VI

El árbol

34

Breer odiaba la casa. Hacía frío, y los habitantes de esa parte de la ciudad no eran hospitalarios. Lo observaban con suspicacia en cuanto salía por la puerta principal. Tenía que admitir que había razones para ello. En las últimas semanas había empezado a oler; un olor enfermizo y empalagoso. Le daba vergüenza acercarse a las niñas bonitas en la barandilla del patio del colegio, por miedo a que se taparan la nariz, hicieran pedorretas y salieran corriendo, insultándolo. Cuando lo hacían se quería morir.

La casa no tenía calefacción, y tenía que bañarse con agua fría, pero a pesar de todo se lavaba de los pies a la cabeza tres o cuatro veces diarias, con la esperanza de eliminar el olor. Cuando no lo conseguía compraba perfumes, sobre todo sándalo, y se empapaba el cuerpo después de cada ablución. Entonces los comentarios que se hacían sobre él no eran escatológicos, sino acerca de su vida sexual. Los sufría con paciencia.

Sin embargo, en su interior se acumulaba un resentimiento sordo. No solo por el modo en que lo trataban en el barrio. El Europeo, después de un cortejo amable, lo trataba cada vez con mayor desprecio: como si fuera un lacayo, en lugar de un aliado. Le irritaba que lo enviase de un sitio a otro buscando a Toy, y le pidiera que peinase una ciudad de millones de habitantes en busca de un viejo arrugado al que había visto por última vez encaramado a un muro, desnudo, con las flacas nalgas blancas a la luz de la luna. El Europeo estaba perdiendo el sentido de la proporción. Cualesquiera que fuesen los crímenes que el tal Toy hubiese cometido contra Mamoulian, no podían ser graves, y a Breer le agotaba pensar en otro día vagando por las calles.

Pero a pesar del cansancio, la capacidad de dormir lo había abandonado por completo. Y aunque la fatiga le crispaba los nervios, su cuerpo se negaba a apagarse más que unos minutos intranquilos, e incluso entonces, soñaba con tales cosas, cosas tan horribles, que no podía decirse que fuera un sueño reparador. El único placer que le quedaba eran las niñas bonitas.

Era una de las pocas ventajas de la casa: tenía sótano. No era más que un espacio fresco y seco del que estaba limpiando sistemáticamente la basura que habían dejado los anteriores propietarios. Era un trabajo farragoso, pero poco a poco lo estaba dejando como quería, y aunque nunca le habían gustado mucho los espacios cerrados, había algo en la oscuridad, y en la sensación de estar bajo tierra, que respondía a una necesidad imprecisa en su interior. Pronto lo tendría todo limpio. Pondría cadenas de papel de colores en las paredes, y jarrones con flores en el suelo; quizá una mesa, con un mantel que oliese a violetas; y sillas cómodas para sus invitadas. Entonces podría empezar a recibir a sus amigas de un modo al que esperaba que se acostumbrasen pronto.

Los preparativos avanzarían con mucha más rapidez si el Europeo no le interrumpiera constantemente para encomendarle recados estúpidos. Pero había decidido que la época de servidumbre se había acabado. Ese día le diría a Mamoulian que no cedería al chantaje ni a los abusos. En el peor de los casos, lo amenazaría con marcharse. Iría al norte. Había leído que en el norte había sitios donde no salía el sol durante cinco meses, y eso le parecía muy bien. Sin sol; y profundas cavernas para vivir, agujeros donde ni siquiera la luz de la luna pudiera extraviarse. Había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa.

Si el aire de la casa era frío, en la habitación de Mamoulian lo era aún más. El Europeo exhalaba un aliento tan gélido como un depósito de cadáveres.

Breer se detuvo en la puerta. Solo había entrado una vez en esa habitación, y le daba un miedo espantoso. Era demasiado sencilla. El Europeo le había pedido que tapara la ventana con tablones: lo había hecho. A la luz de una sola vela, que ardía en un plato de aceite en el suelo, la habitación parecía sombría y gris; todo en ella parecía insustancial, incluso el Europeo. Estaba sentado en una silla de madera oscura, el único mueble que había, y miraba a Breer con ojos tan vidriosos que podría haber estado ciego.

—No te he llamado —dijo Mamoulian.

—Quería… hablar contigo.

—Pues cierra la puerta.

El sentido común le aconsejó que no lo hiciera, pero Breer obedeció. El cerrojo hizo clic a sus espaldas; la habitación pasó a centrarse en esa única llama y la luz temblorosa que ofrecía. Breer recorrió la habitación con la mirada, buscando un sitio donde sentarse, o al menos apoyarse, pero allí no había comodidades: la austeridad habría avergonzado a un asceta. Tan solo unas mantas en el rincón, sobre las tablas desnudas, donde dormía el gran hombre; algunos libros apilados contra la pared; una baraja de cartas; una jarra de agua y un vaso; y poco más. Las paredes estaban desnudas, excepto por el rosario que colgaba de un gancho.

—¿Qué quieres, Anthony?

Lo único que Breer podía pensar era: Odio esta habitación.

—Di lo que tengas que decir.

—Quiero irme…

—¿Irte?

—Lejos. Las moscas me molestan. Hay muchas moscas.

—Las mismas que todos los años. Quizá este sea un poco más caluroso. Todo apunta a que el verano será abrasador.

Breer se puso enfermo al pensar en la luz y el calor. Y otra cosa: el modo en que su estómago se sublevaba si le echaba comida. El Europeo le había prometido un mundo nuevo, salud, riqueza y felicidad, pero, en cambio, sufría los tormentos de los condenados. Era mentira: todo era mentira.

—¿Por qué no me dejaste morir? —dijo, sin pensar en lo que decía.

—Te necesito.

—Pero me siento enfermo.

—Pronto se acabará el trabajo.

Breer miró directamente a Mamoulian, algo a lo que pocas veces se atrevía. Pero la desesperación le servía de estímulo.

—¿Te refieres a Toy? —dijo—. No lo encontraremos. Es imposible.

—Sí que lo haremos, Anthony. Insisto en ello.

Breer suspiró.

—Me gustaría estar muerto —dijo.

—No digas eso. Tienes toda la libertad que deseas, ¿verdad? Ya no te sientes culpable, ¿verdad?

—No…

—Mucha gente sufriría encantada esas pequeñas molestias para librarse de la culpa, Anthony: para satisfacer sus deseos carnales sin tener que arrepentirse nunca. Descansa el resto del día. Mañana vamos a estar ocupados, tú y yo.

—¿Por qué?

—Vamos a visitar al señor Whitehead.

Mamoulian le había hablado de Whitehead, de la casa y los perros. El daño que le habían hecho al Europeo era evidente. La mano herida se había curado enseguida, pero el daño del tejido era irreparable. Le faltaba un dedo y medio, tenía cicatrices horribles que le atravesaban las manos y la cara, y no volvería a mover bien el pulgar: había perdido su habilidad con las cartas para siempre. Le había contado una larga y triste historia el día que había vuelto cubierto de sangre de su encuentro con los perros. Una historia de promesas rotas y de confianza traicionada; de atrocidades cometidas contra la amistad. El Europeo había llorado sin freno al contársela, y Breer había vislumbrado la profundidad del dolor que albergaba. Los dos eran objeto de desprecio, de conspiraciones y de ultrajes. Al recordar la confesión del Europeo, la sensación de injusticia que Breer había tenido entonces se reavivó. Y allí estaba él, que le debía tanto (la vida, la cordura), planeando darle la espalda a su salvador. El Tragasables se sintió avergonzado.

—Por favor —dijo ansioso por compensar sus insignificantes protestas—, déjame matarlo por ti.

—No, Anthony.

—Puedo hacerlo —insistió Breer—. No me dan miedo los perros. No siento dolor; ya no, desde que volviste. Puedo matarlo en la cama.

—Ya sé que podrías. Y seguro que te necesitaré para que alejes a los perros de mí.

—Los haré pedazos.

Mamoulian parecía muy complacido.

—Hazlo, Anthony. Odio a todos los de su especie. Siempre los he odiado. Tú ocúpate de ellos mientras yo tengo unas palabras con Joseph.

—¿Por qué te molestas con él? Es muy viejo.

—Yo también —respondió Mamoulian—. Más de lo que parezco, créeme. Pero un trato es un trato.

—Es difícil —dijo Breer con los ojos húmedos por lágrimas flemosas.

—¿El qué?

—Ser el Último.

—Oh, sí.

—Tener que hacerlo todo bien; para que la tribu sea recordada… —La voz de Breer se rompió. Todas las maravillas que se había perdido al no nacer en una Edad de Oro. ¿Cómo habría sido aquella época de ensueño, cuando los Tragasables y los Europeos, y las demás tribus, tenían el mundo en sus manos? Nunca volvería a haber una edad como esa; Mamoulian se lo había dicho.

—A ti no te olvidarán —prometió el Europeo.

—Yo creo que sí.

El Europeo se levantó. Parecía más grande de lo que Breer recordaba; y más oscuro.

—Ten un poco de fe, Anthony. Tenemos mucho por delante.

Breer sintió un toque en la nuca, como si una polilla se hubiera posado allí y le acariciase con sus peludas antenas. Le zumbaba la cabeza, como si las moscas que lo asediaban hubieran puesto huevos en sus orejas y estos se hubieran abierto de repente. Meneó la cabeza para apartar la sensación.

—No pasa nada —oyó que decía el Europeo por encima del ruido de las alas—. Cálmate.

—No me siento bien —protestó Breer mansamente, esperando que Mamoulian se compadeciera de su debilidad. La habitación se estaba fragmentando a su alrededor, las paredes se estaban separando del suelo y del techo, los seis lados de esa caja gris se estaban desgarrando por las costuras, dando paso a la nada. La niebla se tragó todo: los muebles, las mantas, incluso a Mamoulian.

—Tenemos mucho por delante —oyó que repetía el Europeo, ¿o era el eco, que le llegaba desde el borde de un precipicio lejano? Breer estaba aterrorizado. Ya no veía ni su propio brazo extendido, pero sabía que ese lugar era infinito y que estaba perdido en él. Las lágrimas se hicieron más densas. Le goteaba la nariz, y tenía un nudo en el estómago.

Cuando ya pensaba que si no gritaba perdería el juicio, el Europeo salió de la nada, y en el destello relampagueante de su eclipsada conciencia Breer lo vio transformado. Era la fuente de las moscas, de los veranos abrasadores y los inviernos crudos, de la pérdida, del miedo, y flotaba frente a él más desnudo de lo que ningún hombre tenía derecho a estar, desnudo hasta el punto de no existir. Le tendía la mano buena a Breer. Sostenía unos dados hechos de huesos, con caras grabadas que Breer casi reconoció, y el Ultimo Europeo se puso en cuclillas, y arrojó los dados al vacío, con caras y todo, mientras en algún lugar cercano una cosa con cabeza de fuego lloraba sin cesar, hasta que pareció que todos se ahogarían en lágrimas.

35

Whitehead cogió el vaso de vodka y la botella y bajó a la sauna, que se había convertido en su refugio favorito durante las semanas de crisis. El peligro estaba lejos de haber pasado, pero ya había perdido interés en la situación del imperio. Habían vendido amplios sectores de las operaciones de la corporación en Europa y Extremo Oriente para reducir las pérdidas; habían suspendido pagos en un par de empresas menores; habían planeado despidos masivos en algunas plantas químicas de Alemania y Escandinavia: intentos desesperados por aplazar el cierre o la venta. Pero Joe tenía otros problemas en la cabeza. Los imperios se podían recuperar, la vida y la cordura no. Había echado a los financieros y a los expertos del Gobierno; los había devuelto a sus bancos y a sus despachos llenos de informes en Whitehall. No podían decirle nada que quisiera oír. No le interesaban los gráficos, las pantallas de ordenador, ni las predicciones. La única conversación que recordaba con interés en las cinco semanas transcurridas desde el comienzo la crisis era la discusión que había mantenido con Strauss.

Le caía bien Strauss. Para ser exactos, confiaba en Strauss, y en el bazar donde trapicheaba Joe la confianza era un artículo más raro que el uranio. El instinto de Toy acerca de Strauss había sido acertado; Bill tenía olfato para la integridad en los demás. A veces le echaba mucho de menos, sobre todo cuando el vodka lo llenaba de sentimentalismo y remordimientos. Pero no pensaba llorar: nunca había sido su estilo, y no iba a empezar ahora. Se sirvió otro vaso de vodka y lo alzó.

—Por la caída —dijo, y bebió.

Había acumulado una buena nube de vapor en la habitación de azulejos blancos, y sentado en el banco a media luz, colorado, se sentía como una planta de carne. Le encantaba la sensación del sudor en los pliegues de la barriga, las axilas y la entrepierna; simples estímulos físicos que lo apartaban de los malos pensamientos.

A lo mejor el Europeo no viene, después de todo, pensó. Dios lo quiera.

En algún lugar en la casa sumida en la oscuridad se abrió y se cerró una puerta, pero el alcohol y el vapor le hacían sentirse ajeno a los sucesos que sucedieran en otra parte. La sauna era otro planeta; suyo y de nadie más. Dejó el vaso vacío en los azulejos y cerró los ojos, esperando adormecerse.

Breer se dirigió a la puerta. Esta emitía un zumbido eléctrico, y el aire hedía a energía.

—Eres fuerte —dijo el Europeo—. Me lo has dicho. Abre la puerta.

Breer puso la mano en la verja. Sus alardes eran ciertos: no sintió más que una levísima sacudida. Cuando empezó a desencajar la puerta solo advirtió un olor de cocina y el castañeteo de sus dientes. Era más fuerte de lo que había imaginado. No tenía miedo, y su ausencia lo hacía hercúleo. Los perros empezaron a ladrar en algún punto de la valla, pero pensó: que vengan. No iba a morir. Quizá no moriría nunca.

Riendo como un loco, arrancó la puerta; el zumbido se interrumpió al romperse el circuito. El aire se tiñó de humo azul.

—Muy bien —dijo el Europeo.

Breer intentó soltar la sección de verja que sostenía, pero una parte se había soldado a la palma de su mano. Tuvo que arrancársela con la otra. Miró incrédulo la carne chamuscada: estaba ennegrecida, y desprendía un olor apetitoso. Seguro que pronto empezaría a dolerle un poco. Nadie, ni siquiera un hombre como él, que no tenía remordimientos y estaba dotado de una fuerza sublime, podía recibir una herida así sin sufrir daño. Pero no sentía nada.

De repente, un perro surgió de la oscuridad.

Mamoulian retrocedió temblando, pero Breer era la víctima que había escogido. El perro saltó a unos pasos de su objetivo, y su mole lo golpeó en el centro del pecho. El impacto le derribó de espaldas, y el perro pronto estuvo sobre él, buscando su garganta con las mandíbulas. Breer iba armado con un largo cuchillo de carnicero, pero no parecía interesado en él, aunque estaba a su alcance. Su rostro grueso rompió a reír mientras el perro intentaba alcanzar su cuello. Breer se limitó a asir la mandíbula inferior del perro. El animal cerró sus fauces, atrapando la mano de Breer en su boca. Enseguida se dio cuenta de su error. Breer agarró un puñado de pelo y músculo de la parte posterior de la cabeza del perro con la mano libre, y tiró del cuello y de la cabeza en direcciones opuestas. Hubo un chasquido. El perro emitió un rugido cavernoso, resistiéndose aún a soltar la mano de su ejecutor, aunque escupía sangre entre los dientes apretados. Breer le hizo al perro otra llave mortal. Este puso los ojos en blanco y se puso rígido. Cayó sobre el pecho de Breer, muerto.

Los demás perros ladraban a lo lejos, respondiendo al estertor que habían oído. El Europeo miró nerviosamente a derecha e izquierda de la valla.

—¡Levántate! ¡Rápido!

Breer se soltó la mano de la boca del perro y se sacudió el cadáver de encima. Seguía riéndose.

—Tranquilo —dijo.

—Hay más.

—Llévame hasta ellos.

—Puede que sean muchos para que te enfrentes a todos a la vez.

—¿Fue este? —preguntó Breer, dando la vuelta al perro de una patada para que el Europeo lo viese mejor.

—¿Cuál?

—El que te arrancó los dedos.

—No lo sé —respondió el Europeo evitando el rostro manchado de sangre de Breer, que le sonreía, con los ojos brillantes como los de un adolescente enamorado.

—¿Las perreras? —sugirió—. Podemos acabar con ellos allí.

—¿Por qué no?

El Europeo echó a andar en dirección a las perreras. Gracias a Carys, conocía la distribución del Santuario como la palma de su mano. Breer iba a su altura, apestando a sangre y dando brincos. Pocas veces se había sentido tan vivo.

La vida era maravillosa, ¿verdad? Era tan maravillosa…

Los perros ladraron.

En su habitación, Carys se cubrió la cabeza con la almohada para amortiguar el ruido. Al día siguiente reuniría valor para decirle a Lillian que le molestaba que aquellos sabuesos histéricos la mantuvieran despierta la mitad de la noche. Si quería curarse, tendría que empezar a aprender los ritmos de una vida normal, lo que significaba ocuparse de sus asuntos mientras brillase el sol, y dormir por la noche.

Al darse la vuelta buscando una parte de la cama que todavía estuviese fresca, una imagen destelló en su cabeza. Desapareció antes de que pudiera desentrañarla del todo, pero captó lo bastante como para despertarse sobresaltada. Vio a un hombre sin rostro, pero familiar, que atravesaba una extensión de hierba. Un torrente de porquería le seguía de cerca con adoración ciega, sus ondas sibilantes como serpientes. No tuvo tiempo de ver lo que contenían las ondas, y quizá fuese mejor así.

Se dio la vuelta por tercera vez, y se obligó a ignorar esas tonterías.

Curiosamente, los perros habían dejado de ladrar.

Y después de todo, ¿qué era lo peor que podía hacer?, ¿qué era lo más extremo? Whitehead se había planteado esa pregunta en particular tantas veces que ya le resultaba familiar. Los posibles tormentos físicos eran infinitos, por supuesto. A veces, cuando yacía en el frío abrazo del sudor de las tres de la madrugada, se consideraba merecedor de todos ellos, si un hombre pudiese morir una docena de veces, o dos, porque los crímenes de poder que había cometido no se pagaban fácilmente. Las cosas, oh, Dios del cielo, las cosas que había hecho.

Pero por otra parte, maldita sea, ¿quién no tendría crímenes que confesar cuando llegara el momento? ¿Quién no habría actuado por codicia y por envidia; quién no habría ejercido una autoridad absoluta en lugar de renunciar a la posición que había obtenido? No podía asumir la responsabilidad de todo lo que la corporación había hecho. Si una vez cada diez años se colaba en el mercado un compuesto médico que producía deformaciones en el feto, ¿era culpa suya porque se hubiesen obtenido beneficios? Esa clase de responsabilidad moral era para los escritores de historias de venganza, no tenía lugar en el mundo real, donde la mayoría de los crímenes se castigaban tan solo con riqueza e influencia; donde el gusano rara vez se apartaba, y cuando lo hacía lo aplastaban de inmediato; donde lo mejor que podía esperar un hombre era que cuando hubiese colmado sus ambiciones por medio del ingenio, del engaño o de la violencia, hubiese un poquito de placer en la vista. Así era el mundo real, y el Europeo conocía sus ironías tan bien como él. ¿Acaso no le había mostrado tanto del mundo él mismo? ¿Cómo podía el Europeo, en conciencia, volverse y castigar a su alumno por aprender demasiado bien sus lecciones?

Probablemente moriré en una cama caliente, pensó Whitehead, con las cortinas medio corridas contra el cielo amarillo primaveral, y rodeado de admiradores.

—No hay nada que temer dijo en voz alta. El vapor formaba nubes. Los azulejos, dispuestos con la precisión de un obseso, sudaban con él: pero el suyo era un sudor frío, mientras que él tenía calor.

—No hay nada que temer.

36

Desde la puerta de la perrera, Mamoulian observó el trabajo de Breer. Esta vez fue una masacre eficiente, no la prueba de fuerza que había disputado con el perro en la puerta. El gordo simplemente abría las jaulas y a continuación las gargantas de los perros, uno por uno, utilizando su largo cuchillo. Arrinconados en las celdas, los perros eran presa fácil. Solo podían dar vueltas y más vueltas, intentando en vano morder a su asesino, sabiendo de algún modo que la batalla estaba perdida antes de que comenzase de verdad. Soltaban zurullos al derrumbarse, con el cuello rajado, los lomos sangrando y los ojos marrones vueltos hacia arriba, mirando a Breer como santos pintados. También mató a los cachorros, arrancándolos del regazo de su madre y aplastándoles la cabeza con la mano. Bella se resistió con más ímpetu que los demás, decidida a infligirle tanto daño como pudiera a su asesino antes de que la matara también a ella. Breer le devolvió el favor, mutilando su cuerpo después de silenciarla; heridas a cambio de las heridas que le había producido ella. Cuando acabó el clamor, y el único movimiento en las jaulas era el espasmo de una pata, o el chorro de una vejiga al desahogarse, Breer se dio por satisfecho. Fueron juntos a la casa.

Allí había dos perros más; los últimos. El Tragasables acabó con ellos enseguida. Para entonces tenía más aspecto de matarife que de antiguo bibliotecario. El Europeo le dio las gracias. Había sido más fácil de lo que había esperado.

—Ahora tengo que ocuparme de un asunto dentro —le dijo a Breer.

—¿Quieres que vaya?

—No. Pero ábreme la puerta, por favor.

Breer fue a la puerta trasera y rompió el cristal de un puñetazo, luego metió la mano y descorrió el cerrojo para que Mamoulian pudiese entrar en la cocina.

—Gracias. Espérame aquí.

El Europeo desapareció en la penumbra azulada del interior. Breer lo observó, y cuando perdió de vista a su amo entró en el Santuario detrás de él, con la cara desfigurada por la sangre y las sonrisas.

Aunque la nube de vapor amortiguaba los sonidos, Whitehead tuvo la impresión de que alguien se movía en la casa. Strauss, quizá: estaba inquieto últimamente. Volvió a cerrar los ojos.

En algún lugar cercano, oyó que se abría y se cerraba una puerta, la puerta de la antecámara que llevaba a la sala de vapor. Se levantó y escudriñó la penumbra.

—¿Marty?

No hubo respuesta, ni de Marty ni de nadie. Ya no estaba seguro de haber oído una puerta. No siempre podía uno fiarse del oído en ese lugar. Ni de la vista. El vapor se había espesado considerablemente; ya no alcanzaba a ver el otro lado de la habitación.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó.

El vapor era una pared muerta y gris delante de sus ojos. Se maldijo por permitir que se hubiera espesado tanto.

—¿Martin? —repitió. Aunque no veía ni oía nada que confirmase sus sospechas, sabía que no estaba solo. Había alguien muy cerca, pero no le respondía. Mientras hablaba extendió una mano temblorosa centímetro a centímetro por los azulejos, hacia la toalla doblada junto a él. Rebuscó en los pliegues mientras clavaba los ojos en la pared de vapor; en la toalla había una pistola. Sus dedos, agradecidos, la encontraron.

Se dirigió al visitante invisible, esta vez en voz más baja. La pistola le daba confianza.

—Sé que estás ahí. Sal, cabrón. No me das miedo.

Algo se movió en el vapor. Se formaron remolinos, y se multiplicaron. El corazón le latía en los oídos. Quienquiera que fuese (que no sea él, oh, Dios, que no sea él), estaba preparado. Y entonces, sin previo aviso, el vapor se dividió, aclarado por un frío repentino. El anciano levantó la pistola. Si era Marty el que estaba ahí fuera, y le estaba gastando una broma pesada, lo lamentaría. La mano que sostenía la pistola había empezado a temblar.

Y por fin, una figura apareció frente a él. Aún no podía distinguirla en la niebla. Hasta que una voz, que había oído cien veces en sus sueños empapados en vodka, dijo:

—Peregrino.

El vapor se disipó. El Europeo estaba allí, frente a él. En su rostro apenas se advertían los diecisiete años que habían pasado desde que se vieran por última vez. La frente despejada, los ojos tan hundidos en las órbitas que centelleaban como el agua en el fondo de un pozo. Había cambiado muy poco, como si el tiempo, asustado, le hubiera pasado de largo.

—Siéntate —dijo.

Whitehead no se movió; aún apuntaba directamente al Europeo con la pistola.

—Por favor, Joseph. Siéntate.

¿Sería mejor que se sentara? ¿Evitaría los golpes mortales fingiendo docilidad? ¿O acaso era ridículo pensar que se rebajaría a golpearlo? ¿En qué clase de sueño he vivido, pensando que ha venido a pegarme, a hacerme sangrar?, se reprendió Whitehead. En esos ojos había más que violencia.

Se sentó. Era consciente de su desnudez, pero no le importaba. Mamoulian no veía su carne; miraba más allá de la grasa y el hueso. Whitehead sentía su mirada; le acariciaba el corazón. ¿De qué otro modo podía explicar el alivio que sentía, al ver al Europeo por fin?

—Ha pasado mucho tiempo… —fue lo único que dijo: una débil frivolidad. ¿Sonaría como un amante esperanzado que anhelaba la reconciliación? Quizá eso no estuviese tan lejos de la verdad. La singularidad de su odio recíproco tenía la pureza del amor.

El Europeo lo estudió.

—Peregrino —murmuró en tono de reproche, mirando la pistola—, es innecesario. E inútil.

Whitehead sonrió y dejó la pistola en la toalla.

—Tenía miedo de que vinieras —dijo a modo de explicación—. Por eso compré los perros. Ya sabes cuánto odio a los perros. Pero sabía que tú los odiabas más.

Mamoulian se puso el dedo sobre los labios para acallar a Whitehead.

—Perdonado —dijo. ¿A quién perdonaba, a los animales o al hombre que los había usado contra él?

—¿Por qué has tenido que volver? —dijo Whitehead—. Debías saber que no serías bien recibido.

—Ya sabes por qué he venido.

—No. De verdad. No lo sé.

—Joseph —suspiró Mamoulian—, no me trates como a uno de tus políticos. No puedes sobornarme con promesas y deshacerte de mí cuando cambia tu suerte. No puedes tratarme así.

—No lo he hecho.

—No me mientas ahora, por favor. Nos queda muy poco tiempo. Esta vez, por última vez, seamos honestos el uno con el otro. Hablemos con el corazón. No tendremos más ocasiones.

—¿Por qué no? ¿Por qué no podemos volver a empezar?

—Somos viejos. Y estamos cansados.

—Yo no.

—Entonces, ¿por qué no has luchado por tu imperio, si no por la fatiga?

—¿Eso fue obra tuya? —preguntó Whitehead, sabiendo de antemano la respuesta.

Mamoulian asintió.

—No eres el único al que he ayudado a hacer fortuna. Tengo amigos en las esferas más altas; todos estudiantes de la providencia, como tú. Podrían comprar y vender medio mundo si se lo pidiera; me lo deben. Pero ninguno era como tú, Joseph. Fuiste el más ávido, y el más capaz. Solo contigo vi una posibilidad de…

—Sigue —lo instó Whitehead—, una posibilidad, ¿de qué?

—De salvación —respondió Mamoulian, y luego se rió, desechando la idea—. De todas las cosas —dijo en voz baja.

Whitehead nunca había imaginado que sería así: dos viejos departiendo tranquilamente en una habitación de azulejos blancos, contándose sus penas, dando la vuelta a los recuerdos como si estos fueran piedras, y mirando cómo se escabullían los insectos que había debajo. Era mucho más cordial y mucho más doloroso. Nada dolía tanto como la pérdida.

—He cometido errores —dijo—, y lo siento mucho.

—Dime la verdad —lo regañó Mamoulian.

—Esa es la verdad, maldita sea. Lo siento. ¿Qué más quieres? ¿Tierras? ¿Empresas? ¿Qué quieres?

—Me sorprendes, Joseph. Incluso ahora, in extremis, intentas hacer un trato. Qué decepción. Qué terrible decepción. Yo podría haberte hecho grande.

—Ya soy grande.

—Sabes que no es así, Peregrino —dijo el otro con suavidad—. ¿Qué habrías sido sin mí? Con tu labia y tus trajes elegantes. ¿Un actor? ¿Un vendedor de coches? ¿Un ladrón?

Whitehead se estremeció, no solo por las burlas. El vapor se agitaba detrás de Mamoulian, como si en él hubieran empezado a moverse fantasmas.

—No eras nada. Por lo menos ten la elegancia de admitirlo.

—Te acepté —señaló Whitehead.

—Oh, sí —dijo Mamoulian—. Admito que tenías apetito. De eso tenías en abundancia.

—Me necesitabas —replicó Whitehead. El Europeo lo había herido; y él, desoyendo al sentido común, también quería herirlo a su vez. Este era su mundo, después de todo. El Europeo era un intruso allí: sin armas, y sin ayuda. Y le había pedido que le dijera la verdad. Pues iba a oírla, con fantasmas o sin ellos.

—¿Por qué iba a necesitarte? —preguntó Mamoulian. De repente había desprecio en su voz—. ¿Qué vales tú?

Whitehead se tomó un momento antes de contestar; y luego afloraron las palabras, sin pensar en las consecuencias.

—¡Para vivir por ti, porque eras demasiado cobarde para hacerlo tú mismo! Por eso me elegiste. Para probarlo todo a través de mí. Las mujeres, el poder: todo.

—No…

—Pareces enfermo, Mamoulian…

Había llamado al Europeo por su nombre. ¿Lo ves? Dios, qué fácil. Había llamado al cabrón por su nombre, y no había apartado la vista cuando sus ojos centellearon, porque estaba diciendo la verdad, ¿no?; ambos lo sabían. Mamoulian estaba pálido, casi sin fuerzas. Sin ganas de vivir. De pronto, Whitehead supo que podía ganar esa confrontación, si era listo.

—No te resistas —dijo Mamoulian—. Me darás lo que me debes.

—¿Qué?

—Tú. Tu muerte. Tu alma, a falta de una palabra mejor.

—Te pagué todo lo que te debía y más hace años.

—Ese no era el trato, Peregrino.

—Todos hacemos tratos y luego cambiamos las reglas.

—Eso no es jugar limpio.

—Solo hay un juego. Tú me lo enseñaste. Si gano… lo demás no importa.

—Me darás lo que es mío —dijo Mamoulian con tranquila determinación—. Ya está decidido.

—¿Por qué no me matas?

—Ya me conoces, Joseph. Quiero acabar esto limpiamente. Te voy a conceder tiempo para que arregles tus asuntos. Para que cierres los libros, hagas borrón y cuenta nueva, y devuelvas las tierras a quienes se las robaste.

—No sabía que fueras comunista.

—No he venido a hablar de política. He venido a explicarte mis condiciones.

Así que todavía queda un poco hasta la fecha de la ejecución, pensó Whitehead. Se quitó de la cabeza la idea de escapar, por miedo a que el Europeo la oliese. Mamoulian hurgó en el bolsillo de su chaqueta. La mano mutilada sacó un sobre grande, doblado.

—Dispondrás de tus bienes siguiendo estas instrucciones al pie de la letra.

—Todo para tus amigos, supongo.

—Yo no tengo amigos.

—Por mí vale —Whitehead se encogió de hombros—. Me alegro de librarme de ello.

—¿No te advertí que se convertiría en una carga?

—Pues me desharé de todo. Me convertiré en un santo, si quieres. ¿Estarás satisfecho entonces?

—Solo si mueres, Peregrino —dijo el Europeo.

—No.

—Tú y yo juntos.

—Moriré cuando me llegue la hora —dijo Whitehead—, no cuando te llegue a ti.

—No querrás ir solo. —Detrás del Europeo, los fantasmas se estaban impacientando. El vapor se agitaba.

—No voy a ir a ninguna parte —dijo Whitehead. Le pareció vislumbrar rostros en las nubes. Decidió que tal vez el desafío no fuera sensato—. ¿Qué tiene de malo? —musitó, incorporándose para rechazar a lo que hubiera en el vapor. Las luces de la sauna se estaban apagando. Los ojos de Mamoulian brillaban en la oscuridad creciente, y también se derramaba luz de su garganta, tiñendo el aire. Los fantasmas tomaban sustancia de ella, y se hacían más palpables cada segundo que pasaba.

»Para —suplicó Whitehead, pero era una esperanza vana.

La sauna se desvaneció. El vapor descargó a sus pasajeros. Whitehead sintió su mirada penetrante. Fue entonces cuando se sintió desnudo. Se agachó a por la toalla, y cuando volvió a levantarse, Mamoulian había desaparecido. Se tapó la entrepierna con la toalla. Sintió que en la oscuridad los fantasmas se reían de sus pechos, de sus genitales encogidos, de la sinrazón de su vieja carne. Lo habían conocido en tiempos más extraños; cuando el pecho era ancho, los genitales arrogantes, y la carne imponente, desnuda o vestida.

—Mamoulian… —murmuró, esperando que el Europeo deshiciese aún esa miseria antes de que se descontrolara, pero nadie respondió a su llamada.

Dio un paso vacilante sobre los azulejos resbaladizos en dirección a la puerta. Si el Europeo se había marchado, podía salir de allí, encontrar a Strauss, y una habitación donde esconderse. Pero los fantasmas aún no habían acabado con él. El vapor, que se había oscurecido hasta adquirir un color morado, se levantó un poco, y algo resplandeció en sus profundidades. Al principio no distinguió de qué se trataba: la blancura incierta, el revoloteo como si se tratara de copos de nieve.

Entonces, una brisa surgió de la nada. Pertenecía al pasado, y olía como él. A ceniza y polvo de ladrillo; a la mugre de cuerpos que no se habían lavado en décadas; a pelo quemado, a rabia. Pero había otro olor mezclado con estos, y cuando lo respiró, el significado del aire resplandeciente se aclaró; dejó la toalla y se cubrió los ojos, y las lágrimas y las súplicas no cesaron de aflorar.

Pero los fantasmas siguieron acercándose a pesar de todo, llevando consigo el aroma de los pétalos.

37

Carys estaba en el pequeño rellano frente a la habitación de Marty, escuchando. Desde el interior le llegaba el sonido de un sueño tranquilo. Vaciló un momento, sin saber si entrar o no, y luego volvió a bajar las escaleras sin despertarlo. Era demasiado cómodo meterse en la cama a su lado, llorar en la curva de su cuello, donde latía su pulso, descargar toda su ansiedad y suplicarle que fuera fuerte por ella. Cómodo y peligroso. No era una seguridad real la que había en su cama. Esa la encontraría por sí misma y en sí misma, en ninguna otra parte.

Se detuvo a mitad del segundo tramo de escaleras. Había un curioso hormigueo en el pasillo oscuro. El frío del aire nocturno: y algo más. Esperó en las escaleras, silenciosa como una sombra, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Quizá debería volver arriba, cerrar con llave la puerta de su dormitorio y buscar unas pastillas para pasar las horas hasta que saliera el sol. Sería mucho más fácil que vivir así, con los nervios de punta. Captó un movimiento en el pasillo en dirección a la cocina. Un bulto negro se recortó en la puerta, y luego desapareció.

La oscuridad me ha jugado una mala pasada, se dijo. Pasó la mano por la pared, sintiendo el diseño del papel arrugado en la punta de los dedos, hasta que encontró el interruptor. Lo encendió. El pasillo estaba vacío. La escalera estaba vacía. El rellano estaba vacío. Musitó: «estúpida», bajó los tres últimos escalones y atravesó el pasillo hasta la cocina.

Antes de llegar, se confirmaron sus sospechas acerca del frío. La puerta trasera estaba en línea directa con la puerta de la cocina, y ambas estaban abiertas. Era extraño; de hecho, era casi asombroso, ver la casa, que por lo general estaba herméticamente cerrada, expuesta a la noche. La puerta abierta era como una herida en su flanco.

Dejó el pasillo alfombrado por el frío linóleo de la cocina y estaba a punto de cerrar la puerta cuando se percató del cristal que resplandecía en el suelo. La puerta no se había abierto por accidente; alguien la había forzado. Un olor le picaba la nariz: sándalo. Era enfermizo; pero lo que ocultaba era más enfermizo aún.

Tenía que informar a Marty; era lo primero que debía hacer. No hacía falta subir. Había un teléfono en la pared de la cocina.

Estaba indecisa. Una parte de ella sopesó fríamente el problema y sus soluciones: dónde estaba el teléfono, lo que debía decirle a Marty cuando respondiese. Otra parte, la parte que se entregaba a la heroína, la que siempre estaba asustada, se dejó llevar por el pánico. Hay alguien cerca (sándalo), hay alguien letal en la oscuridad, pudriéndose en la oscuridad.

La parte más fría mantuvo el control. Se dirigió al teléfono; ahora se alegraba de ir descalza, pues apenas hacía ruido. Descolgó el auricular y marcó el diecinueve, el número de la habitación de Marty. Sonó una vez, luego otra. Le urgió a despertarse deprisa. Sabía que sus reservas de control eran muy limitadas.

—Vamos, vamos… —susurraba.

Entonces oyó un sonido detrás de ella; unos pies pesados aplastaron el cristal en trozos más pequeños. Se volvió a ver quién era, y vio a una pesadilla en la puerta, con un cuchillo en la mano y una piel de perro echada sobre un hombro. El teléfono se le cayó de las manos, y la parte de ella que le había aconsejado sucumbir al pánico desde el principio tomó las riendas.

Te lo dije, gritaba. ¡Te lo dije!

El teléfono sonó en los sueños de Marty. Soñó que despertaba, se lo ponía en el oído, y hablaba con la muerte al otro lado de la línea. Pero el teléfono siguió sonando, aunque ya lo hubiera descolgado, y Marty se despertó y descubrió que tenía el auricular en la mano y que no había nadie al otro lado.

Volvió a ponerlo en la horquilla. ¿Había sonado de verdad? Creía que no. Pero no merecía la pena volver al sueño: la conversación con la muerte había sido una estupidez. Salió de la cama, se puso los pantalones vaqueros y estaba en la puerta, con los ojos legañosos, cuando desde abajo le llegó el estrépito de cristales rotos.

El Carnicero fue dando tumbos hacia ella, deshaciéndose de la piel de perro para que fuese más fácil atraparla. Ella lo esquivó una vez, y luego otra. Era corpulento, pero sabía que si le ponía las manos encima una sola vez, sería su fin. Se interponía entre ella y la puerta de la cocina, de modo que estaba obligada a maniobrar hacia la puerta trasera.

—Yo no saldría ahí fuera… —le advirtió, y su voz, como su olor, era una mezcla de dulzura y de podredumbre—. Es peligroso.

Su advertencia era el mejor consejo que había oído. Rodeó la mesa de la cocina y salió por la puerta abierta, intentando sortear los fragmentos de cristal. Logró cerrar la puerta (el cristal se cayó y se hizo pedazos) y luego se alejó de la casa. Oyó que detrás de ella la puerta se abría con tanta fuerza como si la arrancaran de las bisagras. Y los pasos del asesino de perros persiguiéndola, haciendo retumbar el suelo.

El bruto era lento: ella ágil. Él era pesado: ella ligera hasta el punto de ser invisible. En vez de mantenerse cerca de las paredes de la casa, lo que al final habría de llevarla a la parte delantera, donde el césped estaba iluminado, se alejó del edificio, pidiéndole a Dios que la bestia no pudiera ver en la oscuridad.

Marty bajó las escaleras a trompicones, despejándose aún. El frío del vestíbulo le despertó bruscamente. Siguió la corriente hasta la cocina. Solo tuvo unos segundos para percatarse del cristal y de la sangre que había en el suelo antes de que Carys empezase a gritar.

En algún lugar inconcebible, alguien gritó. Whitehead oyó la voz, una voz de muchacha, pero perdido como estaba en un desierto, no pudo ubicar el grito. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado llorando allí, observando el ir y venir de los condenados: le parecía una eternidad. Tenía la cabeza ligera por la hiperventilación; y la garganta áspera por los sollozos.

—Mamoulian… —volvió a rogarle— no me dejes aquí.

El Europeo había estado en lo cierto: no quería adentrarse solo en esa nada. Había suplicado en vano que le salvaran de ella cien veces, pero por fin la ilusión comenzaba a deshacerse. Los azulejos volvían a ocupar su sitio a sus pies, como tímidos cangrejos blancos; el olor de su sudor rancio volvió a asaltarlo, pero era más grato que cualquier aroma que hubiese olido antes. Y el Europeo apareció frente a él, como si nunca se hubiera movido.

—¿Quieres que hablemos, Peregrino? —preguntó.

Whitehead estaba temblando a pesar del calor. Le castañeteaban los dientes.

—Sí —dijo.

—¿Tranquilamente? ¿Con dignidad y cortesía?

De nuevo:

—Sí.

—No te ha gustado lo que has visto.

Whitehead se pasó los dedos por la cara pastosa, y hundió el pulgar y el índice en las oquedades del puente de la nariz, como para expulsar las visiones.

—No, maldito seas —dijo. No podría desterrar las imágenes. Ni ahora, ni nunca.

—Quizá podríamos hablar en otro sitio —sugirió el Europeo—, ¿no tienes una habitación donde podamos retirarnos?

—He oído a Carys. Estaba gritando.

Mamoulian cerró los ojos un momento, captando un pensamiento de la muchacha.

—Está bien —dijo.

—No le hagas daño. Por favor. Es todo lo que tengo.

—No le pasa nada. Únicamente ha encontrado una muestra del trabajo de mi amigo.

Breer no solo había desollado al perro, sino que lo había destripado. Carys había resbalado en la inmundicia de sus entrañas, y se le había escapado un grito. Cuando se apagaron los ecos, aguzó el oído para oír los pasos del Carnicero. Alguien estaba corriendo hacia ella.

—¡Carys! —Era la voz de Marty.

—Estoy aquí.

La encontró mirando la cabeza desollada del perro.

—¿Quién cojones ha hecho esto? —espetó.

—Está aquí —dijo ella—. Me ha seguido afuera.

Le tocó la cara.

—¿Estás bien?

—No es más que un perro muerto —dijo—. Solo me ha dado un susto.

Mientras volvían a la casa, recordó el sueño del que había despertado. Había un hombre sin rostro atravesando ese mismo césped, dejando una estela de mierda; ¿estarían recorriendo el mismo camino?

—Hay alguien más —dijo con absoluta certeza—, además del asesino de perros.

—Claro.

Ella asintió, con el rostro pétreo, y le tomó del brazo.

—Este es peor, cariño.

—Tengo una pistola. Está en mi habitación.

Habían llegado a la puerta de la cocina; la piel de perro seguía tirada junto a ella.

—¿Sabes quiénes son? —Le preguntó.

Ella meneó la cabeza.

—Está gordo —fue lo único que dijo—, y parece estúpido.

—Y el otro. ¿Lo conoces?

¿El otro? Claro que lo conocía: lo conocía tan bien como su propio rostro. Había pensado en él mil veces al día en las últimas semanas; algo le decía que siempre lo había conocido. Era el Arquitecto que aparecía en su sueño, que le acariciaba el cuello, que había venido a desatar el torrente de porquería que le había seguido por el césped. ¿Había existido algún momento en que no hubiese vivido bajo su sombra?

—¿En qué estás pensando?

La miraba con dulzura, intentando ponerle un rostro heroico a su confusión.

—Ya te lo contaré —dijo ella—. Ahora vamos a por la puñetera pistola.

Atravesaron la casa. Estaba sumida en un silencio absoluto. No había huellas ensangrentadas, ni se oían gritos. Marty cogió la pistola de su habitación.

—Ahora vamos a buscar a papá —dijo—, para ver si está bien.

El asesino de perros todavía andaba suelto, de modo que la búsqueda fue sigilosa, y por lo tanto lenta. Whitehead no se encontraba en ninguno de los dormitorios, ni en los vestidores. Los baños, la biblioteca, el estudio y los salones también estaban desiertos. Fue Carys quien sugirió la sauna.

Marty abrió la puerta de la sala de vapor de un empujón. Una pared de calor húmedo salió a su encuentro, y unas nubecillas de vapor se escaparon al pasillo. Era evidente que alguien la había usado hacía poco. Pero la sala de vapor, el jacuzzi y el solárium estaban vacíos. Echó un rápido vistazo a las habitaciones, y al volver encontró a Carys apoyada en la jamba de la puerta, tambaleándose.

—De repente me siento enferma —dijo—, me acaba de dar.

Marty la sostuvo cuando sus piernas cedieron.

—Siéntate un minuto. —La llevó hasta un banco. Había una pistola sobre él, sudando.

—Estoy bien —insistió ella—, tú vete a buscar a papá, yo me quedo aquí.

—Tienes una pinta horrible.

—Gracias —dijo ella—. Ahora, ¿quieres hacer el favor de marcharte? Prefiero vomitar sin que nadie me vea, si no te importa.

—¿Estás segura?

—Vete, coño. Déjame en paz. Estoy bien.

—Cierra la puerta con llave cuando salgas —le advirtió.

—Sí, señor —dijo ella mirándolo mareada.

La dejó en la sala de vapor, y esperó hasta que oyó el ruido del cerrojo. No le tranquilizó por completo, pero era mejor que nada.

Volvió cautelosamente al vestíbulo, y decidió echar un rápido vistazo a la parte delantera de la casa. Las luces del césped estaban encendidas, y si el viejo estaba allí lo vería enseguida. El también sería un blanco fácil, por supuesto, pero al menos estaba armado. Abrió la puerta delantera y salió al camino de gravilla. Los focos arrojaban una luz implacable, más blanca que la luz del sol, pero extrañamente muerta. Echó un vistazo a derecha e izquierda del césped. No había ni rastro del viejo.

Detrás de él, en el pasillo, Breer observó cómo el héroe salía en busca de su amo. Cuando lo perdió de vista, el Tragasables salió agachado de su escondite y trotó con las manos ensangrentadas hacia el objeto de su deseo.

38

Carys cerró la puerta, regresó al banco aturdida y se esforzó por controlar su organismo amotinado. No sabía qué le había producido la náusea, pero estaba decidida a sobreponerse. Cuando lo hiciera, seguiría a Marty y lo ayudaría a encontrar a papá. Era evidente que el viejo había estado allí hacía poco. El hecho de que se hubiera marchado sin la pistola no auguraba nada bueno.

Una voz sugerente la sacó de su meditación, y levantó la vista. Había una sombra en el vapor, frente a ella, una palidez proyectada en el aire. Entornó los ojos para desentrañarla. Parecía tener una textura de puntos blancos. Se levantó, y lejos de desvanecerse, la ilusión se hizo más intensa. Se extendieron filamentos que conectaron los puntos, y cuando todo el misterio se aclaró de repente, Carys casi se rió al reconocer la imagen. Estaba mirando a un árbol en flor, con brillantes cabezas blancas a la luz del sol o las estrellas. Agitadas por un viento que surgía de ninguna parte, las ramas arrojaban ráfagas de pétalos, que parecían rozarle la cara, aunque cuando se la tocaban no había nada.

En sus años de adicción a la heroína nunca había soñado con una imagen que fuera tan benigna en la superficie y sin embargo estuviera tan cargada de amenaza. Ese árbol no era suyo. No era producto de su imaginación. Le pertenecía a alguien que había estado allí antes: al Arquitecto, sin duda. Le habría mostrado ese espectáculo a papá, y sus ecos aún reverberaban.

Intentó apartar la mirada hacia la puerta, pero tenía los ojos pegados al árbol. No podía apartarlos de él. Tenía la impresión de que se estaba hinchando, como si florecieran más brotes. El vacío del árbol, su horrible pureza, le llenaba los ojos, la blancura se hacía más precisa y más densa.

Y entonces, en algún lugar bajo esas ramas cargadas, oscilantes, se movió una figura. Una mujer con ojos ardientes levantó su cabeza rota en dirección a Carys. Su presencia volvió a producirle náuseas. Carys sintió que se desmayaba, pero no era el momento de perder la conciencia, con la explosión de flores y la mujer que salía de su escondite bajo el árbol y se dirigía a ella. Había sido hermosa: y acostumbraba a ser admirada. Pero el azar había intervenido. Su cuerpo había sido cruelmente mutilado, y su belleza se había ajado. Cuando al fin surgió de su escondite, Carys la reconoció.

—Mamá.

Evangeline Whitehead abrió los brazos, y le ofreció a su hija un abrazo que nunca le había ofrecido en vida. ¿Acaso en la muerte había descubierto la capacidad de amar, además de ser amada? No. Nunca. Carys sabía que los brazos abiertos eran una trampa, y que si caía en ella, el árbol y su Creador la tendrían en su poder para siempre.

Le retumbaba la cabeza, y se obligó a apartar la mirada. Sentía los miembros como si fueran de gelatina; se preguntó si tendría fuerzas para moverse. Volvió la cabeza hacia la puerta, temblando. Para su sorpresa, vio que estaba abierta de par en par. Habían arrancado el cerrojo al forzar la puerta.

—¿Marty? —dijo.

—No.

Se volvió de nuevo, esta vez hacia la izquierda, y descubrió al asesino de perros a dos metros de distancia. Se había limpiado las manchas de sangre de las manos y la cara, y desprendía un intenso olor a perfume.

—Estás a salvo conmigo —dijo.

Volvió a mirar al árbol: se estaba disolviendo, la interrupción del bruto había dispersado su ilusoria vida. La madre de Carys, con los brazos aún extendidos, se volvía más delgada y espantosa. Un instante antes de desaparecer, abrió la boca y vomitó un chorro de sangre negra en dirección a su hija. Luego el árbol y sus horrores desaparecieron. Solo quedó el vapor, y los azulejos, y un hombre a su lado con sangre de perro bajo las uñas. No había oído su violenta entrada: la fantasía del árbol había silenciado el mundo exterior.

—Has gritado —explicó él—. Te he oído gritar.

Carys no recordaba haberlo hecho.

—Que venga Marty —le dijo.

—No —respondió él con amabilidad.

—¿Dónde está? —Exigió, y se dirigió débilmente a la puerta abierta.

—¡He dicho que no! —Se interpuso en su camino. No le hizo falta tocarla. Bastaba su proximidad para detenerla. Ella contempló la posibilidad de escaparse y salir al pasillo, pero ¿hasta dónde llegaría antes de que la alcanzase? Había dos reglas básicas cuando se trataba con perros rabiosos y con psicóticos. La primera: no corras. La segunda: no muestres temor. Cuando alargó la mano hacia ella, intentó no retroceder.

—No permitiré que nadie te haga daño —dijo. Le acarició el dorso de la mano con la yema del pulgar, encontró una gota de sudor y se la limpió. Su tacto era ligero como una pluma; y frío como el hielo.

»¿Quieres que te cuide, bonita? —preguntó.

Ella no dijo nada; su contacto la horrorizaba. No era la primera vez que esa noche deseaba no ser telépata: nunca le había producido tanta angustia el contacto de otro ser humano.

—Me gustaría que estuvieras cómoda —decía—. Compartir… —se detuvo, como si no encontrara las palabras— tus secretos.

Ella levantó la vista hacia su cara. Le temblaban los músculos de la mandíbula al hacerle proposiciones, estaba nervioso como un adolescente.

—Y a cambio —propuso él— yo te enseñaré mis secretos. ¿Quieres verlos?

No esperó a que le respondiera. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta sucia y sacó un puñado de cuchillas de afeitar. Los filos resplandecían. Era demasiado absurdo: como un espectáculo de feria, representado sin palabrería teatral. Ese payaso que olía a sándalo estaba a punto de tragarse cuchillas para demostrarle su amor. Sacó la lengua reseca y puso la primera hoja sobre ella. A ella no le gustó nada; las cuchillas siempre la habían puesto nerviosa.

—No lo hagas —dijo.

—No pasa nada —le dijo él tragando con fuerza—. Soy el último de la tribu. ¿Lo ves? —Abrió la boca y sacó la lengua—. Ha desaparecido.

—Extraordinario —dijo ella. Lo era, en efecto. Repugnante, pero extraordinario.

—Eso no es todo —dijo él complacido por su reacción.

Lo mejor era que continuase esa extraña exhibición, pensó. Cuanto más se entretuviera mostrándole esas perversidades, más posibilidades había de que volviera Marty.

—¿Qué más puedes hacer? —preguntó.

Él le soltó la mano y empezó a quitarse el cinturón.

—Te lo enseñaré —respondió desabrochándose el pantalón.

Oh, Dios, pensó ella, estúpida, estúpida, estúpida. La excitación que le producía esa exhibición ya era evidente antes de que se bajara los pantalones.

—Ahora estoy más allá del dolor —le explicó cortésmente—. Haga lo que haga, no me duele. El Tragasables no siente nada.

Estaba desnudo bajo los pantalones.

—¿Lo ves? —dijo con orgullo.

Ella lo vio. Tenía la entrepierna completamente afeitada, y lucía una colección de adornos autoinflingidos en la zona. Ganchos y anillos le perforaban la grasa del vientre y los genitales. Tenía los testículos erizados de agujas.

—Tócame —la invitó.

—No… gracias —dijo ella.

Él frunció el ceño; levantó el labio superior para enseñarle los dientes, que parecían de un amarillo brillante sobre la carne pálida.

—Quiero que me toques —dijo, y alargó una mano hacia ella.

—Breer.

El Tragasables se quedó completamente quieto. Solo parpadeaba.

—Déjala en paz.

Ella conocía muy bien esa voz. Era el Arquitecto, por supuesto; el guía de sus sueños.

—No le he hecho daño —tartamudeó Breer—. ¿A que no? Dile que no te he hecho daño.

—Tápate —dijo el Europeo.

Breer se subió los pantalones como un niño al que hubieran descubierto masturbándose, y se apartó de Carys, lanzándole una mirada de complicidad. Fue entonces cuando el que había hablado entró en la sala de vapor. Era más alto de lo que ella había soñado, y más triste.

—Lo siento —dijo. Su tono era el del perfecto metre, disculpándose por un camarero torpe.

—Estaba enferma —dijo Breer—, por eso entré.

—¿Enferma?

—Estaba hablando con la pared —vociferó el otro—, llamando a su madre.

El Arquitecto entendió la observación de inmediato. Miró a Carys con interés.

—¿Así que lo has visto? —dijo.

—¿Qué era?

—Nada que hayas de volver a sufrir —respondió.

—Mi madre estaba allí. Evangeline.

—Olvídalo todo —dijo—. Ese horror es para otros, no para ti. —Escuchar su voz tranquila era hipnótico. Le costaba recordar sus pesadillas de vacío; su presencia anulaba el recuerdo.

»Creo que deberías venir conmigo —dijo.

—¿Por qué?

—Tu padre va a morir, Carys.

—¿Oh? —dijo ella.

Se sentía completamente ajena a sí misma. Los miedos eran algo del pasado en la obsequiosa presencia del Arquitecto.

—Si te quedas, solo sufrirás con él, y eso no es necesario.

Era una oferta seductora; no volver a estar a las órdenes del viejo, ni soportar sus besos, que sabían a viejo. Carys miró a Breer.

—No tengas miedo de él —la tranquilizó el Arquitecto, poniéndole una mano en la nuca—. No es nada ni nadie. Estás a salvo conmigo.

—Se puede escapar —protestó Breer cuando el Europeo le permitió a Carys volver a su habitación para recoger sus pertenencias.

—Ella nunca me abandonará —respondió Mamoulian—. No le deseo daño alguno, y ella lo sabe. La acuné una vez en mis brazos.

—Desnuda, ¿verdad?

—Una cosa diminuta: tan vulnerable… —su voz se convirtió en un susurro—. Se merece algo mejor que él.

Breer no dijo nada; se apoyó en la pared con insolencia, limpiándose la sangre seca de las uñas con una navaja. Se deterioraba con más rapidez de lo que el Europeo había anticipado. Había esperado que Breer sobreviviese hasta que terminase aquel caos, pero conociendo al viejo, se resistiría y mentiría, y lo que debiera durar días se alargaría semanas, y para entonces el estado del Tragasables sería realmente lamentable. El Europeo estaba cansado. Encontrar a alguien que reemplazase a Breer y controlarlo agotaría sus escasas energías.

Carys bajó enseguida.

En algunos aspectos, el Europeo lamentaba perder a su espía en el campamento enemigo, pero si no se la llevaba dejaría muchos cabos sueltos. Para empezar, ella lo conocía, quizá más de lo que pensaba. Sabía instintivamente el terror que le inspiraba la carne, por el modo en que lo había expulsado cuando estaba con Strauss. También sabía de su cansancio, y de su fe menguante. Pero había otra razón para llevársela. Whitehead había dicho que ella era su único apoyo. Si se la llevaban, el Peregrino estaría solo, y eso sería una agonía. Mamoulian confiaba en que fuese insoportable.

39

Después de buscar a Whitehead en los terrenos iluminados por los focos sin encontrar ni rastro de él, Marty volvió arriba. Era el momento de romper el mandamiento de Whitehead y buscar al viejo en territorio prohibido. La puerta de la habitación al final del pasillo de arriba, más allá del dormitorio de Carys y del de Whitehead, estaba cerrada. Con el corazón en un puño, Marty se acercó y golpeó en la puerta.

—¿Señor?

Al principio no se produjo sonido alguno en el interior. Luego llegó la voz de Whitehead; vaga, como si acabara de despertar de un sueño:

—¿Quién es?

—Strauss, señor.

—Pasa.

Marty empujó la puerta con suavidad y esta se abrió.

Siempre había imaginado el interior de aquella habitación como una cueva llena de tesoros. Pero la realidad era más bien opuesta. La habitación era espartana: las paredes blancas y los escasos muebles ofrecían un frío espectáculo. Pero tenía un tesoro. Había un retablo apoyado en una de las paredes desnudas, cuya riqueza estaba fuera de lugar en un escenario tan austero. El panel central era una crucifixión de sublime sadismo; todo oro y sangre.

Su dueño estaba sentado en el extremo más alejado de la habitación, detrás de una gran mesa, vestido con una opulenta bata. Miró a Marty sin bienvenida ni acusación en su rostro, repantigado en la silla como un saco.

—No te quedes en la puerta, hombre. Pasa.

Marty cerró la puerta al entrar.

—Ya sé que me dijo que no subiese aquí nunca, señor. Pero temía que algo le hubiese ocurrido.

—Estoy vivo —dijo Whitehead extendiendo las manos—. Todo va bien.

—Los perros…

—Están muertos. Lo sé.

Le indicó la silla vacía que había al otro lado de la mesa, frente a él.

—¿No debería llamar a la Policía?

—No hace falta.

—Podrían seguir en la propiedad.

Whitehead meneó la cabeza.

—Se han ido. Siéntate, Martin. Sírvete un vaso de vino. Parece que has estado corriendo mucho.

Marty retiró la silla colocada pulcramente bajo la mesa y se sentó. La bombilla desnuda que ardía en medio de la habitación arrojaba una luz poco favorecedora. Sombras densas, reflejos espantosos: un espectáculo fantasmal.

—Baja la pistola. No vas a necesitarla.

Dejó el arma en la mesa junto al plato, en el que aún quedaban varias lonchas de carne tan finas como obleas. Más allá del plato había un cuenco de fresas, parcialmente devoradas, y un vaso de agua. La frugalidad de la comida encajaba con el entorno: la carne, tan fina que casi se transparentaba, poco hecha y jugosa; la distribución informal de las tazas y el cuenco de fresas. Todo estaba revestido de una precisión arbitraria, de un inquietante sentido de la belleza casual. Una mota de polvo giraba en el aire entre Marty y Whitehead, fluctuando entre la bombilla y la mesa; la más pequeña exhalación desviaba su curso.

—Prueba la carne, Martin.

—No tengo hambre.

—Es magnífica. La compró mi invitado.

—Entonces sabe quiénes son.

—Claro que sí. Ahora come.

De mala gana, Marty cortó un trozo de la loncha que tenía delante y lo probó. Tenía una textura delicada y apetitosa que se disolvió en su lengua.

—Termínala —dijo Whitehead.

Marty obedeció la invitación del viejo: los esfuerzos de la noche le habían abierto el apetito. Whitehead le sirvió un vaso de vino tinto; Marty lo bebió…

—Sin duda tienes muchas preguntas en la cabeza —dijo Whitehead—. Por favor, hazlas. Haré lo que pueda por contestarlas.

—¿Quiénes son? —preguntó.

—Amigos.

—Irrumpieron como asesinos.

—¿Acaso no es posible que los amigos, con el tiempo, se conviertan en asesinos? —Marty no estaba preparado para esa paradoja en particular—. Uno de ellos se sentó donde estás tú ahora.

—¿Cómo puedo ser su guardaespaldas si no distingo a sus amigos de sus enemigos?

Whitehead hizo una pausa, y le dirigió a Marty una mirada dura.

—¿Te importa? —preguntó al cabo de un instante.

—Usted ha sido bueno conmigo —respondió Marty insultado por la pregunta—. ¿Por qué clase de cabrón sin corazón me toma?

—Dios mío… —Whitehead meneó la cabeza—. Marty…

—Explíquemelo. Quiero ayudarlo.

—¿Que te explique qué?

—Cómo puede invitar a cenar a un hombre que quiere matarlo.

Whitehead observó la mota de polvo que giraba entre ellos. O bien había decidido ignorar la pregunta, o bien no tenía respuesta para ella.

—¿Quieres ayudarme? —dijo al fin—. Pues entierra a los perros.

—¿Solo valgo para eso?

—Podría llegar un momento…

—Eso es lo que dice siempre —dijo Marty levantándose. Estaba claro que no obtendría respuesta alguna. Nada más carne y buen vino. Esa noche no era suficiente.

»¿Puedo irme ya? —preguntó, y sin esperar una respuesta le volvió la espalda al viejo y se dirigió a la puerta.

Cuando la abrió, Whitehead dijo en voz baja: «Perdóname», tan baja que Marty no supo a ciencia cierta si las palabras se dirigían a él o no.

Cerró la puerta al salir y volvió a inspeccionar la casa para asegurarse de que los intrusos se hubieran marchado de verdad; así era. La sala de vapor estaba vacía. Era obvio que Carys había vuelto a su habitación.

Se sentía insolente, de modo que se deslizó en el estudio y se sirvió un güisqui triple del decantador, y se sentó en la silla de Whitehead junto a la ventana, bebiendo y pensando. El alcohol no le aclaró las ideas, tan solo embotó el dolor de la frustración que sentía. Se fue a la cama antes de que la luz del amanecer cayera sobre las bolas de pelo destrozadas que yacían en el césped.