XI

El Día del Juicio

56

Chad Schuckman y Tom Loomis habían estado llevando el mensaje de la Iglesia de los Santos Resucitados al pueblo de Londres durante tres semanas, y estaban hasta la coronilla.

—Vaya forma de pasar las vacaciones —gruñía Tom mientras planeaban la ruta del día. Memphis parecía muy lejos, y los dos la echaban de menos. Además, toda la campaña estaba siendo un fracaso. Los pecadores que encontraban en los portales de aquella ciudad dejada de la mano de Dios eran tan indiferentes al mensaje del reverendo del inminente Apocalipsis como a la salvación que les prometía.

A pesar del clima (o quizá debido a él), el pecado no era una noticia candente en Londres últimamente. Chad era despectivo:

—No saben lo que se les viene encima —le decía a Tom, que sabía de memoria todas las descripciones del Diluvio, pero también sabía que sonaban mejor en los labios de un efebo como Chad que en los suyos. Hasta sospechaba que los que se paraban a escucharlos lo hacían más porque Chad tenía el aspecto de un ángel rudo que porque quisieran escuchar la palabra inspirada del reverendo. La mayoría simplemente cerraba la puerta.

Pero Chad era inflexible:

—Aquí hay pecado —le aseguraba a Tom—, y donde hay pecado hay culpa. Y donde hay culpa hay dinero para la Obra del Señor. —Era una ecuación sencilla, y si Tom albergaba alguna duda en cuanto a su ética, se la guardaba. Prefería el silencio a la censura de Chad; solo se tenían el uno al otro en aquella ciudad extranjera, y Tom no estaba dispuesto a perder la luz que lo guiaba.

Pero a veces era difícil mantener la fe. Especialmente en días abrasadores como aquel, cuando el traje de poliéster le picaba en la nuca y el Señor, si estaba en el Cielo, no se dejaba ver. No había un soplo de brisa que le refrescara el rostro; ni una nube de lluvia a la vista.

—¿Esto no es de algo? —preguntó Tom.

—¿Qué es eso? —Chad estaba contando los panfletos que aún tenían que distribuir ese día.

—El nombre de la calle —dijo Tom—. Calibán[1]. Es de algo que me suena.

—¿Sí? —Chad había terminado de contar—. Solo nos hemos desecho de cuatro panfletos.

Le pasó a Tom la pila de literatura y sacó un peine del bolsillo interior de su chaqueta. Parecía impávido y fresco a pesar del calor. En comparación, Tom se sentía andrajoso, demasiado acalorado, y temía que en cuanto lo tentasen se apartaría del camino de la virtud.

No estaba seguro de lo que habría de tentarle, pero estaba abierto a sugerencias. Chad se pasó el peine por el pelo, restaurando con un movimiento elegante el destello perfecto de su aureola. El reverendo les había enseñado que era importante tener el mejor aspecto posible.

—Sois agentes del Señor —decía—. Quiere que seáis limpios y aseados; que brilléis en todas partes.

—Toma —le dijo Chad, cambiándole el peine por los panfletos—. Estás muy despeinado.

Tom cogió el peine; las cerdas tenían hebras de oro. Llevó a cabo un intento desmañado de someter el remolino de su cabello, mientras Chad miraba. El pelo de Tom no se quedaba aplastado como el de Chad. El Señor lo reprobaba, probablemente: no le gustaría en absoluto. Pero por otro lado, ¿qué le gustaba al Señor? No veía con buenos ojos el tabaco, el alcohol, la fornicación, el té, el café, la Pepsi, las montañas rusas, ni la masturbación. Y sobre aquellas débiles criaturas que se solazaban con una o, que Dios los ayudase, con todas aquellas cosas, se cernía el Diluvio.

Tom solo rogaba que cuando llegasen las aguas, estuviesen frías.

El tipo del traje oscuro que respondió a la puerta del número 82 de Caliban Street les recordó a Tom y a Chad al reverendo. No en el aspecto físico, por supuesto. Bliss era un hombre bronceado y pegajoso, mientras que aquel tío era delgado y cetrino. Pero los dos tenían la misma autoridad implícita; la misma seriedad y determinación. Y le atraían los panfletos, el primer interés real que habían encontrado en toda la mañana. Hasta les citó el Deuteronomio, un texto que no les resultaba familiar, y luego, ofreciéndoles un refresco, les invitó a entrar en la casa.

Se sintieron como en casa. Las paredes y el suelo desnudos; el olor a desinfectante y a incienso, como si acabaran de limpiar algo. A decir verdad, Tom pensó que aquel tío había llevado el ascetismo a extremos. La habitación donde los condujo no tenía más que dos sillas.

—Me llamo Mamoulian.

—¿Cómo está? Yo soy Chad Schuckman, y este es Thomas Loomis.

—Los dos santos, ¿eh? —Los jóvenes se quedaron perplejos—. Vuestros nombres. Los dos son nombres de santos.

—¿San Chad? —Aventuró el rubio.

—Oh, así es. Era un obispo inglés del siglo séptimo. Tomás, por supuesto, era el gran escéptico.

Los dejó un momento para traer agua. Tom se agitó en su silla.

—¿Qué te pasa? —le espetó Chad—. Es el primer converso que encontramos.

—Es muy raro.

—¿Tú crees que al Señor le importa si es raro? —dijo Chad. Era una buena pregunta, y Tom estaba formulando una respuesta para ella cuando regresó su anfitrión.

—El agua.

—¿Vive solo? —preguntó Chad—. Es una casa muy grande para una sola persona.

—Últimamente he estado solo —dijo Mamoulian ofreciéndoles los vasos de agua—. Y debo admitir que estoy muy necesitado de ayuda.

Apuesto a que sí, pensó Tom. El hombre lo miró como si la idea hubiese destellado a través de su cabeza, casi como si lo hubiera dicho en voz alta. Tom se sonrojó, y se bebió el agua para ocultar su embarazo. Estaba caliente. ¿Acaso los ingleses no habían oído hablar de los frigoríficos? Mamoulian volvió a dirigir su atención a san Chad.

—¿Qué vais a hacer los próximos días?

—La obra del Señor —respondió Chad acertadamente.

Mamoulian asintió.

—Bien —dijo.

—Divulgar la palabra.

—«Yo os haré pescadores de hombres».

—Mateo. Capítulo 4 —respondió Chad.

—Si os dejo salvar mi alma inmortal —dijo Mamoulian—, ¿me ayudaréis?

—¿A hacer qué?

Mamoulian se encogió de hombros:

—Necesito la asistencia de dos animales jóvenes y saludables como vosotros.

¿Animales? Eso no sonaba muy fundamentalista. ¿Acaso este pobre pecador nunca había oído hablar del Edén? No, pensó Tom, mirándolo a los ojos; no, probablemente no.

—Me temo que tenemos otros compromisos —respondió Chad con amabilidad—. Pero nos encantaría que viniese cuando llegue el reverendo, para bautizarlo.

—Me gustaría conocer al reverendo —respondió el hombre. Tom no estaba seguro de que todo esto no fuese una charada—. Falta poco para que caiga sobre nosotros la ira del Creador —decía Mamoulian. Chad asintió con fervor—. Entonces seremos como náufragos, ¿verdad?, como náufragos a la deriva.

Las palabras eran casi idénticas a las del reverendo. Cuando Tom las oyó de los finos labios de aquel hombre le hizo efecto la acusación de ser un escéptico. Pero Chad estaba en trance. Tenía la expresión evangélica que le sobrevenía durante los sermones; Tom siempre había envidiado aquella expresión, pero ahora le pareció absolutamente rabiosa.

—Chad… —empezó.

—Náufragos a la deriva —repitió Chad—. Aleluya.

Tom dejó el vaso en el suelo junto a la silla.

—Me parece que deberíamos irnos —dijo, y se levantó. Por alguna razón, los tablones desnudos del suelo parecían a más de dos metros de distancia de sus ojos, más bien a veinte, como si fuera una torre a punto de derrumbarse, con los cimientos socavados—. Tenemos que cubrir muchas calles —dijo, intentando concentrarse en el problema que tenía entre manos, que era, en pocas palabras, cómo salir de aquella casa antes de que ocurriera algo terrible.

—El Diluvio —anunció Mamoulian— se cierne sobre nosotros.

Tom alargó la mano hacia Chad para despertarlo de su trance. Le parecía que sus dedos estaban a mil kilómetros de sus ojos.

—Chad —dijo. San Chad; el chico de la aureola, el meapilas.

—¿Estás bien, chico? —preguntó el desconocido, volviendo hacia Tom sus ojos de pez.

—Me… siento…

—¿Qué sientes? —preguntó Mamoulian.

Chad también lo estaba mirando, su rostro estaba exento de preocupaciones; exento, de hecho, de cualquier sentimiento. Quizá, se le ocurrió a Tom por primera vez, por eso era tan perfecto el rostro de Chad. Blanco, simétrico y completamente vacío.

—Siéntate antes de que te caigas —dijo el extraño.

—No pasa nada —le tranquilizó Chad.

—No —dijo Tom. Las rodillas no le obedecían. Sospechaba que cederían muy pronto.

—Confía en mí —dijo Chad. Tom quería hacerlo. Chad solía tener razón—. Créeme, hemos encontrado algo bueno. Siéntate, como te ha dicho el caballero.

—¿Es el calor?

—Sí —respondió Chad, en nombre de Tom—. Es el calor. En Memphis hace calor; pero tenemos aire acondicionado. —Se volvió hacia su compañero y le puso la mano en el hombro. Tom se rindió a la debilidad, y se sentó. Sentía un aleteo en la nuca, como si un colibrí estuviese planeando por allí, pero no tenía fuerza de voluntad para espantarlo.

—¿Vosotros os llamáis agentes? —dijo el hombre, en voz baja—. No creo que conozcáis el significado de esa palabra.

Chad se apresuró a salir en defensa de ambos.

—El reverendo dice…

—¿El reverendo? —le interrumpió el hombre con desprecio—. ¿Tú crees que tiene la más remota idea de lo que valéis?

Chad se quedó atónito. Tom intentó decirle a su amigo que no se dejase adular, pero no le salían las palabras. Sentía la lengua como si fuera un pez muerto en su boca. Pase lo que pase, pensó, por lo menos nos pasará a los dos juntos. Eran amigos desde primero; habían compartido la adolescencia y la metafísica; Tom creía que eran inseparables. Esperaba que el hombre entendiese que donde iba Chad, iba Tom. El aleteo en el cuello había cesado; una cálida tranquilidad se extendió en silencio por su cabeza. Las cosas no estaban tan mal después de todo.

—Necesito vuestra ayuda, jóvenes.

—¿Para qué? —preguntó Chad.

—Para empezar el Diluvio —respondió Mamoulian. En el rostro de Chad apareció una sonrisa; al principio era insegura, pero se ensanchó a medida que la idea cautivaba su imaginación. Sus rasgos, casi siempre sobrios por el celo religioso, se inflamaron.

—Oh, sí —dijo, y miró a Tom—. ¿Has oído lo que ha dicho este hombre?

Tom asintió.

—¿Lo has oído, hombre?

—Lo he oído. Lo he oído.

Chad había esperado aquella invitación toda su bienaventurada existencia. Por primera vez imaginaba la realidad literal tras la destrucción con la que había amenazado en un centenar de portales. En su imaginación, las aguas, aguas rojas, encrespadas, crecían hasta convertirse en olas coronadas de espuma y se abatían sobre aquella ciudad pagana. Somos como náufragos a la deriva, se dijo, y las palabras trajeron consigo imágenes. Hombres y mujeres, pero sobre todo mujeres, que huían desnudos del torrente embravecido. El agua estaba caliente; caía en forma de lluvia sobre sus rostros que gritaban, y sus pechos relucientes, temblorosos. Era lo que el reverendo había prometido desde el principio; y allí estaba ese hombre pidiéndoles ayuda para hacerlo posible, para que se consumase ese día aciago, destructor y espumoso. ¿Cómo podían negarse? Sintió el impulso de darle las gracias por considerarlos dignos. La idea dio pie a la acción. Se hincó de rodillas, y cayó al suelo a los pies de Mamoulian.

—Gracias —le dijo al hombre del traje oscuro.

—Entonces, ¿me ayudaréis?

—Sí… —respondió Chad; ¿acaso su homenaje no era muestra suficiente?—. Por supuesto.

Detrás de él, Tom murmuró su aprobación.

—Gracias —dijo Chad—. Gracias.

Pero cuando alzó la vista el hombre, convencido al parecer por su devoción, ya había salido de la habitación.

57

Marty y Carys durmieron juntos en la cama individual: un sueño largo y gratificante. Si el bebé de la habitación de abajo lloró durante la noche, no lo oyeron. Ni oyeron las sirenas en Kilburn High Road, de la Policía y de los bomberos que se dirigían a un incendio en Maida Vale. Tampoco los despertó el amanecer a través de las ventanas sucias, aunque no habían corrido las cortinas. Pero una vez, de madrugada, Marty se volvió en sueños, parpadeó y vio la primera luz del día en el cristal. En lugar de apartarse de ella, dejó que cayera sobre sus párpados mientras estos volvían a cerrarse.

Pasaron juntos la mitad del día en el estudio hasta que empezó la necesidad; se bañaron, tomaron café, se dijeron muy poco. Carys lavó y vendó la herida de la pierna de Marty; se cambiaron de ropa, y tiraron las que habían llevado la noche anterior.

No empezaron a hablar hasta media tarde. El diálogo empezó con calma, pero el nerviosismo de Carys aumentó cuando empezó a sentir el ansia de chutarse, y la conversación se convirtió rápidamente en un intento desesperado por distraerla de su estómago tembloroso. Le explicó a Marty cómo había sido la vida con el Europeo: las humillaciones, los engaños, la sensación que había tenido de que los conocía a su padre y a ella misma mejor de lo que había supuesto. Marty, a su vez, intentó parafrasear la historia que Whitehead le había contado la última noche, pero ella estaba demasiado distraída para concentrarse debidamente. Hablaba con cada vez más nerviosismo.

—Tengo que chutarme, Marty.

—¿Ya?

—Dentro de poco.

Marty había esperado y temido ese momento. No porque no pudiera conseguirle material; sabía que podía. Sino porque había esperado que, de algún modo, ella pudiese resistir la necesidad cuando estuviera con él.

—Me encuentro muy mal —dijo ella.

—Estás bien. Estás conmigo.

—Sabes que vendrá, ¿no?

—No, ahora no.

—Estará furioso, y vendrá.

La mente de Marty volvía una y otra vez a su experiencia en la habitación del último piso de Caliban Street. Lo que había visto allí, o más bien lo que no había visto, le había aterrorizado mucho más que los perros o Breer. Esos solo eran peligros físicos. Pero lo que había sucedido en la habitación era un peligro de un orden completamente distinto. Había sentido, quizá por primera vez en su vida, que su alma, una noción que hasta entonces había considerado una bobada cristiana, estaba amenazada. No estaba seguro de lo que quería decir la palabra; sospechaba que ni siquiera el papa lo estaba. Pero una parte de él, más esencial que el cuerpo o la vida, había sido eclipsada, y Mamoulian había sido el responsable de ello. ¿Qué más podría desatar la criatura si se sentía acorralada? La curiosidad de Marty era más que un vago deseo de saber lo que había detrás del velo: se había convertido en una necesidad. ¿Cómo podían esperar defenderse de ese demagogo sin conocer su naturaleza?

—No quiero saberlo —dijo Carys leyendo sus pensamientos—. Si viene, pues que venga. No podemos hacer nada al respecto.

—Anoche… —empezó él, a punto de recordarle cómo habían ganado la escaramuza. Ella desechó la idea antes de que la terminara. La tensión de su rostro era insoportable; la necesidad la estaba torturando.

—Marty…

La miró.

—Me lo prometiste —lo acusó.

—No lo he olvidado.

Había hecho el cálculo mental: no el coste de la droga en sí, sino el del orgullo perdido. Tendría que recurrir a Flynn para obtener la heroína; no conocía a nadie más en quien pudiese confiar. Los dos eran fugitivos, de Mamoulian y de la ley.

—Tendré que hacer una llamada de teléfono —dijo.

—Pues hazla —respondió ella.

Parecía haber cambiado físicamente en la última media hora. Tenía la piel del color de la cera, y un brillo desesperado en los ojos; los temblores empeoraban cada minuto.

—No se lo pongas fácil —dijo.

Él frunció el ceño.

—¿Fácil?

—Puede obligarme a hacer cosas que no quiero —dijo ella. Las lágrimas habían empezado a manar. No las acompañaba sollozo alguno, solo era una caída libre desde los ojos—. Podría obligarme a hacerte daño.

—Vale. Ahora voy. Hay un tío que vive con Charmaine que puede conseguir material, no te preocupes. ¿Quieres venir?

Ella se abrazó.

—No —dijo—. Te retrasaré. Ve tú.

Marty se puso la chaqueta, intentando no mirarla; la mezcla de fragilidad y apetito lo asustaba. El cuerpo de la muchacha estaba cubierto de sudor fresco, que se acumulaba en el suave pasaje entre las clavículas y fluía sobre su rostro.

—No dejes entrar a nadie, ¿vale?

Cuando él se fue, ella cerró la puerta con llave y volvió a sentarse en la cama. Las lágrimas brotaron de nuevo, sin freno. No eran lágrimas de pena, sino tan solo agua salada. Bueno, quizá hubiera algo de pena en ellas: por esa fragilidad que había vuelto a descubrir, y por el hombre que había bajado las escaleras.

Pensó que él era el responsable de su incomodidad actual. La había seducido para que pensara que podía mantenerse por su propio pie. ¿Y dónde la había llevado eso; donde los había llevado a ambos? A aquel invernadero, en mitad de una tarde de julio, a punto de ser rodeados por la maldad.

Lo que sentía por él no era amor. Esa era una carga emocional demasiado pesada. Era como mucho enamoramiento, mezclado con la sensación de pérdida inminente que siempre experimentaba cuando estaba cerca de alguien, como si cada instante que pasara en su presencia lamentara por dentro el momento en que ya no pudiera estar allí.

Abajo, la puerta se cerró de un portazo cuando Marty salió a la calle. Volvió a tumbarse en la cama, pensando en la primera vez que habían hecho el amor. En cómo el Europeo había observado incluso ese acto tan íntimo. Cuando pensó en Mamoulian, la idea se convirtió en una bola de nieve en una pendiente pronunciada. Rodó, acumulando velocidad y tamaño a su paso, hasta que fue monstruosa. Una avalancha, un alud.

Por un instante dudó que solo estuviera recordando: la sensación era muy nítida, muy real. Entonces ya no tuvo dudas.

Se levantó, los muelles del colchón crujieron. No era un recuerdo en absoluto.

Mamoulian estaba allí.

58

—¿Flynn?

—Hola. —La voz al otro lado de la línea era áspera a causa del sueño—. ¿Quién es?

—Soy Marty. ¿Te he despertado?

—¿Qué demonios quieres?

—Necesito ayuda.

Hubo un largo silencio al otro lado del teléfono.

—¿Sigues ahí?

—Sí. Sí.

—Necesito heroína.

La aspereza desapareció de la voz de Flynn, y fue reemplazada por la incredulidad.

—¿Le das a la heroína?

—La necesito para un amigo. —Marty podía percibir la sonrisa que se extendía en el rostro de Flynn—. ¿Puedes conseguirme un poco? Rápido.

—¿Cuánto?

—Tengo cien libras.

—No es imposible.

—¿Pronto?

—Sí. Si quieres. ¿Qué hora es? —La idea del dinero fácil y de un cliente desesperado había engrasado la mente de Flynn, y estaba listo para ponerse en marcha—. ¿La una y cuarto? Vale. —Se interrumpió para calcular—. Pásate en tres cuartos de hora, más o menos.

Era eficiente, a menos que, como Marty sospechaba, Flynn estuviera tan metido en el mercado que tuviera fácil acceso a la mercancía: el bolsillo de la chaqueta, por ejemplo.

—No te lo garantizo, claro —dijo, solo para que la desesperación siguiera borboteando—. Pero haré lo que pueda. Es justo, ¿no?

—Gracias —respondió Marty—. Te lo agradezco.

—Tú trae la pasta, Marty. Ese es el único agradecimiento que necesito.

El teléfono se cortó. Flynn tenía un don para decir la última palabra.

—Cabrón —le dijo Marty al auricular, y lo estrelló contra la horquilla.

Estaba temblando ligeramente; tenía los nervios crispados. Se metió en un quiosco, compró un paquete de cigarrillos y volvió al coche. Era la hora de comer; el tráfico en el centro de Londres sería denso, y tardaría casi cuarenta y cinco minutos en llegar al antiguo barrio. No tenía tiempo para volver a ver a Carys. Además, supuso que ella no le daría las gracias por posponer la compra. Necesitaba la droga más que a él.

La aparición del Europeo fue demasiado repentina para que Carys pudiese mantener a raya su insinuante presencia. Pero aunque se sentía débil, tenía que luchar. Y había algo en este asalto que lo hacía distinto de los anteriores. ¿Sería que se había acercado de un modo más desesperado? Su entrada le había magullado la nuca físicamente. Se la frotó con una mano sudorosa.

Te he encontrado, dijo él en su cabeza.

Ella miró en torno a la habitación buscando un modo de expulsarlo.

Es inútil, le dijo.

—Déjanos en paz.

Me has tratado mal, Carys. Debería castigarte. Pero no lo haré si me entregas a tu padre. ¿Es tanto pedir? Tengo derecho a él. En el fondo lo sabes. Me pertenece.

Sabía que no era sensato fiarse de su tono persuasivo. ¿Qué haría, si encontraba a papá? ¿La dejaría vivir en paz? No; se la llevaría también, igual que a Evangeline y a Toy y solo él sabía a cuántos más; al árbol, a la Nada.

Sus ojos se posaron en el hornillo eléctrico que había en el rincón. Se levantó, con los miembros temblorosos, y fue tambaleándose hacia él. Si el Europeo había adivinado su plan, pues mucho mejor. Estaba débil, lo percibía. Estaba cansado y triste; su concentración vacilaba, como si tuviera un ojo en el cielo buscando cometas. Pero su presencia seguía siendo lo bastante inquietante como para embarrar sus procesos mentales. Cuando llegó al horno apenas recordaba por qué estaba allí. Puso una marcha más alta en su cerebro. ¡Negación! Eso era. ¡El horno era negación! Alargó la mano y encendió uno de los dos círculos eléctricos.

No, Carys, le dijo. No seas tonta.

Su rostro apareció en su mente. Era inmenso, y bloqueaba la habitación que la rodeaba. Meneó la cabeza para librarse de él, pero no estaba dispuesto a irse. También había otra ilusión, además del rostro. Sentía unos brazos en torno a ella, pero no la estrangulaban, sino que la envolvían en un abrazo protector. Aquellos brazos la acunaban.

—No te pertenezco —dijo resistiendo el impulso de sucumbir a su arrullo. En la parte posterior de la cabeza oía una canción, cuyo ritmo armonizaba con el ritmo soporífero del arrullo. La letra no era inglesa, sino rusa. Era una canción de cuna, lo supo aunque no entendía las palabras, y a medida que transcurría, y la escuchaba, parecía que desaparecía todo el sufrimiento que había soportado. Volvía a ser un bebé; en sus brazos. La mecía para que se durmiera con esa canción murmurada.

A través del encaje del sueño inminente vislumbró un diseño brillante. No podía precisar su significado, pero recordaba que esa espiral naranja que brillaba cerca de ella había sido importante. Pero ¿qué significaba? El problema la enfurecía, y mantenía a raya al sueño que tanto deseaba. Así que abrió los ojos un poco más para desentrañar el diseño, de una vez por todas, y así acabar por fin.

El horno apareció frente a ella, con el círculo brillante. El aire se estremecía a causa del calor que despedía. Ahora recordaba, y el recuerdo venció al sueño. Extendió el brazo hacia el calor.

No lo hagas, le aconsejó la voz de su cabeza. Solo conseguirás hacerte daño.

Pero ella sabía que no. Dormirse en sus brazos era más peligroso que cualquier dolor que trajeran los próximos momentos. El calor era incómodo, aunque su piel todavía estaba a unos centímetros de la fuente, y por un momento desesperado su fuerza de voluntad flaqueó.

Quedarás marcada de por vida, dijo el Europeo, sintiendo sus dudas.

—Déjame en paz.

Es que no quiero que te hagas daño, niña. Te quiero demasiado. La mentira le sirvió de estímulo. Encontró la porción vital de coraje, alzó la mano y apretó la palma contra el círculo eléctrico.

El Europeo gritó primero; oyó que su voz se alzaba un instante antes de que empezara su propio grito. Retiró la mano del horno cuando el olor a quemado llegó hasta ella. Mamoulian se retiró; ella sintió su huida. El alivio inundó su interior. Luego el dolor la abrumó, y una rápida oscuridad descendió sobre ella. Pero no la temía. Aquella oscuridad era segura. Él no estaba dentro.

«Se ha ido», dijo, y se derrumbó.

Cuando recuperó la conciencia, en menos de cinco minutos, lo primero que pensó fue que estaba sujetando un puñado de cuchillas.

Se dirigió lentamente a la cama y apoyó la cabeza en ella hasta que recuperó la conciencia por completo. Cuando reunió el valor suficiente, se miró la mano. El diseño de los anillos se había grabado en la palma con claridad, como si fuera un tatuaje en espiral. Se levantó y fue al lavabo para lavar la herida con agua fría. El proceso calmó un poco el dolor; el daño no era tan grave como había pensado. Aunque le había parecido una eternidad, probablemente la palma solo había estado en contacto directo con el anillo durante un par de segundos. Se envolvió la mano en una de las camisetas de Marty. Luego recordó que había leído en alguna parte que era mejor dejar las quemaduras al aire, y deshizo el vendaje. Se tumbó en la cama, agotada, y esperó a que Marty le llevase un fragmento de la Isla.

59

Los muchachos del reverendo Bliss se quedaron en la habitación de la planta baja de la casa de Caliban Street, perdidos en una fantasía de muerte acuosa, durante más de una hora. Mientras tanto, Mamoulian había ido en busca de Carys, la había encontrado y había sido expulsado de nuevo. Pero había descubierto su paradero. Más aún, había deducido que Strauss, el hombre que había ignorado en el Santuario de un modo tan estúpido, había salido a buscarle heroína. Ya era hora, pensó, de dejar de ser tan compasivo.

Se sentía como un perro apaleado: sólo quería tumbarse y morir. Parecía que aquel día, sobre todo desde el habilidoso rechazo de la muchacha, sentía cada hora de su dilatada vida en las sienes. Se miró la mano, que aún le dolía por la quemadura que había recibido a través de Carys. Quizá la muchacha entendería finalmente que todo aquello era inevitable. Que el desenlace que estaba a punto de acometer era más importante que su vida, o la de Strauss, o la de Breer, o la de los dos idiotas de Memphis que había dejado soñando dos pisos más abajo.

Bajó a la primera planta y entró en la habitación de Breer. El Tragasables estaba recostado en el colchón, en el rincón, con el cuello torcido y el estómago empalado, mirándolo como un pez lunático. Al pie del colchón, cada vez más próxima debido a la visión mermada de Breer, la televisión farfullaba necedades.

—Pronto nos marcharemos —dijo Mamoulian.

—¿La has encontrado?

—Sí, la he encontrado. Está en un sitio llamado Bright Street. La casa… —al parecer encontraba divertida la idea— está pintada de amarillo. Está en el segundo piso, creo.

—Bright Street —caviló Breer—. ¿Vamos a por ella, entonces?

—No, nosotros no.

Breer se volvió un poco más hacia el Europeo; se había sujetado el cuello roto con un collarín improvisado que le dificultaba los movimientos.

—Quiero verla —dijo.

—Pues no haberla dejado escapar, para empezar.

—Vino él; el de la casa. Te lo dije.

—Oh, sí —dijo Mamoulian—. Tengo planes para Strauss.

—¿Quieres que lo encuentre para ti? —dijo Breer. Las antiguas imágenes de ejecuciones se encendieron en su cabeza, como recién salidas de un libro de atrocidades. Algunas eran más nítidas que nunca, como si estuvieran a punto de hacerse realidad.

—No hace falta —respondió el Europeo—. Tengo a dos acólitos dispuestos a hacer el trabajo por mí.

Breer se enfurruñó.

—Pues, ¿qué hago?

—Prepara la casa para nuestra partida. Quiero que quemes las pocas posesiones que tenemos. Quiero que sea como si nunca hubiéramos existido, tú y yo.

—El final se acerca, ¿verdad?

—Ahora que sé dónde está, sí.

—Podría escaparse.

—Está demasiado débil. No podrá moverse hasta que Strauss le lleve droga. Y por supuesto nunca lo hará.

—¿Vas a hacer que lo maten?

—A él y a cualquiera que se interponga en mi camino a partir de ahora. No me queda energía para la compasión. Ese ha sido mi error muchas veces: dejar escapar a los inocentes. Te he dado instrucciones, Anthony. Ponte a trabajar.

Se retiró de la fétida habitación, y bajó a reunirse con sus nuevos agentes. Los americanos se levantaron respetuosamente cuando abrió la puerta.

—¿Estáis listos? —preguntó.

El rubio, que había sido el más obediente desde el principio, empezó a expresar de nuevo su eterno agradecimiento, pero Mamoulian lo silenció. Les dio sus órdenes, y ellos las aceptaron como si les estuviera regalando caramelos.

—Hay cuchillos en la cocina —dijo—. Cogedlos y usadlos bien.

Chad sonrió.

—¿Quiere que matemos también a la esposa?

—El Diluvio no tiene tiempo de ser selectivo.

—¿Y si no ha pecado? —dijo Tom sin saber por qué se le había ocurrido esa absurda idea.

—Oh, ha pecado —respondió con ojos brillantes, y eso fue suficiente para los muchachos del reverendo Bliss.

Arriba, Breer se levantó del colchón con dificultad, y fue dando tumbos hasta el baño para mirarse en el espejo roto. Sus heridas habían dejado de supurar hacía tiempo, pero tenía un aspecto horrible.

—Afeitado —se dijo—. Y sándalo.

Temía que las cosas fueran demasiado rápido y si no tenía cuidado lo excluyeran de los cálculos. Era hora de actuar en su propio beneficio. Se pondría una camisa limpia, una corbata y una chaqueta, y saldría a cortejar a la muchacha. Si el final estaba tan próximo que las pruebas tenían que ser destruidas, era mejor que se diera prisa. Mejor terminar su romance con ella antes de que siguiera el camino de toda la carne.

60

Tardó mucho más de tres cuartos de hora en atravesar Londres. Se celebraba una gran marcha antinuclear; diversas secciones del grupo principal se habían reunido por toda la ciudad para dirigirse a un mitin masivo en Hyde Park. El centro de la ciudad, por el que, en el mejor de los casos, era difícil circular, estaba tan congestionado a causa de los participantes y de los atascos que se encontraba intransitable. Marty no se dio cuenta de nada hasta que se encontró en medio de todo ello, y para entonces era imposible echarse atrás y trazar una ruta diferente. Maldijo su falta de atención: seguro que había habido señales policiales, advirtiendo del retraso a los conductores entrantes. No se había percatado de ninguna.

Pero no podía hacer nada, excepto quizás abandonar el coche y seguir a pie o en metro. Ninguna de las dos opciones era especialmente atractiva. El metro estaría abarrotado, y caminar bajo el calor abrasador de aquel día lo dejaría sin fuerzas. Necesitaba las pocas reservas de energía que le quedaban. Había vivido a base de adrenalina y cigarrillos durante demasiado tiempo. Estaba débil. Tan solo esperaba, aunque fuese una esperanza vana, que la oposición estuviese más débil que él.

Era media tarde cuando llegó a casa de Charmaine. Dio una vuelta a la manzana, buscando un sitio donde aparcar, y al fin encontró un espacio al doblar la esquina. Sus pies se mostraban algo reacios; la inminente degradación no era especialmente atrayente. Pero Carys estaba esperando.

La puerta principal estaba ligeramente entreabierta, pero llamó al timbre de todas formas, y esperó en la acera. No estaba dispuesto a entrar en la casa por las buenas. Tal vez estuvieran arriba en la cama, o dándose una ducha fría juntos. El calor seguía siendo sofocante, aunque la tarde estaba muy avanzada.

Al final de la calle apareció una furgoneta de helados que tocaba una versión desafinada de El Danubio azul y se detuvo en la acera a esperar a los compradores. Marty echó un vistazo en su dirección. El vals ya había atraído a dos clientes. Llamaron su atención por un momento: eran jóvenes, vestidos con trajes sobrios, y le daban la espalda. Uno de ellos alardeaba de un cabello rubio tan brillante que reflejaba el sol. Tomaron posesión de sus helados; el dinero cambió de mano. Satisfechos, doblaron la esquina y desaparecieron sin mirar por encima del hombro.

Cansado de esperar respuesta a sus llamadas, Marty empujó la puerta. Esta chirrió sobre el felpudo de coco que lucía un ajado «Bienvenido». Un panfleto que sobresalía del buzón resbaló y cayó boca abajo en el interior. La tapa levantada del buzón volvió a cerrarse con estrépito.

—¿Flynn? ¿Charmaine?

Su voz era una intromisión; subió por las escaleras, donde las motas de polvo poblaban la luz del sol que entraba por la ventana del descansillo; corrió a la cocina, donde la leche del día anterior se cortaba en la encimera junto al fregadero.

—¿Hay alguien en casa?

En el pasillo, oyó a una mosca. Volaba en círculos en torno a su cabeza, y la espantó. Sin inmutarse, atravesó el pasillo zumbando hasta la cocina, atraída por algo. Marty la siguió, llamando a Charmaine.

Ella lo esperaba en la cocina, igual que Flynn. Les habían cortado la garganta.

Charmaine se había derrumbado contra la lavadora. Estaba sentada, con una pierna doblada bajo ella, y miraba fijamente a la pared opuesta. A Flynn lo habían colocado con la cabeza en el fregadero como si estuviera inclinándose para mojarse la cara. La ilusión de vida era muy convincente, casi hasta el sonido del agua.

Marty se quedó en la puerta, mientras la mosca, menos melindrosa, daba vueltas y más vueltas a la cocina, extasiada. Marty se limitó a mirar. No podía hacer nada: solo quedaba mirar. Estaban muertos. Y Marty supo sin esforzarse y sin pensar en ello que los asesinos vestían de gris, y habían doblado la esquina más alejada, con helados en la mano, acompañados por El Danubio azul.

Lo habían llamado Marty el Bailarín de Wandsworth, los que se habían molestado en llamarlo de algún modo, porque Strauss era el rey del vals. Se preguntó si se lo habría contado alguna vez a Charmaine, en alguna de sus cartas. No, probablemente no: y ya era demasiado tarde. Las lágrimas empezaron a irritarle los ojos. Las reprimió. Le estorbarían la vista, y aún no había acabado de mirar.

La mosca que lo había llevado hasta allí volvía a volar en círculos cerca de su cabeza.

—El Europeo —le susurró—. Él los envió.

La mosca describía un vuelo ondulante, excitada.

—Por supuesto —zumbó.

—Lo mataré.

La mosca se rió.

—No tienes ni idea de lo que es. Podría ser el mismo demonio.

—Puta mosca. ¿Qué sabrás tú?

—No te pongas estupendo conmigo —respondió la mosca—. Eres un comemierda igual que yo.

La observó mientras buscaba un sitio donde poner sus sucias patas. Al fin aterrizó en el rostro de Charmaine. Era atroz que ella no levantara siquiera una mano perezosa para espantarla; era terrible que estuviera allí despatarrada, con la pierna doblada y el cuello rajado, y le permitiera arrastrarse por su mejilla, hasta el ojo, hasta la ventanilla de la nariz, bebiendo de aquí y de allá, impasible.

La mosca tenía razón. Él era el ignorante. Si querían sobrevivir, tendría que llegar hasta el fondo de la vida secreta de Mamoulian, porque esa información era poder. Carys había tenido razón desde el principio. No podía cerrar los ojos y darle la espalda al Europeo. El único modo de liberarse de él era conocerlo; mirarlo tanto como les permitiera el valor, y verlo con todos los espantosos detalles.

Dejó a los amantes en la cocina y fue a buscar la heroína. No tuvo que ir muy lejos. El paquete estaba en el interior de la chaqueta de Flynn, que estaba tirada a la ligera en el sofá de la sala. Marty se metió el chute en el bolsillo y fue a la puerta principal, consciente de que salir de allí a plena luz del día equivalía a ganarse una acusación de asesinato. Lo verían y lo reconocerían con facilidad: la Policía iría tras él en cuestión de horas. Pero no había modo de evitarlo; escapar por la puerta trasera parecería igual de sospechoso.

Al llegar a la puerta se detuvo y cogió el panfleto que se había caído del buzón. Mostraba el rostro sonriente de un evangelista, un tal reverendo Bliss, de pie, micrófono en mano, alzando los ojos al cielo. «Únete a la congregación —proclamaba la pancarta—. Y siente obrar el poder de Dios. ¡Oye las palabras! ¡Siente el espíritu!». Se lo guardó en el bolsillo para futuras referencias.

De vuelta a Kilburn, se detuvo en una cabina telefónica para informar de los asesinatos. Cuando le preguntaron quién era se lo dijo, y por si fuera poco admitió que había violado la libertad condicional. Cuando le dijeron que se entregara en la comisaría más cercana, respondió que así lo haría, pero que primero tenía que ocuparse de un asunto personal.

Mientras atravesaba en coche las calles que después de la marcha estaban cubiertas de desperdicios, sopesó mentalmente todas las pistas posibles en cuanto al paradero de Whitehead. Dondequiera que estuviera el viejo, Mamoulian lo encontraría antes o después. Podía intentar que Carys encontrase a su padre, por supuesto. Pero tenía otra petición que hacerle, una que podía requerir más que suave persuasión para que accediera. Tendría que valerse de su propio ingenio para localizar al viejo.

Entonces, cuando vio una señal en dirección a Holborn, se acordó del señor Halifax y de las fresas.

61

Marty olió a Carys en cuanto abrió la puerta, pero durante unos segundos creyó que se trataba del aroma de un cerdo en la cocina. Cuando se acercó a la cama vio la quemadura en la mano extendida de la muchacha.

—Estoy bien —le dijo ella con mucha frialdad.

—Ha estado aquí.

Ella asintió.

—Pero ya se ha ido.

—¿No me ha dejado ningún mensaje? —preguntó él, con una sonrisa torcida.

Ella se sentó. Algo horrible le pasaba. Su voz era extraña; su rostro tenía el color del pescado. Se mantenía lejos de ella, como si el menor contacto pudiera hacerlo pedazos. Al mirarlo casi se olvidó del ansia que aún la consumía.

—¿Un mensaje para ti? —preguntó, sin entender—. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?

—Estaban muertos.

—¿Quiénes?

—Flynn. Charmaine. Alguien les había cortado la garganta.

Su rostro estaba a punto de contraerse. Aquello era sin duda el colmo. No podían caer más bajo.

—Oh, Marty…

—Sabía que iba a volver a mi casa —dijo.

Ella buscó una acusación en su voz, pero no había ninguna. Se defendió de todos modos.

—No pude haber sido yo. Ni siquiera sé dónde vives.

—Oh, pero él sí. Seguro que se ocupa de saberlo todo.

—¿Por qué iba a matarlos? No lo entiendo.

—Un error de identidad.

—Breer sabe quién eres.

—No lo hizo Breer.

—¿Viste quién fue?

—Creo que sí. Dos chicos.

Buscó el panfleto que había encontrado bajo la puerta. Suponía que lo habían entregado los asesinos. Algo en los trajes sobrios, y en el halo entrevisto de cabello rubio, sugería evangelistas de puerta en puerta, de rostro impávido, letales. ¿No le complacería al Europeo semejante paradoja?

—Cometieron un error —dijo mientras se quitaba la chaqueta y empezaba a desabrocharse la camisa empapada en sudor—. Entraron en casa y mataron a los primeros que vieron. Solo que no era yo, sino Flynn. —Se sacó la camisa de los pantalones y la tiró—. Es muy fácil, ¿verdad? No le importa la ley, piensa que está por encima de todo eso. —Marty era forzosamente consciente de la ironía. Él, el ex convicto, el que despreciaba los uniformes, inclinándose ante el concepto de la ley. No era un bonito refugio, pero era lo mejor que tenía en aquel momento—. ¿Qué es, Carys? ¿Qué le hace estar tan seguro de que es inmune?

Ella miraba el rostro ferviente del reverendo Bliss. «¡Bautismo en el Espíritu Santo!», prometía con júbilo.

—¿Qué importa lo que sea? —dijo.

—De lo contrario estamos acabados.

Ella no respondió. Él fue al lavabo y se lavó la cara y el pecho con agua fría. Para el Europeo, eran como ovejas en el redil. No solo en aquella habitación, sino en cualquiera. Dondequiera que se escondieran, con el tiempo encontraría su refugio y aparecería. Tal vez hubiese una pequeña lucha. ¿Se resisten las ovejas a la inminente ejecución?, se preguntó. Tendría que habérselo preguntado a la mosca. La mosca lo habría sabido.

Se apartó del lavabo para mirar a Carys; el agua le goteaba de la mandíbula. Ella tenía la mirada fija en el suelo y se rascaba.

—Ve a él —dijo sin previo aviso.

Había considerado una docena de maneras de empezar esa conversación en el coche, pero ¿para qué intentar dorar la píldora?

Ella levantó la vista hacia él, con una mirada vacía.

—¿Qué has dicho?

—Ve a él, Carys. Métete en él, como él hace contigo. Invierte el proceso.

Ella casi se rió; una sonrisa sarcástica empezó a dibujarse en su rostro en respuesta a esa obscenidad.

—¿Que me meta en él? —dijo.

—Sí.

—Estás loco.

—No podemos enfrentarnos a lo que no conocemos. Y no podemos conocerlo a menos que miremos. Puedes hacerlo; puedes hacerlo por los dos. —Empezó a acercarse a ella, pero volvió a inclinar la cabeza—. Descubre lo que es. Encuentra una debilidad, un asomo de debilidad, cualquier cosa que nos ayude a sobrevivir.

—No.

—Porque si no lo haces, hagamos lo que hagamos, vayamos donde vayamos, vendrá, él o alguno de sus seguidores, y me cortará la garganta como a Flynn. ¿Y tú? Sabe Dios, creo que desearás haber muerto igual que yo. —Era brutal, y se sentía sucio con solo decirlo, pero sabía con cuánta pasión se resistiría ella. Si el abuso no funcionaba, le quedaba la heroína. Se puso en cuclillas frente a ella, mirándola.

»Piensa en ello, Carys. Considéralo por lo menos.

El rostro de ella se endureció.

—Ya viste su habitación —dijo—. Sería como encerrarme en un manicomio.

—Ni siquiera se daría cuenta —dijo él—. No estaría preparado.

—No pienso discutirlo. Dame el caballo, Marty.

Él se levantó, con el rostro desencajado. No me obligues a ser cruel, pensó.

—Quieres chutarte, y luego esperar, ¿no?

—Sí —dijo ella débilmente; y luego con más fuerza—. Sí.

—¿Eso es todo lo que crees que vales? —Ella no respondió, y su rostro era imposible de leer—. Si pensabas eso, ¿por qué te quemaste?

—No quería irme. No sin… volverte a ver. Estar contigo. —Estaba temblando—. No podemos ganar —dijo.

—Si no podemos ganar, ¿qué podemos perder?

—Estoy cansada —respondió ella meneando la cabeza—. Dame el caballo. A lo mejor mañana, cuando me encuentre mejor. —Lo miró, los ojos le brillaban en las cuencas amoratadas—. ¡Dame el caballo de una vez!

—Y luego puedes olvidarte de todo, ¿eh?

—Marty, no lo hagas. Vas a estropear… —Se detuvo.

—¿Estropear qué? ¿Nuestras últimas horas juntos?

—Necesito la droga, Marty.

—Eso es muy cómodo. Te importa una mierda lo que me pase a mí. —De repente sintió que eso era indiscutiblemente cierto; que a ella no le importaba lo que sufriera, y que siempre había sido así. Había irrumpido en su vida, y ahora que le había traído la droga, podía volver a salir de ella, desvanecerse y dejarla con sus sueños. Quería pegarla. Le volvió la espalda antes de hacerlo.

Detrás de él, ella dijo:

—Podríamos meternos un poco… tú también, Marty. ¿Por qué no? Así estaríamos juntos.

Él no respondió durante un largo momento. Cuando lo hizo, dijo:

—Nada de chutes.

—¿Marty?

—Nada de chutes hasta que vayas a él.

Carys tardó unos segundos en asimilar todo el impacto de su chantaje. ¿No le había dicho en una ocasión, hacía mucho tiempo, que la había decepcionado porque esperaba a un bruto? Se había precipitado.

—Lo sabrá —murmuró—. Se dará cuenta en cuanto me acerque a él.

—Pues ve sin hacer ruido. Puedes hacerlo; sabes que sí. Eres lista. Te has metido en mi cabeza muchas veces.

—No puedo —protestó ella; ¿acaso no entendía lo que le estaba pidiendo?

Él hizo una mueca, suspiró y se acercó a la chaqueta, que seguía en el suelo, donde la había dejado. Hurgó en el bolsillo hasta encontrar la heroína. El paquete era minúsculo, y conociendo a Flynn, habría cortado el material. Pero era cosa de ella, no suya. Ella clavó la mirada en el paquete, paralizada.

—Es todo tuyo —dijo, y se lo tiró. Aterrizó en la cama junto a ella—. Sírvete.

Ella siguió mirando; ahora a su mano vacía. Se apartó de su vista para recoger la camisa sucia, y volver a ponérsela.

—¿Dónde vas?

—Ya te he visto colocada con esa mierda. Ya he oído las chorradas que dices. No quiero recordarte así.

—Lo necesito.

Ella lo odió; lo vio de pie en una franja de sol de media tarde, con el estómago y el pecho desnudos, y odió cada fibra de su ser. Entendía el chantaje. Era crudo, pero efectivo. Esa deserción era un truco mucho peor.

—Aunque hiciera lo que tú dices… —empezó; la idea parecía encogerla— no descubriría nada.

Él se encogió de hombros.

—Mira, el caballo es tuyo —dijo—. Ya tienes lo que querías.

—Y ¿qué pasa contigo? ¿Qué quieres tú?

—Quiero vivir. Y creo que esta es nuestra única oportunidad.

Aun así era una posibilidad remota, una grieta muy fina en el muro a través de la cual, si el destino los amaba, podrían deslizarse.

Ella sopesó las opciones; no estaba segura de por qué se planteaba siquiera la idea. Cualquier otro día habría dicho: por amor. Al fin dijo:

—Tú ganas.

Marty se sentó y la observó mientras se preparaba para el inminente viaje. Primero se lavó, no solo la cara, sino todo el cuerpo, sobre una toalla extendida frente al pequeño lavabo del rincón, mientras el calentador de gas rugía escupiendo agua. Al observarla, tuvo una erección, y se avergonzó por pensar en el sexo cuando había tanto en juego. Pero eso era únicamente puritanismo: debía sentirlo que le pareciese adecuado. Ella se lo había enseñado.

Cuando terminó volvió a ponerse la ropa interior y una camiseta. Advirtió que era lo que llevaba cuando él llegó a Caliban Street: prendas sencillas y cómodas. Se sentó en una silla. Tenía la piel de gallina. Quería que lo perdonase; que le dijera que su manipulación estaba justificada y que pasara lo que pasara a partir de entonces, entendía que había hecho lo mejor. Ella no le ofreció esa liberación. Se limitó a decir:

—Me parece que estoy lista.

—¿Qué puedo hacer?

—Muy poco —respondió ella—. Pero quédate aquí, Marty.

—¿Y si… ya sabes… si parece que algo va mal? ¿Puedo ayudarte?

—No —contestó ella.

—¿Cuándo sabré que has llegado? —preguntó.

Ella lo miró como si su pregunta fuera una idiotez, y dijo:

—Lo sabrás.

62

No fue difícil encontrar al Europeo; su mente acudió a él con una presteza casi inquietante, como a los brazos de un compatriota largo tiempo desaparecido. Sentía su atracción con claridad, aunque creía que no era un magnetismo consciente. Cuando sus pensamientos llegaron a Caliban Street y entraron en la habitación al final de las escaleras, verificó sus sospechas acerca de la pasividad de Mamoulian. Estaba tumbado sobre los tablones desnudos de la habitación, en una postura de absoluto agotamiento. A lo mejor, pensó, puedo hacerlo después de todo. Se arrastró a su lado, como una amante provocativa, y se deslizó en su interior.

Murmuró.

Marty se estremeció. Algo se movía en su garganta, tan delgada que le pareció que casi veía las palabras que se formaban en ella. Háblame, la instó. Dime que estás bien. Se había puesto rígida. La tocó. Sus músculos parecían de piedra, como si hubiera cruzado una mirada con el Basilisco.

—¿Carys?

Ella volvió a murmurar, le palpitaba la garganta, pero no salieron palabras; apenas respiraba.

—¿Me oyes?

Si lo hacía, no daba muestras de ello. Los segundos se convirtieron en minutos, y ella seguía siendo un muro contra el que se estrellaban sus preguntas, que caían en el silencio.

Y entonces dijo:

—Estoy aquí. —Su voz era insustancial, como una emisora extranjera que se encuentra en la radio; palabras procedentes de un lugar imposible de ubicar.

—¿Con él? —preguntó.

—Sí.

No había engaño, se acusó. Había ido al Europeo, como le había pedido. Ahora tendría que emplear su valor con tanta eficiencia como pudiera y traerla de vuelta antes de que algo saliera mal. Hizo la pregunta más difícil en primer lugar, aquella para la que más necesitaba una respuesta.

—¿Qué es, Carys?

—No lo sé —dijo ella.

Asomó la punta de la lengua un instante para extenderse una película de saliva por los labios.

—Está muy oscuro —murmuró.

Había mucha oscuridad en el interior de Mamoulian: la misma oscuridad palpable de la habitación de Caliban Street. Pero, al menos por el momento, las sombras eran pasivas. El Europeo no esperaba intrusos allí. No había dejado terroríficos guardianes en las puertas de su cerebro. Se adentró con mayor profundidad en su cabeza. Unos dardos de luz estallaron en los límites de su visión, como los colores que aparecen cuando uno se frota los ojos, solo que más brillantes y más breves. Aparecieron y desaparecieron con tanta rapidez que no supo si había algo en ellos o iluminaban alguna cosa, pero a medida que avanzaba y las explosiones se hacían más frecuentes, empezó a encontrar patrones: comas, redes, barras, puntos, espirales.

La voz de Marty interrumpió la fantasía, haciéndole alguna pregunta estúpida que no tenía paciencia para contestar. La ignoró. Que esperase. Las luces se hacían más complejas, los patrones se entremezclaban, adquiriendo profundidad y volumen. Ya le parecía ver túneles y cubos giratorios; mares de luz rodante; fisuras que se abrían y volvían a sellarse; aguaceros de ruido blanco. Observó fascinada el modo en que crecían y se multiplicaban, mientras el mundo de su pensamiento aparecía en un cielo destellante que caía en tromba en torno a ella y sobre ella. Vastos bloques de figuras geométricas cruzadas atronaban sobre ella, cerniéndose a escasos centímetros de su cabeza, con el peso de pequeñas lunas.

Con la misma rapidez, desapareció. Todo. La oscuridad regresó, tan implacable como siempre, rodeándola. Por un momento sintió que se asfixiaba; jadeó en busca de aire, presa del pánico.

—¿Carys?

—Estoy bien —susurró al lejano interrogador. Estaba al otro extremo del mundo, pero la quería, o eso le parecía recordar.

—¿Dónde estás? —quiso saber él.

No tenía la menor idea, así que meneó la cabeza. ¿En qué dirección debía avanzar, si debía hacerlo siquiera? Esperó en la oscuridad preparándose para lo que sucediera a continuación.

De repente las luces volvieron a encenderse en el horizonte. Esta vez, para su segunda actuación, el patrón se había convertido en forma. En lugar de espirales vio que se alzaban columnas de humo ardiente. En lugar de mares de luz, un paisaje, con el brillo intermitente del sol que hendía las lejanas colinas. Los pájaros se elevaban con alas candentes, y se convertían en hojas de libros, alzando el vuelo, alejándose de las explosiones que en ese mismo instante destellaban a ambos lados.

—¿Dónde estás? —Volvió a preguntarle. Sus ojos se agitaban como los de un maníaco bajo los párpados cerrados, empapándose de aquel territorio floreciente. No podía compartirlo sino a través de sus palabras, y ella estaba muda de admiración o de terror, ignoraba de cuál.

También había sonido. No mucho; avanzaba por un promontorio que había sufrido demasiados estragos para gritar. Su vida casi se había extinguido. Bajo sus pies había cuerpos desparramados, tan desfigurados como si hubieran caído del cielo. Armas; caballos; ruedas. Lo vio todo como si fuera un espectáculo espeluznante de fuegos artificiales, vislumbrando una sola vez cada una de aquellas cosas. En el instante de oscuridad que mediaba entre un estallido de luz y el siguiente, la escena entera cambiaba. En un momento se encontraba en un amplio camino, y una niña desnuda corría chillando hacia ella. Al siguiente, en la cima de una colina, contemplando un valle arrasado a través de una capa de humo. Luego un bosquecillo de abedules de plata, que desaparecía a continuación. Luego unas ruinas, con un hombre decapitado a sus pies, que también desaparecieron. Pero siempre había hogueras en las proximidades; obscenidades y gritos que ensuciaban el aire; una sensación de persecución incansable. Le parecía que aquellas escenas cambiantes podían continuar para siempre ante ella, en un momento un paisaje, al siguiente una atrocidad, sin que tuviese tiempo para relacionar imágenes tan dispares.

Luego, tan abruptamente como habían cesado los primeros patrones, lo hicieron las hogueras, y la oscuridad volvió a rodearla.

—¿Dónde?

La voz de Marty la encontró. Estaba tan agitado en su confusión que le respondió.

—A punto de morir —dijo con mucha calma.

—¿Carys?

Le horrorizaba que al nombrarla pudiese alertar a Mamoulian, pero tenía que saber si estaba hablando por sí misma, o por él.

—No soy Carys —respondió ella. Su boca pareció perder su plenitud; sus labios se hicieron más finos. Era la boca de Mamoulian, no la suya.

Alzó un poco la mano del regazo como si fuera a tocarse el rostro.

—A punto de morir —repitió—. Hemos perdido la batalla, ¿entiendes? Hemos perdido la puñetera guerra…

—¿Qué guerra?

—Perdimos desde el principio. Pero no importa, ¿eh? Me buscaré otra guerra. Siempre hay alguna por ahí.

—¿Quién eres?

Ella frunció el ceño.

—¿A ti qué te importa? —espetó—. No es asunto tuyo.

—No importa —replicó Marty. Temía insistir demasiado en el interrogatorio. Resultó que su pregunta obtuvo respuesta en el siguiente aliento.

—Me llamo Mamoulian. Soy sargento del Tercero de Fusileros. Corrección: era sargento.

—¿Ya no?

—No, ya no. Ya no soy nadie. Últimamente es más seguro no ser nadie, ¿no te parece?

El tono era extrañamente conversador, como si el Europeo supiera con exactitud lo que estaba ocurriendo, y hubiera decidido hablar con Marty a través de Carys. ¿Otro juego, quizá?

—Cuando pienso en las cosas que he tenido que hacer para no meterme en líos… —dijo—. Soy un cobarde, ¿entiendes? Siempre lo he sido. Odio la visión de la sangre. —Empezó a reírse dentro de ella, una risa sólida y nada femenina.

—¿Solo eres un hombre? —dijo Marty. Casi no daba crédito a lo que oía. En el cerebro del Europeo no se ocultaba ningún diablo, únicamente este sargento medio loco, perdido en un campo de batalla—. ¿Solo un hombre? —repitió.

—¿Qué querías que fuera? —respondió el sargento, como un relámpago—. Será un placer. Lo que sea para salir de esta mierda.

—¿Con quién crees que estás hablando?

El sargento frunció el ceño con el rostro de Carys, pensando.

—Me estoy volviendo loco —dijo con voz lúgubre—. Hace días que hablo solo a ratos. No queda nadie, ¿entiendes? Han liquidado al Tercero. Y al Cuarto. Y al Quinto. ¡A la mierda todos! —Se interrumpió, e hizo una mueca irónica—. No queda nadie para jugar a las cartas, maldita sea. No puedo jugar con los muertos, ¿verdad? No tienen nada que yo quiera… —la voz se alejó.

—¿Qué día es?

—Estamos en octubre, ¿verdad? —repuso el sargento—. He perdido la noción del tiempo. Pero hace un frío que te cagas por las noches, eso sí. Sí, debe de ser octubre por lo menos. Ayer había nieve en el viento. ¿O fue antes de ayer?

—¿De qué año?

El sargento se rió.

—No estoy tan loco —dijo—. Estamos en 1811. Eso es. Cumpliré treinta y dos el nueve de noviembre. Y no aparento ni un día más de cuarenta.

En 1811. Si el sargento decía la verdad, Mamoulian tenía doscientos años.

—¿Estás seguro? —preguntó Marty—. El año es el 1811; ¿de verdad?

—¡Cierra la boca! —fue la respuesta.

—¿Qué?

—Problemas.

Carys se había apretado los brazos contra el pecho, como encogida. Se sentía encerrada, pero no sabía por qué. El amplio camino donde estuviera había desaparecido abruptamente, y le parecía que estaba tumbada en la oscuridad. Hacía más calor allí que en el camino, pero no era un calor agradable. Olía a podrido. Escupió, no una vez sino tres o cuatro, para librarse de un bocado de fango. ¿Dónde estaba, por amor de Dios?

En las proximidades oía caballos que se acercaban. El sonido estaba amortiguado, pero le produjo pánico, o más bien se lo produjo al hombre que ocupaba. A su derecha, alguien gimió.

—Chsss… —siseó. ¿Acaso el gimiente no oía a los caballos? Los descubrirían; y aunque no sabía por qué, estaba segura de que el descubrimiento sería fatal.

—¿Qué pasa? —preguntó Marty.

Ella no se atrevió a responder. Los jinetes estaban demasiado cerca para aventurar siquiera una palabra. Los oyó desmontar, y acercarse a su escondite. Repitió una oración, en silencio. Los jinetes estaban hablando; supuso que eran soldados. Había estallado una discusión acerca de quién habría de llevar a cabo alguna tarea desagradable. Quizá, rogó, renunciarían a su búsqueda antes de empezar. Pero no. El debate se había acabado, y los soldados gruñían y se quejaban mientras se ponían manos a la obra. Oyó que movían unos sacos y los arrojaban al suelo. Una docena; dos docenas. La luz se filtraba hasta donde yacía ella, sin apenas respirar. Cuantos más sacos movían, más luz caía sobre ella. Abrió los ojos, y al fin reconoció el refugio que el sargento había elegido.

—¡Dios Todopoderoso! —dijo.

No se había tumbado entre sacos, sino entre cadáveres. Se había escondido en un túmulo de cadáveres. Era el calor de la putrefacción lo que le hacía sudar.

Los jinetes estaban desmontando esa colina, y pinchaban los cuerpos que separaban del montón para distinguir a los vivos de los muertos. Señalaban a un oficial los pocos que aún respiraban, este los rechazaba al considerar que su estado era irreversible, y se los despachaba con presteza. Antes de que una bayoneta le perforase el costado, el sargento echó a rodar y se mostró ante ellos.

—Me rindo —dijo. Le atravesaron el hombro de todas formas. Gritó. Carys también.

Marty alargó la mano para tocarla; el rostro de la muchacha estaba surcado por el dolor. Pero se lo pensó mejor antes de interferir en lo que sabía era un momento crucial: podía causar más mal que bien.

—Bueno, bueno —dijo el oficial desde lo alto de su caballo—. A mí no me parece que estés muy muerto.

—Estaba practicando —respondió el sargento. Su ingenio le valió un segundo pinchazo. A juzgar por el aspecto de los hombres que lo rodeaban, tendría suerte si no lo destripaban. Estaban ansiosos por un poco de ejercicio.

—No vas a morir —dijo el oficial acariciando el brillante cuello de su montura; la presencia de tanta corrupción inquietaba al purasangre—. Antes necesitamos que respondas a unas preguntas. Luego puedes ocupar tu lugar en el pozo.

Tras la cabeza emplumada del oficial, el cielo se había oscurecido. Mientras hablaba, la escena parecía perder coherencia, como si Mamoulian hubiese olvidado cómo continuaba.

Los ojos de Carys empezaron de nuevo a moverse con nerviosismo bajo los párpados. Le había sobrevenido otra confusión de sensaciones, cada momento estaba delineado con absoluta precisión, pero todos eran demasiado efímeros como para que pudiera entenderlos.

—¿Carys? ¿Estás bien?

—Sí, sí —dijo ella sin aliento—. Solo son momentos… momentos de vida.

Vio una habitación, una silla. Sintió un beso, una bofetada. Dolor; alivio; dolor de nuevo. Preguntas; risas. No estaba segura, pero supuso que, bajo presión, el sargento le estaba contando al enemigo cuanto quería saber y más aún. Los días pasaron en un instante. Dejó que se le escurrieran entre los dedos, sintiendo que la cabeza soñadora del Europeo se dirigía con velocidad creciente hacia algún suceso crítico. Era conveniente dejar que la guiase, pues él comprendía mejor el significado de aquel descenso.

El viaje terminó con asombrosa brusquedad.

Un cielo del color del hierro frío se abrió sobre su cabeza. La nieve caía lentamente, un descenso perezoso de plumas de ganso que en lugar de calentarla hacían que le dolieran los huesos. En el claustrofóbico estudio, aunque Marty estaba sentado frente a ella con el pecho desnudo y sudando, empezaron a castañetearle los dientes.

Los captores del sargento habían acabado el interrogatorio, al parecer. Lo habían llevado junto con otros cinco prisioneros harapientos a un pequeño cuadrilátero al aire libre. Miró en derredor. Era un monasterio, o lo había sido hasta su ocupación. Había un par de monjes al amparo del claustro, que observaban el desarrollo de los acontecimientos con una mirada filosófica.

Los seis prisioneros esperaban en fila mientras caía la nieve. No estaban atados. En aquel patio no tenían adónde huir. El sargento, al final de la fila, se mordía las uñas y trataba de mantener sus pensamientos livianos. Iban a morir allí, era un hecho inevitable. No serían los primeros que ejecutarían aquella tarde. A lo largo de un muro, dispuestos con esmero para una inspección póstuma, yacían los cuerpos de cinco hombres. Les habían puesto la cabeza podada entre las piernas, como humillación final. Con los ojos abiertos, sobresaltados por el golpe mortal, miraban la nieve que caía, las ventanas, y un árbol plantado en un cuadrado de tierra entre las piedras. En verano, probablemente daba fruta; los pájaros cantaban canciones idiotas en él. Ahora estaba desnudo.

—Van a matarnos —observó, de un modo pragmático.

Todo era muy informal. El oficial al mando, con un abrigo de piel echado sobre los hombros, se estaba calentando las manos en un brasero llameante, dando la espalda a los prisioneros. El verdugo estaba con él, un hombre gordo y pesado, que descansaba su espada sangrienta en el hombro con familiaridad, se reía de las bromas del oficial, y engullía una taza de algo caliente antes de volver al trabajo.

Carys sonrió.

—¿Qué pasa ahora?

Ella no dijo nada; tenía los ojos fijos en el hombre que iba a matarlos; siguió sonriendo.

—Carys. ¿Qué pasa?

Los soldados se habían acercado a la fila, y los tiraron al suelo en mitad del patio. Carys había inclinado la cabeza, para descubrir la nuca.

—Vamos a morir —susurró a su lejano confidente.

En el extremo más alejado de la fila, el verdugo alzó la espada y la descargó con un golpe profesional. La cabeza del prisionero pareció desprenderse del cuello de un salto, impulsada por un torrente de sangre; tenía un color chillón, contra las paredes grises y la nieve blanca. La cabeza cayó boca abajo, rodó un poco y se detuvo. El cuerpo se derrumbó sobre sí mismo. Por el rabillo del ojo Mamoulian observaba lo que sucedía, intentando controlar el castañeteo de sus dientes. No tenía miedo, y no quería que pensaran que lo tenía. El siguiente hombre de la fila había empezado a gritar. Dos soldados se adelantaron cuando el oficial ladró una orden y lo apresaron. De repente, tras una calma en la que se podía oír el sonido de la nieve al caer en el suelo, se produjo un estallido de súplicas y oraciones a lo largo de la fila; el terror del hombre había abierto una compuerta. El sargento no dijo nada. Pensó que tenían suerte al morir así: la espada estaba reservada a los aristócratas y los oficiales. Pero el árbol aún no era lo bastante alto como para ahorcar a un hombre. Observó cómo la espada caía por segunda vez, preguntándose si la lengua se agitaría incluso después de la muerte en el paladar del muerto, mientras se desecaba.

—No tengo miedo —dijo—. ¿Para qué sirve el miedo? No puedes comprarlo ni venderlo, no puedes hacer el amor con él. Ni siquiera puedes ponértelo si te quitan la camisa y tienes frío.

La cabeza del tercer prisionero rodó por la nieve; y la del cuarto. Un soldado se rió. La sangre humeaba. El olor a carne era apetitoso para un hombre al que no habían dado de comer en una semana.

—No pierdo nada —dijo a modo de oración—. He tenido una vida inútil. ¿Y qué, si termina aquí?

El prisionero a su izquierda era muy joven: no tendría más de quince años. Un tamborilero, supuso el sargento. Estaba llorando en silencio.

—Mira eso —dijo Mamoulian—. Si eso no es desertar, que baje Dios y lo vea.

Asintió en dirección a los cuerpos desparramados, de los que ya huían los diversos parásitos. Pulgas y liendres, conscientes de que su anfitrión había dejado de existir, se arrastraban y saltaban de las cabezas y la ropa, deseosos de encontrar una nueva residencia antes de que el frío los atrapase.

El chico miró y sonrió. El espectáculo lo distrajo del momento que tardó el verdugo en situarse y ejecutar el golpe mortal. La cabeza salió despedida; el calor alcanzó el pecho del sargento.

Mamoulian se volvió a mirar al verdugo con desidia. Estaba salpicado por la sangre; por lo demás no llevaba escrita en la cara su profesión. Era un rostro estúpido, con una barba rala que necesitaba recortarse, y unos ojos redondos, como cocidos. ¿Me va a matar este?, pensó el sargento; pues no me da vergüenza. Extendió los brazos a ambos lados del cuerpo, haciendo el gesto universal de sumisión, e inclinó la cabeza. Alguien le tiró de la camisa para descubrirle el cuello.

Esperó. Un ruido parecido a un disparó resonó en su cabeza. Abrió los ojos, esperando ver que la nieve se acercaba, mientras su cabeza saltaba del cuello; pero no. En medio del patio uno de los soldados cayó de rodillas, con el pecho abierto por un disparo procedente de una de las ventanas superiores del claustro. Mamoulian miró detrás de él. Salían soldados de todos los lados del cuadrilátero; los disparos hendían la nieve. El oficial al mando, herido, cayó torpemente contra el brasero, y su abrigo de piel empezó a arder. Dos soldados atrapados perdieron la vida bajo el árbol, y cayeron el uno contra el otro como amantes bajo las ramas.

—Vete —Carys susurró la orden con la voz de Mamoulian—. Rápido. Vete.

Se arrastró sobre el vientre por la piedra helada mientras los dos bandos se enfrentaban por encima de su cabeza, apenas capaz de creer que había salvado la vida. Nadie le dedicó una segunda mirada. Desarmado y esquelético, no constituía un peligro para nadie. Cuando salió del patio y se metió en los pasadizos del monasterio, recuperó el aliento. El humo empezaba a espesarse a lo largo de los pasillos helados. Era inevitable que uno de los dos bandos prendiese fuego al lugar: quizás ambos. Todos eran imbéciles: ninguno le inspiraba simpatía. Empezó a recorrer el laberinto del edificio, esperando hallar la salida sin encontrarse a ningún fusilero extraviado.

En un pasillo alejado de la reyerta oyó pasos, de sandalias, no de botas, que lo seguían. Se volvió para enfrentarse a su perseguidor. Era un monje huesudo, con aspecto de asceta, que agarró al sargento por el andrajoso cuello de la camisa.

—Eres un don de Dios —dijo. Estaba sin aliento, pero su presa era fuerte.

—Déjame en paz. Quiero salir.

—La lucha se extiende por todo el edificio; no estarás a salvo en ninguna parte.

—Me arriesgaré —sonrió el sargento.

—Fuiste elegido, soldado —respondió el monje, que seguía sujetándolo—. El azar intervino en tu beneficio. El chico inocente que estaba a tu lado murió, pero tú sobreviviste. ¿No te das cuenta? Pregúntate por qué.

Intentó deshacerse del cura; la mezcla de incienso y sudor viejo era repugnante. Pero el hombre seguía pegado a él, apremiándole:

—Hay unos túneles secretos bajo las celdas. Podemos escapar sin que nos maten.

—¿Sí?

—En efecto. Si me ayudas.

—¿Cómo?

—Tengo que salvar unos escritos; el trabajo de mi vida. Necesito tus músculos, soldado. No te preocupes, obtendrás algo a cambio.

—¿Qué tienes que yo podría desear? —dijo el sargento. ¿Qué podía poseer aquel penitente de ojos desorbitados?

—Necesito un acólito —dijo el monje—. Alguien a quien transmitir mis conocimientos.

—Ahórrame tu guía espiritual.

—Puedo enseñarte muchas cosas. Cómo vivir para siempre, si es lo que quieres —Mamoulian empezó a reír, pero el monje continuó con sus ensoñaciones—. Cómo quitarles la vida a otras personas, y quedártela tú. O si quieres, dársela a los muertos para resucitarlos.

—Imposible.

—Es sabiduría antigua —dijo el monje—. Pero yo he vuelto a encontrarla, escrita en griego común. Secretos que ya eran antiguos cuando las colinas eran jóvenes. Qué secretos…

—Si puedes hacer todo eso, ¿por qué no eres el zar de toda Rusia? —respondió Mamoulian.

El monje le soltó la camisa y entornó los ojos, mirándolo con desprecio.

—¿Qué hombre —dijo con lentitud—, qué hombre con auténtica ambición en su alma se conformaría con ser zar?

La respuesta borró la sonrisa del soldado. Extrañas palabras, cuyo significado le habría costado explicar, si le hubieran preguntado. Pero encerraban una promesa que su confusión no podía negar. Bueno, pensó, a lo mejor es así como se alcanza la sabiduría; y la espada no ha caído sobre mí, ¿verdad?

—Enséñame el camino —dijo.

Carys sonrió: era una sonrisa pequeña, pero radiante. En el espacio de un latido el invierno se derritió. La primavera floreció, el suelo era verde en todas partes, en especial sobre los túmulos funerarios.

—¿Adónde vas? —le preguntó Marty. Era evidente por su expresión risueña que las circunstancias habían cambiado. Durante unos minutos había escupido indicios de la vida que compartía en la cabeza del Europeo. Marty apenas había comprendido lo esencial de lo ocurrido. Esperaba que pudiera explicarle los detalles más adelante. En qué país estaba; en qué guerra.

De repente, la muchacha dijo:

—He terminado. —Su voz era liviana; casi juguetona.

—¿Carys?

—¿Quién es Carys? Nunca he oído hablar de él. Es probable que esté muerto. Están todos muertos menos yo.

—¿Qué has terminado?

—De aprender, claro. Todo lo que podía enseñarme. Y era cierto. Todo lo que había prometido: todo cierto. Sabiduría antigua.

—¿Qué has aprendido?

Ella alzó la mano quemada y la extendió.

—Puedo robar la vida sin esfuerzo —dijo—. Sólo tengo que encontrar el lugar, y beber. Es fácil quitarla; es fácil concederla.

—¿Concederla?

—Durante el tiempo que me convenga —extendió un dedo: Dios a Adán—. Que se haga la vida.

Empezó a reírse de nuevo dentro de ella.

—¿Y el monje?

—¿Qué pasa con él?

—¿Sigue contigo?

El sargento meneó la cabeza de Carys.

—Lo maté, cuando me enseñó cuanto podía. —Alargó las manos y apretó el aire—. Lo estrangulé una noche, mientras dormía. Por supuesto, se despertó cuando sintió mi presa en su cuello. Pero no se resistió; no hizo el menor intento de salvarse. —El sargento sonreía al describir el acto—. Me permitió asesinarlo. Me costaba creer la suerte que había tenido; lo había planeado durante semanas, aterrorizado por si me leía el pensamiento. Cuando se rindió tan fácilmente, estaba extasiado… —La sonrisa se desvaneció de repente—. Estúpido —murmuró en la garganta de Carys—. Muy, muy estúpido.

—¿Por qué?

—No me di cuenta de que me había tendido una trampa. No me di cuenta de que lo había planeado desde el principio, de que me había criado como a un hijo sabiendo que yo sería su verdugo cuando llegase el momento. Nunca comprendí, ni una sola vez, que yo era solo su instrumento. Quería morir. Quería transmitirme su sabiduría —pronunció la palabra con desprecio— y que luego acabase con él.

—¿Por qué quería morir?

—¿Es que no ves lo terrible que es vivir cuando todo lo que te rodea perece? ¿Y que cuantos más años pasan, más te aterra la idea de la muerte, porque cuanto más la evitas, peor imaginas que debe de ser? Y empiezas a desear, oh, cómo deseas, que alguien se apiade de ti, te abrace y comparta tu terror. Y que al final, alguien se adentre contigo en la oscuridad.

—Y elegiste a Whitehead —dijo Marty, en voz muy baja— igual que te eligieron a ti; al azar.

—Todo es azar; y nada lo es —declaró el durmiente: luego volvió a reírse, de sí mismo, con amargura—. Sí, lo escogí, con una partida de cartas. Y luego hice un trato con él.

—Pero te engañó.

Carys asintió, muy lentamente, describiendo un círculo en el aire con la mano.

—Una y otra vez —dijo—, y otra y otra.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Encontrar al Peregrino. ¡Encontrarlo, dondequiera que esté! Y llevármelo. Juro que no le dejaré escapar. Me lo llevaré, y le enseñaré.

—¿Qué le enseñarás?

No hubo respuesta. En cambio, suspiró, se desperezó, y movió la cabeza de izquierda a derecha. Marty se dio cuenta, con súbito asombro, de que le estaba viendo repetir los movimientos de Mamoulian: el Europeo había dormido todo el tiempo, y habiendo recuperado ya su energía, se preparaba para despertar. Le espetó una vez más la pregunta anterior, decidido a obtener una respuesta a aquella última y vital cuestión.

—¿Qué le enseñarás?

—El Infierno —dijo Mamoulian—. ¡Me engañó! Malgastó mis enseñanzas, mis conocimientos, los derrochó por codicia, por poder, por la vida del cuerpo. ¡El apetito! Todo por el apetito. ¡Todo mi precioso amor, desperdiciado! —Marty escuchaba en esa letanía la voz de un puritano (¿la de un monje, quizá?), la rabia de una criatura que quería que el mundo fuese más puro y vivía atormentada porque solo veía vicio y carne sudorosa, que a su vez engendraba más carne y más vicio. ¿Qué esperanza de cordura había en un sitio así? Únicamente encontrar un alma con quien compartir el tormento, un amante con quien odiar al mundo. Whitehead había sido tal compañero. Y ahora Mamoulian era fiel al alma de su amante: al final, quería ir al encuentro de la muerte con la única criatura en quien había confiado en su vida—. Iremos al encuentro de la nada… —susurró, y el susurro era una promesa—. Todos nosotros, al encuentro de la nada. ¡Abajo! ¡Abajo!

Se estaba despertando. No había tiempo para hacer más preguntas, por mucha curiosidad que tuviese Marty.

—Carys.

—¡Abajo! ¡Abajo!

—¡Carys! ¿Me oyes? ¡Sal de ahí! ¡Rápido!

La cabeza de Carys giraba sobre el cuello.

—¡Carys!

Ella gruñó.

—¡Rápido!

En la cabeza de Mamoulian los patrones habían vuelto a empezar, tan encantadores como siempre. Chorros de luz que sabía que dentro de un rato se convertirían en imágenes. ¿Qué serían esta vez? Pájaros, flores, árboles en flor. Qué lugar tan maravilloso.

—Carys.

La voz de alguien que había conocido en el pasado la llamaba desde algún lugar remoto. Pero las luces también. Se estaban precisando en ese mismo instante. Esperó con expectación, pero esta vez lo que explotó ante sus ojos no fueron recuerdos…

—¡Carys! ¡Rápido!

Sino el mundo real, que apareció cuando el Europeo abrió los párpados. Su cuerpo se tensó. Marty alargó la mano y asió la suya. Ella exhaló lentamente, el aliento escapó como un débil quejido entre sus dientes, y de pronto se dio cuenta del peligro inminente que corría. Proyectó su mente fuera de la cabeza del Europeo y recorrió los kilómetros que la separaban de Kilburn. Durante un instante agónico sintió que su voluntad flaqueaba, y que caía hacia atrás, hacia su cabeza, que aguardaba su regreso. Aterrorizada, jadeó como un pez fuera del agua mientras su mente se esforzaba por ganar impulso.

Marty la obligó a ponerse de pie, pero sus piernas se doblaban. La sostuvo rodeándola con los brazos.

—No me dejes —murmuró, enterrando la cara en su pelo—. Dios bendito, no me dejes.

De repente, Carys parpadeó.

—Marty —farfulló—. Marty.

Era ella: conocía demasiado su mirada para que el Europeo lo engañase.

—Has vuelto —dijo él.

No se hablaron durante unos minutos, tan solo se abrazaron. Cuando hablaron, ella no tenía fuerzas para revivir lo que había experimentado. Marty reprimió su curiosidad. Le bastaba saber que no los perseguía ningún diablo.

Tan solo un ser humano, viejo y privado de amor, dispuesto a derrumbar el mundo sobre su cabeza.

63

Así pues, tal vez tuvieran una posibilidad de sobrevivir, después de todo. Mamoulian era un hombre, a pesar de sus facultades antinaturales. Tal vez tuviera doscientos años, pero ¿qué eran unos cuantos años entre amigos?

Lo prioritario era encontrar a papá y avisarle de lo que se proponía Mamoulian, y luego trazar el mejor plan que pudieran contra la ofensiva del Europeo. Si Whitehead no los ayudaba, esa era su prerrogativa. Por lo menos, Marty lo habría intentado, por los viejos tiempos. Y a la luz del asesinato de Charmaine y de Flynn, las fechorías de Whitehead no eran más que faltas de cortesía. Era sin duda el mal menor.

Y en cuanto a cómo encontrarlo, la única pista que tenía eran las fresas. Pearl le había asegurado que el viejo Whitehead no había pasado un día sin fresas en veinte años. ¿No era posible entonces que hubiera seguido saciándose en su escondite? Era una línea de investigación dudosa. Pero el apetito, como Marty había aprendido recientemente, era el quid de la cuestión.

Intentó convencer a Carys para que lo acompañase, pero estaba extenuada, a punto de derrumbarse. Sus viajes se habían acabado, le dijo; había visto demasiado para un solo día. Quería ir a la Isla del Sol, y en ese punto era inflexible. De mala gana, Marty la dejó para que se chutase, y salió a hablar de fresas con el señor Halifax de Holborn.

Cuando se quedó sola, Carys encontró el olvido enseguida. Las visiones que había presenciado en la cabeza de Mamoulian fueron desterradas al oscuro pasado del que habían salido. El futuro, si lo había, no tenía importancia en este lugar, donde solo había tranquilidad. Se bañó bajo un sol de absurdos, mientras en el exterior empezaba a llover suavemente.