno y lo llevaba hasta la cama; allí, le ayudaba a vomitar la bebida y la amargura que le revolvían las entrañas a partes iguales, y esperaba a que se hubiera dormido para marcharse. Pero antes había tenido que responder, una por una, a todas las preguntas que Bruno repetía cada noche que Oriol le arrastraba hasta su habitación.

—Dime —le pedía, con la lengua enredada—, ¿crees que a Candela le gustará hacer el amor con los demás más que conmigo? ¿Crees que te prefiere a ti?

—Yo no hago el amor con ella, amigo mío. Nadie hace el amor con Candela —respondía Oriol—. Actúa conmigo, igual que actúa con todos los que suben a la habitación. También contigo. Muchos hombres la aman, no eres el único; ella los conquista con su belleza, con su altivez, y con su indiferencia. Deja que la adoren —intuía la pregunta de Bruno, y anticipaba la respuesta—. No sé por qué lo hace. Tal vez para vengarse de su amante.

Bruno sollozaba un instante más, en silencio. Después, contenía su berrinche y continuaba hablando con la voz espesa por la borrachera.

—Cuando la veo desaparecer con otros hombres preferiría haber muerto de malaria o de cualquier otra enfermedad dolorosa y horrible: todo antes que tener que soportar esto. No quiero ni imaginar lo que harán con ella, ni lo que ella les hará.

—Amigo Bonet, permíteme que te diga que tener celos de una prostituta es el colmo de la estupidez.

—Lo sé, pero muchas veces me entran ganas de subir tras ellos y matarles a los dos.

—Espero que no te entren esas idas en los rodajes. Una cámara puede ser un arma muy peligrosa.

—No tengas ningún miedo: contigo es diferente —sonreía con una mueca y le señalaba con el dedo tembloroso—, porque tú eres el único hombre del que no siento celos. Te juro por Dios que no pienso volver a tocarla.

—Harás mal. Candela es muy buena en la cama, y por el momento, su cuerpo es lo único que puedes gozar de ella.

Entre lágrimas, Bruno imploraba a su amigo que le hablase de Candela. Insistía sin descanso hasta que finalmente Oriol se apoyaba en una esquina de la cama, y comenzaba a hablarle del regusto de sus labios, de su suavidad; bajaba la voz para relatarle cómo sus pechos se afirmaban y sus pezones se endurecían con el contacto de su lengua, y cómo la mano experta de él conseguía que brotase un líquido cálido de su sexo, donde unos segundos más tarde paladeaba su sabor indescriptible. La respiración de Bruno se agitaba, y entrecerraba los ojos para recordar cómo él mismo acariciaba la piel suave de Candela, cómo recorría todo su cuerpo, deteniéndose en aquellas partes que probablemente nunca habían sido acariciadas por hombre alguno; era Bruno, y no Oriol, quien se entretenía atravesando con su lengua la distancia entre el hueco de su cuello y el espacio entre sus senos, en un peregrinaje voluptuoso y sensual que conseguía que el pecho de ella se estremeciera; también era Bruno quien apoyaba la cabeza sobre su vientre para juguetear con los rizos oscuros de su pubis y quien sentía detenerse en su nuca la mano de Candela, que con una caricia tan breve le anunciaba que también ella quería darle placer.

Decenas de veces había visto a Candela levantarse del lugar en el que Oriol la mantenía tumbada para inclinarse sobre él. Protegido por su cámara, y, aun así, con el corazón hecho pedazos, había grabado las manos y la boca de Candela alrededor del miembro de él, humedeciéndolo, endureciéndolo con la punta de la lengua y la presión de sus dedos, introduciéndoselo en la boca como si fuera un manjar exquisito, y aquella imagen le perseguía hasta destrozarle los nervios y el ánimo; no le sorprendía nada de lo que Oriol le contaba, sentado en el borde de su colchón, y, sin embargo, solo a través de su voz era capaz de dominar el dolor que aquellos recuerdos le producían y de entregarse al placer de lo que el otro le estaba contando, hasta tal punto que creía ser él quien la obligaba a cambiar de postura, quien hacía girar su cuerpo para que se mostrase abierto ante el suyo, quien sentía cómo su sexo se hincaba en el de ella, que lo recibía generoso, hospitalario, caliente, húmedo.

En este punto del relato, Oriol notaba la excitación de su amigo y se retiraba de la cama.

—¿Insistes en que nunca volverás a acostarte con Candela?

—No. Antes muerto.

Bruno sonreía al escuchar su propia mentira, porque de sobra sabía que en cuanto se recuperase de su resaca acudiría al local y esperaría paciente su turno para conjurar en el cuerpo de Candela su resentimiento contra los demás. El cámara nunca llegó a sospechar que, enternecido por su inconsolable llanto, Oriol había llegado a dos conclusiones. La primera fue que lo mejor que podía hacer por su amigo era dejar de relatar unos encuentros que el otro fingía escuchar siempre como si fuera la primera vez, sin sorprenderse por el hecho de que Oriol los contase de la misma manera. Y la segunda fue que mucho más útil que dejar de contarle aquellas historias sería pagar él mismo a Candela para garantizar que conversaría con ellos un rato cada noche, y así el cámara tendría algo bueno para llorar en sus borracheras entre tantos malos recuerdos.

De esta manera fue como entre los tres comenzaron a tejerse los lazos de una amistad que, además de la necesidad mutua, tenía como elemento común el hecho de que ninguno de ellos se hubiera mostrado nunca ante nadie de aquella manera, sinceramente. Candela descansaba junto a ellos sus pies destrozados, amén de otras partes doloridas de su anatomía, y correspondía a ese generoso gesto con sus propias muestras de afecto. Revolvía el pelo de Oriol, tomaba el brazo de Bruno, y, a veces, reposaba su cabeza en el hombro de este para ahogar un bostezo o para ocultar su disgusto cuando el tiempo se acababa y había de regresar a su trabajo.

De cuando en cuando, Bruno le pedía que subiese con él a una de las habitaciones, y Candela le acompañaba con una sonrisa franca, fruto del sonrojo con el que el cámara le hacía la propuesta. Pero no era solo por ese motivo: también sonreía porque sabía que Bruno la trataría como si ella fuera una novia y él un novio impaciente, y desviaría la mirada mientras ella se quitaba la ropa y aprovecharía el reflejo del cristal de la cómoda para espiar su desnudez, y, ya en la cama, la acariciaría con ternura y la poseería con cierto respeto, consciente de que entraba en un cuerpo que no era de él, y no como el resto de los hombres con los que se acostaban, que llegaban a pensar que Candela no era sino una prolongación de ellos mismos. De hecho, la propia Candela, a fuerza de convertir su cuerpo en una mercancía, había llegado a olvidar que ella era su legítima propietaria.

Tampoco Oriol le desagradaba. Por primera vez desde que llegó a Barcelona, no le molestaba la proximidad con otros seres humanos; más bien al contrario, se sentía protegida junto a ellos. Comenzó a sentir nostalgia por la Candela de antes, cuando Fernando aún no le había traído la desgracia, y confiaba en lo que el futuro pudiera ofrecerle. De hecho, sentada entre el único hombre con el que disfrutaba de veras del sexo, y el que capturaba aquel sometimiento para el regocijo de otros, sentía que al fin la vida le había ofrecido algo bueno.

Los tres pensaban lo mismo, en realidad, y de no ser por vergüenza de lo que los demás pudieran pensar, más de una noche de borrachera y otros excesos hubieran terminado llorando unos en brazos de otros de alegría por tenerse cerca. Bruno, que hasta entonces amaba a Candela sin causa lógica, cayó rendido ante ella por más razones de las que hubiera sido capaz de explicar. Se enamoró de su risa, enloqueció por su manera de apartarse de la frente el mechón que se le escapaba del peinado, y adoró hasta límites insospechados cada una de las palabras que salían de la boca de ella, que, por lo demás, eran siempre juiciosas y con ingenio. El cámara fantaseaba cada noche con la idea de que Candela pudiera llegar a amarle, y al meterse en la cama, lo hacía con tal mezcla de embriaguez y de dicha que le era imposible escuchar al antiguo pensamiento que le reprochaba fastidiosamente su soledad. Por su parte, Oriol no podía evitar maravillarse al descubrirse, cada vez con más frecuencia, sentimientos no sexuales hacia otras personas, por más que la relación aparente que había entre los tres se asentase sobre el sexo. Así las cosas, sin comentarlo entre ellos, acabaron descubriendo que había algo más que les unía en aquella amistad nueva que tenía el aspecto de una ya antigua, y es que ninguno se había sentido tan cerca de la felicidad como hasta ese momento.

Fue Juan Tavares quien trajo la mala noticia. Llegó al burdel de madame Giselle con aspecto cansado y se acodó en la barra del salón, sin acercarse ni a Bruno ni a Oriol. Por costumbre, se encontraban en el local al caer la tarde sin que mediase cita alguna y daban comienzo a una larga noche de juergas y despropósitos. Al verlo entrar, los dos pensaron que algo grave había ocurrido, más por el papel de periódico que asomaba debajo de su brazo —Juan acostumbraba a leer los periódicos después de comer, porque decía que así le era más fácil conciliar el sueño—, que por el rictus contrariado de su cara. Sin pronunciar palabra, ambos se levantaron de la mesa que ocupaban y se acercaron a él.

—¿Qué llevas ahí? —Oriol palmeó su espalda.

Por toda respuesta, Tavares desplegó el Informaciones ante los ojos de Oriol.

—Ya veo —lo plegó con diligencia sin detenerse a mirarlo—. Dime, ¿a qué se debe esa cara, Juanito?

Juan repitió el gesto: extendió el diario y señaló con un dedo el titular de la primera página. Por si aquello no fuera suficiente, leyó en voz alta:

—El capitán general de Cataluña se ha sublevado al frente de la guarnición —les miró a los ojos, con expresión asustada.

—¿Y? —Oriol le observaba, divertido. Bruno permaneció en silencio.

—¿Cómo que y? ¿Quieres hacer el favor de tomarte algo en serio, por una vez en tu vida? —Juan estaba enojado—. Esto es un golpe de estado, un pronunciamiento militar… Nadie sabe lo que pasará ahora…

—No pasará nada, hombre, y menos aquí. Como mucho… No sé, como mucho las cosas se pondrán feas por unos días, y luego todo volverá a la calma. Tranquilízate.

Para demostrar la certeza de sus palabras, dos días después el propio Oriol se acercó a primera hora de la mañana hasta la casa de Juan Tavares con dos periódicos.

—¿Has leído El Liberal? —el director negó con la cabeza—. ¿Y El Sol? —asintió—. Muy bien. Entonces habrás visto como yo tenía razón. El Directorio asumirá el poder como mucho treinta días, lo dice ahí, bien claro —abrió las páginas de El Liberal y mostró el editorial a Tavares—. No hace falta que lo leas: confirma que solo cuarenta y ocho horas después del pronunciamiento, el orden es completo en todo el país, y dice además que el general tiene la confianza de la Corona —cerró el periódico, orgulloso—. ¿Lo has entendido bien? Nuestros encargos siguen garantizados. Así que, deja de preocuparte de una buena vez, y sigamos con lo nuestro.

Juan negó un par de veces con la cabeza.

—Gumersindo y yo hemos estado hablando sobre ese asunto —dijo, con gravedad—. La pornografía ya era ilegal antes del pronunciamiento, así que puedes imaginar qué va a pasar ahora. No será difícil de suponer, ni siquiera para ti.

—Francamente, yo no creo que vaya a suceder nada.

—Pero no se trata de lo que tú creas, sino de lo que creamos Gumersindo y yo. Nosotros somos quienes corremos los mayores riesgos. Todo el mundo sabe el tipo de películas que estamos rodando en los últimos tiempos. Acuérdate las veces que se han formado altercados en las puertas de nuestros estudios porque esa gentuza quería ver las películas en directo y sin pagar —rieron los dos—. Más de una vez el gobernador se ha quedado dentro. Ahora solo tendría que hablar, y nosotros estaríamos perdidos.

—Pero, ¿qué sentido tendría eso? —protestó Oriol.

—Serviríamos de ejemplo, de escarmiento público. Dos de los mejores directores de cine del país, figúrate… Qué desprestigio… —Juan hablaba con indecisión—. Y no se trata solo de eso. Estamos cansados de este tipo de películas —Oriol alzó una ceja, incrédulo—. Al principio era divertido, no lo voy a negar, pero ya no lo es.

—Eso no tiene nada que ver con el golpe de estado, Juan.

—Es cierto. Hace algún tiempo que habíamos decidido pasar una temporada en París —evitó la mirada de su amigo—. Gumersindo se ha marchado, y yo me reuniré con él en unos días. No me mires así: no estamos huyendo. Aquí no tenemos nada, vamos a ampliar nuestros horizontes. Te recomiendo que hagas lo mismo.

Oriol se hizo el firme propósito de no seguir el consejo de su amigo. Cuando los Tavares abandonaron la ciudad, él continuó acudiendo cada noche a las tabernas, los cabarets, las rifas, los infames burdeles de otros tiempos y los locales clandestinos donde podía poseer lo que más le satisfacía, puesto que, tal como él mismo había argumentado ante Juan Tavares, todo estaba donde había estado siempre, pero haciendo menos ruido; se felicitó por recobrar las viejas costumbres y se reencontró con antiguos amantes, a los que había descuidado durante los últimos meses. Nadie le reprochó aquella ausencia, para unos pocos injustificada y para la mayoría, desapercibida. Dejó de frecuentar la compañía de Bruno y Candela, más por dejadez que por evitar que les relacionasen con las películas pornográficas que, como supuso Juan, habían comenzado a ser perseguidas; pasaba las tardes esnifando cocaína, bebiendo absenta y poseyendo a hombres jóvenes, casi unos niños, que después del fugaz instante de placer, siempre le recordaban el declive de su propio cuerpo, y lo que era aún peor, su terrible soledad. Cuando ellos recogían su dinero y abandonaban la cama, Oriol se entretenía bebiendo y pensando en Bruno, en Candela, en Juan Tavares, en las personas que había conocido en su vida y que de una forma u otra, ya solo existían en su memoria.

Como si del reproche de un amante se tratase, las palabras del director regresaban a su cabeza una y otra vez. «Aquí ya no tenemos nada», le había advertido. Pero no era cierto, y si lo fuera, no era un castigo. Y Oriol, que había pasado la mayor parte de su vida tratando de huir de los malos recuerdos, no pudo evitar hacerse cargo de que no le quedaba ninguno del que escapar. Por eso, decidió regresar, sin despedirse de nadie, salvo de una persona.

Había pasado años reconstruyendo su cara y su cuerpo con el pensamiento, y se había acostumbrado a la tortura de haberlo desterrado de su vida a pesar de habitar en la misma ciudad, y de saber que con solo cruzar unas calles lo tendría de nuevo ante él. Más de una vez había estado a punto de alquilar un coche y de esperar a que saliera de casa, para verlo pasar mientras él se quedaba oculto en su interior, como un delincuente, pero en el fondo sabía que la imagen de Amadeo Serra contento sería más dolorosa que el peor de sus recuerdos y que su estremecedora ausencia; pero aquel viaje podía muy bien ser el definitivo: había enviado varias cartas a Camprodón para ordenar que lo preparasen todo para su regreso. Volvía a casa, tal vez para siempre, y en contra de todo pronóstico, era un regreso feliz. Aquello bien merecía una despedida.

Para su reencuentro se vistió con un traje cruzado de lana negra y quiso darle luz a su atuendo con una camisa blanca de hilo con el cuello y los puños de seda. Calzaba unos botines negros, a juego con la empuñadura del bastón que ya comenzaba a utilizar por necesidad más que por coquetería: no mentía cuando le confesó a Bruno que se sentía un viejo en una de aquellas noches de borrachera para alejar al fantasma de Candela en la cama con otros hombres.

—¿Cómo vas a ser un viejo? —objetó Bonet—. ¡Si estás en lo mejor de la vida!

—Soy un viejo porque no cuenta el tiempo que has vivido, amigo Bonet, sino cuánto te ha castigado la vida.

Agazapado dentro del coche, hecho un figurín aunque sabía que no saldría del vehículo, Oriol repasó uno a uno todos los castigos que tanto había lamentado: el falso amor de Amadeo, la indiferencia de Amadeo, la deslealtad de Amadeo. Imaginó qué haría si su amante saliese de la casa en ese momento y le descubriese. Sin duda, Amadeo le suplicaría perdón y le pediría una oportunidad. Cerró los ojos y vio a Amadeo rendido ante él, humillado por el peso de los años y de la culpa. «No he sido más que un desgraciado sin ti —le diría—. Te he visto en las películas. Estabas fabuloso», añadiría con admiración. Después le confesaría que su vida era un infierno, que no había pasado un solo día sin que lamentase aquel terrible error. Él, por supuesto, se haría de rogar y fingiría que se había detenido allí por casualidad, tal vez por una avería en el auto. Ya repuesto de la sorpresa, Amadeo le invitaría a entrar en la mansión, donde, aprovechando que no había nadie, Oriol le demostraría cuánto había aprendido en aquellos años de ausencia. Y luego, le abandonaría vilmente, tal como había hecho él. Desde la puerta, le miraría con desdén. «No eras tan bueno», le espetaría antes de marcharse.

Todavía tenía la sonrisa dibujada en su cara por aquella invención cuando lo vio. Caminaba solo, con pasos lentos. Parecía apenado. Lo encontró más bajo, algo más grueso y demacrado. No tenía aspecto de hombre feliz. Se detuvo un instante para fisgar el coche que estaba parado delante de su casa.

—¿Tiene algún problema? —le preguntó al cochero.

Oriol se estremeció al oír su voz.

—Ninguno, señor. Estamos esperando —el conductor respondió de manera intuitiva al observar el susto reflejado en la cara de Oriol.

Amadeo dirigió su mirada hacia el interior del automóvil con desgana. Oriol se replegó en el asiento y ladeó la cara para evitar que le viera, un gesto inútil pues hacía tiempo que Amadeo había perdido parte de la visión y para él los rostros de las personas no eran más que masas informes y desconocidas sin la ayuda de unas lentes que ese día se había dejado olvidadas sobre su escritorio. Que Amadeo no le reconociese era una de las pocas posibilidades para aquel reencuentro que Oriol no había imaginado. Pero tampoco hubiera supuesto nunca su propia reacción: cuando comprendió que el otro no le había identificado le miró fijamente antes de indicarle al conductor con un gesto que reanudase la marcha. Observó el doble mentón que sobresalía de su garganta a pesar de la barba con que trataba de disimularlo, probablemente por indicación de su esposa; estudió su indumentaria, y la encontró vulgar: los colores de la ropa no combinaban y algunos de sus accesorios, como el reloj y el galón que remataba el abrigo, estaban pasados de moda. Sintió pena por él, no solo por aquella falta de estilo y de estética, ya de por sí lamentable, sino porque todo parecía indicar que su vida estaba en consonancia con su apariencia. Con el pensamiento, le perdonó su traición y con el pensamiento, le pidió perdón por la suya. Unos momentos atrás habría jurado amarle hasta el fin de sus días, y ahora no podía menos que rendirse a la evidencia: tampoco el suyo hubiera sido un amor eterno.