III

El Último Europeo

18

Anthony Breer, el Tragasables, volvió a su diminuto apartamento a media tarde, se preparó un café instantáneo en su taza favorita, y bajo la luz tenue se sentó a la mesa y empezó a hacer un lazo. Había sabido desde primera hora de la mañana que aquel era el día. No hacía falta ir a la biblioteca; si con el tiempo se percataban de su ausencia y le escribían, exigiendo saber dónde estaba, no les respondería. Además, el cielo al amanecer le había parecido tan sucio como sus sábanas, y siendo un hombre racional, se había preguntado: «¿para qué molestarse en lavar las sábanas cuando el mundo está tan sucio, y yo estoy tan sucio, y es imposible limpiar siquiera un poco? Lo mejor es acabar con esta miserable existencia de una vez por todas».

Había visto muchos ahorcados. Solo en fotografías, claro, en un libro sobre crímenes de guerra que había robado del trabajo, con una advertencia: «No poner en los estantes abiertos al público. Entregar solo a petición de los usuarios». La advertencia había puesto en marcha su imaginación: era un libro que en realidad no estaba hecho para que la gente lo viera. Lo había metido sin abrir en su bolsa, sabiendo por el título, Documentos soviéticos sóbrelas atrocidades nazis, que era un volumen casi tan delicioso en la expectación como en la lectura. Pero se había equivocado. Aunque se le había hecho la boca agua todo el día, sabiendo que su bolsa contenía aquel tesoro prohibido, ese placer no había sido nada en comparación con las revelaciones del libro. Había imágenes de las ruinas quemadas de la cabaña de Chekhov en Istra, y de la profanación de la residencia de Tchaikovsky. Pero sobre todo, y por encima de todo, había fotografías de cadáveres. Algunos amontonados, otros congelados en la nieve ensangrentada. Niños con el cráneo destrozado, soldados que yacían en las trincheras con un disparo en la cabeza, otros con esvásticas grabadas en el pecho y en las nalgas. Pero a los ojos ávidos del Tragasables las mejores fotografías eran las de los ahorcados. Había una que Breer miraba muy a menudo. Era la imagen de un joven atractivo que estaban ahorcando en un patíbulo improvisado. El fotógrafo lo había capturado en sus últimos momentos, mirando directamente a la cámara, con una sonrisa triste y beatífica en su rostro.

Esa era la mirada que quería que encontrasen en su rostro cuando derribasen la puerta de aquella habitación y lo encontrasen colgando, meciéndose en la brisa del pasillo. Pensó en cómo lo mirarían, se lamentarían y menearían la cabeza, admirando sus pies blanquísimos y su coraje al hacer algo tan tremendo. Y mientras pensaba, hacía y deshacía el lazo, decidido a hacer un trabajo lo más profesional que pudiera.

Solo le preocupaba la confesión. Aunque trabajaba con libros todo el tiempo, las palabras no eran su fuerte: se le escapaban, igual que la belleza escapaba de sus manos regordetas. Pero quería decir algo de las niñas, para que quienes lo encontrasen y le tomasen fotografías supieran que no estaban mirando a un don nadie, sino a un hombre que había hecho cosas horribles por las mejores razones posibles. Era vital que supieran quién era, porque quizá con el tiempo podrían entenderle, así como él nunca había sido capaz de entenderse a sí mismo.

Sabía que también tenían formas de interrogar a los muertos. Le acostarían en una cámara frigorífica y le examinarían minuciosamente, y cuando le hubieran estudiado por fuera empezarían a mirarlo por dentro, y qué cosas encontrarían. Le serrarían el cráneo para extraer el cerebro; lo examinarían en busca de tumores, lo cortarían en rodajas muy finas como si fuera jamón caro, lo analizarían de cien maneras distintas para descubrir el cómo y el por qué. Pero no serviría de nada, ¿verdad? Él lo sabía mejor que nadie. Despedazas algo que está vivo y es hermoso para descubrir cómo está vivo y por qué es hermoso, y antes de que te des cuenta ya no es ninguna de las dos cosas, y tienes la cara manchada de sangre y los ojos llenos de lágrimas, y solo te queda el terrible dolor de la culpa. No, no sacarían nada en claro de su cerebro, tendrían que buscar más abajo. Tendrían que abrirlo desde el cuello hasta el pubis, cortarle las costillas y separarlas. Únicamente entonces podrían desenredar sus tripas, hurgar en su estómago, y hacer malabarismos con su hígado y sus entrañas. Y allí, oh, sí, allí sí que encontrarían un buen espectáculo.

Tal vez esa fuera la mejor confesión, pensó mientras hacía el lazo por última vez. Era inútil buscar las palabras adecuadas, porque al fin y al cabo, ¿qué eran las palabras? Eran basura, inútiles en el meollo de las cosas. No, sabrían todo lo necesario si miraban en su interior. Sabrían la historia de las niñas perdidas, sabrían la gloria de su martirio. Y sabrían, de una vez por todas, que pertenecía a la tribu de los Tragasables.

Terminó el lazo, se preparó otra taza de café, y empezó a asegurar la soga. Primero quitó la lámpara que colgaba en medio del techo, y luego puso el lazo en su lugar. Era fuerte. Se columpió en él durante unos segundos para asegurarse, y aunque las vigas protestaron un poco y una fina lluvia de yeso cayó sobre su cabeza, el lazo aguantó su peso.

La tarde avanzaba; estaba cansado, y la fatiga le volvía más torpe de lo habitual. Ordenó su habitación; estaba gordo como un cerdo y suspiraba al recoger las sábanas sucias y esconderlas, aclarar su taza de café y derramar la leche con cuidado para que no se cortase antes de que llegaran. Encendió la radio mientras trabajaba; ayudaría a tapar el sonido de la silla cuando la derribase, llegado el momento: había otras personas en la casa, y no deseaba un indulto de última hora. La emisora de radio llenó la habitación con las típicas frivolidades: canciones de amor, pérdida y amor reencontrado. Mentiras crueles y dolorosas, todas ellas.

El día tocaba a su fin cuando acabó de preparar la habitación. Oyó pasos en el pasillo, y puertas que se abrían en alguna parte de la casa, mientras los ocupantes de las otras habitaciones volvían del trabajo. Ellos también vivían solos. No sabía el nombre de ninguno; ninguno sabría el suyo, cuando viera que la Policía se lo llevaba.

Se desnudó del todo y se aseó en el lavabo; tenía los testículos pequeños como nueces, pegados al cuerpo; la barriga fláccida y la grasa de sus pechos y de sus brazos temblaban a causa del frío. Cuando estuvo satisfecho con su higiene, se sentó en el borde del colchón y se cortó las uñas de los pies. Luego se puso ropa recién lavada: camisa azul, pantalones grises. No se puso zapatos ni calcetines. Del físico que le avergonzaba, los pies eran su único orgullo.

Casi había oscurecido cuando acabó, y la noche era negra y lluviosa. Hora de irse, pensó.

Colocó la silla con cuidado, se subió a ella, y extendió las manos para coger la soga. El lazo estaba demasiado alto, y tuvo que ponerse de puntillas para ajustárselo con firmeza alrededor del cuello, pero lo aseguró con algunas maniobras. Cuando tuvo el nudo bien apretado contra la piel rezó y derribó la silla de una patada.

El pánico empezó de inmediato, y las manos, en las que siempre había confiado, le traicionaron en ese momento crucial, pues salieron disparadas, manoteando la soga mientras esta se tensaba. La caída inicial no le había roto el cuello, pero su columna vertebral era como un enorme ciempiés cosido a su espalda, que se retorcía en todas direcciones, provocándole espasmos en las piernas. El dolor era lo de menos: lo verdaderamente angustioso era estar fuera de control, oler cómo se le soltaban las tripas en los pantalones limpios sin su consentimiento, sentir que su pene se ponía erecto aunque no hubiese un solo pensamiento lascivo en su cabeza congestionada, que sus talones hendían el aire en busca de apoyo, y sus dedos seguían arañando la soga. Ya no le pertenecían, les preocupaba demasiado su propia supervivencia para quedarse quietos y morir.

Pero sus esfuerzos fueron vanos. Lo había planeado demasiado bien como para que se torcieran las cosas. La soga seguía tensándose, las cabriolas del ciempiés se debilitaban. La vida, ese visitante inoportuno, se iría pronto. Había mucho ruido en su cabeza, casi como si estuviera enterrado y pudiese oír todos los sonidos de la tierra. Ruidos torrenciales, el rugido de grandes presas ocultas, la piedra fundida hirviendo. Breer, el gran Tragasables, conocía muy bien la tierra. Había enterrado a muchas bellezas muertas, y se había llenado la boca de tierra como penitencia por la intromisión, la había masticado mientras echaba tierra sobre los cadáveres de color pastel. Los ruidos de la tierra habían tapado todo lo demás: sus jadeos, la música de la radio y el tráfico al otro lado de la ventana. La vista también se le iba; una oscuridad de encaje inundó la habitación, las siluetas que había en ella palpitaban. Sabía que estaba dando vueltas (estaba la cama, ahora el armario, ahora el lavabo), pero las formas espasmódicas se estaban desvaneciendo.

Su cuerpo se había rendido. Tal vez la lengua se agitara, o tal vez imaginase el movimiento, igual que imaginaba el sonido de alguien que lo llamaba por su nombre.

De repente, se quedó completamente ciego, y la muerte se cernió sobre él. Al final no le acompañó un torrente de remordimientos, ni el recuerdo apresurado de una vida oprimida por la culpa. Solo la oscuridad, y después una oscuridad más negra, y finalmente una oscuridad tan profunda que la noche era luminosa en comparación. Y se acabó, fácilmente.

No; no se acabó.

No se acabó del todo. Una ráfaga de sensaciones molestas se abatió sobre él, irrumpiendo en la intimidad de su muerte. Una brisa le azotó el rostro, asaltando sus terminaciones nerviosas. Un aliento hediondo lo ahogó, invadiendo sus fláccidos pulmones sin su permiso.

Se opuso a su propia resurrección, pero su salvador era obstinado. Los contornos de la habitación volvieron a definirse a su alrededor. Primero la luz, luego la forma. Después el color, aunque desvaído y sucio. Los ruidos, los ríos de fuego y piedra líquida, habían desaparecido. Se oía toser, y olía su propio vómito. La desesperación se burló de él. ¿Es que siquiera podía matarse bien?

Alguien dijo su nombre. Meneó la cabeza, pero la voz insistió, y entonces sus ojos, vueltos hacia arriba, encontraron un rostro.

Y no se había acabado, claro que no: ni mucho menos. No había ido al Cielo ni al Infierno. Ninguno de los dos se atrevería a exhibir el rostro que ahora veía.

—Pensé que te había perdido, Anthony —dijo el Último Europeo.

19

Había levantado la silla que Breer empleara en su intento de suicidio, y se había sentado en ella, tan elegante como siempre. Breer intentó decir algo, pero su lengua parecía demasiado gruesa para su boca, y cuando se la tocó, se manchó los dedos de sangre.

—Estabas tan entusiasmado que te mordiste la lengua —dijo el Europeo—. No podrás comer ni hablar bien durante algún tiempo. Pero se curará, Anthony. Todo se cura con el tiempo.

Breer no tenía fuerzas para levantarse, de modo que se quedó allí tumbado, con el lazo apretado aún contra su cuello, mirando fijamente la soga cortada que colgaba todavía del enganche de la luz. Era evidente que el Europeo la había cortado y le había dejado caer al suelo. Tenía convulsiones, y le castañeteaban los dientes como a un mono loco.

—Estás sufriendo una conmoción —dijo el Europeo—. Quédate ahí… Voy a hacer un poco de té. Lo que te hace falta es un té dulce.

Le costó un poco de esfuerzo, pero Breer consiguió levantarse y llegar a la cama. Tenía los pantalones sucios, por delante y por detrás: se sentía asqueroso. Pero al Europeo no le importaba. Lo perdonaba todo, Breer lo sabía. No había conocido a nadie que fuese tan capaz de perdonar; le humillaban la compañía y los cuidados de semejante humanidad tranquila. Aquel hombre conocía el secreto de su corrupción, y nunca le había dicho ni una sola palabra de reproche.

Breer se incorporó en la cama, sintiendo que la vida reaparecía en su cuerpo destrozado, y observó al Europeo mientras preparaba el té. Los dos eran muy distintos. Breer siempre se había sentido sobrecogido ante él. Pero ¿acaso no le había dicho el Europeo en una ocasión: «soy el último de mi tribu, Anthony, igual que tú eres el último de la tuya. Somos iguales en muchos aspectos»? Breer no había comprendido el significado de esa observación la primera vez que la había escuchado, pero había llegado a comprenderla con el tiempo. «Soy el Ultimo Europeo auténtico; tú eres el último de los Tragasables. Debemos ayudarnos». Y el Europeo lo había ayudado, en efecto, evitando que lo capturasen en dos o tres ocasiones, celebrando sus transgresiones, enseñándole que ser un Tragasables era una condición muy noble. A cambio de esa educación no le había pedido casi nada: solo algunos favores de poca importancia. Pero Breer no era tan confiado como para no sospechar que llegaría el momento en que el Último Europeo («por favor, llámame señor Mamoulian», solía decir, aunque Breer nunca había podido acostumbrarse a un nombre tan cómico), ese extraño compañero, le pediría ayuda a él. Y no le pediría una chapucilla; sería algo terrible. Breer lo sabía, y lo temía.

Había esperado librarse de saldar esa deuda al morir. No se habían visto en seis años, pero cuanto más tiempo había pasado alejado del señor Mamoulian, más había llegado a asustarle su recuerdo. La imagen del Europeo no se había desvanecido con el tiempo: más bien lo contrario. Sus ojos, sus manos, la caricia de su voz, habían permanecido claros como el agua cuando los acontecimientos del día anterior se habían difuminado. Era como si Mamoulian nunca se hubiese marchado en realidad, como si hubiera dejado un pequeño fragmento de sí mismo en la cabeza de Breer para que limpiase su imagen cuando el tiempo la ensuciara; para vigilar los movimientos de su sirviente.

Así que no era de extrañar que hubiese llegado en ese preciso instante, interrumpiendo la escena de su muerte antes del desenlace. Tampoco era de extrañar que ahora le hablase como si nunca se hubieran separado, como si él fuera el amante esposo y Breer la devota esposa, y los años nunca hubieran pasado. Breer observaba a Mamoulian mientras iba y venía del fregadero a la mesa, preparando el té, buscando la tetera, poniendo las tazas, realizando esos actos domésticos con una economía hipnótica. Entonces supo que tendría que saldar la deuda. No habría oscuridad hasta entonces. Al pensar en ello, Breer empezó a sollozar en silencio.

—No llores —dijo Mamoulian, sin volverse del fregadero.

—Quería morir —murmuró Breer. Las palabras salieron como si tuviera la boca llena de guijarros.

—No puedes perecer aún, Anthony. Me debes un poco de tiempo. Seguro que lo entiendes.

—Quería morir —era lo único que Breer repetía a modo de respuesta. No quería odiar al Europeo, porque él lo sabría. Seguro que lo percibiría, y tal vez perdiese los estribos. Pero era muy difícil: el rencor asomaba a través de los sollozos.

—¿La vida te ha tratado mal? —preguntó el Europeo.

Breer sorbió por la nariz. No quería un padre confesor, quería la oscuridad. ¿Es que Mamoulian no entendía que estaba más allá de las explicaciones, más allá de la cura? Era una mierda pinchada en un palo, lo más despreciable de la creación. No podía redimirse. Su imagen de sí mismo como Tragasables, como el último representante de una tribu que antaño fuera terrible, había mantenido intacta su autoestima durante algunos años cruciales, pero hacía mucho que la fantasía había perdido su poder para justificar su maldad. Era imposible que ese truco volviese a funcionar. Breer sabía que no era más que un truco, y odiaba a Mamoulian aún más por haberlo manipulado. Sólo pensaba: Quiero estar muerto.

¿Había dicho las palabras en voz alta? No era consciente de ello, pero Mamoulian le respondió como si en efecto lo hubiese hecho.

—Claro que sí. Lo comprendo, de verdad. Crees que es una fantasía: las tribus y los sueños de salvación. Pero créeme, no lo es. Aún hay propósito en el mundo. Para los dos.

Breer se frotó los ojos hinchados con el dorso de la mano, e intentó controlar sus sollozos. Por lo menos ya no le castañeteaban los dientes.

—¿Tan crueles han sido los años? —preguntó el Europeo.

—Sí —dijo Breer hoscamente.

El otro asintió, dedicándole una mirada compasiva al Tragasables; o siquiera, una buena imitación de esta.

—Por lo menos no te han encerrado —dijo—. Has tenido cuidado.

—Tú me enseñaste cómo —admitió Breer.

—Solo te enseñé lo que ya sabías, pero los demás te habían confundido tanto que no podías verlo. Si lo has olvidado, puedo volver a enseñártelo.

Breer bajó la vista hacia el té dulce sin leche que el Europeo había puesto en la mesita de noche.

—¿O es que ya no confías en mí?

—Las cosas han cambiado —murmuró Breer con la boca espesa.

Mamoulian suspiró a su vez. Volvió a sentarse y sorbió el té antes de responder:

—Sí, me temo que tienes razón. Aquí hay cada vez menos sitio para nosotros. Pero ¿significa eso que tenemos que darnos por vencidos y morir?

Breer observó el rostro aristocrático y sobrio, los pozos encantados de sus ojos, y empezó a recordar por qué había confiado en ese hombre. El miedo que había sentido disminuía, así como la rabia. La atmósfera era tranquila, y la tranquilidad se filtraba en su organismo.

—Tómate el té, Anthony.

—Gracias.

—Y creo que luego deberías cambiarte de pantalones.

Breer enrojeció, no pudo evitarlo.

—Tu cuerpo reaccionó con naturalidad, no hay de qué avergonzarse. El semen y la mierda mueven el mundo.

El Europeo se rió con suavidad, sosteniendo la taza de té frente a sus labios, y Breer se unió a él, pues no creía que la broma fuese a su costa.

—Nunca te olvidé —dijo Mamoulian—. Te dije que volvería a por ti, y lo dije en serio.

Breer sostenía su taza de té con manos todavía temblorosas, y se enfrentó a la mirada de Mamoulian. Era tan insondable como recordaba, pero Breer sintió simpatía por él. Como le había dicho, no lo había olvidado, no se había marchado para siempre. Tal vez tuviese sus razones para encontrarse allí en ese momento, tal vez hubiese venido a exigirle el pago de una vieja deuda, pero eso era preferible a que a uno lo olvidasen por completo, ¿no?

—¿Por qué has vuelto? —preguntó, dejando la taza en la mesa.

—Tengo un asunto pendiente —respondió Mamoulian.

—¿Y necesitas mi ayuda?

—En efecto.

Breer asintió. Había dejado de llorar. El té le había sentado bien: se sentía con fuerzas para hacer un par de preguntas impertinentes.

—¿Qué pasa conmigo? —replicó.

El Europeo frunció el ceño ante la pregunta. La lámpara que había junto a la cama parpadeó, como si la bombilla estuviera a punto de fundirse.

—¿Qué pasa contigo? —preguntó.

Breer sabía que se movía en un terreno resbaladizo, pero estaba decidido a mantenerse fuerte. Si Mamoulian quería su ayuda, tendría que darle algo a cambio.

—¿Qué saco yo de esto? —preguntó.

—Puedes volver a estar conmigo —dijo el Europeo.

Breer gruñó. La oferta no era muy tentadora.

—¿No te basta con eso? —Quiso saber Mamoulian. La luz de la lámpara vacilaba cada vez más, y Breer había perdido su gusto por la impertinencia de repente.

»Respóndeme, Anthony —insistió el Europeo—. Si tienes alguna objeción, dila.

El parpadeo empeoraba. Breer sabía que había cometido un error al presionar a Mamoulian para llegar a un acuerdo. Había olvidado que el Europeo odiaba regatear. Se tocó por instinto el surco que el lazo le había dejado en torno al cuello; era profundo y permanente.

—Lo siento… —dijo débilmente.

Justo antes de que la bombilla se apagara por completo, vio que Mamoulian meneaba la cabeza. Un movimiento imperceptible, como un tic. Luego la habitación se sumió en la oscuridad.

—¿Estás conmigo, Anthony? —murmuró el Último Europeo.

Su voz, por lo general tan uniforme, estaba increíblemente crispada.

—Sí… —respondió Breer. Sus ojos perezosos no se acostumbraban a la oscuridad con la rapidez de siempre. Los entornó, tratando de distinguir la forma del Europeo en la penumbra que lo rodeaba. No tendría que haberse molestado. En cuestión de segundos algo al otro lado de la habitación pareció encenderse y de repente, por increíble que fuera, el Europeo empezó a emitir su propia luz.

Entonces, con ese terrible espectáculo luminoso, que amenazaba su cordura, el té y las disculpas cayeron en el olvido. La oscuridad, la vida misma, cayeron en el olvido; y solo quedó el tiempo, en una habitación llena de terror y pétalos, tiempo para observar y quizá, si uno tenía sentido del ridículo, para rezar.

20

A solas en el sórdido estudio de Breer, el Último Europeo se sentó a jugar un solitario con su baraja favorita. El Tragasables se había acicalado y había salido a disfrutar de la noche. Si se concentraba, Mamoulian podía encontrar al parásito con la mente, y saborear a través de él cualquier experiencia que este disfrutase. Pero no le interesaban tales juegos. Además, sabía muy bien lo que estaría haciendo el Tragasables, y francamente, le asqueaba. Los placeres de la carne, ya fueran convencionales o perversos, lo horrorizaban, y a medida que se hacía viejo aumentaba la repulsión que le producían. Había días en que apenas soportaba mirar al animal humano sin que el brillo errático de sus ojos, o su lengua rosada, le produjeran náuseas. Pero Breer sería útil en la confrontación que se avecinaba; y sus extraños deseos le otorgaban cierto entendimiento, aunque crudo, de la tragedia de Mamoulian, un entendimiento que lo convertía en un sirviente más obediente que los compañeros habituales que el Europeo había tolerado en su larguísima vida.

La mayoría de los hombres y mujeres en que Mamoulian había depositado su confianza le habían traicionado. La pauta se había repetido tan a menudo a lo largo de los años que estaba seguro de que algún día se haría insensible al dolor que esas traiciones le causaban. Pero nunca conseguía esa preciosa indiferencia. La crueldad de los demás, el modo insensible en que lo utilizaban, nunca dejaba de herirlo, y aunque había tendido su mano caritativa a toda clase de mentes perturbadas, semejante ingratitud era imperdonable. Quizá, pensó, cuando el juego acabase por fin, cuando hubiera saldado sus deudas con sangre, horror y oscuridad, entonces tal vez desaparecería la inquietud que le atormentaba día y noche, que le empujaba sin descanso hacia nuevas ambiciones y nuevas traiciones. Tal vez cuando todo esto acabase podría tumbarse y morir.

La baraja que sostenía era pornográfica. Solo jugaba con ella cuando se sentía con fuerzas, y únicamente cuando estaba a solas. Exponerse a las imágenes de sensualidad extrema era una prueba que se imponía, y si había de fracasar, fracasaría en privado. Ese día la obscenidad de las cartas le parecía únicamente un espejo de la depravación humana, y podía dar la vuelta a los diseños una y otra vez sin angustiarse. Hasta podía apreciar su ingenio: el modo en que cada uno de los palos representaba un campo distinto de la actividad sexual, el modo en que los números se incorporaban a cada una de las detalladas imágenes. Los corazones representaban el encuentro del hombre y la mujer, aunque de ningún modo se limitaban a la posición del misionero. Las picas representaban el sexo oral, de la felación simple a sus variantes más elaboradas. Los tréboles el sexo anal: las cartas sencillas representaban la sodomía homosexual y heterosexual; y las figuras, el sexo anal con animales. Los diamantes, el palo dibujado con mayor exquisitez, representaban el sadomasoquismo, y ahí la imaginación del artista no había conocido límites. En esas cartas, hombres y mujeres sufrían toda clase de humillaciones, y sus cuerpos destrozados lucían heridas en forma de diamante que designaban cada una de las cartas.

Pero la imagen más repugnante de la baraja era la del comodín, que era un coprófago, y se sentaba frente a un plato humeante de excrementos, con los ojos como platos de glotonería mientras un mono lleno de costras, cuyo rostro era horriblemente humano, le enseñaba su arrugado trasero al espectador.

Mamoulian cogió la carta y estudió la imagen. La cara sonriente del idiota comemierda trajo una amarga sonrisa a sus labios lívidos. Era sin duda el mejor retrato del ser humano. Las otras imágenes de las cartas, con sus pretensiones de amor y placer físico, solo ocultaban esa horrible verdad por un momento. Por firme que fuese el cuerpo, por glorioso que fuese el rostro, por mucha riqueza, poder o fe que prometiese, antes o después llevaban al hombre a una mesa, gimiendo bajo el peso de sus propios excrementos, y lo obligaban a comérselos, aunque sus instintos se sublevasen.

Para eso había venido. Para hacerle comer mierda a un hombre.

Dejó la carta en la mesa, y su garganta escupió una carcajada como un ladrido. Qué tormentos estaban por llegar: qué escenas tan terribles.

Ningún pozo es lo bastante profundo, le prometió a la habitación; a las cartas y a las tazas; a todo el asqueroso mundo.

Ningún pozo es lo bastante profundo.